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Literatura latinoamericana y periodismo, una Afección.

por Alejandro Margulis
Artículo publicado el 14/11/2006

El presente artículo corresponde a una charla ofrecida por el autor sobre la literatura latinoamericana y periodismo en el marco de la feria del libro de Buenos Aires de 2005.

La convocatoria, que no esperaba, para participar de esta mesa acerca de la literatura latinoamericana y el periodismo me ha llenado de una curiosa fascinación. Me lanzó en primera instancia hacia la lectura y relectura de anecdotarios literarios, políticos e históricos que me sorprendieron por sus semejanzas con lo que vengo percibiendo en mí mismo y en algunos colegas desde hace algunos años, en el presente inmediatamente posterior al comienzo del milenio, y me dio después la sospecha de que las influencias o legados de nuestros predecesores suelen afectarnos más por ósmosis que por razonada elección.

Al leer sobre la problemática fundacional de la literatura latinoamericana me topé con algunas fichas del rompecabezas de la literatura argentina que me faltaban. Y si me refiero a la herencia recibida hablando de Afección es no sólo porque indudablemente produjo en nosotros un cambio de sensibilidad, de consecuencias imponderables, sino porque cuando un sistema de pensamiento se introduce en uno sin control de la conciencia estética éste trabaja de la misma manera que los virus, que aunque a veces den satisfacciones (siempre es lindo quedarse todo el día leyendo en la cama con excusa médica) no dejan de penetrar en el organismo con indolencia. Algunas veces lo hacen como una bomba de tiempo. O quizás mejor, una bomba del tiempo: que explota con efecto retardado, como en este caso. La metáfora médica, dicho sea al pasar, ha sido muy utilizada para describir los peligros que provocan en un sistema dominante los cuerpos nuevos, extraños, cuando se salen de control. Me hago cargo.

Así lo primero que hice fue interrogarme acerca de lo que la clasificación del tema que nos reúne supone: “la literatura latinoamericana” -y dejaré que la definición de “periodismo” vaya apareciendo a lo largo de esta exposición sola, como la del hermano menor que le cupo ser hasta que llegó la última década del milenio. ¿Cuál es el origen de esta denominación? ¿Existió siempre? ¿Qué es exactamente, si es que algo es La literatura latinoamericana? En mi historia personal, nacido como fui en el año 61, los escritores de los países latinoamericanos me llegaron cuando era adolescente: Gabriel García Márquez (Colombia), Julio Cortázar (Argentina), Mario Vargas Llosa (Perú), Juan Rulfo y Carlos Fuentes (México), José Donoso (Chile), Alejo Carpentier (Cuba) forman parte de mi constitución como lector, escritor y periodista. En los años 70 sus libros me visitaron con naturalidad y frecuencia y me acompañaron hasta los tempranos 80. O sea que el primer puerto al que nos lleva la navegación del concepto es obvio: el geográfico de nacimiento. Al parece basta con que un escritor haya nacido en un determinado país para que su literatura sea catalogada dentro de la serie geográfica preexistente.

Para alguien de mi edad, dócil y fácilmente influenciable como son los lectores que escriben hasta por lo menos los 40 años, esos autores formaron parte del telón de fondo o quizás del escenario central de mis aspiraciones a ser escritor. Claro es que los diletantes y hedonistas como yo alternábamos esas lecturas con las de los clásicos europeos: pienso en un Flaubert (Francia), en un Bocaccio (Italia), incluso en los H. Ridder Haggard, Arthur Connan Doyle, D.H.Lawrence y Stevenson (Inglaterra) de la niñez. También estaban los norteamericanos, por cierto, desde el emblemático Mark Twain hasta, conmigo más crecido, los ineludibles y clásicos contraculturales juveniles J.D.Salinger y Truman Capote, o los para mí entonces simplemente sexuales Henry Miller, Joseph Portnoy y Erica Jong, por nombrar. Pero a los fines de este breve tiempo que me ofrecen voy a centrarme en lo que los latinoamericanos hicieron funcionar en mi “máquina de escribir”. Apoyaré muchos de mis comentarios en el excelente libro de Claudia Gilman, una escritora nacida como yo, en 1961, con quien compartí hace mucho tiempo un taller literario, y que me animaría a decir es imprescindible para cualquier estudio serio sobre este tema: se titula “Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América latina”. Editó Siglo Veintiuno Argentina, en 2003.

