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Las instantáneas perdidas, o cómo nos vio Paul Kemp: The Rum Diary de Hunter S. Thompson.

por Egberto Almenas
Artículo publicado el 03/12/2011

El ensayo se reproduce con ligeras correcciones del libro titulado Desde los escondrijos de Satán: crónicas [entredichas] sobre el arte y la cultura en Puerto Rico. San Juan: ELF Creative Workshop, 2006, pp. 109-116.

 

Cuando la licenciosa cámara fotográfica del extranjero se vuelve hacia nosotros, dispara, y en una fulminación arresta por siempre uno de los tantos rostros que en ese preciso segundo nos conformaba, podría sobrevenir a la postre un curioseo que a veces prende en nuestro cuerpo, escoce, y persiste como la sanguijuela: ¿Quedamos bien? ¿Cómo nos habrá visto? ¿Cuál será, en el secreto del anonimato y la distancia, la opinión que francamente le mereceremos? Vacunados contra esas picaduras de la inmodestia, poco cuesta atenerse al revelado íntimo de nuestra menos agraciada pose o pretensión. Difícilmente, sin embargo, deja de inquietar —y es salud— que a través de la toma, dada a un público mayor cuarenta años después, podamos descubrir algunas tiñas de nuestra personalidad que quizá por tan próximas habían pasado entre nosotros inadvertidas hasta hoy.

La novela de Hunter S. Thompson poco revelaría en este sentido, aun cuando sus verdades sobre los puertorriqueños burlan el mentís mentirosito con que las casas editoras suelen proteger sus obras de ficción: “…cualquier parecido… es pura coincidencia”. Bien, gracias, pero como que ya habíamos oído hablar mediante fórmulas más resueltas de nuestro chirriante provincianismo, de nuestro lastimero espíritu dócil y parasitario, de nuestra dejadez, sinrazón, mugre, tufo y tiempo muerto. Nada nuevo, se dirá, agrega esta obra de imaginación a nuestra huraña para adherirnos a los códigos más elementales de convivencia civil, lo que excusa la propensión a canjearnos puñetazos e insolencias cada vez que discrepamos hasta de la más nimia de las nimiedades. Aquí, para evitar esas “riñas con frenesí de insultos” de las cuales habla esta novela, hay que acojinar las palabras —plétora de diminutivos afectivos, de concesiones y pleitesías viscosas en falsete— o, sencillamente, obviar el caos de nuestra muy distintiva y atrayente ruindad. Si non é vero, é bene trovato.

El autor que así nos pilla es oriundo de Louisville, Kentucky, pero sus entendederas sobre Puerto Rico no son librescas, ni mucho menos casuales o esporádicas. Por acá anduvo el trucutú [1] algún tiempo, colaboró con la prensa del país, y en un “recinto fortificado” no muy lejos de nuestras playas ha fijado su nicho permanente. Allá para las cruciales fechas de 1959, cuando contaba unos veintidós años de edad, arribó a nuestra Isla como reportero. Trazó entonces los primeros borradores de esta primera novela suya, y al parecer los puso en remojo hasta que la Scribner de Nueva York, cuando ya se vendían sus títulos posteriores como pan caliente, editó la versión terminada a finales del no menos significativo año de 1998.

¿Sería ocioso pensar, entonces, que en The Rum Diary abundan jirones de carne propia (deducible del concepto “diario”), y que el narrador mismo tiene mucho de quien era entonces Hunter S. Thompson, aunque lo haga pasar a propósito por lo que en literatura llaman el “héroe ingenuo”? Desprovisto el texto de una estructura irónica evidente (con la cual el autor intenta en bulto la ironía a diferencia de las irrisiones particulares de sus personajes), cabrá sostener que sobran las coincidencias. Tantas que ellas mismas bastan para comprobar cómo, en el refrito poético de un forastero, la novela no sólo acaba vengándose de la vileza en algunas de sus mejores encarnaciones, sino también de quienes se empecinan en salvar a Puerto Rico partiendo de una falsa ilusión, según veremos más adelante.

Así, hacia finales de los cincuenta, llega de un arrojo trotamundero a San Juan un joven periodista de St. Louis, el tal Paul Kemp de la obra. Había enganchado en el ejército tras una temporada de pulimento bruto en la universidad, saltó luego de una chambita breve a otra por toda Europa, y después de agotar suerte en la selva neoyorquina de posguerra, ha venido para sumarse a la nómina de peor calaña que le atiza sus últimas pujas a un moribundo vocero redactado en inglés.

