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Un detective que escribe: Rodolfo Walsh.

por Fernando Beltrán
Artículo publicado el 27/03/2019

Resumen. Se ha difundido con éxito que Rodolfo Walsh fue una de las figuras perfectas del “escritor comprometido” en Argentina. A partir de una investigación de archivo, este ensayo reconstruye una imagen de Walsh en función del mundo sociopolítico que le tocó vivir. Otro atributo a Walsh es la creación de un género que combinó periodismo de investigación y literatura. Este ensayo inspecciona las características de su innovación. Si una de las conclusiones de Walsh fue la inseparable unión del oficio de escritor con la política, este ensayo matiza todas las consecuencias posibles.

Palabras clave: Rodolfo Walsh, peronismo, sociología de los intelectuales, ensayo.

 

I. La Argentina de Walsh
A un año de la caída de Juan Domingo Perón a causa de un golpe militar auto llamado “Revolución Libertadora” el 16 de septiembre de 1955, el peronismo había iniciado su período de “resistencia”. Entre otros aspectos, Perón marchó al exilio en España, lo que le valió severas críticas de propios y extraños. Los dirigentes obreros peronistas huían o estaban encarcelados. Y el decreto 4161 de 1956, ratificado en 1963, penaba con cárcel a todo aquel que elogiara en público a Perón y a Evita Perón. “Revolución Libertadora” que en el tiempo inmediato Ernesto Sabato la nombró “valiente” acción de los militares al aplastar la tiranía (Sabato, 1956: 61). Además de un lúcido ensayo sobre el ascenso y el descenso del peronismo, Sabato anunciaba también las bases de reconciliación nacional y alertaba los riesgos de esa coyuntura: la no celebración inmediata de elecciones presidenciales. No ocurrieron sino hasta 1973, cuando la proscripción del peronismo se levantó en función del ejercicio efectivo del voto. Sabato, además, no tardará en escribirle una carta abierta al entonces presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu [1955-1958], donde denunció la censura que su gobierno había ejercido sobre la prensa en general y contra Mundo Argentino en particular, revista que dirigía. Con base en un periodismo de investigación, en efecto, Sabato dio salida a denuncias hechas por uno de sus colaboradores sobre el uso político de la tortura en el recién inaugurado nuevo gobierno (Sabato, 1992). Las denuncias le costarían a Sabato el puesto. Una supuesta revolución, el derrocamiento de Perón, que será conocido un año más tarde como revolución fusiladora a propósito de las matanzas en el basurero de José León Suárez, en el Gran Buenos Aires, la noche del 9 de julio de 1956. Fueron estos fusilamientos ilegales y clandestinos, desencadenados por el levantamiento armado a cargo de los militares Juan José Valle y Raúl Tanco, que buscaban la reinserción de Perón en el poder, el hecho que dinamitó el impulso de Walsh como escritor que investiga.

Hombre muy gordo, poderoso pensador y su ideólogo más importante, John William Cooke se refería al peronismo como el “hecho maldito del país burgués”. Sabato hizo en mi concepto un poderoso retrato de Perón: adiestrado en Italia, de tendencia natural al fascismo, de infalible olfato para la demagogia, Perón explotó como nadie las peores pasiones de la multitud. Resentido social, Perón lucró con el resentimiento de las masas. Un político sin escrúpulos, Perón, que buscó su ascenso y promoción a cualquier precio (Sabato, 1956: 20, 24). El apunte que Walsh hizo de Perón en la carta a su amigo Donald Yates, fechada en 1957, coincide plenamente:

[Perón] es el espíritu itálico: fanfarronea, grita, amenaza, da a veces la impresión de un feroz dictador, pero no le gusta la sangre. No le gusta derramar la ajena, porque teme por la propia. No le gusta jugarse el pellejo. Como militar, es un gigantesco «bluff». Si ha seguido la carrera militar, es porque en estas latitudes el uniforme, desgraciadamente, sigue siendo un símbolo de poder. Y él ama el poder sobre todas las cosas. Perón es un político. Mejor: un demagogo. Habilísimo. No ha habido en toda la historia sudamericana, que tiene grandes caudillos, quien como él supiera hipnotizar a las multitudes. Conquista el poder porque interpreta las tres o cuatro aspiraciones básicas de las masas —mejor nivel de vida, un estatus social más respetable, cierta intervención en la cosa pública—, porque interpreta también los resentimientos de las masas —xenofobia, odio a los ricos—, y sobre todo porque astutamente les habla de igual a igual… Inmensos sectores hasta entonces despreciados acuden hacia él porque en este país todavía las buenas palabras suelen pesar más que las buenas obras. Y él tiene una reserva inagotable de buenas palabras: no le cuestan nada (Walsh, 2007: 33-34).

Aunque con marcados rasgos autoritarios y represivos, bajo el liderazgo del primer Perón y Eva [1946-1952], sin ningún esprit de finesse, lo que se desencadenó en Argentina, para algunos, que no son pocos, fue una verdadera revolución social (Feinmann, 2011c: 53-64, 129-139; Sabato, 1956). Por ejemplo, la apropiación de la riqueza por parte de los trabajadores aumentó en un 33 por ciento del PIB y la legislación obrera sancionó favorablemente derechos. Si hubo una clara orientación industrial en el peronismo, fue también, simultáneamente, una ofensiva contra el campo, monopolizado por la oligarquía agraria. Como nunca antes se había hecho, fue el peronismo quien confrontó, o coaccionó, de manera tajante y frontal, los intereses económicos de la oligarquía. El voto femenino era una realidad y se amplió la matrícula tanto escolar como universitaria. Además, la marcha de la nacionalización de servicios, los ferrocarriles en particular, irradiaba salud. Música para los oídos del ensayista político Raúl Scalabrini Ortiz quien había escrito, como pocos, la necesidad de la expropiación. No corrieron con la misma suerte, en cambio, la libertad de expresión y los derechos de prensa, que fueron amordazados. Atentados que favorecieron la crítica intelectual al régimen y su descreimiento.

Negoció Perón al principio de su primer mandato con miembros de la oligarquía agrícola, la iglesia católica y con militares menos duros; pero devino pronto Perón un enemigo furibundo de estos tres sectores sociales. Por la misma razón, Perón se convirtió de golpe en el líder de las masas, mayorías provenientes del proletariado naciente, alimentado por las olas de migrantes del interior del país. Un interior que fue abrevado por las olas de migrantes europeos con la vuelta del siglo. José Pablo Feinmann como Sabato, en diferentes momentos en el tiempo, coinciden en señalar que esta población proveniente del interior, antes de Perón, había sido olvidada y despreciada. La llamada “Década Infame”, los anteriores años treinta, fueron duros en serio para esta población sin trabajo, marginal y sin dignidad. El lumpenproletariat de Marx. Con Perón, por el contrario, se la incorporó en la redistribución de la riqueza nacional y, más aún, se le habló como personas. Antes de Perón, nadie nunca lo había hecho. No les provocó a la oligarquía agrícola y sus herederos, muchachos de bien, junto a los militares duros ninguna simpatía la constatación de cómo esas llamadas “cabecitas negras” o “grasitas” se desperdigaban por todo Buenos Aires y alrededores. Estos sectores acomodados y privilegiados, antiperonistas, esperaron el momento y se movilizaron en septiembre de 1955.

