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¡Dios salve a Bush!

por Iván De la Torre
Artículo publicado el 04/04/2004

Dios mueve al jugador, y éste, a la pieza.
¿Que dios detrás de Dios la trama empieza…»
Ajedrez. J. L. Borges.

 

Sus biografías comienzan mostrando al hijo que soporta la carga de un padre demasiado famoso -deportista estrella, héroe de guerra y futuro presidente-: los logros convierten la vida del hijo en un infierno y los biógrafos de George W. Bush enlazan esos años de oscuridad con la luz de su conversión religiosa, cuando la fe señala el camino correcto, transformando espinas en rosas y alcohol en petróleo. Ahí lo muestran listo para asumir su destino después del calvario.

La elevación mística comienza realmente un 6 de julio de 1986, cuando su amigo y futuro asesor Don Evans lo convence de participar de un grupo de estudio bíblico para dejar su alcoholismo: presionado por su mujer y el pastor Billy Graham, George acepta y sorprendido, le descubre una justifiación religiosa a su política gracias a San Pablo y la teoría de los predestinados, esos hombres descriptos por Calvino salvados desde su nacimiento, sin importar la naturaleza de sus actos.

La fe, explican sus biógrafos, le permitió que George W. construir un lenguaje y un puente hacia la derecha religiosa que formara su línea dura, alentándolo desde los púlpitos, integrando su gabinete y fomentando sus reformas entre los feligreses. La lista de agradecimiento de Bush se alarga e incluye designaciones de conservadores en contra del aborto, prohibición de la clonación humana y un aumento de los fondos para promover la abstinencia en las escuelas.

La señal de su gloria es clara y luminosa y gracias a ella, se supone, Bush aguanta las acusaciones de usurpador que cascotean los vidrios de la Casa Blanca en sus primeros meses como presidente.

La conversión de Bush y su camino de fe hasta aquí son delicados como una tela de araña, pero es bueno conocer los detalles porque ahí quedaron atrapadas las críticas y las burlas. El discurso de fe y poder y curación esconde razones oscuras y mártires negros que se alimentan de Leo Strauss, un filósofo judío nacido en Alemania que emigró con el ascenso nazi hacia Norteamérica para convirtirse en profesor universitario.

Strauss estableció una nueva ciencia política adaptada especialmente al american-way, algo que los neoconservadores adaptaron en sus departamentos de ciencia política y que llegó a los representantes mas derechistas del partido republicano.

Las lecciones de Strauss, muerto en 1973, son seguidas hoy por el subsecretario de Defensa Paul Wolfowits, Abram Shulsky, director de la Oficina de Planes Especiales, el juez de la Corte Suprema Clarence Thomas y el fiscal general de la nación, John Ashcroft.

Su filosofía es sumamente útil al gobierno porque utiliza las creencias religiosas características de Bush como caballo de Troya de ideas filosas sin alarmar a los seguidores dudosos ni preocupar a la mayoría religiosa.

Para Strauss, los capacitados para gobernar son los que aceptan el derecho de los superiores a gobernar a los inferiores; la religión funciona como opio de las masas y permite imponer un poder que controle y disuada del individualismo incentivando la necesidad de un nacionalismo agresivo que eduque al pueblo en la unión y la obediencia.

«La humanidad necesita ser gobernada porque es intrínsecamente perversa, pero tal gobernabilidad sólo puede establecerse si el pueblo está unido, y sólo se le puede unir contra otro pueblo».

Que Strauss haya sido expulsado por la Alemania nazi cuando muchas de sus ideas se volvían realidad allí, no impide que Bush repita cosas que otros dijeron antes que él, dejando las conexiones con ese pasado sucio a la vista: solo basta apartar la religión: si el 11 de septiembre calcó las palabras de su padre y en la tragedia del Columba el discurso fue cortesía de Reagan, sus fuentes pueden ser mas viejas y perversas como escribió Juan Gelman en Página 12 (Partituras, Agosto 2003).

El 20 de septiembre del 2001, Bush declaraba: «Los estadounidenses se preguntan «¿por qué nos odian?». Nos odian por lo que se ve aquí mismo, en este salón: un gobierno elegido democráticamente. Los líderes de ellos se autoeligen. Nos odian por nuestras libertades: nuestra libertad de credo, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de votar y de reunirnos y de tener desacuerdos entre nosotros».

Joseph Goebbels en su mensaje de año nuevo de 1939: «Odian a nuestro pueblo porque es decente, valeroso, esforzado, muy trabajador e inteligente. Odian nuestras concepciones, nuestras políticas sociales y nuestros logros. Nos odian como Reich y como comunidad. Nos han obligado a una lucha de vida o muerte. Nos defenderemos en consecuencia».

Richard Perle, ex presidente de la Junta de políticas de defensa del Pentágono: «No hay etapas. Esta es la guerra total. Luchamos contra una variedad de enemigos. Hay muchísimos afuera… hay que lanzar una guerra total contra esos tiranos (de Afganistán, Irak et al.), pienso que nos irá muy bien. Nuestros hijos cantarán grandes canciones sobre nosotros en los años que vendrán». Goebbels en 1943: «La guerra total es el imperativo de la hora. El peligro que enfrentamos es enorme. Nuestro esfuerzo debe ser parejamente enorme… Quienes hoy no entienden esta lucha mañana nos agradecerán de rodillas que la hayamos emprendido».

Strauss, como Goering, pensaba que la verdad debía ser guardada por una minoría, un grupo selecto y efectivo, experto en embustes; la religión, por supuesto, es excelente para camuflar las lecciones de Strauss: si Bush admitió que la guerra lo tenía preocupado porque sabia que para muchos seria injustificada, el propio Evans reconoce que la fe le da al presidente «un sentido muy claro de lo que es bueno y malo» y por ende una justificación automáticamente validada por su fe.

David Frum, escritor de los discursos oficiales explica que el lenguaje del bien y el mal surgió naturalmente, (de nuevo la fe): Bush decidió que Saddam era malvado y ese simple gesto convirtió a la guerra en justa.

Las explicaciones místicas son excelentes abogados ante el público y motivo de júbilo de los evangelistas sureños. Así el presidente puede mostrar unas cartas y jugar con otras; el truco no es nuevo, por supuesto: en 1968, Ray Price le envío un mensaje a Richard Nixon: «El elector reacciona frente a la imagen del candidato y no frente al hombre, con el cual el 99 por ciento de la población no ha tenido ni tendrá jamás contacto directo. Lo que cuenta no es lo que existe sino lo que es proyectado… No tenemos que cambiar al hombre, sino la impresión recibida».

Las contradicciones del presidente no molestan su santidad ni alejan feligreses: si ayer invadió Irak por sus relaciones con Osama bin Laden -aunque la CIA le dijera que no habia evidencias que lo probaran- y luego confirmó la existencia de armas químicas que nunca aparecieron, el resultado sigue siendo el mismo: esas acciones inexplicables vienen de la mano de alguien «que cree que Dios le habla» según el evangelista Tony Evans aunque Condoleeza Rice «no quiere que hable de eso»; para sus detractores todo se basara siempre en un trasnochado gérmen de cruzado que le dejaron sus antepasados protestantes, para sus seguidores, en el estricto cumplimiento de una verdad divina que le fue comunicada solo a él.

«Causa un placer secreto muy especial ver cómo quienes nos rodean ignoran lo que les está pasando realmente»… dijo otro iluminado: Adolf Hitler. Tal vez la verdadera cara de Bush pueda leerse como una copia del pasado…

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