Éste que nos cuenta su historia se ha templado, cual su industriosa ciudad de origen, al roce de múltiples cruces lindantes (“Gateway to the Mid‑West”, reza el lema de St. Louis), circunstancia que unido a sus periplos lo inclina a creerse infaliblemente ducho para hacer de nosotros presa fácil de su tiburónico esquema existencial. Pese a su iracundia, será aquí las más de las veces retraído y dado al trago como alimento y pasión. Figuran entre sus contertulios uno que caza de noche la gallina del prójimo con el arpón automático de pesca, otro que padece de insaciables desviaciones antropófagas, y aún otro que por domicilio ocupa, en todos sus efectos virtuales, “una cloaca” del Viejo San Juan. Paul Kemp, que procura llevar siempre pulcra su camisa, no tarda en caer simpático, si bien a la manera pícara y resortijada de Humphrey Bogart en uno de sus rodajes gangsteriles (a quien por cierto alude en su “diario” alguna vez). Descree con razón de las “palabras grandes”, como “Feliz”, “Amor”, “Honesto”, “Fuerte”. Sabe distanciarse con gracia cuando le conviene, y no arriesga el pellejo por gusto en la voracidad buitrera que cunde por entero su nuevo ámbito. El tipo, en fin, dista mucho de ser monje, pero su corazón alberga un “optimismo vagabundo”, según dice él, que denota cierta nobleza de propósitos en la vida y en el trabajo bien hecho.

La narración mantiene en penumbras los móviles ulteriores que animan al rotativo “americano”. Sin embargo, atando generosos cabos de aquí y de allá, el lector pronto descubre que éste no marcha por buenas sendas. Un nutrido y violento cerco de huelguistas que acosa los predios de la redacción constituye sólo uno de los muchos bretes denunciadores en que se encuentra el periódico de marras. A Paul Kemp le disgusta todo cuanto ve, pero ya no puede sustraerse por completo de las numerosas tretas con las que ha contratado a destiempo, y de ahí las vivencias e impresiones recordadas en ese estilo anecdótico de los aventureros.

Thompson, el autor, ha querido un protagonista risqué, ilustre salvaje de la metrópolis, y para conseguirlo en extremo lo inserta, funcionalmente, en otra “selva” que éste desconoce. Abundan allí cocos y piñas, encantan en especial las sombras del flamboyán, las brisas salitradas del amanecer y las noches cuando están frescas, pero en tantos otros aspectos desengañados con las agencias de viajes, ese lugar redunda a la larga en una roca candente (“dull and steaming rock”) como para ir a morirse uno de aburrimiento.

A su modo de ver, los “spics” [2] del nuevo reino que explora el narrador parecen “mexicanos enfermos”, y las únicas mujeres camables resultan casi siempre ser “turistas, putas, o aeromozas” blancas. (El protagonista ha ejercido la prudencia de retozar con una menos cohibida mulata de Trinidad, ritual iniciático de su salvajismo a lo Rousseau, pero siguiendo en esto un sabio principio de ley conquistadora extendida a las Américas por Hernán Cortés: jamás meterse de sopetón con las chicas del patio.) Por desentonar con la cultura ultramarina, casi todo le luce aún más primitivo, exótico. De un brinco en avión, por ejemplo, llegó un día de fiesta a la isleta donde embruja “la dinga”, ese baile de ritmos lascivos capaz de hacer orgasmar con un negro hasta a las gringuitas de bien.

Ha visto a su retorno cómo una turba de nuestros “natives”, ya doblemente ebria gracias al licor que en el aeropuerto les han dado a tomar “de cachete”, [3] corea con bombos improvisados un crispante “Busha boomba, balla wa!”, “Busha boomba, balla wa!” Tampoco se explica luego la caterva de indianos que a fuerza de bocinazos, frenos y arranques bruscos, ronda la ya congestionada capital en el automóvil eternamente atiborrado con la prole gritona, y cuyo único objeto aparente del santo sacrificio es el de deslumbrarse ante las maravillosas hechuras del santo “yanqui”. [4]

A fin de no dañarle a Thompson el factor sorpresivo de su obra, referimos una última instantánea, a lo cubista, sea sólo para mostrar hasta qué punto degüellan las percepciones deliberadamente incultas de sus personajes, esta vez en torno a uno de los géneros imaginativos de mayor proyección e influencia en Puerto Rico: nuestra música popular. Llega el momento en que visitamos lo que cualquier lector enterado reconocería como uno de aquellos establecimientos de mala ley al margen de la ruta que entonces conducía a Piñones desde San Juan. [5] Se trata de una fonda con bar, guarida de nombre soez —una “ratonera”, según la adjetivación del protago­nista—. Las canciones de allí, advierte asimismo, no eran sino calcos de las sureñas más tontas en Estados Unidos, pero donde allá al menos exudaban vigor, acá languidecían con sonsonetes tan desangrados y tristes como los semblantes de quienes los entonaban al unísono. Los “gimientes y lacrimosos” aficionados del “aullido vacío”, de las “quejas repetitivas” y de las “voces atascadas en el desamparo” al compás de una “monotonía insólita”, observa de paso sobre la clientela del local, tenían más bien pinta de pordioseros que, ya tullidos de la borrachera, se esfumaban en la noche como “payasos después de una jornada sin risas”.