Los marxistas lúcidos como Melcíades Peña, por su parte, criticaban al peronismo por no llevar más lejos, radicalizar si se quiere, las transformaciones sociales y sindicales. Con claridad, Melcíades Peña subrayaba la necesidad de la construcción de un proletariado “crítico e independiente” del líder y exigía el despliegue de una industria pesada para robustecer la industrialización a la que se había visto obligada instaurar el país. Malas o buenas, en época de guerra en Europa, no se podían importar bienes y fue necesario producirlos. Por supuesto, la crítica marxista del tipo de Melcíades Peña era ortodoxa, más propia de una lectura muy apegada de la eurocentrista teoría marxista.

En el amplio espectro de la izquierda de la época, empero, desde Melcíades Peña a la cabeza del Partido Comunista Argentino hasta los intelectuales aglutinados en la revista Contorno [1953-1959], encabezados por los hermanos Viñas Piquer, se formularon críticas importantes tras la caída del peronismo obrerista[1]. Pueden enlistar aquí por lo menos seis críticas. (1). La clase obrero peronista no tenía experiencia política. El peronista, recapitula Feinmann, aprovechándose de ese estado virginal, le había dado una; la suya, la peronista. Se trataba, en realidad, de darle otra, la socialista. (2). La clase obrera no había aprendido a luchar por sus conquistas sino a recibirlas del Estado. No tenía un partido propio ni una organización sindical propia. Era heterónoma. ¿Cómo entregarle o cómo luchar por conseguir que la clase obrera tuviera una identidad y una organización autónomas? (3). La clase obrera era conducida por dos líderes carismáticos y no tenía a sus propios representantes, por causa también de la burocracia peronista. Debería establecerse una democracia sindical. (4). La clase obrera —a causa de recibir todos sus beneficios de manos del estado peronista— había perdido toda su combatividad. Era pasiva. Había que devolverle esa combatividad. Los obreros debían empezar a pelear por sus propios objetivos, desligándose de la burguesía a la cual el peronismo la había atado. (5). Había que llevar a la clase obrera a la certidumbre de que sus metas no podían alcanzarse bajo la hegemonía ni del estado capitalista ni del capitalismo. Que su verdadera liberación dependía de su lucha contra el sistema que la explotaba. Que el peronismo había obliterado esa explotación de clase por medio de su capacidad conciliadora. El estado peronista, al ser un estado distributivo, condujo engañosamente al proletariado argentino a la certidumbre de que sus metas podían conseguirse bajo el sistema capitalista. Ése había sido el mayor perjuicio que había causado a la clase que decía representar. No la representaba. Representaba, el estado peronista, al capitalismo. (6). Era una tarea de educación. Pero esa tarea no era similar a la que la oligarquía con sus libros impulsaba. Esto implicaba —con gran valentía, lucidez y capacidad de hacerse entender— llegar a la demostración extrema, la que más le habría costado aceptar a un obrero peronista: que su líder había huido porque no quería —con un enfrentamiento duro y frontal— deteriorar al sistema que representaba. Era lo más difícil y doloroso para un obrero peronista: aceptar que Perón, al ser, en última instancia, un representante del capitalismo, de la burguesía, no quiso dar la lucha final porque sabía que el que corría con el riesgo de ser vencido, al armar a los obreros, no era él o solamente él, sino el sistema en el que creía y dentro del cual se había acostumbrado a conducir a los capitalistas y a satisfacer a los obreros: el capitalismo distributivo.

Las posibilidades de la autonomía del proletariado frente al líder, así como la industria pesada, sin embargo, no sólo eran exigencias débiles sino contrasentidos de coyuntura. Las masas peronistas no cuestionaron el liderazgo de Perón —lo harán algunos sectores radicalizados pero hasta los años de 1972-1973— y nunca hubo alguien que rivalizara el puesto con él. ¿Quién sino él? Fue frecuente leer la tesis que sostuvo que la debilidad del obrerismo peronista residió en que sus derechos y ventajas fueron otorgados mas no conquistados. ¿De dónde saldría el proletariado combativo capaz de frenar el golpe del 55? La industria pesada, por otra parte, operaba con pocos trabajadores. Con la industria liviana, por el contrario, el proletariado argentino estaba más cerca de la felicidad de la que nunca antes se había atrevido a imaginar. Fueron para las amplias mayorías, familias de obreros, bien cierto, los años felices que les ofreció el peronismo.

El régimen peronista gozaba de su buena base social pero lejos de su consolidación, pues no todo el pueblo argentino estaba representado en él. ¿Quién es el pueblo? Es una vieja discusión política dentro de la modernidad. Como cosa natural, no estaban involucrados en el pueblo que vitoreaba a Perón la clase media ni la oligarquía ni la iglesia católica, tampoco la intelectualidad. Las masas peronistas, por su parte, distaban de ser homogéneas. En un estudio sobre el peronismo, inspirado por una historiografía del tipo Eric Hobsbawn, Daniel James lo escribe así: “gran parte de los esfuerzos del estado peronista desde 1946 hasta su deposición en 1955 pueden ser vistos como un intento por institucionalizar y controlar el desafío herético que había desencadenado [el proletariado] en el período inicial y por absorber esa actitud desafiante en el seno de una nueva ortodoxia patrocinada por el estado” (James, 2005: 51).

Eva Perón murió en 1952. La desaparición del cadáver y, sobre todo, el desproporcionado período de tiempo del secuestro [1952-1968/1971], fueron un símbolo de un odio supremo que expresó y carcomió al entero espectro peronista. Será el detective que escribe, también periodista político de coyuntura, Rodolfo Walsh, quien ejecutará un cuento sobre esta ausencia. “Esa mujer”, el título del relato, es quizá el mejor cuento contemporáneo fabricado en Argentina (Walsh, 2014: 289-297). El segundo Perón [1952-1955], empero, no hizo disminuir la dirección de dicha institucionalización. Acaso, la acrecentó. No debe olvidarse una frase típica de Perón hacia las masas: “De casa al trabajo y del trabajo a casa”. En efecto, entre ir más allá de los propios límites y los auto impuestos o deseados por el líder, además de su extravío tras la muerte de Eva, será la encrucijada política en la que acaecerá el golpe del antiperonismo, que antes disperso, logró cohesionar la iglesia católica en 1955 (Feinmann, 2011c: 75-84).

