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La retirada.

por Jordi Santiago Flores
Artículo publicado el 22/03/2018

Resumen
En una sociedad amenazante, ¿cuándo es el tiempo preciso de la retirada? ¿Cuándo salir del montarrajal antes de que la maleza prenda en candela? Por otra parte, ¿qué se pone en el lugar de lo amenazante?, ¿es posible una retirada que nos coloque a salvo incluso del éxodo forzado? El texto propone un recorrido ajeno, extranjero, desplazado, pero, paradójicamente, universal, íntimo, cercano. Al final, es una apuesta por el lugar que un sujeto le da a su propia retirada.

Palabras claves
Migración – Sujeto – Acontecimiento – Leningrado – Shostakovich

 

I.- La épica del horror
No encuentro hazaña heroica en esperar los honores de la triste sinfonía de Leningrado. No hallo heroísmo en el gesto de mirar los parlantes helados en las torres, como si una realidad dormitante y sonora anulara las bombas y la hambruna. No fue un héroe el que atinó la nota evitando el desmayo, ni el que dirigió con un bollo de pan bajo los puños. No lo fue el soldado que abandonó el frente de batalla para cubrir las bajas en las filas de la orquesta. Ni los que aplaudieron con lágrimas la vida, ni los que plancharon sin músculos sus trajes de etiqueta, ni los que gritaron ¡viva la tierra de Lenin! ¡Viva la gloriosa tierra de Leningrado!

Luego de su estreno en Kúibyshev y en Moscú, el 9 de agosto de 1942, la séptima sinfonía de Shostakovich —“Leningrado”— llegaba por fin al suelo sitiado. Hacía ya casi un año que el terror alemán había empezado a asfixiar las reservas de esta ciudad, con uno de los bloqueos más brutales de la historia. Los bombardeos desde entonces no cesaban. Cuando se agotó el alimento, la resistencia habilitó el paso congelado del Ládoga, por donde avanzaban los camiones implorándole al hielo su firmeza. En casi tres años, de una población de tres millones de habitantes, cerca de un millón murió a causa del hambre, y solo un tercio alcanzó a ser evacuada.

A pesar de la ruina y la catástrofe, la administración soviética ordenó celebrar en el gran auditorio de Leningrado el estreno de la pieza que serviría para dar un mensaje claro a las tropas enemigas: la ciudad no se rinde, sigue viva. Se dice que Shostakovich comenzó a componer su séptima sinfonía meses antes de la invasión y que, tras la avanzada —logrando ser evacuado prontamente—, le tomó solo seis meses más terminarla y dedicarla a su pobre ciudad que resistía. El trabajo de dirección y selección de los músicos quedó a cargo del respetado director de la Orquesta de Radio de Leningrado, Karl Eliasberg.

Pero el primer obstáculo que se le presentó a Eliasberg fue que al llamado inicial solo asistieron 15 músicos. La orquesta, debido a los acontecimientos, se había disuelto hacía ya algunos meses. Para la desolación de Eliasberg, las noticias de sus compañeros anunciaban la muerte de un contingente importante de sus integrantes, mientras que otros permanecían gravemente enfermos. En tal escenario, negándose la administración de Stalin a renunciar a lo que ya consideraba del orden de lo militar, se convocó públicamente a que todo aquel que fuese músico se presentase ante las puertas del auditorio.

Los más jóvenes estaban en la guerra, solo un grupo de viejos veteranos instrumentistas acudieron al llamado. Aun así, a duras penas completaron algunos escaños. Una nueva orden se emitió, para que todo soldado músico abandonara el frente de batalla y se aliara cuanto antes a las filas de la orquesta. Pero otro problema se imponía: los músicos se morían de hambre. De la ración de 125 gramos de pan diario que establecía la tarjeta de racionamiento, hubo que doblarle su porción a los más débiles. Se dice que los percusionistas apenas podían golpear el tímpano, y que los vientos no tenían fuerzas ni para apretar los labios.

Los músicos se quejaban del esfuerzo que suponía tocar una pieza para la cual físicamente no estaban preparados. Los ensayos fueron truncos. No alcanzaban a cubrir ni la mitad del trayecto de la sinfonía. Antes del concierto, solo una vez pudieron culminar el repaso completo de la pieza. Eliasberg, para mantener la disciplina, gestionaba las raciones de pan entre los músicos. Aquel que llegara tarde al ensayo, o quien se mostrara flojo y con poco empeño, le era recortada parte de su ración. Aún más: una vez agrupada la orquesta, no dejaron salir de Leningrado a ninguno de los músicos seleccionados. A cambio, y en aras de mantenerlos concentrados, les fue exonerado el trabajo voluntario en los huertos.

