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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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«Memorial de la noche» o la historia de los mapuches a través del discurso del intelectual de occidente.

por Manuel Oñat Parra
Artículo publicado el 16/11/2003

Sumario
A través del relato novelizado de un testigo ocular de ciertos acontecimientos históricos de la historia no-oficial, se intenta establecer que tal discurso está contaminado por la voz autorial del intérprete, es decir, del intelectual que le da consistencia y credibilidad al escribirlo frente a su cultura y a la mapuche.

“La sabiduría está hecha de entendimiento y memoria”.

Patricio Manns -novelista, ensayista y poeta chileno- focaliza sus esfuerzos en esta obra en descubrir un discurso alternativo a la historia oficial, que dé cuenta de una «verdad oculta» -o mejor dicho- olvidada en la oscuridad del tiempo, omisión que permite el establecimiento de una identidad nacional homogénea, que es interrogada y configurada por él. Esta novela[1] crea una instancia en que es concomitante la ficción y la subjetividad de quien interpela y el interpelado. En este caso se trata de un indígena octogenario y su esposa, los cuales sobrevivieron las circunstancias que describen con la laboriosidad y exactitud de sus portentosas memorias, pues comprenden que son ellos los depositarios últimos de una historia colectiva (de cultura y raza) y que a la vez los involucra directamente como individuos y protagonistas, rompiendo el equilibrio precario de la uniformidad de la identidad del sujeto narrador.

Su estructura total está conformada por diez apartados o capítulos que corresponden en su mayoría al transcurso del tiempo de la entrevista a Angol Mamalcahuello, quien reconstruye los acontecimientos, de los cuales algunos de ellos tienen una connotación mucho más sentimental que propiamente histórica. Todos los capítulos tienen la particularidad de que se inician con el sustantivo «memorial» y continuar con un complemento del nombre, que lo califica y le da el temple a su contenido; ellos son: «de mediatarde», «del crepúsculo», «de la sombra», «de la fecundidad», «de la madrugada», «del día», «del adiós», «del pasado», «del cenit» y «del ocaso». En general, la historia contada se puede resumir en los hechos que acontecieron en la Novena Región, en Lonquimay, en el sector precordillerano, a las riberas del río Biobío.

A fines de los años 20 y la primera mitad de los 30, entre los gobiernos de Carlos Ibáñez del Campo y Arturo Alessandri Palma, en dichos territorios había asentamientos o reducciones indígenas establecidas por ley; se encargaban del trabajo de la tierra para su sustento diario y para comercializar algunos productos agrícolas o artesanales con los pueblos aledaños, se trataba de un comercio de muy pequeña escala. Pese a que se sentían «reducidos» y hacinados, habían hecho de sus existencias un pasar soportable, sin mayores alteraciones; dicho de otro modo, vivían tranquilamente y conformes con lo poco que tenían, no molestaban a nadie ni exigían más de lo que poseían. No obstante una serie de circunstancias empezaron a fraguarse a su alrededor, Angol Mamalcahuello las recuerda diciendo que «Por allá por el año 1928 dictaron una Ley de Colonización Agraria que, según nos dijeron, iba a dejar las cosas como estaban […]. Entonces comenzó a moverse en Temuco un propietario alemán llamado Rolf Christian Geissel. Él fundó una asociación de particulares […] con Manfred Stüven, con Walter Manns […]. Ahora son propietarios de gran parte de la tierra de la Araucanía, e incluso se adueñaron de la Isla Grande de Chiloé, donde comienza la Patagonia chilena»  (pp. 24-25).

Dicho ordenamiento corresponde a la Ley N° 4.496 que «Crea la Caja de Colonización Agrícola», cuyos elementos centrales se encuentran cifrados en las últimas líneas del artículo 1° y que consistían en «[…] organizar e intensificar la producción, propender a la subdivisión de la propiedad agrícola y fomentar la colonización con los campesinos nacionales y extranjeros»[2]. Más adelante en su texto, en el Título II artículo 12, señala en relación a la tierra que «Si no puede adquirirse […] las extensiones de terrenos suficientes para la formación de los centros o colonias, la Caja podrá solicitar al Presidente de la República que […] proceda a expropiar los terrenos que sean necesarios para formar o completar la colonia»[3].

