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Presidenciales chilenas: entre el alto riesgo y el bostezo

por Ricardo Cuadros
Artículo publicado el 10/01/2010

El modelo político chileno, creado por los ideólogos de la dictadura militar, está hecho para que las cuestiones de gobierno se decidan entre dos bloques ideológicos. La idea era sin duda llegar a una situación como la estadounidense, en la que el mundo se divide entre republicanos y demócratas. De alguna manera esto es hoy un hecho, pero bien podría ser que el sistema binominal tuviera sus días contados.

En las actuales elecciones han quedado a la vista los matices y tensiones internas de los dos bloques. La Concertación sufrió incluso el desgaje de dos candidatos provenientes de sus filas, Marco Henríquez-Ominami y Jorge Arrate, pero llegada la hora de la segunda vuelta los candidatos sobrevivientes son figuras conocidas en los círculos de poder. Sebastián Piñera representa a una derecha que le debe mucho, quizás demasiado, a la dictadura pinochetista, y Eduardo Frei a un centro izquierda que ha gobernado, con muchos más éxitos que fracasos, desde 1990. Uno y otro cuenta con respaldos superiores al 40 por ciento de los votos cada uno, es decir tienen detrás de ellos a la mayoría de la población.

En Chile la derecha no ha ganado unas elecciones, no ha gobernado en democracia desde hace más de cuarenta años. Colaboró en política y economía con Pinochet, entre 1973 y 1990, pero en aquellos años gobernar era dar órdenes y castigar. La última experiencia de la derecha como fuerza política elegida por los ciudadanos data del periodo entre 1958 y 1964, con el presidente Jorge Alessandri.

Por su parte, el bloque de centro izquierda, la Concertación, lleva ya dos décadas en La Moneda y sigue produciendo novedades políticas. La aparición fulgurante del candidato presidencial Marco Henríquez-Ominami – 20 por ciento de los votos en primera vuelta – se debe a la historia de la Concertación. Henríquez-Ominami fue un joven diputado del socialismo postmoderno que inició su propia andadura decepcionado ante el inevitable apoltronamiento de las cúpulas de poder. Lo que propone Henríquez-Ominami es una mejor Concertación, una que incluso acoja a decepcionados de derecha: su proyecto político apunta a la reforma, no a una revolución. En términos políticos es hijo de la Concertación, no de su padre, el fundador del MIR, Miguel Henríquez.

La mandataria saliente, Michelle Bachelet, es la síntesis simbólica de un primer ciclo concertacionista. Socialista, agnóstica, hija de un general de la aviación asesinado por sus compañeros de armas en los primeros meses de la dictadura, primera mujer que gobierna en Chile, se marcha con una aprobación ciudadana superior al 80 por ciento. Cerca de la mitad de la ciudadanía quiere en la presidencia a Sebastián Piñera, un hombre muy lejano a Bachelet, pero de acuerdo a las encuestas un alto porcentaje de esta misma ciudadanía literalmente adora la mandataria.

Aparentemente para la mayoría de los chilenos la figura de Michelle Bachelet se ubica en un lugar distinto al de la política, más cercano a la santidad – o quizás al pop, como insinúa uno de sus asesores de imagen, el argentino Martín Vinacur – que a la firma de decretos de compra de armamento o decisiones nefastas como echar a andar en Transantiago cuando no estaba listo. La presidenta Bachelet, con su compleja historia personal y su prestancia mediática, es un efecto más de la época concertacionista en su primera fase. Los decepcionados de la política por razones personales e ideológicas terminaron viendo en ella lo mejor de la política: hizo lo que pudo por los chilenos sin ahorrar esfuerzos ni autocríticas, nadie puso nunca en duda su honestidad, no utilizó insultos para tratar con la oposición, mantuvo a raya el machismo de sus colaboradores más cercanos, eligió buenos ministros o los cambió a tiempo, en sus cuatro años de mandato sumó más sonrisas que gestos amargos. Lo peor de la política fue adjudicado a los partidos políticos, es decir a los organismos que deberían hacer fluir la relación entre el poder ejecutivo y la gente de a pie. Esta combinación de afectos y desafectos se ha traducido, por ejemplo, en que mientras Bachelet se mantiene en la cumbre de la aprobación popular, su partido, el Socialista, ha recibido una de las votaciones más bajas de su historia.