En defensa de la inteligencia y la intuición igual quisiera decir aún que por aquel entonces no me parecía en absoluto relevante que los escritores fuesen de una u otra época o de algún país o continente. Ni siquiera estaba muy seguro de qué nacionalidad eran y hasta que no me topé con los sistemas clasificatorios de la Universidad, que organizan sus programas de estudio encasillando a los autores según los países donde nacieron, debo decir que ese esquema mental, si me permiten la vulgaridad, me chupaba un huevo. Aún hoy D.H.Lawrence me sigue pareciendo un escritor norteamericano y Henry Miller un poco francés. Por otra parte, y teniendo en cuenta que fue Charles Baudelaire el contemporáneo que mejor lo leyó, y hasta lo tradujo y comentó para sus pares franceses, ¿no habría que considerar también a Edgar Allan Poe un escritor francés del siglo XIX? Como ustedes saben, hasta que Baudelaire no lo descubrió Poe era un oscuro escritor que se ganaba malamente la vida publicando relatos verídicos en las revistas de los Estados Unidos, sin que en su propio ámbito alguien tomase muy en cuenta que lo que él estaba haciendo era nada menos que la fundación de un nuevo género literario, el cuento corto policial. Escudaré estas confusiones en ciertos rasgos que hicieron al durísimo debate que tironeó a la literatura entre universalista y provinciana, con vocación de cambio social o folclórica, que justamente se ejerció alrededor del tema en los años sesenta; pero corriendo el riesgo del anacronismo me acuerdo ahora también de una cosa que  me contó hace poco Tomás Eloy Martínez, por teléfono, desde su casa en las afueras de Nueva York: que en muchas de las principales universidades norteamericanas de hoy en día a Jorge Luis Borges se lo considera como un escritor de la literatura inglesa.

Y bien, a poco de revisar la historia literaria del continente me encontré con que la categoría “literatura latinoamericana” se convirtió en obsesión surgida después de la Revolución Cubana. Como tal, fue una preocupación “de época” anterior a mí. Una responsabilidad de la que no me sentía para nada parte, y mucho menos habiéndome criado, como ocurrió, en una familia apolítica y bajo la dictadura militar. La única obligación que me parecía razonable era la que de unas y otras maneras, más o menos explícitamente, impulsaba Julio Cortázar: seguir el propio proyecto literario. Por si no queda claro todavía, estoy hablando de que no me sentía demasiado comprometido con imitar la actitud que se suponía debía tener un escritor al que le importaban las causas políticas sociales, es decir, con la vocación bastante belicosa entonces que se llamaba “el progresismo” y que indisolublemente estaba vinculado con el programa socialista que lideraban Fidel Castro y el Che Guevara desde la isla revolucionaria. Ese programa funcionaba en mí sólo cuando trabajaba como periodista, no así cuando escribía ficción o -como se dice habitualmente- cuando escribía “para mi”. A nivel literario mis reparos eran programáticos y también rebeldes: no creía que fuese factible crear una obra siguiendo los dictados de los mayores. Pero cuando tenía que editar textos de otros, o incluso escribir periodismo para algún medio masivo, la figura del público tomaba la rienda de mis decisiones. Les doy un ejemplo que puede aclarar mejor esta disociación: en los años en que empecé a escribir en el diario Clarín yo estaba escribiendo los cuentos de lo que luego iba a ser mi primer libro, “Papeles de la Mudanza” (que dicho sea de paso ahora está totalmente agotado y circula sólo a demanda). En el taller literario al que iba a aprender, el del escritor nacido en Entre Ríos Isidoro Blaisten, se había puesto de moda la discusión acerca de “lo verosímil”. Mis cuentos no lo eran demasiado. Blaisten apelaba a sus conocimientos de la literatura y a su propia memoria anímica para convencerme de que modificase ciertas líneas de diálogo que no coincidían con la (cito) “verosimilitud” (fin de cita) de los personajes a los que yo hacía hablar. Pero su discípulo no daba el brazo a torcer. Como mis artículos periodísticos ya aparecían en el diario los compañeros del taller ese de Parque Lezama se sentían extrañados. Cómo podía ser que pudiera escribir “para fuera” textos tan claros y fuese tan rebuscado o estrafalario en los que presentaba allí, era la pregunta que me hacían continuamente. Como no lo hacía a propósito siempre me quedaba sin contestar.