Feinmann sostiene que el principal móvil de la llamada “Revolución Libertadora” consistió en asestar la primera envestida violenta en aras de “desperonizar” el país [2011a; 2011b]. Cuando cayó Perón, el pueblo raso se abandonó al desconsuelo y al llanto, “ya que si en el peronismo había mucho motivo de menosprecio y burla, había mucho también de histórico y de justiciero” (Sabato, 1956: 40). Fue una generalización de Sabato cuando en la Provincia de Salta, región noroeste y oligárquica, miró al fondo de la cocina y constató los lagrimones de dos sirvientas. Una generalización que mucho tiempo después Feinmann le reprochará a Sabato. Que en lugar de una cruda, radical y cristalina lucha de clases que tuvo lugar en septiembre de 1955, Sabato, en cambio, vio el carácter dual, trágico, de un pueblo (Feinmann, 2011c: 275). Derrocamiento del líder que alegró a intelectuales críticos de su gobierno, pues en los años del peronismo hubo torturas a estudiantes y el sitio por hambre a la mayor parte de los funcionarios y profesores opositores. El desproporcionado uso público de las imágenes de Eva y Perón y el insulto cotidiano. Los robos y los crímenes. Los exilios y las exacciones. Así como sucedió en 1955, la caída del líder ocurrió con un golpe, pero el intento de exorcizar el peronismo no podía llevarse a cabo sino mediante una cruzada delirante que desencadenará el terror.

 

II. Un detective que escribe
Se ha difundido con gran éxito que Walsh fue una de las figuras más perfectas del “escritor comprometido” en Argentina. Fue Jean-Paul Sartre el fundador de dicha expresión. Quiere decir que “la función del escritor consiste en obrar de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente” (Sartre, 1964: 54; 1998). La historia no comenzó de ese modo.

En diciembre de 1956, en un café en La Plata, Walsh se encuentra jugando ajedrez. Había sido sobre todo un escritor del género fantástico y de cuentos policiales de enigma. Su ascendencia irlandesa y su paso por orfanatos marcarán sus relatos más célebres. Nació en el sur del país y rondaba la treintena en 1956. Traductor del inglés y del francés, oficio con el que se ganaba la vida, conocía como pocos el género policial, británico y norteamericano. Sin duda, sus preocupaciones hasta esa noche, con verosimilitud, las concentraban la literatura con fines de diversión y dinero.

La política argentina no ocupa ningún lugar en su cabeza. Así, el razonamiento puede llegar a un extremo. En 1956 Walsh no es un “escritor comprometido” sino uno “burgués y festivo”. En sus propias palabras escritas en su diario: “uno que bebe, fuma, tiene malos hábitos, le falta la disciplina, es perezoso, desordenado, escritor de postergaciones, falta de confianza” (Walsh, 2007: 118-119). No hay ningún indicio de un proyecto de serlo. Walsh no es ni peronista ni antiperonista pero al igual que otros se entusiasmará con la “Revolución Libertadora”. Ya había sido publicada la antología Diez cuentos policiales argentinos y, en 1953, su inaugural Variaciones en rojo. Libro que reunió tres cuentos largos policiales de enigma que escribió durante un mes. Le mereció el Premio Municipal que le otorgó la Ciudad Autónoma de Buenos Aires ese mismo año. Otra colección de cuentos argentinos, La antología del cuento extraño de 1956, le competía a la que Borges, Adolfo Bioy Casares y Victoria Ocampo difundieron por su cuenta en 1940: Antología de la literatura fantástica. Esta alusión a Borges no es gratuita. Walsh es un heredero aunque heterodoxo. Ambos atrapados por los enigmas, ambos escritores del género policial, ambos interesados por la brevedad del relato. Ergo, ambos no fueron novelistas (Pesce, 2000: 52-57). Sin embargo, esta última semejanza vale agregarle una precisión. Bien sabido es que Borges rechazó la escritura de la novela porque pensaba que era muy artificial. Walsh, por el contrario, quien sostuvo que la novela era su verdadera inclinación (Brun, 1994: 147), intentó escribirla pero no había podido con ella (Walsh, 2007: 123-124). Su asesinato, desde luego, le arrebató la revancha.

Pensativo, en diciembre de 1956, Walsh miraba el tablero de ajedrez. Antes de escuchar el testimonio o rumor, hubiera dicho que Perón o Aramburu estaban lejos de sus intereses. Seis meses después de los acontecimientos del 9 de junio, escuchará aquella noche: “un fusilado que vive”. Sostiene Feinmann (2011a) que Walsh intuyó que este rumor contenía algo oscuro que debía investigarse con cuidado. ¿Quién es ese fusilado? ¿Dónde se encuentra? ¿Cómo encontrarlo? Este rumor y estas preguntas obtendrán respuesta en lo que se conocerá como Operación masacre. Investigación cuyas primeras nueve notas periodísticas se dieron a conocer en la revista de orientación nacionalista Mayoría, del 27 de mayo al 29 de julio de 1957, aunque habían salido algunas notas en otras revistas. Como libro saldrá publicado el 12 de diciembre de ese mismo año. Tal como fue construida y escrita, Walsh inaugura en español un género cuya autoría muy a menudo se le otorga con error a Truman Capote con su novela-investigación A sangre fría, publicada por primera vez en 1966. Ambos textos borran con técnica las fronteras entre la investigación periodística y la ficción policial, no es ni una ni otra, y aparecen frente al lector como si se tratara de una novela de detectives. Marcado de huellas, Operación masacre no sólo es un texto detectivesco, en el que es difícil separar el narrador del detective-periodista, sino que este libro, como apunta Alberto Adellach (1994: 307-312), es el prólogo de la Argentina contemporánea. ¿Qué clase de género inventó Walsh?

Walsh no se explicaría ni por su cultivo del cuento clásico policial ni por los grados de su paulatino compromiso político con el bando peronista. Walsh, más bien, es un exponente del género híbrido —investigación y literatura— como soldado que no va en un pelotón sino que dispara desde algún ángulo de francotirador. Son necesarias, sin embargo, la disposición y la técnica de escritura. Proviene de años dedicados a la ficción o al periodismo. “Sudor y nalgas” lo teorizó con elegancia Hemingway. Existe en el fondo, o corre en paralelo si se quiere, un fin de carácter que no se contiene en las formas escriturales o en las estrategias de investigación, sino que expresa con particular fuerza uno político en respuesta a agravios sentidos y consumados. El olvido o la tergiversación, la censura o el revisionismo, la indignación y la descarada mentira sobre hechos o personajes que se juzgan fundamentales. De tal suerte que se desencadena el interés por la manufactura de un testimonio, en el amplio sentido del término, que no se resuelve sólo en la revelación de una verdad, o en el contraste empírico, sino que busca actuar.