En tanto, Paul Kemp se desenvuelve como mejor puede en una ciudad bifaz, históricamente híbrida, que por un lado “se parece a Tampa”, y del otro, “a un asilo medieval”. Total, para eludir semejantes absurdos llueve ron del mejor, con el cual él también se irriga el gaznate a diario en cantidades espantosas (escapatoria rutinaria implícita en el título de la novela).

De haber sido otras sus fiebres, bien habría podido instalarse el narrador de estas correrías en el “quinto piso” propuesto por Orvil Miller, según los cuatro con que José Luis González desenmarañaba el edificio de nuestra identidad, [6] y tal vez ganarle contextura, aunque fuera un chin, [7] a uno de los ciclos culturales de mayor efervescencia en Puerto Rico. No menos cierto, repararía Paul Kemp, es que para el viajero común la medida válida de cualquier mejora en la vida de un pueblo no se circunscribe a los “ciclos” fosilizados, hasta con saña, por su propia elite, sino al libre cometido evolvente de cada día entre sus habitantes más candorosos.

Para éstos, la mediatización del país cobró trepidaciones desgarradoras, fugas y reintegros abortados, y al vuelco de cada tumbo, una estela de mustia, hedor, y muchos desperdicios (“the dead remains of all those things that might have happened”, diría Paul Kemp). El nuestro es un progreso embargado contra el porvenir que ya entonces se vislumbraba insolvente. Donde único se adelanta, para decirlo conforme a los propios lances de la novela, parece ser en esa “autopista que no conduce a ningún lugar”, o en aquel tránsito con prisa violentamente homicida por llegar “sabrá Dios adónde”.

“El capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros”, reiteran los marxistas. Y si todavía tamaños remanentes del lucro veloz no han deslucido del todo nuestra más auténtica complexión de pueblo, es porque unos afeites clandestinos todavía eluden lo suficiente el visor de la “ralea errante y malhumorada” que ahora le ha dado por exhibir sus instantáneas sobre nosotros. “In a sense I was one of them”, admite Paul Kemp.

Esa criptografía por fuerza rizomaica de una etopeya al acecho sería lo que el protagonista llama sin saberlo “la tercera dimensión” que constantemente busca y se le esfuma. Poco en realidad debe ella a la tribu entreguista del país, cuyos humos de aristocracia dieciochesca, racismo, e idilio en ridículo desfase con el imperio más opulento del mundo, ciegan de manera aún más crasa que los “reportes” desalmados de la novela.

Sobre esta carcunda aborigen sí atina en limpio el “héroe ingenuo”: son los “power mongers” de nuestro sistema universitario, los traficantes del poder y ventajeros del Estado con sus socios del comercio infecundo y embrutecedor, y los buscones relámpagos a gran escala de “Nueva York, Miami e Islas Vírgenes”. En juntilla tras el “cocktail party”, acierta el narrador, van todos siempre prestos a desplegar ante las cámaras el buchón poco distinguible al del “gigoló”. En cambio, una de las escasas páginas en que Paul Kemp se conmisera, consta muy parcamente hacia los jíbaros que, apremiados por las lombrices y un hambre que ya ni el potingue de la desesperación palia, deben abandonar el país sin que en sus mentes quepa entender el sino descomunal que los azota.

Thompson retrata tanto de un lado como del otro, y en ambos la imagen dejará al mejor lector puertorriqueño como a quien se le revienta un peo en el velorio y no le queda otro remedio que el de la angustiosa sonrisa del tapujo. Habrá entre los imprescindibles que decía Brecht el que recurra al dilatado manual de las expiaciones gangosas dispensadas para la ocasión. Entre los que querrán declararle el fatwa al autor, saltará el no menos penoso jacobino xenofóbico que confunde cualquier zafiedad del colonizado con emanaciones “del pueblo”, y cínicamente las celebra como contingencias de nuestro esencialismo nacional.

Buenas intenciones sobran, y defensas mejores no faltan, habida cuenta hasta de los pegaparchos que operan a la sombra de la burocracia espectacularmente inoperante del Capitolio. Pero la papa caliente no toca esta vez a quienes luchamos con efectividad variable por corregir nuestros defectos con las riendas del destino en nuestras manos, sino a aquellos que esperan una solución en el régimen ya burdamente desprestigiado del mismo gobierno que los subsume. Veamos.