Ahora me doy cuenta de que ese contrapunto repetía, en el ámbito minúsculo del grupo de aprendizaje, los rescoldos de la polémica exterior. Un escritor comprometido tenía la obligación de ser directo y simplificar su estilo al máximo para llegar al pueblo. Ese había sido el dogma de la época en los años sesenta y setenta, y después de la derrota en el plano militar que terminó con los proyectos revolucionarios de un modo definitivo y brutal, había paradójicamente persistido con  mucha fuerza en el campo intelectual. Tengo que decir, en honor a una verdad, que a Isidoro Blaisten no era eso lo que más le preocupaba porque su mirada ya se perfilaba a comienzos de los años 80 dirigida en diagonal, oblicua, que era lo que más me interesaba a mi de él. En cambio otro maestro que tuve, Humberto Costantini, que había sido un cuadro del PRT y se rodeaba de discípulos crecidos bajo las botas en una casa del Once, mi resistencia a la representación de lo social era irritante. Costantini festejaba los textos en los que aparecían personajes “del pueblo” (como una cajera de supermercado que contaba en primera persona cómo iba a bailar a Ramos Mejía, se enamoraba y terminaba traicionada por su mejor amiga, la gorda Raquel), pero para mí eran sólo ejercicios sin otro valor que el de contentar a mi maestro. Lo que Costantini nos bajaba era la línea de pensamiento del Partido. Eso era algo que yo toleraba en el diario porque mi subsistencia dependía de mi grado de acatamiento  intelectual. Además me libraba de la responsabilidad de tener que decidir qué decir en cada caso y calmaba la culpa que sentía por mi origen burgués. Mis abuelos judíos pertenecían a la burguesía acomodada que surgió durante el primer peronismo. Uno era bioquímico, farmacéutico y afiliado a la Unión Cívica Radical y tenía local en la zona de la Recoleta; le gustaba contar cómo le daba inyecciones a Borges en el culo, cuando éste trabajaba como director de la Biblioteca Nacional y vivía en la misma cuadra con su madre, Leonor Acevedo. El otro era un industrial comunista del rubro de los ferro metales y su prosperidad económica había permitido que mi madre y sus nietos viviéramos en un departamento de cuatro ambientes a media cuadra de la Plaza Vicente López, azarosamente ubicado junto a uno de los retiros que el Opus Dei tiene en la ciudad; en su juventud había formado parte de un club literario donde se leía sólo en ruso.

¿Por qué  no estaba yo bien dispuesto a bajar línea en la creación literaria?
Quizás eso era justamente lo que a mí “no me salía” porque no estaba lo suficientemente comprometido con las luchas populares. Quizás no salía porque no tenía la ideología revolucionaria adentro. ¿Era yo una víctima más del lavado de cerebro al que nos había sometido la dictadura militar? Esa duda me mortificó durante mucho tiempo y demoró la publicación de mis primeros cuentos, no así, como digo, la práctica del periodismo, donde podía deshogar mi veta humanitaria y comprometida con las clases sumergidas y postergadas a la manera del precursor del realismo y el objetivismo del siglo XIX, Emile Zolá, que fui descubriendo entonces como un modelo muy fácil de seguir para la elaboración  de las crónicas que me encargaban en el diario. Me acuerdo que cuando a mediados de los 80 descubrí los procedimientos del Nuevo Periodismo norteamericano (o No Ficción) leyendo a Tom Wolf y sus amigos, que habían logrado imponer la literalidad del lenguaje oral en la revista sabatina donde trabajaban en los años 50, pensé que en realidad ellos iban a la cola de Zolá. ¿O no había sido Emile Zolá el primero en bajar a una mina de carbón con papel y lápiz para tomar nota textual del habla de los mineros? Los lineamientos del realismo, entonces, los cumplía disciplinadamente en el ejercicio del periodismo. Y ahí estaban mis textos a tono con el “bien decir” progre en el diario masivo; además -cosa que no sabían mis compañeros de taller- durante la dictadura yo había editado una revista literaria con un buen número de lectores en la que se publicaban muchos textos bien anclados, aunque sin seguir una línea de realismo socialista ni de crítica directa, con lo que pasaba en la sociedad. En aquella revista nunca quise publicar mis propios trabajos de ficción. ¿Por qué no? Explicar un poco más el campo cultural que prevalecía entonces, y en el que como digo estaba inmerso sin mucha noción de pertenecer, quizás sirva para entender esta actitud que para mí era una postura ética inmodificable.

