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Ampuero versus Peña.

por Jaime Lizama
Artículo publicado el 12/12/2014

Es sabido que nuestras figuras literarias más “exitosas” de nuestra novelística reciente, ya sea Roberto Ampuero, Pablo Simonetti o Rivera Letelier, suelen ser profundamente refractarios a la crítica o a una mirada más o menos cáustica de sus producciones, con el añadido que utilizan su misma condición de autores muy bien vendidos, como si se tratara de un atributo “escritural” sobre el cual ya no cabe ejercer ningún tipo de crítica, a no ser que se trate de una crítica absolutamente condescendiente o laudatoria. Es decir, como si con ello tuvieran el derecho a una impunidad casi sublime en la comunidad de las letras.

Es por ello que quizá lo que más molesto a Ampuero, de la columna de Carlos Peña sobre su intervención en la Enade (sobre la cual el narrador no ha parado de dar vueltas), no fue tanto el tema de su “subjetividad”, en relación a las sensaciones apocalípticas del novelista, o el tema si hubo aplausos en su discurso “libertario” contra la ideología de la cual fue él un conspicuo depositario, sino sobre algo mucho más relevante: se podría decir de una cierta incapacidad de Ampuero de perpetrar un novela absolutamente crítica de los “socialismos reales”(en Cuba o la Alemania Oriental, países en los cuales vivió y donde pasó una primera estadía más o menos glamorosa), a la altura, si se quiere, de esa tradición europea que va desde Arthur Koestler a Milan Kundera, es decir, que no haya realizado en su novela “Detrás del muro” una obra con suficiente peso crítico contra aquello que creyó tan ardientemente a pies juntillas y que ahora dejo de creer, al punto que haya terminado abrazando una causa prácticamente contraria.

Pero tampoco se trata que Roberto Ampuero emule a Koestler o a Kundera, menos delante de una “clase empresarial” ciega a los totalitarismos de extrema derecha, absolutamente maniquea y bipolar como es la chilena, sino que se trata, precisamente, de ese travestismo de Ampuero con el poder, de esa proximidad o cercanía acrítica con los aparatos y los círculos de poder de distintos signos, donde inicialmente abreva, para luego reacomodarse a las “nuevas condiciones objetivas” o, lisa y llanamente, adaptarse al “fin de la historia”, monserga proclamaba a los cuatro vientos después de la caída del Muro de Berlín.

Pero lo más discutible e irrelevante de la polémica, Ampuero-Peña, es que el novelista pretenda que el Rector de la Universidad Diego Portales renuncie a su calidad de columnista de El Mercurio, inconfesablemente no por el hecho de si el empresariado lo aplaudió o no, sino para no proferir desde allí un desliz de crítica literaria sobre su novelística o, para mayor amplitud, no seguir ejerciendo un pensamiento crítico sobre la contingencia, por lo general bastante bien escrito, donde suele establecer estándares entre lo público y lo privado, poniendo en juego la casuística jurídica y la reflexión ensayística académica, sin importar las causas que estén abiertamente en disputa o en controversia contra nuestra consuetudinaria, pero ya casi despreciable elite.

Más allá del propio Roberto Ampuero, Peña ha instalado una particular escritura como columnista, prácticamente ineludible para dilucidar reflexivamente los asuntos públicos, por lo común desde una saludable perspectiva republicana y laica, donde la lucidez y la crítica intelectual no se hacen cargo de ninguna particular odiosidad o de una “subjetividad” exacerbada y embravecida al estilo, por ejemplo, de Fernando Villegas, en la cual campea el discurso trasnochadamente anticomunista, literariamente adornada con habituales toques de ironías que caen, inexorablemente, en el sarcasmo. Es decir, en un tipo de bullying muy sui generis o, simplemente, en una pura y simple matonería intelectual. Dicho sea al pasar, es aquí donde el discurso farragoso de Villegas se emparenta profundamente con la diatriba indigesta de Evelyn Matthei; el punto es que ambos “discursos” se sitúan e instalan profusamente en la escena pública.

Así como esos “discursos” proliferan y forman parte de lo que se ha llamado el clima de “crispación”, donde incluso hasta la metáfora de la “retroexcavadora” resulta ser ya una imagen casi lírica o poéticamente punk; la escritura sensata y amablemente académica de Carlos Peña, es una suerte de invitación a la reflexión, una suerte de invitación a leer otros textos y derivar, casi siempre, hacia otras áreas del pensamiento, hacia otros horizontes reflexivos, más allá de la política dura y la “crispación” histérica y arrogantemente narcisa, que tanto políticos como comentaristas y opinólogos exhiben con una habitualidad poco común, en torno a lo que ocurre, querrían que ocurriera o pudiera llegar a ocurrir, incluso a contracorriente de la realidad.

Está claro que esta vocinglería exaltada, (instalada en medio del campo de batalla de los medios), en relación a lo que estaría pasando, no tiene nada que ver con el legitimo descontento y la indignación de los ciudadanos que, por lo general, transitan por fuera del bullicio, la charlatanería y la propaganda mediática, y toda su excesiva compulsión por convencer y construir “opinión pública”, sin convicción alguna por lo público y sus dilemas más acuciantes.

Jaime Lizama
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