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Un tablón entre Blade Runner y Cortázar.

por Andrés Octavio Torres
Artículo publicado el 10/11/2004

A Sam Brown por crear tantos
instantes de eternidad con su voz.

I. Es difícil inventarse un día por fuera de los horarios, por fuera de las personas con las que se quisiera hablar. Se ha llegado a este tiempo con palabras encontradas en Salvo el Crepúsculo: Bella inseguridad del que ha elegido/Guardar la fuerza para la ternura/Y tiernamente gobernar su fuerza (1).

Hay un acuario al frente. Mundo de agua, burbuja de vidrio. ¿Qué día es hoy para ellos, para mí? Sueño con estos peces que por un descuido los veo muertos. Los riego con agua y el milagro se efectúa. En el mismo libro encuentro: Los días mueren en el cielo,/Como los peces sedientos, igual que la piel/Gris sobre los seres,/Sobre la boca que se destruyó amando (21).

¿Quién ha rescatado este día-acuario en el que doy vueltas haciendo burbujas con palabras? Caemos. Nadie va a sobrevivir. Vivimos con miedo. ¿Si todos vamos a morir qué diferencia existe entre un hombre y un Nexus 6?

Deckard pronuncia las últimas imágenes: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. He visto atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir” (2).

Una mano atravesada por un clavo; en la otra, una paloma. Este Nexus deviene en lobo despidiéndose del mundo, integrándose al universo. No hay tiempo que perder. Tanto el Réplico como su Blade Runner lo saben. El lobo-hombre da caza al cazador y sin embargo no lo mata, o lo mata de otra forma, quizá haciéndole saber que la pretendida diferencia entre ellos, no existe porque ambos son transitorios; la tierra, tan solo es un lugar de paso. El tiempo nos consume. Aunque posiblemente nuestros sueños nos sobrevivan.

II. Si pudiéramos vivir al interior de las fotografías, entrar en ellas ayudados de una prótesis para revivir el pasado, para encarnar aquello que nos narra la película Strange Days. Pero estamos más próximos a la condición pasajera de Smok (3), más cercanos a la fugacidad del tiempo, la transitoriedad de los hombres y la eternidad que nos envuelve, aunque la rutina la borre y la cubra con el manto de lo invisible, lo inaccesible.

Un unicornio atraviesa Blade Runner (4). Esa imagen hace cabalgar la ilusión. En la ciudad de Los Angeles, en el año 2019, la tecnología no ha destruido la mitología, en cambio asistimos a una mitología amalgamada con la tecnología o una tecnología recubierta por el mito.

Nuestros sueños son pliegues en el tiempo. Nadie sobrevive. Pero el amor: hoja que se dobla haciendo emerger al unicornio. Nadie es inmortal, lo único eterno que tenemos son los instantes que desaparecen uno a uno. Somos flor de un día y el tiempo es lo único que no tenemos.

Existe un arte de plegar lo simple a formas complejas que gestan el acontecimiento. Somos inmortales en tanto plegamos la inmortalidad hacia lo eterno. Vivenciamos la eternidad cuando plegamos nuestra carne en el acto amatorio, cuando desplegamos los sentidos hacia el infinito desde la fragilidad de la piel.

III. En Blade Runner, la mirada del detective de ojos felinos y manos orientales (que cita desviando o desvía citando con sus textos de origami), es próxima a la visión del personaje que nos cuenta cómo encontró a su doble en un pliegue del tiempo, subido en un autobús. La retina que mira la flor, encuentra en ella a todo el universo. Es la mirada chamánica, la lectura poética que descubre todos los hilos del universo que atraviesan un mismo punto.

Esa visión, es la que nos regala los ojos y la voz de Aurelio Arturo cuando en Morada al Sur nos narra un poco de viento, ese viento que mueve las hojas de un solo árbol, que mueve a una sola hoja y en esa hoja al universo. Es la mirada alephiana que encuentra el todo en una parte. Es el ojo de Shiva que integra la totalidad en un punto y en un instante. Es aquello que en el texto Budismo y psicoanálisis, nos hablan Suzuki y Fromm:

Conocer la flor es convertirse en la flor, ser la flor, florecer como la flor, y gozar de la luz del sol y de la lluvia. Cuando se hace esto, la flor me habla y conozco todos sus secretos, todas sus alegrías, todos sus sufrimientos; es decir, toda su vida vibrando dentro de sí misma. No sólo eso: al lado de mi “conocimiento” de la flor conozco todos los secretos del universo, lo que incluye todos los secretos de mi propio yo… (5).