En aras de explotar sus alcances o difusión, la pesquisa se escribe mediante el “estilo literario”, anzuelo perfecto al lector, aunque la fórmula no está ausente de equívocos. Una fórmula como la anterior quiere decir al menos que no contribuye al círculo cerrado de escritores para escritores o de lectores especialistas. Son los literarios y los recursos de investigación los medios del juego. En cambio, la polémica y el derecho a réplica, el combate y la denuncia o la exigencia de un tipo de justicia, son los fines que se persiguen. Marx lo había escrito muy bien: “Hay que hacer la opresión real aún más opresiva, agregándole la conciencia de la opresión; hay que hacer la ignominia aún más ignominiosa, publicándola” (Feinmann, 1999: 14).

Un periodista no está obligado a cuidar o pulir o interesarse por su “estilo literario”. En su célebre ensayo “La larga duración”, Fernand Braudel ya había alertado sobre el carácter explosivo y caprichoso de los acontecimientos (2002: 64-65). Particularidad que obliga a ponderar la rapidez de la nota frente al estilo. Un escritor, por su parte, puede licenciarse frente a la investigación de cualquier índole para crear o sustentar sus historias. Se trata aquí, en cambio, de un género impuro en el que se combina la literatura y la investigación, aunque ambos géneros son celosos de sus propias afecciones. Nada de inventar diálogos o situaciones si se trata de una investigación. Si se trata de literatura, por el contrario, nada de escribir en clave formalista o críptica, tan caro a los espacios de la ultra-especialización.

Las investigaciones que aquí interesan parten a menudo de intuiciones o de filias hacia personajes. Parten también de datos inconexos o responden a graves lagunas sobre lo que ha sucedido. A propósito de Operación masacre, Walsh lo definió en estos términos: “Hay un sentimiento básico de indignación, de solidaridad ante tamaña injusticia. Pero supongo que todo no fue tan noble y tan claro” (Ferro, 2000: 144). No parten de un plan metódico, alucinado de advertencias o alecciones positivistas. Ahora bien, si este género impuro no está al alcance de todos los que escriben periodismo o investigación, salvadas las apologías y los rechazos, es porque la técnica de escritura no resuelve todos los obstáculos. Por otra parte, la escasez de condiciones o la carencia de habilidades para el desempolvo de archivos o como hurgador de testimonios pueden ser irresolubles. Piense en lo que representa el peso de la geografía o la visibilidad: juzgados primordiales, no se tiene acceso tanto a archivos como a testimonios. No es una manía del ingenuo positivismo sino el válido ejercicio entre lo que sostienen las versiones y lo que está escrito en los documentos. Entre lo que ha difundido el discurso oficialista y las versiones de las víctimas y de los “sin voz”. Esto no es un asunto menor porque toda clase de fuentes, directas o indirectas, merecen toda clase de críticas y matices o pueden servir para diversos propósitos. Lejos de la obviedad, la crítica de fuentes es un asunto fundamental y es uno más a resolver.

Transcurrido más de medio siglo desde la aparición de Operación masacre, ha corrido tinta suficiente sobre algunas circunstancias importantes que rodean tanto a la obra como al autor y no deben perderse de vista (Lafforgue, 2000; Jozami, 2006; Baschetti, 1994; Amar Sánchez, 2008). La frecuente relación entre Capote y Walsh esconde una diferencia decisiva. Al primero le apoyaron la policía, los tribunales y los jueces para realizar la investigación. Al segundo, a saber, fue todo lo contrario. Por otra parte, sostener que Walsh inauguró un género nuevo debe ser matizado a la brevedad. La investigación de Walsh duró cinco meses de trabajo arduo y fue apoyado por una mujer asistente, Enriqueta Muñiz, a quien Walsh dedica el libro. Dado que Walsh creía que estaba haciendo periodismo porque traía en la cabeza que el “fusilado que vive” semejaba la atractiva noticia del “humano que mordió a un perro” y, en consecuencia, acaso le mereciera el Premio Pulitzer, sus mejores virtudes en el oficio, la rapidez y la exactitud, las puso en juego. Así, en la cabeza de Walsh no hay ningún proyecto, ni claro ni conciso, de crear algo nuevo. No obstante, lo hizo.

No se sostiene que Walsh entre los años 1956 y 1957 asume un compromiso a priori mediante el cual afronta la investigación. El transcurso de la investigación le revela que algo muy grave y profundo, siniestro y oscuro, desencadenó el móvil de los fusilamientos. Así, cuando la policía y los tribunales, los jueces y las instancias responsables de castigar a los culpables evidenciados y denunciados en la investigación no resultan sino cómplices y encubridores, abonará en el descreimiento de aquellas instancias, así como en su particular “evolución” de conciencia política.

Debe notarse que no se trata de un descreimiento abstracto. Es uno sobre las instancias de justicia propias de los gobiernos provenientes de la “Libertadora”. Como muchos otros intelectuales, la “Revolución Libertadora” los había entusiasmado enormemente, pues la prensa y la libertad de expresión fueron castigadas con severidad por los gobiernos peronistas. Entre prohibir a cualquiera o tolerar a una prensa libre que, excusándose de libertad, ataca con malicia al gobierno de Perón, éste decidió lo primero. De tal suerte que la investigación de Walsh está señalando un asunto fundamental y decisivo en la temporalidad inmediata pero de alcances todavía mayores en los sucesos políticos posteriores, violentísimos y desbordados de horror.

Al escribir Operación masacre, Walsh está descubriendo y denunciando que la policía y los jueces, en una palabra el sistema de justicia argentino emanado de la “Libertadora”, está actuando de manera violenta e ilegal contra los peronistas. ¿Pero el gobierno peronista no había sido también violento con la oposición? Para responder esta interrogante, Feinmann no duda en señalar que sólo hubo un muerto en los nueve años de peronismo en el poder [1946-1955]. Raro en un “régimen autoritario y nazifascista”. Eduardo Jozami precisa que se trató de un suicidio (2006: 281). Dicho lo cual, Walsh ha fijado un resquicio oscuro cuyas investigaciones demostrarán cuán profundo como fundamental será para la inmediatez y para los años venideros.

No debe perderse de vista que no se trata sino de la forma en que los vencedores del golpe del 55 han deliberado sobre qué hacer frente a los vencidos: no habrá negociación, habrá masacre. Así, entre más oscuro, tenso y violento transcurra el escenario político, más tensa será en Walsh la literatura y la política. Tanto lo será que hacia 1970 ya cuenta con una frase absoluta, lo que pone en cuestión la relativa autonomía de la producción cultural: en la Argentina no hay forma en que la literatura esté desvinculada de la política. “Te das cuenta que tenés un arma: la máquina de escribir. Según como la manejás, es un abanico o es una pistola, y podés utilizarla para producir resultados tangibles, y no me refiero a los resultados espectaculares, …pero con la máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda” (Piglia, 2013a: 516).

