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La derecha chilena: los atributos de la traición

por Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 25/01/2009

Publicado también en Primera Línea (La Nación)
elmostrador.cl y elquintopoder.cl

 

Al reflexionar sobre el pasado más reciente de la derecha chilena, lo hago invitando a una exploración reflexiva preliminar de larga perspectiva sin otro afán que fijar una mirada más exhaustiva de nuestro pasado histórico más reciente; reflexión que, en gran medida, no se ha realizado en Chile por razones múltiples, entre las principales, la necesidad de operar la gobernabilidad democrática, dentro en el proceso de transición a la democracia, para tener registros de convivencia políticos aceptables.

Soy consciente que hay muchos que prefieren, postular “el muerto al socavón y el vivo al bollo”, en alusión a no mirar el pasado, especialmente dentro de la derecha por razones que aquí se despejarán, pero ¿alguien puede decir, después de 20 años de democracia, dónde están los socavones en que yacen los miles de asesinados desaparecidos? y, tan importante como lo anterior, ¿quiénes fueron los responsables políticos de la barbarie y porqué no se les ha juzgado? Como respuesta a ese violento silencio de los que se niegan a mirar el pasado, una frase de Marc Bloch: “Hay que comprender el presente mediante el pasado y el pasado mediante el presente”.

El catálogo de horrores del pasado más reciente de la derecha chilena partió con el golpe de Estado de 1973 contra un gobierno legalmente constituido acabó violentamente con su presidente, Salvador Allende; estemos o no de acuerdo con su figura política, fue un demócrata hasta los tuétanos que luchó incluso hasta sus últimos segundos de vida defendiendo la democracia.

Un golpe de Estado, por si alguien aún no lo ha entendido bien, es un acto criminal sancionado en toda Carta Magna que sea realmente digna de serlo, y la chilena lo era, que rompe bárbaramente con la institucionalidad que se ha dado la ciudadanía eligiendo a sus representantes en elecciones libres y democráticas; y violar la voluntad popular con un golpe de Estado es el acto criminal más abyecto y una traición feroz y voraz contra esa voluntad popular. Es un crimen de lesa patria.

La derecha chilena de los últimos treinta y seis años ha coronado su representación política, moral, ética y hasta estética, con una especie de aura sacra de lo execrable, y desde este paradójico e incongruente perfil ha sacado su fortaleza, persuadida de que el terrorismo de Estado que administró y gestionó muy eficientemente -que aún defiende sin fisuras y apasionadamente-, fue revestido por esta especie de aura sacra: los miles de asesinatos políticos, todas víctimas pacíficas e inocentes cuyo único pecado fue pensar políticamente distinto a esta derecha; los miles de seres humanos hechos desaparecer en medio del mar y quién sabe en qué otros lugares; los miles y miles que sufrieron las más horrendas torturas, y los cientos de miles que tuvieron que salir al exilio para escapar de la bárbara carnicería desatada y así salvar sus vidas, fue el modus operandi del terrorismo de Estado que esta derecha no ve como lo que es: la guarida perfecta repleta de heces y detritus del que es responsable todo terrorismo de Estado, sean de derechas o de izquierdas.

Entrar en el sótano histórico de la derecha chilena de los 17 años y medio de su dictadura, es entrar, temblando de pavor, a un Museo del Horror, a una catacumba repleta de cadáveres asesinados ignominiosamente; es entrar a un Museo de la Inquisición, donde se muestran las más siniestras formas de tortura masiva…

La derecha chilena ha vivido enclaustrada y clausurada en una brutal carga de obstinación, funcionando casi como una secta de ultra fanáticos absolutistas; y se ha paseado por los corredores y escenarios del poder  de las últimas cuatro décadas con una sonrisa de oreja a oreja autoconvencida de que su exterminio masivo de opositores pacíficos la eleva a una especie de altar de la excelencia y de la gloria. Y que, por cierto, ha hecho una oposición, durante ya 20 años de democracia, corrosiva y animada (casi) sólo por la animadversión y la obstrucción a poco más o menos todo lo que ha hecho el gobierno democrático.

Con esta derecha estrambótica, maquiavélica, rocambolesca y aterradora por donde se la mire; con la misma arqueología ideológica y con la misma antropología política de hace 40 años; defensora irrenunciable de la “obra” y statu quo pinochetistas; con esta derecha fascistoide que está más viva y coleando que nunca, se ha tenido que convivir los últimos 20 años de recuperación de la democracia (extravagante y, más bien, tragicómicamente, ahora se presentan a la elección presidencial de diciembre de 2009 como “Coalición por el cambio”.)

Por razones estratégicas de gobernabilidad democrática para sacar a Chile del agujero de la dictadura, las fuerzas democráticas han operado un pragmatismo infranqueable; a saber, el respeto a las reglas del juego democrático de todas las fuerzas políticas, incluyendo a esta derecha pinochetista, y un compromiso no escrito de no sentenciarlas indiscriminadamente por las gravísimas violaciones de los derechos humanos que cometieron. Y no podía ser de otra forma, porque no hay que olvidar que esta derecha tuvo los primeros 10 años de reconquista de la democracia al mismísimo dictador, Augusto Pinochet, como Comandante de las FF.AA. y todo su aparato político intacto: es como si la transición a la democracia en Alemania después del episodio hitleriano, se hubiese realizado con Hitler como jefe de las FF.AA. y con el partido nazi inmune y completo en la oposición.

La verdad, y lo digo sin acritud, revanchismo ni menos hostilidad, la derecha debería besar la tierra por donde pasan los demócratas: han tenido la fortaleza de invitarla a participar en el juego democrático sin echarle a la cara, indiscriminadamente, su pavoroso pasado y, con ello, muy a pesar de ellos mismos, eximirla e inmunizarla del juicio político y/o por el delito de omisión impropia que cometieron al violar sistemáticamente los derechos humanos.