La eternidad está ahí, pero muy posiblemente nosotros no. A veces nos trabamos en cosas baladíes que como una banda de oscuridad nos impiden ver. Eso lo llegó a saber, infortunadamente tarde, el Principito cuando se peleó con la única flor que tenía en su planeta; después le confía al viajero que encuentra en el desierto estas palabras:

-¡Entonces no supe comprender nada! Hubiera debido juzgarla por sus actos y no por sus palabras. Ella me perfumaba y me iluminaba. ¡Nunca hubiera debido huir! Hubiera debido adivinar su ternura detrás de sus pobres astucias. ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla (6).

Horacio Oliveira, cual Principito, estando lejos de la Maga, la piensa y desde la distancia le dice:

Tan triste oyendo el cínico Horacio que quiere un amor pasaporte, amor pasamontañas, amor llave, amor revólver, amor que le dé los mil ojos de Argos, la ubicuidad, el silencio desde donde la música es posible. La raíz desde donde se podría empezar a tejer una lengua. Y es tonto porque todo eso duerme un poco en vos, no habría más que sumergirte en un vaso de agua como una flor japonesa y poco a poco empezarían a brotar los pétalos coloreados, se hincharían las formas combadas, crecería la hermosura. Dadora de infinito, yo no sé tomar, perdoname. Me estás alcanzando una manzana y yo he dejado los dientes en la mesa de luz (7).

La imposibilidad de tomar lo que se quiere o peor aún, de lo que se ofrece, es aquella condición signada por el infortunio de Tántalo. Imagen cifrada de aquel náufrago muriéndose de sed en pleno océano. Destino desgarrador de aquel que no tiene acceso a lo que desea o que en todo caso, ha dejado perder aquello que antes tenía. Imagino a Baudelaire en sus últimos días, postrado en una silla de ruedas, observando las flores del jardín de aquel hospital en el que pernoctó, mirando pasar el tiempo sobre ellas, hablándoles, y ellas a su vez susurrándole desde su silencio aquellos cantos que estigmatizó en las páginas de Las flores del mal.

En un momento podemos ser invitados por la flor para que pasemos a ella, para que habitemos dentro de ella. Si rechazamos la invitación, la flor no nos va a volver a hablar; seguirá siendo una flor entre muchas otras, un elemento más que desdeñamos con la mirada del sentido común. Si aceptamos pasar… de allí en adelante todo será un reto.

La experiencia de la transitoriedad y de la fijeza momentánea la vive Deckard (8), y el personaje que habita las páginas de Una flor amarilla.

Nada es de nadie, nada nos pertenece porque todo se va a deslizar como arena en una clepsidra. Lo único que tenemos es la vida. Infortunadamente aprendemos tarde, infortunadamente las flores son frágiles y si no aprendimos a amarlas, el viento del ocaso se las lleva y algo de nosotros se pierde para siempre. A veces, cuando abrimos un libro, podemos encontrarnos con una flor disecada que nos trae el perfume de otros días. Lo único que nos queda es la memoria, una memoria que no le es fiel al pasado, sino que inventa ese pasado desde la fugacidad del presente.

Cortázar en uno de sus últimos textos nos narra el extrañamiento que le causó encontrar después de muchos años una fotografía de una amante que tuvo en la década del cuarenta, cuando él aún vivía en Buenos Aires. El texto lo escribe en París, en el año de 1982, y él intenta escribir sobre Anabel, pero se da cuenta que para eso tendría que tener el juego de piernas y la noción de distancia de Bioy. Cortázar, al igual que Oliveira, que el Principito, o que Tántalo, no puede llegar a ella porque cuando le ofrecían la manzana, él había olvidado la dentadura sobre la mesa de luz. Quizá por esto Cortázar se da a la tarea de traducir y citar a Derrida e incluirlo en dicho texto. La cita finalmente pierde las comillas y Cortázar reescribe esas palabras encontradas en La vérité en peinture, cuando Derrida le dice: Placer cuya experiencia es imposible. No lo tomo, no lo recibo, no lo devuelvo, no lo doy, no me lo doy jamás porque yo (yo, sujeto existente) no tengo jamás acceso a lo bello en tanto que tal. En tanto que existo no tengo jamás placer puro (9).

Cortázar finaliza su texto de esta manera:

Ahora que lo pienso, cuánta razón tiene Derrida cuando dice, cuando me dice: No me queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni la mía, ni el puro objeto, ni el puro sujeto, ningún interés de ninguna naturaleza por nada. Ningún interés, de veras, porque buscar a Anabel en el fondo del tiempo es siempre caerme de nuevo en mí mismo, y es tan triste escribir sobre mí mismo aunque quiera seguir imaginándome que escribo sobre Anabel (509).