La novela apela al hoy obeso estadounidense wasp que peina canas en su coto bronceador de Isla Verde. Acomodado contribuyente y votante del montón allá en el “Norte revuelto y brutal que nos desprecia”, ha hecho de los puertorriqueños sus “disposable house niggers” predilectos del Caribe, de esos que le sirven al amo en corbatín y guantes blancos. Su incomprensión todavía rentable hacia los más míseros y malcriados de su estancia, sin embargo, llega incluso a trocarse mediante el protagonista con las ganas, a duras penas reprimibles, de “taladrarlos” a tiros (un gringo ex militar de la novela lamenta por su parte que no se le haya dejado destripar a los cubanos por aquello de los barbudos). De hecho, uno los primeros actos simbólicos que definen dicha petulancia es cuando Paul Kemp atropella a un pasajero puertorriqueño, ya viejito y posiblemente enfermo, que se precipita por salir del avión al aterrizar en San Juan (“You crazy old bastard!”, lo remata de palabra).

La tesis autorial de trastelón (lo que le es achacable a Thompson) no arguye en consecuencia con la “lectura” independentista de nuestros infortunios y desvaríos, sino con la de quienes han osado en algún momento contemplar de buena fe la nivelación de Puerto Rico a través de la estadidad. [8] En efecto, una de las misiones especiales asignadas al periódico del relato es la de falsear los sondeos de modo que favorezcan dicha aptitud, por lo cual Thompson realiza, so pretexto de ficción, el cetrino ajuste de cuentas.

Las instantáneas “perdidas” en The Rum Diary, oportunamente halladas y distribuidas durante un año histórico de consensos criollos, dice más acerca del invencible antianexionismo de ellos que del indomesticable anexionismo de nosotros. Cierto que al principio las auroras del trópico alentaban en Paul Kemp “una alegre anticipación”, como si la buena nueva lo aguardara “a la vuelta de la próxima esquina”. “Entonces”, comenta como si quisiera disuadir de antemano cualquier trance coligador, “llegaba el mediodía y la mañana se marchitaba como un sueño perdido… Tan pronto calentaba el sol lo suficiente”, concluye, “se quemaban todas las ilusiones, y yo veía el lugar tal como era: vergonzoso, tétrico y chillón [cheap, sullen, and garish]. Nada bueno iba a suceder aquí.”

Cuarenta años después nada bueno ha sucedido por estos suelos, y lo que es menos, todo nos ha ido de mal en peor según la vara con que nos tasaba Paul Kemp. Mientras, la novela valdrá por lo que reclama ser: un género de invenciones, éstas de blandos enredos y duras roñas para un buen reposo dominguero de playa. Que el autor posiblemente haya retocado su prosa por tanto tiempo extraviada, no le quita a ese arrebatado desfogue atómico que suelen caracterizar las narraciones de juventud. Las verdades que por nuestra parte le hallemos (¡ay, esa gota de limón en la llaguita!) todavía arderán hoy como en nuestros remotos ayeres, pero no radica en eso su logro, sino, como dijo Palés, en lo mucho que tiene “de embuste y de cuento”. [9]

[Abril 1999]

 

Notas
[1] Trucutú: mote local que en una época designaba a los estadounidenses, en alusión a la popular tirilla cómica Alley Oop que V.T. Hamlin lanzó en 1932. Los personajes representaban una comunidad prehistórica que le servía al cartonista para parodiar la emergente clase media de Estados Unidos. El título en la versión traducida al español preservaba la resonancia original en inglés de algún lenguaje “primitivo”.
[2] Spics. Despectivo. Llamaban así a los puertorriqueños debido a la pronunciación hispanizada del verbo en inglés speak, en la frase “I don’t speak English” (no hablo inglés).
[3] …de cachete. Obsequio de cortesía. Connota aprovechamiento pícaro del obsequiado.
[4] El narrador se mofa sobre todo de los habitantes del interior de las isla que hasta el día de hoy suelen recorrer en automóvil el circuito comprendido entre el Condado hasta el Viejo San Juan. La gira produce un congestionamiento vial tan enojoso que resta a la diversión, y de ahí que, con ánimo autocrítico, se refieran a ella como “la vuelta del pendejo”.
[5] Piñones, jurisdicción litoral. Por la belleza y sinuosidad despoblada de sus ensenadas cobró fama como lugar de paseo nocturno para los enamorados. Durante algún tiempo después de la Segunda Guerra Mundial se había convertido en zona predilecta para la prostitución ambulante.
[6] Me refiero a su libro, El país de cuatro pisos y otros ensayos.
[7] chin: Tal vez derivado por influencia de las antillas anglófonas del término shilling, antigua unidad monetaria inglesa de escaso valor.
[8] Estadidad: anexión de la isla a los Estados Unidos.
[9] Verso último del poema titulado “Preludio en boricua”, del poeta puertorriqueño Luis Palés Matos.

 

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