La ley -con un claro carácter antidemocrático y arbitrario- entendía la necesidad de hacer soberanía sobre los territorios, con el objeto de que esos terrenos «ociosos» produjeran a un nivel más acelerado en beneficio del país; sin embargo, no había consideración alguna hacia las comunidades indígenas, cuestión que se grafica en su artículo 36 en donde «Se autoriza al Presidente de la República para transferir a la Caja, a fin de que ésta destine a colonización agrícola, los terrenos que posee el Estado al Sur del río Biobío, y que al efecto se determine. Estos terrenos podrán concederse gratuitamente y en parcelas cuya extensión no exceda de 150 hectáreas en la zona comprendida por las provincias de Biobío, Cautín, Valdivia y Chiloé»[4].

Para Angol Mamalcahuello la historia de su pueblo se ha congelado a partir de la promulgación de esa ley y sus cruentas consecuencias, después de eso lo que queda para ellos como raza es esperar la muerte, pues afirma el anciano mapuche «Nuestra historia, la historia de la raza, se paró en el tiempo, señor. Se paró por allá por 1934 ó 1935. Después, la gente se dedica a morir en paz.» (p. 18). Él ve que se apaga su cultura en la sombra del olvido y de la indiferencia, en la pérdida de la memoria de su pueblo y en el desconocimiento de la realidad histórica de parte de los chilenos.

La narración que hegemoniza el texto está referida a José Segundo Leiva Tapia, que a través de Angol Mamalcahuello logró organizar una movilización de los indígenas en defensa de su territorio (weichan). El anciano, en esos tiempos, era una especie de futa toki o gran jefe, que transformó a sus congéneres en kona o guerreros. Sus esfuerzos fueron arrasados por la policía montada o rural, que representaba el poder gubernamental y a los colonos extranjeros.

En este punto es importante destacar la visión histórica y oficial que se tiene de este cuerpo policial, la cual aún se enseña en las aulas de nuestro país algo más dosificada. Fue bajo el gobierno de Ibáñez del Campo, cuando «Fusionó las policías con los carabineros. Esto le permitió disponer de un cuerpo esencialmente adicto,cuyos sueldos fueron elevados al nivel de los del ejército, dotándosele […] de fuero militar […]»[5].

Para entender un poco más el ambiente de confrontación que tuvieron que resistir las comunidades indígenas, volveré sobre el mismo autor que hace una semblanza del gobierno eminentemente autocrático del militar mencionado; también llama la atención la actitud que este historiador asume frente a las medidas tomadas por este gobierno. Para lograrlo, introduce la idea de que luego de 4 años de disturbios sociales y políticos, se justifica que un presidente de la República llegue a la situación de que «[…] no omitió sacrificios ni vaciló en tomar cuantas medidas estimó necesarias, fuesen legales o ilegales, estuviesen dentro de la constitución o fuera de ella. De aquí que reprimiera con energía los conatos revolucionarios […]»[6].

En este marco político se tramitó la ley más arriba anotada, pero si bien ella fue la causa de la «guerra» que libraron los protagonistas de la novela, no es menos importante señalar que ella se desarrolló bajo el gobierno de Arturo Alessandri, quien se proveyó de «facultades extraordinarias» para someter a los grupos exaltados. Para ello creó una fuerza civil paramilitar, llamada la «milicia republicana» que llegó a contar con 50.000 efectivos armados y disciplinados a lo largo del país, que estaban dispuestos a mantener el orden constitucional por la fuerza de las armas, no importando demasiado quién era el enemigo de turno, lo que ocasionó -por supuesto- que «[…] la institución no fue bien mirada por la extrema izquierda, a causa de que la mayoría de sus componentes pertenecían a la clase alta o a sectores plutocráticos, conservadores en el terreno económico-social. Sin embargo, no puede negarse que cumplió su finalidad […]»[7].

Fue José, un chileno, según Angol Mamalcahuello, quien «quería resucitarnos como raza, como pueblo, como seres con pasado, con historia, con cultura, con identidad […]» (p. 43). Se casó con Deyanira Aillapén y tuvo un hijo de ella llamado Lautaro; en la escaramuza, su mujer pierde la vida a manos de las fuerzas policiales de una manera brutal y despiadada; de todas formas, ella alcanzó a esconder a su vástago.

