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Triunfo del odio, devastación de la democracia.

por Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 01/11/2018

Publicado también en elquintopoder.cl

 

Muchas son las causas que han provocado la crisis del sistema democrático. La más destacada es la mega crisis financiera de 2008; “la peor crisis de la historia”, según el ex presidente de la Reserva Federal norteamericana, Ben Bernanke. Uno de los efectos colaterales más inquietantes de la debacle económica, es político: el tsunami ultraderechista global.

La erosión gradual del sistema democrático bajo el neoliberalismo, se manifiesta en el deterioro de su esencia: garantizar el “bien común”. Al disminuir su capacidad económica por la privatización de sus fuentes de financiación y por la política fiscal neoliberal regresiva, el estado democrático deja de ser garante del “bien común”, esencialmente, en salud, educación y pensiones de calidad, que pasa al sector privado. La responsabilidad colectiva solidaria del estado democrático liberal para garantizar el “bien común”, se contrae muy significativamente.

En este contexto, el estado democrático liberal pierde movilidad y maniobra política y económica para garantizar el “bien común”, que se traslada, en gran parte, a la esfera privada como “bien privado-individual”: se sobre dimensiona un individualismo que se refleja en la compra privada, según la economía de cada individuo, de lo que antes era la protección social pública que ofrecía el estado para cubrir, con fondos solidarios y colectivos, lo que ahora ofrece, cada vez más, el mercado privado. El estado democrático queda en una posición de obediencia, inferioridad y debilidad frente al todopoderoso mercado, el cual lo expone a la vorágine de la oferta y la demanda al convertirlo en una parte adyacente: el omnipresente mercado desregulado políticamente controla el poder económico y, por lo tanto, el político.

Además, esta insuficiencia económica y política del sistema democrático bajo el neoliberalismo, le obstaculiza corregir la tendencia excesiva de acumulación de capital en una pequeña élite que provoca la “enfermedad” endémica del neoliberalismo: la desigualdad en el ingreso y en la repartición de la riqueza.

El caso chileno es paradigmático. Fue el primer país que implementó el neoliberalismo al comienzo de la dictadura protofascista (1973-1990).Ya bajo la administración democrática, con una política social de mercado, se logra disminuir la pobreza de un 45% en que la dejó la dictadura a un 11% en 2018. Sin embargo, el estudio Desigualdad (…) en Chile, de Naciones Unidas (PNUD, 2017), muestra que la desigualdad es una de las mayores del mundo: un 33% del ingreso económico total lo obtiene el 1% más rico; el 0.1% aún más rico, capta el 19.5% de la riqueza total. El estudio de la Fundación SOL, Los verdaderos sueldos de Chile, concluye que: si la línea de la pobreza por ingresos es de $417.348/mes (2017) y el 50,6% de los asalariados ganan $380.000/mes, o menos, indica que la mitad de los asalariados, a pesar de tener un trabajo, está por debajo de la línea de la pobreza por salario.

El caso chileno puede extrapolarse a todos los países del mundo que están dentro del neoliberalismo global; sólo varía el volumen—siempre desmesurado— del talón de Aquiles del neoliberalismo global: la desigualdad socioeconómica.

Así, con el Estado debilitado y una desigualdad increscendo en todo el mundo, las burbujas de inversiones especulativas en hipotecas subprime (“de alto riesgo” o “de basura”), provoca en Estados Unidos “la peor crisis financiera de la historia” en 2008, evidenciando una corrupción estructural en el punto cero del sistema financiero privado, provocando un apocalipsis socioeconómico global.

Los partidos de centro derecha e izquierda que gobernaban el mundo occidental en 2008, se ven obligados a cercenar hasta el hueso las arcas sociales para refinanciar las empresas que, por ser sistémicas, debieron sí o sí recapitalizarse. Es decir, la administración política se ve obligada a gestionar intereses privados en detrimento del “bien común”. Se privatizan las ganancias y se socializan las pérdidas: los contribuyentes pagan la factura de la crisis financiera de los (corruptos) milmillonarios.

Esta “solución” descreditó y deslegitimó las instituciones de la democracia y los partidos políticos “tradiciones”, que “apretaron el cinturón” dela clase media y baja hasta el ahogo en beneficio de una (corrupta) élite financiera milmillonaria.

En “la peor crisis de la historia”, ni la justicia ni la política ni las instituciones de la democracia liberal funcionaron en beneficio del “bien común”: mientras en EE.UU. el terremoto financiero dejaba millones de cesantes y propietarios en la calle con sus viviendas confiscadas, y en Europa se instalaba la política de austeridad económica—regresión salarial y adquisitiva y recorte del presupuesto social en detrimento de las clases medias y bajas—, los criminales milmillonarios, en la práctica, no fueron juzgados, y la clase política corrió a socorrerles con el dinero de los contribuyentes.

Hasta ahora (2019) la clase media y menos la baja, no han recuperado el poder adquisitivo que tuvieron antes del crash financiero. El ascensor social se detiene y, con él, se consolida la exclusión social.

Con la democracia y los partidos tradicionales descreditados, el electorado elige a un Trump (el personaje no importa, pudo ser otro cualquiera) que, obviamente, se presenta como anti stablishment, anti élite política y anti emigrante (irónicamente, Trump, autodenominado “defensor de los obreros”, es un nacido milmillonario perteneciente a la élite de la élite del stablishment financiero).

Exacerbando los peores instintos emocionales con un discurso que es un vómito de exabruptos lleno de ultranacionalismo excluyente, racismo étnico y cultural, xenofobia, homofobia y misoginia, esta “derecha sin complejos y populista” no es otra que la vieja nueva ultraderecha de siempre, la fascista, que está manipulando el legítimo descontento de gran parte de la población post crisis del 2008, que continúa marginada del crecimiento económico; y que, en Europa y EE.UU., abusa de los inmigrantes como cabezas de turco para ganar electores desencantados con los partidos “tradicionales”, incapaces de reducirlas desigualdades, y culpándoles del talón de Aquiles del neoliberalismo global: la desigualdad social.

La desprotección de los derechos socioeconómicos de las grandes mayorías amenaza la paz social y socava la democracia, y son el alimento de ultras de todo tipo.

Los regímenes ultraderechistas nazifascistas históricamente se han valido de la democracia para destruirla ya alcanzado el poder —el nazismo es el mejor ejemplo—. Los actuales, erosionan sistemáticamente las bases de la democracia: la libertad de prensa (“enemiga del pueblo”, según Trump) y la separación de poderes para hacer inviable el Estado de derecho.

Mientras el neoliberalismo global se radicaliza en un ultra neoliberalismo de las ultra desigualdades, políticamente se va acercando a la ultraderecha neofascista. En este sentido, la afinidad entre ultras confirma la tendencia lógica, nos guste o no, de la democracia capitalista: todos los caminos nos llevan a un neofascismo global.
Triunfa el odio devastando la democracia.

Jaime Vieyra-Poseck

 

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