«Un soldado de fama mundial preconiza la paz de las naciones. Condensado de un discurso del general Douglas Mac Artur» (comandante supremo de los aliados en el Frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial).
Publicado y tomado de la revista Selecciones del Reader’s Digest, edición de julio de 1955.
Transcripción literal.
En el trascurso de mi vida he sido testigo de la evolución de los medios de guerra, desde cuando sólo afectaban a un pequeño porcentaje de la población de los estados beligerantes hasta estos días en que afectan a su población entera. Al comienzo del siglo, cuando ingresé al ejército, el objetivo era una baja enemiga en la trayectoria de cada fusil, bayoneta o sable. Luego vino la ametralladora, para sesgar enemigos por docenas. Después, la artillería pesada, para exterminarlos por centenares. Más adelante la bomba aérea, para aniquilar a centenares de miles. Ahora, la electrónica y otros métodos científicos han dado la posibilidad de sacrificar seres humanos por millones.
Este éxito asombroso de la exterminación científica ha venido a destruir la eficiencia de la guerra como instrumento práctico para dirimir las controversias internacionales. El enorme estrago del choque entre dos antagonistas cuyas fuerzas resulten casi equiparadas, incapacita al victorioso para traducir su triunfo en nada que no sea su propia devastación.
He aquí el problema trascendental. Ante esa realidad aterradora ¿se podrá hoy en el mundo proscribir la guerra? Eso marcaría el mayor avance de la civilización desde el Sermón de la Montaña; barrería de un soplo el nubarrón más sombrío que ha envuelto a la humanidad desde sus primeros pasos por esta tierra; no sólo removería todos los temores de pueblo a pueblo y daría al mundo la seguridad, no sólo crearía nuevos valores morales y espirituales, sino que produciría una corriente de prosperidad económica que levantaría el nivel de vida de todos los países a una altura jamás soñada por el hombre. Con los cientos de miles de millones que actualmente gastan las naciones en preparativos para la lucha se podría muy bien expulsar del globo la pobreza. Aun más, se lograría por fin terminar para siempre con estas tensiones internacionales que parecen irreductibles.
Se dirá de inmediato que, aunque la abolición de la guerra ha sido el sueño del hombre durante centurias, todas las propuestas encaminadas a tal fin se han desechado pronto como irrealizables y fantasiosas. Nótese, sin embargo, que eso ha sucedido antes de que la ciencia de la pasada década convirtiera en realidad la destrucción en masa. Aquellos planes pacifistas se basaban en consideraciones espirituales y morales, y fracasaron.
Hay que reconocer la triste verdad de que el ser humano ha alcanzado el desenvolvimiento teológico requerido para la aplicación del idealismo puro. En los dos últimos milenios el ritmo del progreso moral ha sido deplorablemente lento comparado con el de las ciencias y las artes. Mas, actualmente, el vertiginoso desarrollo del poder destructivo nuclear ha desvinculado súbitamente el problema de todas sus implicancias morales y espirituales y lo ha planteado en el terreno del realismo científico. Ha dejado ya de ser materia de la ética para convertirse en arduo problema público, en que va implicada la propia supervivencia de las masas que han de resolverlo.
Esta es la verdad, así para el mundo soviético como para el mundo libre. Las personas comunes del planeta, libres o esclavas, convienen en esa conclusión. Es acaso el único punto en que se ponen de acuerdo, pero es de vital importancia.
Los dirigentes son los que se han quedado a la zaga. El morbo del poder parece confundirlos u ofuscarlos. No se han planteado el problema básico, ni mucho menos han encontrado una fórmula práctica con la que satisfacer esta pública demanda. Discuten y se enredan alrededor de un centenar de pleitos que nacen del peligro de guerra, pero nunca, ni en las cancillerías ni en las Naciones Unidas, se acomete el problema cardinal. Nunca allí se atreven a exponer la verdad desnuda: que el próximo gran avance en la marcha de la civilización no se podrá efectuar mientras la guerra no sea abolida.
Ésta es la única cuestión (y la única decisiva) en que los intereses de ambas partes van enteramente paralelos. Es también la única que, resuelta, podría conducir a la solución de todas las demás.
El tiempo ha demostrado que las naciones modernas por lo general no hacen honor a sus contratos, a menos que el interés de ambos contratantes se favorezca cumpliéndolos; pero sí puede confiarse en ambas partes si ambas obtienen provecho de lo acordado. El problema, pues, ya no se basa en la respectiva honorabilidad. No es convincente argüir, ni aun con razón, que no nos fiamos del otro, porque ya no se trata de confianza, sino del propio interés de cada nación en proscribir la guerra. Y no existe entre los hombres influencia más potente que la del propio interés.
Esta orientación no nos pondrá súbitamente en la Utopía, pero si removería el peor estorbo que ahora obstruye el sendero ascendente del género humano. Las tensiones presentes, con su amenaza de aniquilación de naciones enteras, medran sobre los grandes espejismos. El uno, la absoluta creencia por parte de la Unión Soviética de que los países capitalistas se están preparando para atacarla. Y el otro, la absoluta creencia por parte de los estados democráticos de que la Unión Soviética se está preparando para agredirlos.