Una vez aplastada la insurrección indígena, continúa narrando el anciano indígena, los sobrevivientes fueron llevados a pie hasta Temuco. Unos 700 mapuches fueron los que iniciaron el viaje de 150 kilómetros a marcha forzada y al llegar a «[…] las puertas de Temuco, no me creerás, señor, éramos treinta y siete. Anda a ver al Congreso Nacional la cuenta de un tal senador Pradenas: él nos iba contando uno a uno mientras pasábamos delante de él, y escribió un informe especial […]» (p. 160; mediante el relato del anciano, Manns se asegura de anotar la constancia real de lo contado con la explícita intención de sacar la narración de la ficción novelesca). Por haber logrado llegar tan mínima cantidad de insurgentes, que no sólo eran indígenas, sino que criollos pobres, fueron perdonados y enviados en un tren de vuelta. La sentencia se dictó en función de la cantidad de supervivientes, decidiéndose dejarlos en libertad pero «[…] a condición de que se vayan para sus casas […] y no vuelvan a acordarse del asunto. El primero que abra la boca será fusilado sumariamente. Ni un solo periodista debe saber cómo fue la guerra […]. El problema de las tierras que les dejaremos ya está arreglado. Total, para treinta y siete, siempre sobrará por ahí un retazo de pradera donde criar ganado o sembrar papas.» (p. 161).

La novela se cierra cuando Angol Mamalcahuello se encuentra con su esposa, Ánima Luz Boroa, y caminan por la orilla de un río, ven cadáveres flotando en las aguas e inician sorprendidos un angustioso recuento, uno a uno «Y así, media hora, una hora, dos horas, tres horas […], siete horas. Contábamos nuestros mocetones muertos […]. De nuevo nos afirmamos en el árbol, cerramos los ojos resecos, y nos fuimos quedando dormidos. Dormidos hasta hoy, señor.» (p. 164). Para generar en el lector un grado más estrecho de verosimilitud, Manns en una parte de su narración señala las voces que componen su novela, destinado cada uno de los niveles discursivos o memorias a un sujeto en específico. Desde este punto de vista, podemos detectarlo a él en la primera memoria (en Trez-Vella, en Europa) y en la segunda (veinte años antes con Angol Mamalcahuello), la tercera y la cuarta corresponden al matrimonio de ancianos indígenas (Angol y Ánima), y la quinta es una recopilación de las palabras de José que ellos recuerdan (pp. 27-28). Ha mediado una buena cantidad de años entre los hechos, su recuerdo y su reproducción novelada, lapso suficiente para entregar una historia templada, carente de apasionamientos partidistas y/o revanchistas, lo que deriva necesariamente en una profunda reflexión acerca de lo sucedido, para sacar conclusiones útiles que se proyecten al futuro histórico de una comunidad y de una raza en extinción. Sin embargo, Manns subrepticiamente piensa más en el impacto o en la reflexión que haga el pueblo chileno en lugar de la que resulte de los mismos mapuches.

Es manifiesta la intención del novelista de cuestionar la historia oficial, contraponiéndole datos que no han sido consignados de personas que participaron directamente en el enfrentamiento armado. Por ello, sitúa la «memoria» en un lugar privilegiado y la dinamización de la misma a través del «recuerdo» exacto y puntilloso de las circunstancias pretéritas del anciano, pues «Si él calla, callará todo el mundo. Es decir, todo el pequeño mundo sobreviviente.» (p. 17). Su deseo es una urgencia no sólo para él como literato y recopilador, sino que para todos los capaces de conmoverse de las injusticias sobre el pueblo mapuche. Es el portador de dicha memoria y -simultáneamente- es la voz de los marginados frente a su propia sociedad, este mismo compromiso político-cultural lo expresa sin mayores prevenciones, cuando dice que ha venido «[…] a buscar la espantosa verdad de 1934, entre otras cosas, para que los chilenos sepamos de una vez por todas quiénes somos los chilenos, qué hicimos, y qué es lo que se nos oculta de nuestra propia historia: Porque los acontecimientos de 1934 jamás entraron en la historia oficial […], escamoteados como de costumbre […]».  (p. 33)

No quiere perder ningún dato y para no fallar en su empresa grabará en cintas magnetofónicas el relato de Angol Mamalcahuello (pp. 17-18). No quiere intervenir ni alterar lo narrado. Manns transcribirá -a la vez que interpretará voluntaria o involuntariamente- lo escuchado sin seleccionar o inventar las circunstancias, al menos las centrales de la sublevación indígena en defensa de sus territorios. En este mismo sentido, se refiere a su entrevistado con una sustantivación de adjetivo, cada vez que puede, como solía hacerse en las narraciones de juglares de la Edad Media como un medio para no olvidar a los personajes que participan de la historia y para darle consistencia al sujeto narrador; es así como Angol Mamalcahuello es llamado «el moribundo» (p. 16), «el desconfiado» (p. 17), «el sabelotodo» (p. 18), «el escrutante» (p. 22), «el penetrante» (p. 75), «el falto de nuevas» (p. 78), «el enciclopédico» (p. 115), etc.