La política de La Concertación en estos 20 años en que ha gobernado, ha propiciado un ámbito común de reconciliación y progreso; a vertebrado la acción política como un medio para la confraternidad, los consensos políticos y la concordia que ha sido, en definitiva, la base de la convivencia cívica y el remedio seguro contra la discordia civil postdictadura.

Así pues, sin ningún género de dudas, este pragmatismo de los demócratas, llevado hasta el vértigo, ha otorgado un regusto a ceniza y, muchas veces, múltiples ahogos al tener que taparse las narices por el permanente hedor a putrefacción que, muchas veces, ha dominado el escenario político. También, todo hay que decirlo, este pragmatismo de los demócratas se ha visto como un signo de decadencia de la política chilena. Pero este, valga la paradoja, desencuentro del encuentro de la política chilena de la era concertacionista, se ha hecho por Chile y la gobernabilidad democrática, como ya se apuntó antes aquí. La transición a la democracia y su afianzamiento, y esto ya es irrefutable, se ha construido por este pragmatismo llevado hasta el dolor físico por los demócratas, y el proceso de transición a la democracia y su afianzamiento, se ha desarrollado sin grandes traumas ni fracturas sociales después de los gigantescos que produjo la dictadura, logrando muchos más aciertos que desaciertos y, paradójicamente, ha sido la Edad de Oro de la política chilena por los enormes cambios estructurales que se han acometido transformando el país de arriba debajo (sólo dos datos para ilustrar la envergadura del cambio: de 40% de pobres en 1990 a 16% en 2007; con una clase media que bordea ya el 56% de la población, y una economía que ha cuadruplicado su volumen en sólo 20 años).

Sin embargo, y aquí muchos se toman la cabeza con las dos manos, esta derecha ha mantenido un apoyo electoral entre el histórico 44% que alcanzó el General Augusto Pinochet en el plebiscito de 1988, que acabó con la dictadura, y el 49 % que obtuvo el candidato de la derecha en la elección presidencial de 1999. Este es un durísimo dato que no opera en vacuo alguno y que cualquier demócrata debe contemplar con mucha observancia. En realidad, es un gran espejo sociológico en el que debemos mirarnos todos, él nos refleja varios indicios inquietantes y muy determinantes sobre nuestra condición política, y humana, como chilenas y chilenos. Porque a pesar de la cima de descrédito que debiera tener la derecha chilena por apoyar las horrendas violaciones a los derechos humanos o mirar hacia el lado durante 17 años y medio -que en cualquier democracia moderna y sin complejos estaría borrada del mapa político para siempre y la gran mayoría de sus políticos jubilados el mismo día en que se recuperó a democracia -en Chile esta derecha se pasea por el país y el poder, inmune a todo juicio político o/y judicial, lo que le ha permitido mantener un electorado fiel de enormes proporciones.

Ahora esta derecha absolutista pinochetista y ultra reaccionaria, está a punto de ocupar La Moneda: todas las encuestas la dan como ganadora en la elección presidencial de diciembre de 2009 (auxiliada indirecta y deliberadamente por un candidato fastfood, un ex socialista-concertacionista que padece de una personalidad tan ególatra y patológica como devoradora y devastadora, más de un artista -es cineasta- que de un político, Marco Henríquez-Ominami. La estrategia de este candidato, que se presenta como independiente, es restarle votos al oficialismo para que fracase en la elección presidencial provocando, irremediablemente, el quiebre de la Concertación y, entones, alzarse él como político mesiánico de una “nueva izquierda”.)

En fin; lo dicho: el pragmatismo de los demócratas llevado hasta las últimas consecuencias para gestionar la gobernabilidad en estos últimos 20 años de retorno a la democracia, le está pasando la factura. El coste político por no haber exigido una renovación moral y ética y de personal a esta derecha pinochetista; por haberla exonerado de un juicio político y/o por omisión impropia por su participación en la administración del terrorismo de Estado; por haber pasado de puntillas por estaanomalía política al permitirle impunidad total, se manifiesta en que esta (ultra) derecha conserve un electorado fiel que fluctúa entre un 44 y un 49% durante toda esta etapa postdictadura.

Esta impunidad a la case política pinochetista por las graves violaciones a los derechos humanos que cometieron, y continúan apoyando y justificando, ha terminado, en gran medida, lastradando la democracia: la impunidad política y/o judicial de (casi) toda la clase política de la derecha, con los mismos actores que participaron en la barbarie pinochetista, está desnaturalizando la democracia chilena. Un Estado de derecho no puede, indefinidamente, permitir esta grave anomalía política  y jurídica por la obvia razón de que pone en tela de juicio toda la credibilidad de las instituciones del Estado y, más aún, del mismísimo sistema democrático.

Y si esta derecha gana la elección presidencial, la traición de lesa patria que comenzó en 1973 y que dio comienzo al ciclo más trágico en la historia de Chile, se habrá consagrado con su atributo máximo y, por eso, más amargo: los mismos que violaron la constitucionalidad con la traición extrema que implica un golpe de Estado y se sirvieron de él para administrar el terrorismo, activos desde entonces y que han gozado de la más abierta impunidad, alcanzan el Gobierno por elecciones libres.

Entonces, se hará más que nunca necesaria llevar a la práctica la frase de Marc Bloch con que se inició esta reflexión: “Hay que comprender el presente mediante el pasado y el pasado mediante el presente.”

Jaime Vieyra-Poseck

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