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Prohibicionismo y la sospecha conservadora.

por Jaime Lizama
Artículo publicado el 26/07/2015

La sociedad chilena, hoy por hoy, sufre un nuevo tironeo conservador: el tironeo del “prohibicionismo”. Esto como si Mayo 68 no hubiera existido jamás, menos bajo una de sus frases más entrañables: “prohibido prohibir”. Prohibicionismo, en tanto nueva versión de la coerción social en pleno despliegue y corazón del neoliberalismo, que no pretende sino que la instalación, en forma desembozada, de aquella política pública que no tiene otro fin que controlar los estilos y las apetencias privadas de cada uno de los ciudadanos. Precisamente, controlar nuestros mejores y más intensos deseos. De alguna manera, hemos dejado el miedo en el pasado, pero ahora nos quieren inocular el rubor de nuestros pequeños vicios.

Bajo esta política represora, que pone en cuestión los derechos individuales, entre otras cosas, no se deberían acometer muchas de aquellas pasiones que nos agradan: no se debería fumar prácticamente en ningún lugar público, sin que no se esté sometido a condiciones muy estrictas. Tampoco se deberían consumir determinados tipos de drogas en forma privada, ya sea solo, entre amigos o con un grupo de conocidos. No cabe, de este modo, que en el espacio público se llegue a consumar la plena libertad ciudadana, a no ser que se trate del consumo de bienes más o menos “inocuos” y desapasionados, aquellos que llamamos con tanto candor “bienes de consumo”, para seguir engrosando la arcas de los mismos depredadores y de su sistema, tan bellamente llamado de “libre mercado”.

Al mismo tiempo, así como el individualismo neoliberal avanza sin ninguna impudicia en todos los órdenes, el llamado “prohibicionismo” en forma paralela avanza sin constatar la incoherencia que denotan ambos ismos. Pues se trata de prohibir en medio del mayor despliegue publicitario de deseos, donde prácticamente no existe ningún rincón de la sociedad que no sea susceptible de ser mercantilizado: todo a la postre puede ser traducido y convertido en mercado y en una zona de lucro. Sin embargo aquí, en esta zona santa, de las banalidades y de las baratijas, no cabe control alguno, pues los deseos de bienes de consumo constituyen la fantasía misma del individualismo, tan caro y tan apreciado por el sistema y su economía.

Así pues, en esta zona santa de la economía y del mercado “puro”, no cabe coerción o límites a ningún tipo de consumo: todo está y debe ser permitido en nombre de la “libertad” de elegir o de lo que pomposamente denominan “economía de libre mercado”. En suma, pareciera que la libertad no tuviera mejor horizonte de realización que esa zona de consumo: en el fondo se trata de “consumar” la banalidad más absoluta, para que nadie se rebele, para que nadie sospeche que no vive “en el mejor de los mundos posibles”.

Pero el asunto decisivo es, precisamente, instalar el “prohibicionismo” justo en esa instancia en que el consumo comienza a comprometer o asociar eso que llamamos “valores”, es decir, en aquellas instancias de nuestra realidad cotidiana, donde el consumo, por decirlo de alguna manera, deja de ser intrascendente y se vuelve una acción y un deseo más acuciante, más allá de la planicie de lo que habitualmente realizamos todos los días. En otras palabras, mediante el expediente del establecimiento de normas que “regulen” las conductas en el espacio público, se quiere controlar y estandarizar lo que se debe y no se debe hacer, bajo una especie de blanqueamiento social y del puritanismo de las pulsiones, como si solo invocando la moral y las “buenas costumbres” se diluyera el significado hedonista del consumo y su puterío fetichista.

Permisividad y prohibición, son las dos caras del hedonismo neoliberal, donde la “libertad” siempre se relaciona y se juega en el espacio de los mercados santificados por el opus dei. Permitimos todo o casi absolutamente todo en función de un desenfrenado extremismo consumista, pero al menor descuido, nos intentan delimitar los espacios de las verdaderas opciones de vida. En otras palabras, se proclama a los cuatro vientos un hedonismo sin ley y sin regulación, y se prescribe sobre aquellas conductas privadas que tienen que ver con las decisiones estrictamente personales, en particular con lo que hacemos con nuestras vidas y con nuestros cuerpos. En esa zona de importancia vital para cada uno de nosotros, los celadores de las buenas costumbres y de la moral, pretenden imponer sus puntos de vistas y sus visiones sectarias y discriminatorias a toda la sociedad, sin ningún rubor y sin ninguna vergüenza, casi como un mero reflejo de su herencia largamente autoritaria y pinochetista, que abraza apasionadamente, incluso, a amplios de sectores de la vieja Concertación.

Herencia obsesionada por el control de las pulsiones y de la subjetividad, desde la cual el ejercicio de los deseos no pueden quedar a la intemperie o al libre albedrio, a no ser que se traten de nuestros deseos de consumo y de la adquisición de bienes materiales en forma ininterrumpida, bienes aparentemente neutros, asépticos y desprovistos de contenidos que no sean “puramente” económicos: un fraude espurio del bendito dios conservador-liberal y de sus beatos amanuenses, mire por donde se le mire.

Así las cosas, no sólo hay que prohibir, sino también despenalizar el aborto y el consuno de marihuana, despenalizar y desculpabilizar a la ciudadanía entera en su deseo de que querer otro país, y desacralizar todos los lugares o “zonas santas” instauradas por el pensamiento y la práctica conservadora, la que aún sigue creyendo o postulando que lo laico es una invención del demonio y del mismísimo Karl Marx.

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