No se trata de un simple recurso retórico o estético, lo veo muy ligado al significado subjetivo que adquiere el anciano a los ojos del entrevistador; en cada situación se transforma muy dúctilmente: él es un hombre y varios en uno, un pueblo, una raza, una cultura, una historia a los cuales el anciano indígena quiere ser fidedigno, ya que«El señor aquí quiere la verdad, no historias de humo escritas en el aire. Si vamos a contar, contemos con exactitud, con la memoria en la mano» (p. 37). Para corroborar tal fidelidad a los hechos, Manns emplea el expediente de citar autoridades reconocidas para avalar sus impresiones; trae a colación a Rodolfo Lenz, el filólogo que vivió en nuestro país y «[…] hablaba a comienzos de siglo de la memoria araucana, de su excepcional capacidad narrativa y, sobre todo, su facultad de recrear acontecimientos muy distantes en el tiempo, los que en boca india parecen sucedidos ayer.» (p. 122).

Detrás del respeto por el relato, se ve un valor asignado a la oralidad como herencia que se transmite de generación en generación y vehículo de la cultura; desde este punto de vista, es labor de Patricio Manns poner esas palabras en escritura para que adquieran el estatuto de permanentes y de verosímiles dentro de la sociedad occidental. Las raíces culturales e históricas se verían seriamente amenazadas si Angol Mamalcahuello y Ánima Luz Boroa callaran; son ellos los últimos eslabones de una cadena de sucesos que se perderá inexorablemente con su silencio o con su próxima muerte.

Si bien es cierto, el «memorial» está netamente basado en la voz del indio anciano y su cónyuge, Manns quiere explorar la otra versión de la historia. Esta posición la examina más distanciadamente, porque no desea tomar partido, al menos de manera evidente, por alguien más cercano a él en lo cultural y -por qué no decirlo- en lo político; me refiero a José Leiva Tapia, ya que dicho personaje      -protagonista de la historia de amor, que es un discurso más dentro del texto, e instigador del levantamiento indígena- poseía estudios universitarios (profesor de Historia y Castellano en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile), además era militante del partido Comunista, el que recientemente había sido proscrito por el gobierno de Ibáñez del Campo; en definitiva, es un miembro más de la sociedad a la que pertenece el autor de la novela. Manns opta por dejar que sea Angol Mamalcahuello el que narre libremente cómo lo conoció y reproduzca sus palabras, asunto que inicia cuando le pregunta por qué querían aprender los mapuches las materias que enseñaba José, el anciano responde que «El Castilla [Castellano] para aprender a escribir, y la Historia para saber sobre seguro lo que tiene que escribirse […]» (p. 28, las negrillas son mías para dejar establecida la confianza que muestra Angol Mamalcahuello por la escritura por sobre la oralidad, pese a que su cultura es ágrafa; mientras, Manns guarda un discreto silencio, pues él está «escribiendo»).

José Segundo Leiva Tapia respondía a dos paradigmas culturales, los que estaban en proceso de asimilación o, para utilizar un vocablo de Rama que lo obtiene de Fernando Ortiz -antropólogo cubano, autor de la obra Contrapunteo Cubano entre el Tabaco y la Azúcar-, de transculturación[8] cuando se casa con Deyanira, a la cual José le confiesa: «No sólo elegí mi mujer, sino mi raza. No sólo elegí un sentido para mi vida, sino una causa para mi vida, algo que le diera razón. La ciudad te pudre.» (p. 107, el destacado es mío). Es fácil percibir en las palabras de José el eco de las orientaciones ideológicas y culturales que Patricio Manns filtra en la novela, pues ambos pertenecen a la misma órbita occidentalista; este último hace de José su símil en medio de la lucha, con el objetivo de «contar» desde dos posibilidades discursivas o puntos de hablada el abordaje del relato: una, desde el exterior como recopilador, como testaferro de la herencia cultural mapuche y, otra, desde el interiorcomo el hombre consecuente e ideológico, comprometido con la raza indígena y que percibe las injusticias de su propia cultura, las cuales fustiga duramente y postula -a mano alzada- un diseño en que el pueblo mapuche es el pueblo chileno.

