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Hora de un nuevo Contrato Social

por Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 05/08/2007

Publicado también en Primera Línea (La Nación)
elmostrador.cl y elquintopoder

 

En el puzle socioeconómico chileno de los últimos diez años, se ha producido un desfase asfixiante entre lo económico y lo político que es necesario ponerlo de relieve en un cuadro más panorámico, para que el árbol no tape el bosque.

En el plano económico, si miramos hacia atrás y a medio y largo plazo posdictadura, sólo se ven ciclos de bonanza ininterrumpidos: se establece un crecimiento económico sostenido entre un 5 y 7% anual. Y nada indica que estas cifras vayan a reducirse, sólo podrían hacerlo si se produce un tsunami económico a nivel mundial. Estas cifras originan  tanto la sana envidia como una gran admiración en medio mundo.

Sin embargo, estos grandes logros del proceso económico chileno en lo que va del gobierno de Michelle Bachelet, no tienen cobertura en los medios de comunicación ni, pareciera, influyen en el mundo político. Sus actores, que ocupan casi toda la escena y arrancan titulares en su coqueteo con los medios de comunicación, hasta ahora con mucho éxito, son en su mayoría, politicastros. Éstos han estado haciendo un ruido insoportable al supeditar los intereses partidistas-electoralistas y, aún peor, los personales, en detrimento de los problemas reales de la gente.

Una enfermedad asfixiante y contaminante llamada oportunismo político exacerbado se ha apoderado de la forma de hacer política. Hasta hay más de alguno que se declaró, en el primer año del gobierno de Michelle Bachelet, candidato a la presidencia del país en un acto que sonroja al menos pudoroso. Los politicastros son pocos y de todos los colores, pero los pocos, hasta ahora, han logrado enrarecer la agenda política y demasiadas veces han conseguido concentrar todos los esfuerzos para desactivar sus egoístas e irreflexivas operaciones.

Así, la política se ha transformado muchas veces en un charco en el que chapotean las sinrazones; el alimento permanente y gratuito de odios (de ideologías totalitarias); la obscena actitud mesiánica (de la izquierda de la izquierda); la justificación de barbaries (la oposición de derecha justifica y hasta brinda homenajes a personajes ya condenados de crímenes de lesa humanidad); la acumulación de descalificaciones arbitrarias; el déficit grave de propuestas constructivas a fuerza de condenarlo todo y acumular descalificaciones más ficticias que reales; las operaciones políticas del “todo vale” contra el gobierno para obstruir más que para construir; en fin, se impone en buena parte de la clase política la cristalización del energumenismo que anula valores como la prudencia, la responsabilidad política, la honestidad intelectual y la entrega desinteresada al trabajo público, una cualidad, por cierto, muy enraizada históricamente en la clase política chilena. Hasta ayer.

Si algo nos puede aportar y enseñar esta forma de hacer política que se ha instalado en Chile, es que resiente las bases mismas del Estado de Derecho: las instituciones democráticas fundamentales, como el Parlamento, empiezan a sufrir una crisis de credibilidad en la opinión pública que minan, en forma muchas veces irreversible, el sistema democrático y sus instituciones, empezando por el propio Parlamento. En este escenario, con ciclos de bonanza económica históricos y sostenidos, pero, paradójicamente, con un clima de crispación política casi generalizada y de una muy mala calidad en la forma de ejercerla, surge el clamor ciudadano de un nuevo Contrato Social.

La figura de la Presidenta Michelle Bachelet emerge de la ciudadanía, en  un claro rechazo al stablishment político de los politicastros, tanto dentro como fuera de su propia coalición. La ciudadanía se identificó con su capacidad de empatía sincera que la consagró como una figura política creíble, otorgándole el mandato para hacer las reformas urgentes e inaplazables que la clase política de la élite no realizó.

Su Programa de Gobierno recoge ese clamor popular y promete comenzar a construir un Estado social solidario, a pesar de neoliberalismos y los amarres institucionales de la dictadura aún en plena vigencia. De esta forma, su gobierno ciudadano ha tenido que gestionar reformas ineludibles, perentorias, como la reforma a la educación que germina por la  llamada “revolución de los pingüinos”.  Toda reforma a la educación tiene resultados a largo plazo. Por lo tanto, no sabemos aún si llegan a buen puerto. Pero lo que queda claro, es que el gobierno de Michelle Bachelet  gestiona propuestas que no son impuestas desde arriba, desde las instituciones o de la cúspide del poder, sino desde abajo.  Una de estas grandes y urgentes reformas que la ciudadanía está clamando, es ir eliminando la perversa asimetría en la distribución de la riqueza y del ingreso que, en Chile, tiene como a uno de sus lamentables exponentes más privilegiados a nivel mundial. Triste privilegio. (Ojo!, la comparación se hace como miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE.)

Ya sabemos que la clave esencial para terminar con la pobreza es mantener un crecimiento económico  sostenido (y sustentable, con respeto al medio ambiente, que aún en Chile se margina de todo debate político). También sabemos que el crecimiento económico no basta para crear justicia social; que el mercado desregulado no soluciona las inequidades; que sólo la implementación de políticas públicas y la voluntad política permanente y decidida pueden crear los mecanismos para fundamentar un estado solidario.

La creación de este tipo de estado a corto plazo nos podrá sustraer de un estallido social indeseable para el desarrollo armonioso del proceso chileno de país subdesarrollado a uno desarrollado. Por cierto, un estallido social justificado si no se atienden rápida y eficazmente las enormes desigualdades sociales que padece Chile.

El Contrato Social para reducir la desigualdad en el reparto de la riqueza y del ingreso, entonces, es parte fundamental  en la estrategia política global en Chile para pasar a una etapa superior de desarrollo socioeconómico, el cual requiere de una sólida estabilidad política y de una aprehendida paz social si se quiere continuar llevando el proceso a un final exitoso.

Los buenos políticos, que son muchos más que los politicastros en Chile, en fin, toda la clase política tienen una oportunidad de oro para reivindicarse con los electores y electoras. Este nuevo Contrato Social debe prescindir de ideologías, corporativismos y partidismos: debe ser una plasmación de calidad democrática, comparable a los grandes consensos y pactos que cambian las estructuras políticas y económicas de un país para  perfeccionar la justicia, la cohesión y la paz sociales.

Es el momento histórico para comenzar a trabajar pensando realmente en las personas y no sólo en cifras y estadísticas macroeconómicas, corporativismos y en sumas partidistas. La gestión económica de un país no tiene sentido si no se traduce en beneficios para los más necesitados que, en Chile, son las grandes mayorías. Sólo de esta forma el desfase entre economía y política en el Chile actual, concluirá. ¡Ya es hora!

Y aún hay tiempo.

Jaime Vieyra-Poseck

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