Las tres investigaciones que Walsh realizará entre los años de 1957 a 1968: Operación masacre, Caso Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo? lo harán virar hacia el peronismo. Será sin duda la investigación que no concretó pero que transmutó en cuento, publicado en 1969, a propósito del símbolo más claro de aquella resistencia, Eva Perón, la que lo precipitará hacia él (Kraniauskas, 2000: 105-119; Jozami, 2006: 223, 228). Después, como lo resolvió su hija mayor, María Victoria, formará parte del movimiento armado Montoneros bajo el alias de Esteban. Será segundo oficial pero romperá con la conducción poco antes de su asesinato el 25 de marzo de 1977.

En definitiva, esta descomposición de los cuerpos de justicia de los regímenes provenientes de la “Libertadora” la constata Walsh, como otros, al saber que los culpables de los fusilamientos clandestinos e ilegales que la investigación descubre: Desiderio Fernández Suárez, jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, y el coronel Rodríguez Moreno, hombre de aquél, siguen libres. De tal suerte que las dos posteriores ediciones del libro, la de 1964 y la de 1969, aunque existirá una tercera edición de 1972, hará que su autor la modifique tanto más precisa como menos literaria: supresión de epígrafes o de adjetivos y corrección de frases. E incorpore, además, agregados y notas sobre la pérdida de tiempo que representa la cita con la justicia o con la reparación de daños.

Ana María Amar Sánchez lo registra cuando observa que Walsh escribe ya en el prólogo de la edición de 1964 de Operación masacre:

investigué y escribí en seguida otra historia oculta, la del Caso Satanowsky. Fue más ruidosa, pero el resultado fue el mismo: los muertos bien muertos, y los asesinatos probados, pero sueltos […] Se comprenderá que haya perdido algunas ilusiones, la ilusión en la justicia, en la reparación. Hasta …la conclusión a ¿Quién mató a Rosendo?: Hace años, al tratar casos similares, confié en que algún género de sanción caería sobre los culpables […] Era una ingenuidad en la que hoy no incurriré […] El sistema no castiga sus hombres: los premia (2008: 172).

¿De qué trata Operación masacre? En una carta a su amigo Donald Yates, ya referida, el autor sintetiza lo que contiene su investigación:

Los hombres del grupo Livraga [el fusilado que vive] fueron detenidos a las 23 horas del 9 de junio, cuando aún no regía la Ley Marcial [ley que pretendió legitimar la neutralización del levantamiento encabezado por los militares Valle y Tanco]. La Ley Marcial se decretó a las 0.32 del 10 de junio. Es evidente que no podía aplicarse a hombres que estaban detenidos el día anterior. Ninguna ley es retroactiva (.) Si a esto se añade que esos hombres no fueron juzgados, que no actuaron en motín, y que la mayoría era inocente hasta en la intención, se comprende toda la magnitud del caso. Ignoro lo que decidirá el Tribunal Militar, pero me parece evidente que sólo tiene autoridad para castigar al jefe de policía de la provincia, y no para reparar los daños causados: es decir, indemnizar a los sobrevivientes y a los familiares de los muertos… Entretanto, el jefe de policía sigue en su puesto, impávidamente protegido por Aramburu (Walsh, 2007: 40‒41).

¿Qué clase de texto es éste? El autor logró presentar la investigación periodística sirviéndose de componentes del clásico relato policial. Existe un enigma, se presentan evidencias y se esclarece la culpabilidad de los responsables. Es verdad que años después Walsh no sólo renegará de su inmersión en el relato clásico policial (Walsh, 2007: 15), género compuesto de un enigma, evidencias y la resolución, sino que no volverá a escribirlo pues respondía a un mero acto de imaginación, alejado de la realidad concreta (Feinmann, 2011b). Habría que apuntar que esta toma de distancia de Walsh responde también a las propias posibilidades e imposibilidades del género. Los personajes principales son los policías y los detectives; está implícito en los relatos que el orden o la ley o la justicia darán cuenta de los culpables. De tal suerte, el género no problematiza estas instituciones. Dicho de otra manera, ocurre que el relato clásico las omite o su fe reside en ellas. Si existe el interés por el tratamiento cuentístico del crimen es gracias al enigma que lo encierra o el desafío a la razón del detective encargado de resolverlo. Así, Daniel Hernández, el detective que creó Walsh en Variaciones en Rojo y que aparecerá en otros cuentos (Walsh, 1996; 2013), es un personaje marcadamente conservador. Al resolver los asesinatos, se deja implícito que la justicia recaerá sobre los culpables. Como corolario, inexistentes son los vínculos del crimen con la sociedad en la que ocurre. Dada la temática de Operación masacre, es claro que el género de enigma no podía responder a todas las exigencias con las que chocaba el curso de la pesquisa periodística.

Sin embargo, si el género de enigma se expresa en el desmonte de las hipótesis regularmente validadas tanto por la policía como por los testigos principales frente a un crimen, su “deconstrucción” por parte del detective se lleva a cabo mediante el hallazgo de otros indicios, o indicios no vistos, que fundamenta una nueva hipótesis. Nuevo ordenamiento de hechos que resuelve el asesinato y da con el efectivo culpable.

No debe dudarse que esta lógica o esta narratividad que configura, da sentido y resuelve los sucesos no le fueron indiferentes a Walsh para escribir sobre los fusilados. En efecto, los sobrevivientes de los fusilamientos contienen nuevos indicios a recuperar y a ordenar. Y la hipótesis de su existencia nunca había sido enunciada porque todo el sistema de justicia argentino no estaba interesado en poseer ninguna: el caso había pasado prácticamente invisible y había sido silenciado. De tal suerte, la investigación ofrece otra hipótesis que no sólo esclarece los hechos sino que da con los culpables: la policía misma, los jueces mismos, el orden mismo.

Al escribir Operación masacre, Walsh está operando con una disposición que semeja la escritura de sus primeros cuentos policiales. Cree que es posible encontrar con un tipo de justicia. Él mismo lo escribió así. “Yo libraba una batalla periodística como si existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana” (Ferro, 2000: 145). En resumen, más que rechazarlos o despreciarlos, más bien potenció rasgos del policiaco y, junto con otros recursos, construyó otro saber (Jozami, 2006: 75). Una investigación particular se dedicó a mostrarlo: Rodolfo Walsh: del policial al testimonio (Bocchino et al, 2005).

La principal fuerza literaria de Operación masacre es que no existe en la voz narrativa intención alguna de explicar lo que va ocurriendo. De esta manera los hechos relatados y los testimonios ofrecidos, las pruebas y los fragmentos que van enterando al lector (acaso al autor que los escribe), hacen del relato uno de impacto, de sorpresa y de indignación (Jozami, 2006: 82). Sin embargo, Operación masacre posibilita más de una lectura. Tanto más porque su autor lo escribió tres veces y, sin duda, los contextos de lectura del texto van configurándole significados diversos o diferentes a los originales. Como muchos otros intelectuales, Walsh no era peronista en 1957, pero el texto será uno fundamental para los propósitos de la llamada “resistencia peronista” [1955-1973]. Esta es una muestra fehaciente de que los propósitos de un autor difieren con los que tendrá la posterioridad y una más de las tensiones entre los contextos de lectura y los propios del autor (Hodden, 2003).