Esta experiencia dramática de ver cómo la vida se nos va y de sabernos sentenciados a muerte, la encontramos en un texto como El Diario de Ana Frank. Ana escribe esas páginas desde el encerramiento. Ella se sabe en el borde de la muerte, por eso cada día tiene tanta importancia para ella, y sin embargo, hay momentos, en que ese aislamiento de la guerra genera microviolencias en ese espacio doméstico que hacen que la vida se la sienta como una carga que hay que soportar.

Estamos hablando de la flor, pero la flor es un símbolo no más, un símbolo de algo que creemos saber, pero que en todo caso siempre está más allá de lo que damos por hecho. En este sentido, cada quien verá en la flor no tanto lo que quiera ver, sino lo que pueda, a partir de sus necesidades o sus cegueras. No quiero reducir, por lo demás, la flor a un significante que contenga una serie de significados, porque no creo ni considero que la flor represente a algo. La flor es la flor aunque nosotros no la escuchemos.

Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces… Usted sabe, cualquiera lo siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor (10).

La flor inscrita en este contexto se asocia a una vacuidad que siente aquel que está condenado a morir. Pero al tiempo, como se sabe ya muerto, en esa flor se condensa el milagro de la vida. Este extrañamiento frente a la fragilidad de la existencia la percibe Ernst Jünger, que a la última pregunta que le formulan Antonio Gnoli y Franco Volpi, el filósofo responde:

¿Tiene proyectados nuevos viajes?
… ahora que he superado los cien años no sé si con el tiempo que me queda emprenderé una vez más esa clase de aventuras. De todas maneras sigo viajando por el mundo de la literatura y por ese pequeño cosmos que es mi jardín. A veces, en los días soleados, me entretengo haciendo pompas de jabón que el viento lleva entre las plantas y las flores. Son para mí una imagen simbólica de la fugacidad, de su inasible belleza (11).

El saberse muerto posibilita una actitud guerrera ante la existencia. Aquel que está muerto no es nada y siendo nada llega a ser todo. Quien vive como muerto no tiene nada que perder. Quien hace de la muerte su aliada, puede percibir el milagro de la vida y la eternidad de cada instante. Ese conocimiento que no es erudición, sino que es un saber silencioso, lo han encarnado los brujos de la línea de don Juan Matus o pensadores occidentales como Deleuze o Artaud, o personajes herederos del cinismo de Diógenes como aquel filósofo atracador de bancos que funda con un vulgar ladrón La Banda del Pensamiento, creación delirante e hilarante de Tibor Fisher en Filosofía a mano armada (12).

Estas flores que han pasado de un contexto a otro traen consigo el polen de viajeros que han llevado su cuerpo por diferentes jardines vitales. Una de esas flores es aquella que percibe Ernesto Sabato como un símbolo de resistencia, dignidad y Absoluto frente al desplome de un mundo carcomido por la corrupción y la guerra. Una florecilla que como el acto heroico de un hombre anónimo, le devuelven el sentido a la vida y la dignidad a los hombres:

Quizás ayude a encontrar un sentido de trascendencia en este mundo plagado de horrores, de traiciones, de envidias, desamparos, torturas y genocidios. Pero también de pájaros que levantan mi ánimo cuando oigo sus cantos al amanecer; o cuando mi vieja gatita viene a recostarse sobre mis rodillas; o cuando veo el color de las flores, a veces tan minúsculas que hay que observarlas desde muy cerca.

Modestísimos mensajes que la Divinidad nos da de su existencia. Y no sólo a través de las inocentes criaturas de la naturaleza sino, también encarnada en esos héroes anónimos como aquel pobre hombre que, en el incendio de una villa miseria, tres veces entró a una casilla de chapas donde habían quedado encerrados unos chiquitos –que los padres habían dejado para ir a su trabajo- hasta morir en el último intento. Mostrándonos que no todo es miserable, sórdido y sucio en esta vida, y que ese pobre ser anónimo, al igual que esas florcitas, es una prueba del Absoluto (13).

La experiencia límite a la que llega el personaje del cuento de Cortázar como Jünger o Sabato (ambos al filo de la muerte), es la de ver en una flor el misterio que encierra ese otro misterio que es la vida. Lo que nos regala Julio en aquel texto son flores para el corazón de cada lector que escucha y huele esas palabras que, como polen engendran vida en aquel cuerpo que se abre a una escritura que no cuenta, que no narra, que no representa una flor amarilla, sino que la escritura ya es la flor amarilla.

Como lo expresaba Vicente Huidobro, Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!/Hacedla florecer en el poema (14) , eso es lo que hace Julio Cortázar. Él nos regala una ficción que como una flor amarilla nos abren a un nuevo día.