Ambos contrincantes se equivocan. Cada uno, en cuanto a sus masas concierne, está idénticamente deseoso de paz. Para cada bando la guerra con el otro tan solo significaría el desastre. Ambos bandos la temen, pero la incesante celeridad de la preparación bélica puede, sin propósito específico de nadie, provocar al cabo una espontánea deflagración.
Estoy seguro de que cuantos sabihondos, cínicos, hipócritas y buscarruidos[i] que andan por el mundo dirán al lector con sorna y mofa que aquello puede ser sólo un sueño, la vagarosa[ii] fantasía de un visionario. No olvidemos, empero, aquellas palabras de David Lloyd George en la Cámara de los Comunes, cuando la crisis engendradora de la Primera Guerra Mundial: “O perseveramos en seguir adelante o nos hundimos”. El reproche mayor que puede hacérseles a los dirigentes mundiales de hoy es su falta de un plan que nos capacite para “seguir adelante”. Todo lo que hacen es andarse por las ramas olvidando la raíz de la cuestión. Intensifican la preparación bélica mediante alianzas, o el reparto de fondos en el extranjero, o la febril actividad en la invención de nuevas y más mortíferas armas, o el servicio militar obligatorio en tiempos de paz… a lo cual responde con idénticas previsiones el presunto contrincante. Se nos dice que esto aumenta las o más probabilidades de paz (lo cual es dudoso) o las de victoria si sobreviene la guerra (lo que sería incontestable si la parte contraria acreciese sus preparativos de la misma forma y proporción). La verdad es que las fuerzas de los dos contendores cambian poco con los años. La acción de cualquiera de ellos no tarda en quedar contrarrestada por la reacción del antagonista.
Nos dicen que así debemos ir tirando indefinidamente (algunos hablan de 50 años o más). ¿Con qué designio? Nadie lo explica, nadie señala un claro objetivo. Traspasan a los que vengan detrás la búsqueda de la solución y, en suma, el mal seguirá siendo mañana exactamente el mismo que hoy padecemos.
¿Estamos condenados a sufrir por generaciones el castigo extenuante de estos preparativos bélicos acelerados, sin un declarado propósito final, sin otra alternativa que una guerra suicida? ¿Nos vamos a engañar entretanto con improvisaciones parciales e indeterminadas (como la limitación de armamentos y la restricción del uso de la fuerza nuclear), paliativos que, además, se han ensayado ya varias veces con resultados desdeñables?
Aparecen también doctrinas peligrosas que pueden conducirnos a la derrota efectiva, tales como la guerra limitada, el reconocimiento al enemigo de ciertos santuarios inatacables, la falta de protección a nuestros combatientes caídos prisioneros, trato indulgente para las agencias saboteadoras y subversivas agazapadas en nuestro territorio, o algún sucedáneo de la victoria en el campo de batalla, todo ello en nombre de la paz. Desde luego la paz la pueden conseguir, temporalmente al menos, las naciones que estén dispuestas a sacrificar sus libertades. Pero la paz a cualquier precio (la paz mediante el “apaciguamiento”, la paz mediante el traspaso del final espantoso a las generaciones futuras) es una paz de burla y vergüenza que solo puede acabar en guerra o en esclavitud.
Recuerdo muy bien como enfocaron los japoneses este problema cuando se redactaba su nueva Constitución. Los japoneses son realistas; y a más de ello, los únicos que conocen por terrible experiencia el espantoso efecto de la aniquilación en masa. Ellos, en las limitaciones de su patrio solar, emparedado como una especie de tierra de nadie entre dos grandes ideologías, se dan cuenta de que comprometerse en una nueva guerra, ya del bando que resulte vencedor, ya del vencido, equivaldría al probable exterminio de su raza. Su sabio primer ministro Shidehara acudió a mi a suplicarme y urgirme que reconociera que ellos para salvarse necesitaban abolir la guerra como instrumento de política internacional, y al oír que yo me declaraba conforme con su propuesta me dijo: “el mundo se podrá hoy reír de nosotros como de inútiles visionarios, pero dentro de cien años nos llamarán profetas”.
Más tarde o más temprano la humanidad, si ha de sobrevivir, llegará a esta conclusión. La sola duda es cuándo. ¿Cuándo alguna gran figura, en ejercicio de suficiente poder, se sentirá con bastante imaginación y valor moral para convertir este universal anhelo, que rápidamente se va convirtiendo en universal necesidad, en un bien positivo?
Vivimos en una nueva era. Los viejos métodos y soluciones no nos sirven. Necesitamos nuevos pensamientos, nuevas ideas, nuevos conceptos. Debemos sacudirnos la estrecha casaca del pasado. Se necesita un pueblo que guie y Estados Unidos debe ser ese pueblo. Los Estados Unidos deben proclamar desde ahora su decisión de acabar con la guerra, en concierto con las demás potencias mundiales. El resultado podría ser mágico[iii].
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