El personaje novelesco de Leiva Tapia (el alter-ego de Patricio Manns) se ubica en los límites de ambas sensibilidades, constituyéndose en un «trashumante», pero adquiere un sitial desde el que articula una doble y contradictoria visión: una ácida y dura crítica a la administración gubernamental de su propio pueblo (Manns va más allá, se trata de lo cultural, quizás pone en jaque a la ciudad letrada pero en este mismo movimiento desplaza su defensa) y la otra, más paternalista y reivindicativa hacia el pueblo indígena, por el cual da la vida y usa sus conocimientos heredados de la tradición académica europea. Se halla en el «borde» de ambas culturas, generando el espacio del intelectual de occidente que analiza desapasionadamente su entorno; su compromiso por la defensa de los mapuches a veces se confunde, porque no queda claro si lo hace por la cultura autóctona o lo hace por sus propios intereses político-partidistas que le dicta su ideología marxista, una importación más del viejo continente.

Continuando, dentro de la narración se puede identificar el tiempo en que se llevó a cabo la entrevista y los sucesos narrados son teñidos por el ambiente de esos momentos, cuando Angol Mamalcahuello reflexiona y dice de José que «Él parecía saber que un día llegaría Salvador Allende. ¿Tú te das cuenta que ahora con Salvador Allende en el gobierno, tendremos por fin esas leyes, señor?» (p. 68). Manns aprovecha la oportunidad para manifestar su pensamiento político, caracterizándose a sí mismo como una persona que se integró posteriormente a las luchas reivindicativas. Además matiza su declaración con su propio análisis de la situación política y la proyecta a un futuro incierto, que bien podrían constituirse en una crítica a la sociedad actual: «Llegué tarde a la pelea, pero podría haber luchado codo a codo con José. El que no milita, el que no contribuye a mejorar la sociedad en que vive, es un degenerado impostor, un chupasangre, un cagamentiras indigno de codearse con la gente decente. La política se ha inventado para ocuparse de ella […].» (p. 69).

El libro de Manns se inscribe dentro de la tradición literaria de nuestro continente, siguiendo los planteamientos del estudioso boliviano Guillermo Mariaca, quien sostiene que «La cultura latinoamericana, concebida como cultura nacional, recorre los textos centrales en cada una de sus reflexiones construyendo a la literatura como política cultural y enfatizando las encrucijadas de la identidad y la legitimidad»[9]. En resumidas cuentas, no se trata de un texto que tenga su centro de gravedad sobre la estética, sino que en su contenido y en una función pedagógica o proselitista, que nos invita a recorrer las acciones a fin de concretar la imperativa reflexión en torno de los asuntos que constituyen la agenda latinoamericana, como son la identidad, la ideología y la cultura, que -por lo demás- son los tópicos básicos de nuestra tradición de crítica literaria. Es en esta perspectiva que utiliza la «memoria» y le da un significado y un poder «[…] tanto el psicoanálisis como la historiografía trabajan con el mismo objeto: el poder de la memoria. Incluso si el primero pretende resaltar las imbricaciones y la segunda las continuidades, ambos posibilitan explicar nuestro presente, ambos nos permiten representarlo y, así, creer que no apoderamos de él»[10].

La empresa de Patricio Manns nos confronta con el problema de «transcribir» la memoria de Angol Mamalcahuello. En ese tránsito, desde lo oral a lo escrito, el discurso es contaminado por su propia subjetividad y crea un conflicto que llega a comprometer su sustancialidad o su compromiso con la verdad del relato del testigo ocular; por lo tanto, se hace necesario revelar en la novela las posibles mixturas que pueden catapultar su significado más allá de lo evidente. Cornejo Polar ha estudiado la escisión y la problemática entre las culturas ágrafas andinas y la letra institucional, es decir, ha indagado en los inevitables cruces en ciertas formas de bilingüismo y diglosia, afirmando que «Como a nadie escapa, la construcción de estos discursos, que por igual delatan su ubicación en mundos opuestos como la existencia de azarosas zonas de alianzas, contactos y contaminaciones, puede ser sometida a enunciaciones monologantes, que intentan englobar esa perturbadora variedad dentro de una voz autorial cerrada y poderosa […]»[11].