Esa búsqueda de llevar al cuerpo a un afuera lo buscó Cortázar en y desde su escritura. Ya en El Diario de Andrés Fava se evidencia esta exploración vital articulada a una aventura con el pensamiento. En esta primera novela se hace explícito esa aventura de la percepción, esa revolución de los sentidos para gestar formas minoritarias de lectura del mundo, y estas instancias críticas se dan de una manera más contundente en Rayuela, en particular con el desarrollo de conceptos como el de antropofanía (el encuentro del hombre con el hombre mismo) y el de kibbutz del deseo, aquel lugar en donde se hace posible la cita del hombre consigo mismo, después de haber dejado atrás las taras mentales y culturales que no le permitían desarrollarse en toda su plenitud.

La experimentación se agencia a partir del juego. En Rayuela, como en El libro de Manuel, Territorios, Autonautas de la cosmopista, por sólo mencionar algunos, Cortázar escribe jugando y juega escribiendo. Con esto no se quiere aseverar que en la escritura de Julio haya juego de palabras irresponsables. Por supuesto, el juego que propone el escritor está determinado por un dramatismo que es el tono con el que juegan los niños. El juego se abre, entonces, como un rito de escarbar con el cuerpo realidades invisibles. El riesgo del que juega es muy alto porque es la vida la que está siendo expuesta a este laboratorio de experimentación.

Quisiera aludir a un capítulo de Rayuela en el que Talita pasa de un apartamento a otro, pero no de la manera convencional, sino a través de un tablón improvisado entre las dos ventanas que separan a Oliveira y Traveler. Talita se pasa por este puente tambaleante con un poco de yerba para que Oliveira se prepare un mate. Para una visión de mundo pragmática, un acto de estos no deja de ser ridículo y absurdo, pero si dejamos por un momento esta lectura configurada de convenciones y normatividades, encontramos en dicho capítulo (41) un acto poético que nos vislumbra un mundo cargado de belleza y misterio, y un cuerpo humano que ya no es un piñón del engranaje de la productividad, sino una carne revestida de potencialidad y magia.

NOTAS
1 CORTÁZAR, Julio. Ándele. En: Salvo el Crepúsculo. México, Nueva Imagen, 1984. p. 50.
2 ÚRCULO, Eduardo. La luz perversa. En: Blade Runner. Barcelona, TusQuets, 1988. p. 92.
3 WANG, Waine. AUSTER, Paul.
4 DICK, Philik K. Blade Runner: suenan los androides con ovejas eléctricas. Barcelona, Edhasa, 1992.
5 SUZUKI, D.T. y FROMM, Erich. Budismo Zen y Psicoanálisis. Traducción de Julieta Campos. México, Fondo de Cultura Económica, 1976. p. 20.
6 SAINT- EXUPERY, Antoine de. El Principito. México, Enrique Sainz, 1986. p. 53.
7 CORTÁZAR, Julio. Rayuela, Bogotá, Oveja Negra, 1984. pp. 385-386.
8 BLADE RUNNER. Dirigida por: Ridley Scott. Música: Vangelis. Protagonizada por: Harrison Ford (Rick Deckard). Rutger Hauer (Roy Batty). Sean Young (Rachel). Edward James Olmos (Gaff). M. Emmet (Walsh Bryant). Daryl Hannah (Pris). William Sanderson J.F. (Sebastian). Brion James (Leon). Joe Turkel (Tyrell). Joanna Cassidy (Zhora). James Hong (Chew). Morgan Paull (Holden). Kevin Thompson (Bear). John Edward Allen (Kaiser). Hy Pyke (Taffey Lewis). Año de producción: 1982. Filmada en Panavisión. Distribuida por Warner Bros.
9 CORTÁZAR, Julio. Diario para un cuento. En: Deshoras. [Cuentos Completos II]. México, Alfaguara, 1994. p. 490.
10 CORTÁZAR, Julio. Una flor amarilla. En: Final de juego. [Cuentos completos I]. México, Alfaguara, 1994. p. 340.
11 JÜNGER, Ernst. Los titanes venideros. Ideario último, recogido por Antonio Gnoli y Granco Volpi. Traducción de Atilio Pentimalli. Barcelona, Península, 1998. pp. 123-124.
12 FISHER, Tibor. Filosofía a mano armada. Traducción de Cecilia Absatz. Barcelona, TusQuets, 1997.
13 SABATO, Ernesto. Antes del fin. Bogotá, Seix Barral, 1999. p. 14-15.
14 HUIDOBRO, Vicente. Arte Poética (El espejo de agua). En: Poética y estética creacionistas. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1984. p.19.
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