Roberto Ferro (2000: 139-166) apunta las vicisitudes y los trajines del escritor en los momentos de la búsqueda de los otros fusilados vivos. El primer contacto y el aseguramiento de la confianza y las entrevistas. El contacto con otros testigos y familiares, el hallazgo de los rastros policiales y el cambio de identidad de Walsh, la muda de casa y la posesión de las escasas denuncias que se habían hecho. La reconstrucción in situ de los fusilamientos y la ordenación de las versiones contradictorias y la dotación de un sentido general. La decisión sobre la escritura de los hechos y el contacto con los (escasos) medios impresos que darían divulgación de la masacre.

En octubre de 1967, Walsh concedió una entrevista a la revista Siete días. Su interlocutor le cuestiona sobre los riesgos que asumió Walsh en la investigación.

tomé muchas precauciones para no correr riesgos. Fueron a buscarme a mi casa, en La Plata, y yo no estaba. Publiqué entonces una carta, aprovechando que en ese momento se había levantado el estado de sitio, yo a mi vez amenazaba al jefe de policía y le decía que sabía que me estaba buscando clandestinamente, sin orden de juez, y que si él o sus hombres me llegaba a encontrar me iba a resistir con los medios que dispusiera. Y no se animó a buscarme (Walsh, 2007: 145-146).

Operación masacre desglosa una forma particular de hacer partícipe al lector pues éste sabe lo que está ocurriendo mediante las voces de los testimonios o las versiones (contradictorias) que proporcionaron sobrevivientes y allegados al fusilamiento. A través, además, de los registros policiales, así como declaraciones escritas obtenidas mediante interrogatorio que efectuaron algunas instancias de policía. De tal suerte, no es un relato lineal ni cronológico, sino que hace de la narración una comunicación fragmentaria y el suspenso con el que se van sucediendo los hechos. La trama de enigma y de expectación hace tensión en el lector a lo largo de la historia. Piglia lo describió así: “El relato gira alrededor de un vacío, de algo enigmático que es preciso descifrar, y el texto yuxtapone rastros, datos, signos, hasta armar un gran caleidoscopio que permite captar un fragmento de la realidad” (Piglia, 2000: 14). En otro lugar, Piglia subraya la brevedad con la que se manufacturan las historias investigadas: “la rapidez, la temporalidad quebrada, es decir, la capacidad de construir la historia a partir de mínimas situaciones, escenas fugaces, líneas de diálogo, cartas, elipsis. No hay un desarrollo lineal…, el relato avanza en ráfagas, con grandes cortes y escansiones, en destellos de acción, instantáneos” (Piglia, 2013b: 11).

Walsh desarrolló una postura que borró fronteras entre dos “artes menores”: el periodismo y el relato policial. Dos géneros para apropiarse en términos narrativos y cognoscitivos de una realidad que en época de crisis no respetaba ya la verosimilitud. Los hechos que documenta Walsh exceden por mucho lo creíble. Piense en el binomio “un fusilado que vive”. ¿Qué clase de realidad contiene esta expresión? Esta inverosimilitud de los hechos reales exige una nueva forma, si se quiere nueva técnica de escritura, para resolver del mejor modo este desafío a Walsh.

¿Cómo contentarse con las posibilidades de lo verosímil si los hechos narrados fueron reales? Aquí reside la importancia del periodismo que, lejos de toda ficción, va en busca de testimonios y pistas comprobables. Pero es un periodismo que busca el tratamiento de la complejidad de los hechos no mediante el frío distanciamiento y la objetividad sino a través de un compromiso y de un “artificio literario”. Porque ni el reportaje ni el periodismo de investigación se plantean la reflexión de la forma escritural para atender otras funciones de un texto: la expectación y el suspenso, la indignación y las propiedades textuales que sólo el género policial no sólo ofrece sino que explota al máximo (Amar Sánchez, 1994; 2008).

En las orillas de los años de 1960 Walsh se volcará obsesivo en la investigación periodística mezclada de literatura cuyo compromiso es mostrar cómo ocurrieron hechos que la prensa de su tiempo olvidó o intentó censurarlos. Compromiso que debate la frontera entre lo esperado y lo no esperado en términos de las consecuencias políticas de sus textos. Obsesión que se confirma con las treinta y dos notas en la revista Mayoría, entre junio de 1958 y enero de 1959, acerca del asesinato del abogado judío Marcos Satanowsky que defendía la propiedad del diario La Razón. Como lo recuerda Roberto Ferro, prologuista de la tercera y última edición, Caso Satanowsky no fue publicado en principio como un libro sino hasta 1973. El prólogo de la primera edición explica en breve de qué trata el libro:

A diferencia de otros libros de Walsh, Caso permaneció inédito durante 15 años. A fines de 1958, dice el autor, ya era claro que el gobierno de Frondizi se hacía cómplice de todo lo actuado por la Revolución Libertadora. En esas condiciones no valía la pena reeditar la serie publicada en Mayoría. El Caso… reveló la profunda corrupción de un régimen que intentaba resolver mediante el grupo parapolicial, armado por la SIDE [Servicio de Inteligencia del Estado], la propiedad del diario La Razón. Semana tras semana, generales, almirantes y jueces soportaron impávidos la campaña de un periodista que los acusaba de asesinato, extorsión y encubrimiento. Triunfó el silencio, la impunidad. Pero la historia es hoy más ejemplar que en 1958: los que mataron a Satanowsky son, de alguna manera, los que gobernaron el país hasta el 25 de mayo de 1973 [el día que Héctor Cámpora asume la presidencia tras elecciones presidenciales completamente libres]. Aprender a conocerlos, es impedir que vuelvan (Walsh, 1997, prólogo).

Marcada por la crónica y la investigación periodística a profundidad: búsqueda de testimonios, confesiones y pruebas policiales, Caso Satanowsky está hecho con base en fragmentos, aunque el transcurso del relato no se entorpece. Utiliza distintos recursos escriturales para contar la historia: diálogos reales y uno ficticio (Walsh, 1997: 66), descripciones y ambientaciones, crónica de eventos y comentarios explicativos, testimonios o archivos policiales. Hace de esos fragmentos una trama que mantiene en tensión al lector: lo es en la medida en que se va enterando del móvil y del cómo del asesinato, de cómo se planeó el mismo y el rastreo para hallar con los hacedores materiales del crimen. En la misma tesitura que Operación masacre, las propiedades ya advertidas del policiaco sirven para configurar la investigación periodística. Pero a diferencia de aquella, las voces no son las voces de “los sin voz”, sobrevivientes y allegados, sino las del abogado y los policías, los jueces y los culpables. Notable es la cantidad de datos encontrados, a veces dispersos y otras puntuales, que van dando verdadero contenido a la historia, que la van llenando tanto de verdad como de indignación y sorpresa.