En el caso que llevo analizado, la voz del autor es la dominante, pues usa las instancias que le permite la reconstrucción del pasado de Angol Mamalcahuello, para introducir su propia visión de las circunstancias. A modo de ejemplificación, el anciano mapuche se refiere a las elecciones de varios presidentes de la República, al detenerse a hablar de un rico terrateniente del sur, dueño de molinos y pulperías que al mando de un grupo robaba las urnas de votación y luego las devolvía con los sufragios cambiados a su favor, «Así fueron elegidos el tal Alessandri, en 1932; González Videla, en 1946; el Ibáñez del Campo […], en 1952; otro Alessandri, llamado por unos don Jorge, por otros, «El Paleta» y después en 1958, «A usted lo necesito»; y Eduardo Frei, en 1964, que fue quien inició la Reforma Agraria, que ahora está continuando el doctor Salvador Allende».  (p. 86)

Otro ejemplo lo pone en boca de Deyanira Aillapén, joven esposa de José, cuando están decidiendo el nombre de su hijo o hija; el hombre insistía en que fueran Lautaro o Guacolda: «Con esos nombres es todo el peso de la historia de Chile [no del pueblo mapuche, al parecer] el que le echas encima.»  (p. 108). Tomando casi al azar ciertos pasajes de la obra, la relación que hace Angol Mamalcahuello de la historia de su pueblo y de la biografía de Lautaro, que abarca varias páginas (pp. 117-121), se podría afirmar que se trata de la versión oficial de la historia de nuestro país. Es interesante detenerse un instante a observar los vocablos que usa el indígena, para referirse a la guerra, para él fue «La guerra de guerrillas, señor» (p. 118) o de las tácticas del joven toki: «Lautaro hizo que nuestra vanguardia no llevara armas, sino unos grandes tablones, o troncos, o gruesas cortezas de madera, sujetos por los brazos de toda la primera fila desplegada a lo ancho del campo de batalla. Una especie de coraza colectiva, tras la cual se escondían los guerreros armados a partir de la segunda línea.»  (p. 119, las negrillas son mías).

Esta ineludible mezcla entre lo contado por Angol Mamalcahuello y lo que piensa Manns, me fuerza a pensar que se trata de una «interpretación» del recuerdo del anciano. Dicho de otra manera, se trataría de un reemplazo o una justificación para dar a conocer al pueblo chileno la lección de la verdad de las circunstancias históricas: es el intelectual el facultado para conocer y comunicar la anécdota del pueblo mapuche. Al consolidarse un «intérprete», el otro autorizado dentro del ambiente intelectual de occidente, el indígena queda relegado a un plano de «subalternidad»[12]: se ve en la obligación de esperar la traducción, para que su experiencia sea considerada como parte de su cultura. El memorial no es una memoria directa, es espuria pues se ha impuesto por sobre una conciencia práctica -incapaz de expresarse discursivamente- una suerte de discurso hegemónico, público que tiende a ser «[…] una construcción coherente, lógicamente articulada y con pretensiones de generalidad, producida dentro de instituciones culturales como universidades, centros de estudios y medios de comunicación a los cuales la gente común -en cuanto productores de cultura- tiene poco acceso»[13].

Dicha elaboración pertenece a la dimensión pública de la nacionalidad, pero que -en este caso- es dable aplicarla al discurso que enuncia Manns como intérprete. En ningún tramo de la novela se plantea la heterogeneidad cultural, más bien se trata de buscar los caminos para la integración del mapuche a la identidad chilena como una continuidad. En suma, el autor incurre en la misma miopía de sus antecesores indigenistas románticos de nuestra literatura hispanoamericana, los cuales no podían desprenderse del gran peso cultural proveniente de Europa. Patricio Manns inicia su novela con la noble intención de develar un fragmento de la historia chilena, de mostrar descarnadamente el sufrimiento del pueblo mapuche, el que conceptualiza como la matriz cultural de los chilenos; sin embargo, en esta idea, como ya lo mencioné, no distingue la diversidad cultural y ve a esta etnia originaria como parte inherente de nuestra identidad como chilenos. Es esta misma continuidad la que justifica el hecho de juzgar y de sentirse integrante de la lucha de los indígenas que defienden sus tierras, cuestión que además y quizás de una manera un tanto más clandestina da pie para la introducción de ideologías de corte más revolucionarias.