Llegado el día del concierto, todos asistieron raquíticos y vestidos de etiqueta. La administración dispuso altavoces por toda la ciudad (incluyendo los linderos más cercanos a las tropas alemanas) para que el concierto resonara a plenitud. Con veinte grados bajo cero y bajas civiles que se contabilizaban en cien mil decesos al mes, no quedó aquella tarde quien no se conmoviera con “la séptima”. Los músicos hicieron un enorme esfuerzo. Cuentan que hacia los últimos movimientos de la sinfonía algunos de ellos comenzaron a desfallecer, y que los compañeros más firmes, para inyectarles fuerza, se pusieron de pie y tocaron junto a ellos.

La “operación tormenta”, que descargó tres mil proyectiles de grueso calibre sobre las trincheras alemanas justo antes del concierto, sirvió para asegurar un comienzo silencioso de los dos primeros movimientos de “Leningrado”. Los registros reseñan que una vez culminado el concierto se vivió un silencio inenarrable. Luego se interrumpió por los aplausos que estallaron desde el auditorio, y también desde afuera, desde el lóbrego teatro de la guerra. Dice Eliasberg que, en la década de los cincuenta, un grupo de turistas alemanes que sirvió a las fuerzas del Führer aquel día, le confesó que durante la sinfonía no pudieron dejar de llorar; que ellos también tenían hambre y miedo.

La épica corona con una niña que emerge desde las butacas del recinto y entrega un ramo fresco de flores al director. Un ramo fresco de flores salido de no se sabe dónde en los campos de la helada y de la muerte. Para ese día, ya Hitler contaba con la destrucción total de Leningrado, tarea fallida, aunque restaría año y medio más de estrangulación antes de retirarse con sus tropas, derrotado. El 8 de mayo de 1965, Leningrado (actual San Petersburgo), fue nombrado con el título de “ciudad heroica” por haber resistido a los embates del nazismo en los años de la Gran Guerra Patria inolvidable.

II.- El poder y la roca
Sobre la ética política de Shostakovich es mucho lo que revolotea. Nacido en 1906, en el seno de una familia intelectual de Leningrado, sus composiciones lo hicieron brillar desde muy joven, obteniendo reconocimientos que lo legitimaban como uno de los grandes compositores de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). La primera obra que alcanzó fama mundial (la sinfonía n°1 en fa menor. Op. 10) la compuso a los 19 años, en 1925 (tan solo un año después de la muerte de Lenin). Luego de eso vendría una carrera de afamadas composiciones y una vinculación enigmática y controversial con el estalinismo.

Es difícil establecer cifras concretas, pero estudios más o menos recientes realizados a los archivos de la URSS sostienen que entre 1937 y 1938, período cumbre de la mayor represión estalinista (año conocido como “El gran terror”), se efectuaron 2,5 millones de detenciones, y entre 1921 y 1953 se fusiló por razones políticas a más de 800 mil personas, —cifra que parece irrisoriamente menor ante las estadísticas que mayoritariamente hablan de entre 8 y 10 millones de víctimas—. El caso es que Shostakovich, conocido por su displicencia hacia la política y el Partido, y considerado por algunos “cuadros” como un enemigo de la revolución, corrió con una suerte distinta a la de aquellos que acabaron en el exilio o en el frío paredón de fusilamiento.

Son notorios los impases que el juicio estético de Stalin sostuvo con ciertas obras del compositor. La ópera Lady Macbeth de Mtsensk (1934), por ejemplo, sufrió una dura crítica dirigida desde el Pravda (diario oficial del Partido Comunista), acusándola de incomprensible, de poseer una melodía “enredada” e imposible de recordar: un “embrollo en vez de música”, como lo tituló el editorial del diario. Se supo sin decoro que este editorial reproducía las palabras del propio Stalin, quien detestó la sinfonía por parecerle aburguesadamente moderna, prohibiendo su representación por un período de 26 años.

Lo mismo ocurrió con la cuarta sinfonía (1936), cuyo estreno fue negado por los aparatos de Estado (véase Unión de Escritores Soviéticos, Unión de Compositores Soviéticos, decreto Zhdánov y otros decretos), acusada de carecer de optimismo socialista y de mostrarse decadente y formalista. No fue hasta la quinta sinfonía (1937) que Shostakovich recuperó la “confianza” del Partido, pues —dice la crítica— retomó la influencia del nacionalismo y de las danzas folklóricas. Es probable que a diferencia de esta última, las dos sinfonías repudiadas hayan mostrado una fuerte influencia inocultable de Stravinsky, compositor exiliado por la revolución rusa (1917), a quien Shostakovich admiró desde la infancia, y a quien públicamente —presionado, quizás— condenó de forma inquisidora.