La narración sostiene que el asesinato respondió, en primer lugar, a la ineficacia de sobornarlo, aminorarlo o comprarlo en el caso jurídico que el abogado defendía. El gobierno emanado de la “Libertadora” pretendía primero apropiarse del diario mediante presiones sucias y luego extorsión directa a Satanowsky. Estas maniobras formaban parte de otras para controlar la opinión pública a través de la prensa. Satanowsky no había cedido y su derrota jurídica, la juzgaba, estaba lejos de efectuarse porque un contrato sostenía la propiedad legítima de los dueños del diario. Caso Satanowsky no se agota sólo en la reconstrucción del asesinato ni en los móviles del mismo, sino también lo hace con las secuelas y el descubrimiento de los asesinos. Caso denuncia la red de corrupción y criminalidad que caracterizaba los “aparatos” de justicia del gobierno de la “Libertadora”. La investigación muestra fragmentos de cómo fueron aclarándose más o menos partes del rompecabezas. De cómo la administración de justicia entorpecía de muchas maneras la identidad de los culpables. Cómo negaba pruebas y cómo enturbiaba todo el proceso de escrutinio. Walsh enumera así las conclusiones de su investigación: “fue un crimen oficial, hubo pasividad judicial, hubo encubrimiento policial, el Huaso fue uno de los ejecutores materiales, el móvil del crimen giró en torno a la propiedad de La Razón, debe aclararse la intervención del dúo Gandhi-Molinari, debe aclararse la intervención del general Cuaranta” (Walsh, 1997: 121).

La mayor parte de la investigación de Walsh se vio confirmada cuando apareció un testigo clave: la mujer de uno de los asesinos. La confesión resolvió detalles y confirmó las principales hipótesis y condujo al paradero de uno de los implicados: Pérez Griz. Walsh logró entrevistarlo y obtener confesión en una cárcel de Paraguay, país donde se lo apresó no en razón del caso aludido sino por su implicación en los planes de asesinar al entonces presidente Arturo Frondizi. Walsh lo caracteriza así:

reparemos en este tipo de hombre que sin emoción provoca sufrimiento pero se emociona cuando lo padece, que vive la vida como un juego y no aguanta la derrota, que se arriesga en un momento de bravura y se desmorona en la primera bofetada: prototipo del lumpen fascista sin ideales ni lealtades que durante veinte años llenará los cuadros de la represión (Walsh, 1997: 137).

Aunque las pruebas contaban con su peso y no habían sido menores las anomalías de la policía, juzgados y militares implicados y denunciados, el caso quedó impune. De especial interés resultan las cavilaciones a propósito de su irresolución. Con lucidez, Walsh reflexiona sobre cómo los servicios de espionaje y contraespionaje, represión y policiales han debido convertirse en más profesionales o más eficaces, dificultando y minando así los quehaceres de un “periodismo libre y autónomo”. Sobre todo aquel que se propone desenmascarar abusos y delitos oficiales, no así, desde luego, el periodismo que opera a favor del establishment o que sucumbe frente a él. En conclusión, el fallido intento de compra ilegal de La Razón por parte de los servicios afines al estado, tropelía que le costó la vida al abogado Satanowsky, logró evidenciar la aplanadora con la que la prensa sucumbía ante los gobiernos emanados de la “Libertadora”.

Transcurridos poco más de diez años desde que se difundieron las notas originales de Operación masacre, así como de Caso Satanowsky, en 1968 aparecerá su tercera investigación periodística. Entre el hallazgo testimonial y las pruebas policiales se compaginarán nuevamente con la literatura. Hay, sin embargo, cambios importantes en la vida de Rodolfo Walsh. Triunfante la revolución cubana en 1959, Walsh viajó a la isla y estuvo fuertemente vinculado en la creación de una agencia internacional de noticias cuyo principal propósito fue combatir desde el periodismo el bloqueo a Cuba. Frente a los acontecimientos que enmarcaron los primeros pasos de la revolución cubana, Walsh recurre, una y otra vez, a sus mejores habilidades como periodista: la rapidez y la exactitud. Gabriel García Márquez lo recuerda como aquel hombre que se adelantó a la Central Intelligence Agency, pues con algunos libros que compró de criptografía en Cuba y sin ninguna experiencia en el particular, Walsh desenmarañó un mensaje cifrado que anunciaba el ataque de Playa Girón desde Guatemala (García Márquez, 1994; Lafforgue, 2000: 228).

No ha dejado de escribir cuentos y en la revista Vea y Lea han sido publicados más de diez, algunos con el seudónimo de su detective Daniel Hernández. La escritura del relato breve se confirma asimismo con Cuentos para tahúres de 1962, aunque los relatos que lo componen no serán publicados reunidos sino después de su muerte. Los oficios terrestres verán luz en 1965 y Un kilo de oro en 1967. Además, ha sido más de una vez condecorado con menciones importantes en concursos de cuento policial en Argentina.

Publicado en el semanario militante CGT de los Argentinos en 1968, cuya dirección la ejercía el propio Walsh a demanda expresa de Perón, con quien el escritor se había entrevistado en Madrid, ¿Quién mató a Rosendo? es claro testimonio del vínculo que establece el autor con el sindicalismo militante peronista. El semanario publicó en total cincuenta números y desapareció en junio de 1969. Quizá por la lentitud con la que marchaba su “comprensión teórico política” —Walsh había escrito en su retrato autobiográfico: “Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda” (2013: 496)—, Walsh demoró en adherir al peronismo. Pero si lo llevó a cabo fue vía el mundo de los obreros militantes. En este mundo Walsh descubrió gente consciente de su militancia, claro de su identidad o personajes reacios del pactismo y de la negociación. Walsh testimoniaría: “Antes, en el 56, viví desde afuera la encarnizada persecución del peronismo. Ahora la vivía desde adentro, compartiendo las luchas y las persecuciones, las torturas de cientos de compañeros, la clausura del periódico. A mí me convencieron los hechos” (Fossati, 1994: 157).

Marcado sin lugar a dudas por los dos gobiernos peronistas, ese mundo, tras el 55, había sido condenado a la conciliación que propugnaban sus nuevos líderes, peronistas, cierto, pero sólo en el discurso y más bien aliancistas de facto con los gobiernos emanados de la “Libertadora”. No debe perderse de vista que desde la caída de Perón la contracción de la participación de los trabajadores en la riqueza nacional se había dado en un cuarenta por ciento del PIB. El líder más representativo de esta tendencia pactista, pero respaldada por buena parte de sindicatos, fue Augusto Timoteo Vandor. Sin embargo, lejos de un idilio entre los líderes gremiales vandoristas por una parte y las patronales y los gobiernos por otra, lo cierto fue que el peronismo combativo de los sindicatos, que era numeroso, se debatía en oscuras circunstancias.