Parafraseando a Larraín, la historia de Angol Mamalcahuello se desarrolla en una órbita más restringida y en un ámbito local, en las distintas conversaciones e intercambios de la vida diaria de la comunidad indígena o reducción; por lo mismo, para los mapuches tiene una mayor significación o una muy distinta a la que puede tener un chileno que escucha y transcribe para corregir las omisiones de su propia historia[14]. Existe en Manns un esencialismo soterrado, un sesgo romántico de la novela indigenista en el que la figura del indígena y de los que comparten su lucha está más allá del bien y del mal, provisto de una buena voluntad y una transparencia extremas en su modo de actuar, asunto que queda expuesto en la actitud de José Leiva -un chileno consecuente con su ideología y sensible a la opresión que padecen los mapuches- luego de que han violado, torturado y asesinado despiadadamente a su esposa, evidencia su profundo dolor diciendo «La rabia es el secreto. Vámonos a matar un poco, Angol Mamalcahuello, a ver si puedo volver a encontrarme con la rabia que tenía.»  (p. 142); otro ejemplo de ello es lo que dice el anciano, pues mientras ellos respetuosamente amontonaban los cuerpos de sus enemigos a la orilla del camino para que los enterraran, las fuerzas policiales «[…] tiraban los cadáveres a los ríos para que el agua se los llevara bocabajo y no quedara rastro ni contabilidad de los asesinatos.»  (p. 133)

En cuanto al desarrollo mismo de la revuelta, entre los indígenas existe una ética a ultranza, pues cuando a Angol Mamalcahuello le avisan que su esposa tiene a un montado herido y él -en lugar de matarlo o tomarlo prisionero- ordena: «Pídeles a las otras mujeres que te ayuden y lo llevas a nuestra cabaña. Es como un gesto de buena voluntad. No debemos rematar a los heridos. Quizás así ellos las respetarán a ustedes.»  (p. 134) En el otro extremo, ilustra a los policías montados como violentos y brutales a través del herido ya mencionado, que fue cuidado por Ánima Luz Boroa: «Hay gente más loca que una cabra. Nosotros los estamos matando a ustedes como si fueran ratas. Les hemos violado a todas las viejas posibles. Y el huevón me ve vivo, y en lugar de hacerme afrecho, se va.»  (p. 136).

A la luz de lo citado, Manns diseña un formato de «comunidad» rayano en lo ideal, son esos personajes emblemáticos quienes la representan; nadie duda que todos los mapuches actuaron de la misma manera. En este sentido, «En lo que toca a la identidad de los sujetos sociales, las formulaciones románticas sobre el ‘espíritu del pueblo’, u otras similares, no fueron desplazadas por el concepto marxista de clase social [en este caso, de raza]; y no lo fueron porque, pese a que ésa no es exactamente la idea que proviene de tal fuente, la clase [o etnia] fue imaginada como una totalidad internamente coherente»[15].

Patricio Manns es un intelectual comprometido con la ideología marxista, su función como compilador de una memoria que se extingue es dejar un testimonio vital, un memorial de la historia no contada; sin embargo, su meta es despertar a su propia sociedad a la cual quiere integrar al indígena sin considerar la diversidad o las diferencias que existen entre ambas culturas. Acepta internamente que los mapuches deben poseer un territorio propio, no obstante, todo su discurso apunta a la integración de éstos a la dimensión que él personalmente comparte, procede sin tomar en cuenta la plasticidad cultural que está condicionada por la selectividad y la invención que poseen mapuches y chilenos[16]. Para entender con más precisión los vocablos citados, Rama escribe que «[…] la ‘plasticidad cultural’ que diestramente procura incorporar las novedades, no sólo como objetos absorbidos por un complejo cultural [selección], sino sobre todo como fermentos animadores de la tradicional estructura cultural, la que es capaz así de respuestas inventivas [invención], recurriendo a sus componentes propios»[17].

La visión de Patricio Manns sobre las dos culturas responde a una concepción rígida, en el sentido de que percibe una homogeneidad en lo chileno y lo mapuche, en donde el primero pareciera que acepta los objetos y los valores constitutivos de la otra y viceversa, esto es, una asimilación sin protuberancias. En consecuencia, el novelista escribe este relato para recoger una memoria que no le pertenece y la ordena dentro de un discurso comprensible dirigido a sus pares, los escritores y los intelectuales, que son los miembros de la ciudad letrada[18] (en este caso la entiendo como la urbe de la intelectualidad y del academicismo occidental) y quienes administran el discurso público.