Regreso entonces a la idea de Afección. La literatura latinoamericana creo que fue, para quienes empezamos a publicar en los 80, una especie de enfermedad que había que aceptar y vencer, para formar los anticuerpos que nos permitieran adquirir la ansiada voz propia. Lo cual, curiosamente, no deja de ser un traspaso al proyecto individual del ideal comunitario anterior. O dicho con otras palabras, una continuidad paradójica de éste en nosotros, por espíritu de diferenciación.  ¿De qué nos queríamos diferenciar en los 80? De la obligación de tematizar la realidad política que nos venía de las generaciones anteriores. En un artículo acerca de César Aira que escribe Ana Porrúa para la revista Punto de Vista (1) hay una buena síntesis del movimiento que existió en el campo literario desde los años 60 a los 90. Voy a citar:

“Materialmente, el campo en las décadas del 60 y el 70 (hasta el golpe de estado del 76, aproximadamente) es un complejo de relaciones fuertes entre lectores, editores y escritores. Y es, además, un campo amplio. En el plano de las figuraciones, cualquier movimiento importante en un campo intelectual de estas características funciona como una explosión y da lugar a nuevas formaciones, nuevas líneas o poéticas (el ejemplo más claro sería anterior, el de las vanguardias; pero también en la década del 70 en la Argentina podría pensarse en la literatura llamada de No Ficción, en Rodolfo Walsh). El campo intelectual en los 80 y sobre todo en los 90 tiene otra configuración. Las relaciones entre sus componentes son más lábiles y desiguales –la fuerza extrema del mercado es un ejemplo de esto. El campo literario, en sí mismo, es más débil. Un síntoma de su debilidad es que cada vez se hace más necesario volver a Borges; otro es la ausencia clara de paternidad. En este espacio se mueve Aira, que ya no considera atendibles ninguna de las figuraciones colectivas. Por eso dice que no le interesa la postura seria, responsable hacia la sociedad y hacia la historia”

(fin de la cita, de la de Ana Porrúa y de la mía). Quedémonos con uno de los rasgos históricos “explosivos” que  se mencionan en esta síntesis, el de la No Ficción. Si bien pueden rastrearse sus antecedentes en algunas crónicas de la Revolución Rusa (como “Los diez días que conmovieron al mundo”, del americano John Reed) o incluso antes, en los artículos periodísticos que escribía por ejemplo el cubano José Martí, sin duda viene a surgir con fuerza canónica en los años 50 con la aparición del Rodolfo Walsh de “Operación Masacre” dentro del sistema argentino y del Truman Capote de “A  sangre fría” en los Estados Unidos. Ambos aplican lo que han aprendido en el ejercicio del periodismo de masas: referencialidad directa, transcripción de testimonios del habla a partir de la técnica de la entrevista directa, uso de documentación judicial y descripciones  funcionales a destacar el impacto noticioso del Hecho. La producción estaba hegemonizada por el folclorismo y el nacionalismo acérrimo de sus principales representantes, condenándola a falta de lectores tanto como al desconocimiento de los autores entre sí y la inexistencia, en suma, de sí misma como una “literatura latinoamericana”. La modernización de la industria cultural, las inmensas expectativas revolucionarias que genera la acción en Cuba y el surgimiento del mercado y el consumo del público marcarán los nuevos ejes de la creación. El mapa literario se modifica para siempre en los años 60. De ahora en adelante aquel que se precie de “tener pluma” (y la metáfora es curiosa no sólo por lo mucho que perdura sino porque alude a la figura del intelectual nacido en el iluminismo francés, cuando se escribía a mano y a la luz de las velas), aquel escritor o periodista con ambiciones literarias procura desde esta época buscar “la bella escritura” para narrar, rigurosamente, la realidad de las grandes transformaciones sociales que le tocará registrar. Las masas, los olvidados y excluidos del sistema económico se vuelven protagonistas y si no ellos, los lazos que invisiblemente los someten y que la literatura viene a narrar, desde la interioridad de tiranos, burgueses, militares y explotadores, para dejar en evidencia su patética desnudez.