El Chile gobernado por la Concertación desde hace veinte años es un país tercermundista que no oculta sus flancos débiles, pero tampoco su orgullo por lo conseguido y las ganas de seguir adelante. Una sociedad que sueña con el triunfo individual pero no ha perdido (por entero) la sensibilidad ante los últimos de la fila, los que requieren de ayuda estatal para mantenerse a flote. La derecha no podrá gobernar mejor que la Concertación: las promesas electorales de Piñera no son distintas de las de Frei porque en Chile no hay nada que pida o merezca un cambio radical.

El handicap de Sebastián Piñera es su falta de experiencia en asuntos de Estado en tiempos de democracia. En su momento abandonó el Parlamento para dedicarse a lo suyo, los grandes negocios, y lo ha hecho de manera conocidamente exitosa. Piñera no representa a la derecha de tradición católica conservadora, con sensibilidad social y disposición al sacrificio crístico, sino a la derecha bullanguera de los nuevos ricos y los arribistas sin remedio, a los decepcionados de la Concertación que prefieren el riesgo de una inversión fuerte a corto plazo a seguir esperando milagros. Sebastián Piñera no es el candidato de la ultraconservadora UDI y su propio partido, Renovación Nacional, resiente no haber sido capaz de ofrecer un representante más cercano a la política que a los negocios. La derecha votará por él porque es su deber, pero si logra llevarlo a la presidencia le hará pagar caro su lealtad.

La alternativa de un nuevo gobierno de la Concertación produce en muchos chilenos un bostezo. No solamente por la falta de carisma del candidato a la presidencia  – Frei, comparado con Michelle Bachelet, sería un cómico suizo que hace sonreír por fome – sino por la sensación de que pasadas las celebraciones el país entrará en una calma chicha sin precedentes. Nada se moverá, el progreso quedará en veremos, porque el triunfo electoral habrá premiado a los mediocres que secundaban a la mujer maravilla. Ahora, sin ella, se dedicarán nuevamente a lo suyo, calentar asientos en sus oficinas, hacer lo justo y necesario para no ser acusados de desidia.

Chile está a punto de entrar en un momento de quiebre. La crisis del panorama político ha llegado a un punto de no retorno. Para gobernar, la derecha tendría que poner a prueba capacidades de negociación y humildad política que nunca ha mostrado en público. Su máxima aspiración sería hacer las cosas tan bien como la Concertación, aspiración más que digna si viniera de otra parte que no fueran cuarenta años alejada del poder y fuerte raigambre dictatorial. Un eventual presidente Piñera solo podría salir adelante con la generosa ayuda de la oposición, ducha en asuntos de Estado, pero ésta, no es difícil predecirlo, le dará la espalda para rehacer sus propias fuerzas y preparar desde ya el regreso al poder dentro de cuatro años.

La Concertación está en mejores condiciones para salir airosa del quiebre. En gran medida debido a Marco Henríquez-Ominami, que se convertirá en el necesario tábano en la oreja de este elefante que corre riesgo de convertirse en mamut. Desde el primer día de su eventual gobierno, Eduardo Frei será un mandatario acosado más por sectores partidarios que de la oposición, y de las respuestas que sea capaz de dar a este acoso político dependerá su gestión. Henríquez-Ominami carece de un perfil ideológico claro, bascula entre la izquierda y la derecha sin rubor, por lo mismo es un político poco fiable, pero su rol como revulsivo de la Concertación es y será de vital importancia para la política chilena. Podría llegar a convertirse en una alternativa centro liberal, un tercer vértice entre la Concertación y la Alianza por el Cambio, lo que sería ganancia pura para el entramado de fuerzas sociales en su país.

Será una segunda vuelta tensa, extenuante, la del 17 de enero de 2010. Chile no volverá a ser el mismo a partir de esa fecha y cada ciudadano lo sabe, incluso los que han elegido la vía rápida, el suicidio político del voto nulo o en blanco. No deja de ser emocionante ver cómo una vez más un país latinoamericano decide su destino mediante la tradición, tantas veces puesta en peligro, de asistir a un lugar cerca de casa y depositar una papeleta marcada por la propia mano en un cajón. La tradición democrática que se resume en el sencillo lema “una persona, un voto”.

Ricardo Cuadros
Artículo publicado el 10/01/2010

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