Su intención es subvertir el statu quo, busca intencionadamente crear la necesidad de buscar en ellos el compromiso político y -a la vez- la independencia del poder, el libre pensamiento para criticarlo de parte de sus pares. Sin embargo, en su empresa deja de lado las consideraciones de la multiculturidad que existen en su cultura chilena y la que existe dentro del mundo mapuche, es decir, opta por entenderlas homogéneas para esbozar -de un modo menos traumático- la binariedad dialéctica del marxismo clásico, la que matiza con la inserción de una historia de amor dentro de la fragorosa guerra de 1934, dotando a la obra del tinte dramático necesario para despertar la conciencia del lector y la adscripción a la defensa del más débil.

Las culturas aquí convocada, en conclusión,  muestran distintas facetas de asimilación cultural. No es posible seguir sosteniendo que existe una hegemonía niveladora que dé cuenta de una identidad estable, cada cultura modifica los valores tradicionales pero sin renunciar a ellos, a través de una selección que le permita despertar los nuevos significados que se vayan inventando en el proceso de transculturación o mestizaje.

¨¨¨¨


[1] Manns, Patricio: Memorial de la Noche, Santiago de Chile, Editorial Sudamericana, 1998. Todas las citas -que serán cifradas en cursivas- pertenecen a esta edición y sólo indicaré, en adelante, el número de página entre paréntesis.

[2] Contraloría General de la República: Recopilación de Leyes, volumen 15, Santiago de Chile, Imprenta Nacional, 1929, p. 305.

[3] Contraloría General de la República: op. cit., p. .306.

[4] Contraloría General de la República: op. cit., p. 309.

[5] Frías Valenzuela, F.: Manual de Historia de Chile, Santiago de Chile, Editorial Nascimiento, 1953, p. 507. El subrayado es mío.

[6] Frías Valenzuela, F.: op. cit., pp. 506-507.

[7] Frías Valenzuela, F.: op. cit., p. 518. Es evidente que el prestigioso historiador justifica el uso de las armas para el establecimiento del orden constitucional, siempre y cuando proceda de la derecha, pero calla las consecuencias que ello pudo haber acarreado a los sectores que no se hallaban representados o eran abiertamente opositores al régimen.

[8] Rama, Ángel: Transculturación Narrativa en América Latina, México, Editorial Siglo XXI, 1982.

[9] Mariaca Iturri, G.: El Poder de la Palabra: Ensayos sobre la Modernidad de la Crítica Literaria Hispanoamericana, Universidad Mayor de San Andrés, Cuba, Casa de las Américas, 1993, p. 5.

[10] Mariaca Iturri, G.: op. cit., p. 13.

[11] Cornejo Polar, A.: Introducción en Escribir en el Aire. Ensayo sobre la Heterogeneidad Cultural de las Literaturas Andinas, Lima, Horizonte, 1994, p. 17.

[12] Spivak, Gayatri: Can the subaltern speak? en Colonial discourse and Post-colonial theory, eds. P. Williams and L. Chrisman, New York, Routledge, 1994.

[13] Larraín, Jorge: Modernidad, Razón e Identidad en América Latina, , Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1996, p. 208. Piénsese en el caso de Angol Mamalcahuello, un mapuche que ha vivido toda su vida en la precordillera.

[14] Larraín, Jorge: op. cit., p. 208.

[15] Cornejo Polar, A.: op. cit., p. 19.

[16] Véase con más precisión Rama, A.: op. cit., p. 38. Aquí Rama discute el planteamiento de Fernando Ortiz, en referencia a las correcciones que habría que considerar con el término «transculturación» en las obras literarias.

[17] Rama, Ángel.: op. cit., p. 31.

[18] Rama, Ángel.: La Ciudad Letrada, Hanover, U.S.A., Ediciones del Norte, 1984. En esta obra, Rama demuestra cómo la estructuración topográfica de las ciudades que establecieron los conquistadores en nuestro continente respondía a concepciones filosóficas y culturales de entender la realidad, en cuyo centro ubicaban a las instituciones del poder y a su alrededor a los intelectuales; además la construcción de las mismas era la realización concreta de la utopía que buscaban los europeos en las recientes tierras descubiertas de ultramar.

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