Y surge la obligación de seguir una nueva moral, basada en la idea de que el intelectual es una correa de transmisión del ideario socialista: se construye así la figura del “escritor comprometido”, uno cuya actitud debe ser crítica al sistema de opresión vigente, imperialista y mercantilista, en una necesaria toma de partido en la lucha de poderes que se instauró en el mundo durante la Guerra Fría. Es ineludible ocuparse de lo político. “Cuando los escritores no se ocupan de la política la política termina ocupándose de los escritores”, azuzaba Carlos Fuentes en 1961.

La tesis fue, en sus inicios, muy clara: la palabra incomoda al Poder; la palabra siempre estará en oposición al Estado. Desde Francia, la obra y la figura del filósofo existencialista Jean Paul Sartre se convierte en faro de la comunidad letrada. Escribe “Qué es la literatura”, un ensayo increíblemente persuasivo donde queda probada la imposibilidad de que un autor pueda escribir desde un lugar ajeno a su tiempo, por mucho que quiera retirarse en su proyecto individual o por poco que lea a los contemporáneos. El presente no se elige. El presente se impone. En Cuba la revista Casa de las Américas se convierte en el centro de la cultura latinoamericana: instaura ediciones y premios consagratorios, irradia vínculos con publicaciones periodísticas equivalentes –de Uruguay (Marcha), de Argentina (Primera Plana)- y consolida el ideario ético de los escritores como portavoces especializados de una conciencia humanista y universal, capaces de utilizar los criterios y las herramientas más modernas de las técnicas literarias y de las vanguardias (como el uso del monólogo interior joyceano en Vargas Llosa, por ejemplo; los experimentos formales de Julio Cortázar o las combinaciones de puntos de vista de Carlos Fuentes) en contra de los folclorismos y nativismos. Las formas también están al servicio de la causa transformadora, y el público responderá si se es coherente en la propuesta. De modo que cuando estalla el llamado “boom” de la literatura latinoamericana (y otra vez vale la pena detenerse un momento en el belicismo de la metáfora, tan de época) el clima está fértil para recibir a las nuevas voces o, como dirá Luis Harss en un tratado emblemático, a “Los nuestros”.

Iniciados los 60 la literatura es un hervidero de pasiones y de obras: en Argentina, la editorial Jorge Alvarez publica diez títulos por mes de autores nuevos, y lo mismo ocurre en Perú y Venezuela con las ediciones de bolsillo. El libro sale a la calle y uno tras otro van encontrando su lugar en el anaquel del cánon “La muerte de Artemio Cruz” y “Pedro Páramo”(Fuentes y Rulfo en México), “Rayuela” (Cortázar en Argentina), “La casa verde” (Vargas Llosa en Perú), “El obsceno pájaro de la noche” (Donoso en Chile), “El astillero” (Onetti en Uruguay), “Los pasos perdidos” (Carpentier en Cuba). Todo está listo para recibir a la nave insignia. Y para cuando llega “Cien años de soledad” del colombiano Gabriel García Márquez, la “novela más esperada” -como se dice- arrasa y cautiva a las multitudes. De las austeras ediciones de 3000 o 5000 ejemplares que se vendían en promedio, su libro rompe todos los record y, por primera vez en la historia de un autor latinoamericano, salta la barrera de los 200.000. Como si aún quedasen dudas el Times anuncia en 1968 que esta (la latinoamericana) es (cito) “el aporte más importante a la literatura mundial” (fin de cita). En la década del 70 empiezan a llegar los Premios Nóbeles. La euforia cunde. Pero todo éxito contiene, quizá en sí mismo, el anuncio de su fracaso.