Destaca otro episodio de esta naturaleza. La patética suscripción que se vio forzado a realizar en el Congreso Panamericano para la Cultura y la Paz, celebrado en Nueva York, en 1949, cuando uno de los asistentes en el público le preguntó —detrás de Shostakovich la amenazante delegación del Partido— si suscribía el juicio del Pravda que acusaba a la música de sus colegas Hindemith, Schönberg y Stravinsky de oscurantista, formalista, burguesa y decadente, pregunta a la que el compositor respondió, con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo: “lo suscribo, totalmente”.

Es curioso que a pesar de las cercanías de Shostakovich con el poder, no fue hasta 1960 que se inscribió formalmente en el Partido Comunista y asumió —no se sabe si también bajo presión— la presidencia de la Unión de Compositores Soviéticos. Las condiciones de estos sucesos levantan suspicacias, aún más después de la publicación en 1979 del libro Testimony: The Memoirs of Dimitri Shostakovich, del periodista y musicólogo ruso Solomon Volkov, en el que se muestran las confesiones de un Shostakovich (fallecido cuatro años antes, en 1975) que condena y repudia íntimamente las actuaciones del régimen.

Los documentos causaron enorme revuelo, pues sorprendía cómo Shostakovich, más que prudente, hermético en su posición frente al poder, se confesara con un periodista que recién conocía. El caso se hizo más ruidoso cuando el Estado soviético obligó al también compositor Maxim Shostakovich (hijo de Dimitri) a negar públicamente las aseveraciones que Volkov recogía en el libro sobre su padre. En una de ellas se lee —a propósito de la séptima sinfonía y el asedio a Leningrado—: “No tengo nada en contra de denominar a la séptima sinfonía ‘Leningrado’, pero no se trata del Leningrado asediado, se trata del Leningrado que Stalin destruyó y Hitler acabó por desangrar”.

Si bien no se tiene veracidad de estas memorias, la historia devela una insoslayable realidad. Los decesos a causa de hambrunas, asedios, ajusticiamientos y otras lógicas de exterminio alcanzaron bajo el régimen estalinista estadísticas espeluznantes. Se estima que solo en Ucrania murieron, entre 1932 y 1933, cerca de siete millones de habitantes a causa del hambre que desataron las políticas de colectivización que llevó al Estado soviético a asumir el control total de la producción agrícola, a costa de persecuciones y asesinatos a los productores acusados de burgueses y enemigos del régimen, los llamados Kuláks.

En Leningrado, a pesar de los apilamientos de cadáveres fallecidos en plena calle por la hambruna, a pesar de los saqueos que acabaron con todas las provisiones (de productos comestibles y no comestibles) en los almacenes y, llegada la hora, de los elevados índices de casos de antropofagia, el gobierno prohibió que se hablara de ‘hambre’. Para ello instituyó el término genérico ‘distrofia alimenticia’. Aún más, la policía secreta de Stalin perseguía y encarcelaba, además de a los disidentes —pues nunca dejó de hacerlo— a los antropófagos que se hacían de alguno de los cuerpos petrificados sobre el hielo.

No sorprende una espesa declaración de Shostakovich en las controvertidas memorias cuando, en relación a “la séptima”, dice: “eran tiempos donde la compuse porque finalmente se podía hablar con la gente. Era todavía difícil pero ya podía respirarse. Es por ello que considero los tiempos de la guerra hartos productivos para las artes”. Detrás de este comentario, que bien podría pasar por una explosión de sarcasmo, se encuentra quizás la constatación de que, efectivamente, el “entretenimiento” de las fuerzas estalinistas durante la guerra destrabó algunos mecanismos de control que posibilitaron ciertos escapes del lenguaje.

La historia de Shostakovich es verdaderamente curiosa. En medio del sitiado solicitó unirse al ejército, pero debido a su débil contextura física solo le permitieron servir como bombero en los tejados de los edificios. Hay una emblemática fotografía en la que se deja ver, desubicado y temeroso, luciendo un opaco traje de soldado sobre uno de los tejados de Leningrado. Shostakovich se resistía a ser evacuado. A pocas semanas de la invasión tuvo que suspender un recital de piano a causa de los constantes bombardeos a la ciudad. ¿Por qué le costó tanto retirarse? ¿Si siempre estuvo amenazado, qué afán lo mantuvo en el lugar de un héroe que, por lo que parece, nunca fue ni quiso ser?

III.- Los héroes de la retirada
A finales de los años ochenta, cuando las reformas de Gorbachov casi rompían el dique que marcaría definitivamente la caída de la URSS, el poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger publica un precioso texto titulado Los héroes de la retirada. Un entusiasta y lúcido escrito en el que diferencia radicalmente la figura del héroe clásico de lo que él llama el héroe de la retirada.