Dirigida al militante obrero, ¿Quien mató a Rosendo? sirvió en la batalla entablada entre la CGT de los Argentinos, organización independiente de sindicatos peronistas bajo el líder Reimundo Ongaro, contra el llamado vandorismo. Sindicalismo éste que hacía del fraude, el guiño a la patronal y el despido de trabajadores militantes sus métodos de control. Se apunta en el prólogo del libro: “Su tema superficial es la muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García, su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955 (.) No hay, pues, una línea de esta investigación que no esté fundada en testimonios directos o en constancias del expediente judicial” (Walsh, 1985, prólogo).

Fueron los asesinatos de militantes obreros en un bar en la calle La Real de Avellaneda el corazón de la investigación que, de no haber sido escrita, hubiesen sido acontecimientos marginales para los discursos dominantes que procesaban la información pública. Caso que hubieran quedado relegados a la oscuridad, condenados al olvido. “Si alguien quiere leer este libro como una simple novela policial, es cosa suya. Yo no creo que un episodio tan complejo como la masacre de Avellaneda ocurra por casualidad” (Walsh, 1985: 9). Eduardo Jozami apunta:

Obsesionados por no perder el lugar cada vez más cómodo que ocupan, los burócratas sindicales recurren a un macartismo elemental y en ese camino se descubren aliados de las patronales. Ya no es sólo cuestión de aprietes y patotas; los métodos de los nuevos dirigentes mimados por los grupos de poder pueden ser más sofisticados. Así reforzado, en la medida que el vandorismo desarrolla su hegemonía, “el aparato —escribe Walsh— es todo: se confunde con el régimen, es la CGT y la federación patronal, los jefes de policía y el secretario del Trabajo, los jueces cómplices y el periodismo elogioso” (Jozami, 2006: 234).

En entrevista a Walsh, se le pregunta cómo consiguió que los implicados de la investigación de Rosendo hablaran: “En eso tiene que ver la gente con la que yo hablo para reconstruir la historia. Esa gente es excepcional (.) Son excepcionales porque son militantes con un alto grado de conciencia política” (Walsh, 2007: 145-146). En 1972 Walsh lanzó la cuarta edición de Operación masacre con el agregado del guión de la película del libro, que se estrenará un año después, y el texto sobre “Aramburu y el juicio histórico”. El general Pedro Aramburu, retirado y ex presidente de facto, también responsable de los fusilamientos del 9 de junio de 1956, habrá sido asesinado por la organización militar Montoneros. Casi cuarenta años después, Feinmann novelará el secuestro y el asesinato, el instante antes del disparo justiciero (2009: 240).

Porque escribe ¿Quién mató a Rosendo? Walsh formará parte de las bases obreristas del peronismo. Es el ejercicio periodístico lo que le permite afianzar lazos. No sólo es el semanario de la CGTA sino su participación en la creación de periódicos locales, hechos para las villas miserias y redactados por habitantes a los que Walsh instruía o capacitaba. En 1973 Walsh editó el libro Caso Satanowsky, como se ha dicho, y publicó “Un oscuro día de justicia”. Cuento que había escrito en los días que siguieron a la muerte de Ernesto che Guevara. Relato de gran lucidez, que David Viñas considera “el cuento más sagaz de la literatura argentina” (1994: 337), en el que critica la figura del líder y sostiene que es el pueblo el que debe responder y decidir por sí mismo (Feinmann, 2011a). Es fácil concluir que no está pensando sólo en Guevara sino en el retorno de Perón a la presidencia, que se producirá en la inmediatez. Walsh apunta sobre su cuento: “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza (.) Creo que …lo que ellos [los internos] aprenden es que …en una segunda instancia, si es que ellos se la quieren cobrar con respecto al celador, se tienen que combinar entre ellos, y ellos cagarlo a patadas entre todos. Ésa es la lección” (Piglia, 1994: 62-64; 2013a: 508-509).

En 1973 Walsh comienza su participación en la organización Montoneros. Junto con su amigo, el poeta Francisco Urondo, sus principales actividades giran en torno a la fundación y redacción de Noticias, un diario que expresa los puntos de vista de Montoneros. Será clausurado hacia agosto del siguiente año y tuvo una tirada diaria de 130 mil ejemplares. Acaecido el golpe militar, en junio de 1976 formará parte de la Agencia Clandestina de Noticias desde donde se denunciaron atrocidades y negociados de la dictadura militar. En septiembre de 1976 sabrá la caída en combate de su hija María Victoria. En la inmediatez al hecho, Walsh escribirá dos cartas dirigidas a sus amigos (1994a; 1994c). Al proveerse de un testimonio de un soldado que la vio morir, el escritor narra: “De pronto… La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien (.) recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. ‘Ustedes no nos matan, dijo, nosotros elegimos morir’ ” (Walsh, 1994c: 191).

Las diferencias que sostiene Walsh con la dirigencia de Montoneros sobre la política a seguir dada la ofensiva de terror y la derrota de la organización en términos de fuerza militar lo llevarán a la ruptura. Como escritor, no dará otro texto hasta su “Carta de un escritor a la Junta Militar”, difundida el 24 de marzo de 1977, a un año exacto del golpe. Carta ejemplo de periodismo denunciante y riguroso dadas las circunstancias. En el texto Walsh ofrece cifras muy atinadas sobre el horror que ha hecho la dictadura y afirma contundente que el régimen ha llevado a cabo una racionalidad nunca antes vista de la miseria y del terror sobre el pueblo argentino. Como escritor, será lo último que escribe: “Éstas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace tiempo de dar testimonio en tiempos difíciles. Rodolfo Walsh. CI. 2.845.022” (Walsh, 1994b: 253).

Walsh ha depositado los papeles en algún buzón y se dirige a la estación Constitución. Camina rápido. En el bolsillo guarda copias de la carta y una identidad falsa como profesor retirado. En la entrepierna lleva consigo una pistola Walter PPK, calibre 22. Un grupo de militares de la Escuela de Mecánica de la Armada lo ha detectado. El cerco a los miembros de la guerrilla ya no es cuestión de azar. Le hacen el alto. Walsh no duda. Un militar falla en el intento de derrumbarlo con su cuerpo. Walsh se protege en un árbol, dispara. Numerosos y mejor armados, los militares lo acribillan.

 

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Nota
[1] Un apunte más largo de este grupo y de esta revista puede verse en [Blanco y Jackson, 2015: 175-236; Zeigler, 2008]. La larga de lista de críticas del amplio espectro de la izquierda al peronismo obrerista puede verse en [Feinmann, 2011c: 230-232].
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