Y bien, éste va a llegar desde el eslabón aparentemente más fuerte que lo sostenía: los propios escritores. La obligación de aglutinarse detrás del ideal revolucionario y el éxito impresionante que sus libros empezaron a tener en todo el mundo disimuló pero no pudo suprimir las diferencias. En 1966, un año antes de la aparición del libro de García Márquez, una discusión ganó a los participantes de un congreso literario que se hizo en Arica, Chile. La pregunta era si los escritores latinoamericanos formaban o no parte de una única comunidad de intereses. Arguedas, Rama, Rulfo, Ibañez y Onetti se pronunciaron categóricamente por el no. Agitados, mocionaron una declaración que se manifestase claramente en contra de las políticas norteamericanas destinadas a cooptar la inminente industria cultural latinoamericana. Su propuesta fue rechazada por la mayoría, que la consideró panfletaria. Con el correr de unos pocos años, quedó claro que su advertencia era sensata. El éxito literario de sólo algunos (entre los que figuraba el propio Onetti) se volvió una tentación peligrosísima para el ideario revolucionario. El club se dividió entre los consagrados y los que ocupaban un lugar de menor visibilidad. Las ventas, convertidos sus libros en mercancías como cualquier otro objeto de consumo, marcaron tanto el estandar de vida de los autores, real o soñado, como las posibilidades de continuar desarrollando sus carreras literarias sin traicionar sus principios. Los valores de la cultura norteamericana confrontaban con los sostenidos por la revolución. La resistencia a los patrocinios americanos (como la célebre renunciación a la beca Gughenheim de David Viñas, quien la rechazó después de haberla conseguido) chocó con las especulaciones acerca de traducciones y cobros por anticipos de derechos de autor.

¿Era realmente el éxito literario sinónimo de legitimación ideológica de los individuos que habían escrito esas obras, favorecidas por el aparato publicitario y mediático que el sistema rápidamente ejecutó para seguir vendiéndolas más y mejor? Triunfar conforme a los parámetros de las industrias culturales era resignarse y ser cómplices de la lógica impuesta, aplastante del conglomerado entre los medios de comunicación y las grandes corporaciones mundiales del libro. Ser un best seller fue una contradicción en sí misma. Una auténtica falacia. La influencia de las leyes del mercado en las ideologías de los escritores abrió el camino del escepticismo y del cambio de paradigma. El quiebre estaba en marcha. Y aumentaría en la década del 80, debilitando cada vez más el campo literario y haciendo crecer el gesto del literato descomprometido.

Desde esa fecha ocurrieron cambios en una sucesión veloz cuyo final nadie puede predecir. A la idea del escritor consagrado por la eficacia de su estética se sumó la del editor que podía consagrarlo; el ansia de consagración fue lentamente distorsionándose para convertirse en eficacia de ventas; los premios literarios dejaron de ser signos exclusivos de reconocimiento de los pares para convertirse en métodos de marketing y modos de ganarse la vida cuando no se conseguía, como suele ocurrir, pactar anticipos de derechos de autor. Surgió en el vocabulario de los literatos el concepto de tiraje, traducciones, derechos de autor y representantes (agentes literarios). Y al igual que a comienzos del siglo XX,  se entronizó la figura del escritor profesional como enfrentada a la del cultor filantrópico de la literatura como medio de transmisión de ideas. Vivir para escribir o escribir para ganar dinero, tal fue el dilema que despuntó en el post boom de la literatura latinoamericana, creció en los 80 y cuajó en los 90 acompañándonos hasta nuestros días sin atisbo de solución. No faltaron, como antecedente de lo que vendría, acusaciones desgarradoras: en una lectura pública que dieron Cortázar y Vargas Llosa en París en el año 1970 varios del público los acusaron de escapistas, traidores e inoperantes para la causa; ellos se defendieron tabulando a sus detractores de sectarios subordinados a los líderes políticos al costo de traicionar su propia identidad. Resentidos, solitarios y sedentarios estuvieron en un lado de la balanza; en el otro, eruditos, cosmopolitas y profesionales. El fantasma del divismo se llevó puestas las mejores vocaciones.

Según Claudia Gilman, las críticas al mercado por parte de los escritores significaron el principio del fin -“la devaluación”, dice ella- de la novela como género. Cierto antólogo de la literatura cubana, presionado por no poder encontrar los grandes textos que había arrojado la Revolución al cabo del tiempo, aseguró que estos eran “La historia me absolverá”, defensa escrita por Fidel Castro en la cárcel antes del asalto al poder, y los “Diarios del Che en Bolivia”, en los que Ernesto Guevara Lynch dejó registro de sus últimas días de pasión. Al enterarme de este dato me dio por preguntarme si esos libros, que transitan el género del periodismo de denuncia y del diario íntimo (aunque de guerra) no serían el anticipo de la literatura latinoamericana que funciona en el mercado hoy, que privilegia la novela histórica, la investigación periodística, los diarios de escritores y los testimonios privados hasta en sus detalles más ocultos y personales.

Alejandro Margulis
4584-6123
www.ayeshalibros.com.ar
1 Punto de Vista, Número 81, Abril 2005.

 

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