Para Enzensberger, el héroe clásico es el que una vez representó la quimera del hombre a caballo que no le interesa otra cosa que la conquista, el triunfo y la megalomanía, y que ahora está representado de igual manera en la era de la técnica. El héroe de la “gran política”, el que “exige —y pregona— una moral política de principios firmes y válidos para todos, y esto significa también, si es necesario, andar sobre cadáveres.” Un héroe soberbio e idealizado, que no comete errores, o que es simplemente bueno a toda costa, que está llamado a orientar y dirigir por su natural y pétrea sabiduría.

Frente a estos personajes emergen otros, “héroes de un nuevo estilo que no representan el triunfo, la conquista, la victoria, sino la renuncia, la demolición, el desmontaje”. Héroes de la retirada, cuyo carácter vacilante y complejo les dota de su singularidad. Enzensberger cita al clásico del pensamiento estratégico Carl Von Clausewitz, para remarcar que la retirada es la operación más difícil de todas, que cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba y que la tarea verdaderamente difícil es desmontarla.

Esta claridad inequívoca del héroe clásico, que lo acerca casi a una verdad absoluta y lo coloca “del lado correcto de la historia”, es lo que no tiene para ofrecer el héroe de la retirada. Dice el poeta alemán que quien abandona las propias posiciones no solo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo. ¿Y acaso no es esta la gran empresa del héroe clásico: la misma salvación para todos?

Según Enzensberger, la difícil operación de la retirada es el non plus ultra de la política, pues consiste en poder abandonar una posición insostenible. Sin duda, no hay mayor gallardía que reconocerse equivocado, y desmontar, recoger la tienda de campaña, el escudo, los enseres de la guerra, el fuego y las consignas. Retomar la marcha por donde vuelva a resonar la propia espera, “la fuerza motriz” de uno mismo. Dicha elección —bien acierta el escritor cuando afirma— solamente le garantiza al héroe de la retirada la ingratitud de la patria.

Por esa vía da algunos ejemplos de héroes de la demolición. El desmontaje de la URSS a manos de Nikita Jruschov y Mijail Gorbachov, la capitulación de Jamos Kadar en Hungría, Adolfo Suárez y su papel en la implosión de la falange franquista, Wojciech Jaruzelski en Polonia. Son héroes que, para él, estando cerca o dentro del propio sistema notaron su error, y sin mucha claridad o certezas, con poco apoyo o desconfianza, contribuyeron en su accionar vacilante al desmontaje. Eran tiempos de esperanza, estos del fin de la guerra fría.

Pero hay desmontajes más sencillos. Más urgentes para este tiempo de líderes aplastantes. La retirada del sujeto común. Las pequeñas retiradas de lo insostenible. Desmontajes, demoliciones que hacen cortes en el sistema vital y cotidiano cuando no marcha. Dejar escapar, perder, soltar, reorientar, elegir, afrontar la operación de la retirada. Es quizás el nuevo salto lo que atraiga algunas victorias, algunas conquistas transitorias. Pero, ¡cuidado! lo que a veces puede ser renuncia, expulsión, desalojo, otras puede ser también readecuación, reacomodo, reemprendimiento. La demolición no es hacerse ciegamente de un desecho, al contrario, es el corte que augura algo nuevo por construir. Y sin embargo, ¿por qué nos cuesta tanto la retirada?

Stravinsky, tras estallar la Primera Guerra Mundial se marcha a la neutral Suiza, donde le es posible trabajar y vivir. Luego, con el desencadenamiento de la revolución rusa en 1917, el exilio sería permanente, sin regresar a su país natal (de visita) hasta 1962. Schönberg, después de ser expulsado por la legislación nazi de su curso de maestría en composición en la Academia de las Artes de Prusia, emigró a Estados Unidos el mes siguiente, en septiembre de 1933. Hindemith también se vio obligado a renunciar a su trabajo como docente en Berlín, además de sufrir persecuciones por los nazis durante los ensayos de su ópera Matías el pintor. En 1938 se exilia en Suiza y en 1940 se va a los Estados Unidos.

Shostakovich se resistió a marcharse durante el asedio, decía sentirse útil a pesar de todo. Apenas un tercio de la población pudo ser evacuada. Durante el verano, las barcazas soviéticas atravesaban el Ládoga con enseres y alimentos, y regresaban con habitantes desplazados. En el invierno, el paso era duramente posible sobre las capas congeladas del lago. Los camiones suplantaron a las barcazas, pero la helada también recibió la liviandad de hombres y mujeres que decidieron atravesar el paso por su cuenta, tratando de salir de Leningrado. Otros decidieron quedarse. A otros no les dio tiempo de decidir. Fueron los héroes de Leningrado los que escucharon la sinfonía aquella tarde. ¿Cómo se habrán sentido?

 

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