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El terror de Artaud: una introducción a su «Teatro de la Crueldad».

por María Pía Cordero
Artículo publicado el 23/01/2010

El presente texto tiene por función ser una introducción al pensamiento de Artaud sobre su teatro, específicamente su llamado teatro de la crueldad. Para llevar a cabo dicha introducción, se han utilizado como directrices las interpretaciones que el filósofo francés Jacques Derrida ha hecho en “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”, en la “Escritura y la diferencia”, sobre la obra de Artaud, y, la interpretación que el pensador, también francés,  Camille Dumoulié hace de la crueldad artoniana en su “Artaud y Nietzsche, por una ética de la crueldad”. Bajo la inmortal obra de Artaud y las interpretaciones de los pensadores mentados anteriormente se ha llegado a concluir que es el teatro de la crueldad de Artaud y sus implicancias terroríficas para  el autor mismo.

El “Teatro de la Crueldad” es uno de los temas centrales dentro de la obra de Artaud, siendo un texto escrito a mediados de los años 40, en los últimos años de su vida. Este texto más allá de ser desgarrador, complejo y esquivo, es una nueva forma de entender el teatro y su puesta en escena.  Artaud define el teatro de la crueldad como: “La afirmación de una terrible/ y por otra parte ineluctable necesidad”, esta afirmación deja entrever que el teatro de la crueldad  más allá de imponerse como algo nuevo, algo que viene a ocupar el antiguo sitial del teatro a lo largo de todo su despliegue en occidente,  se remite en su existir a la necesidad de su propia existencia, es decir, a la carencia, al vacío, al hueco presente dentro del teatro hasta su actualidad. De ahí, que su existencia aparezca como ineludible necesidad, por que ya está el sitio que deberá irrumpir con su presencia.

A lo largo de su evolución en occidente, el teatro ha estado subyugado a  una especie de esencialismo que ha dominado incluso el desarrollo y despliegue de su puesta en escena. Este esencialismo se ha encarnado en la representación misma, estando sometidos el teatro y su puesta en escena al dominio  de lo “teológico”, es decir, al gobierno de una voz proveniente del “más allá”, fuerza irreductible, representada y encarnada en el texto y en sus palabras. Es en este punto donde se hace patente la denuncia de Artaud acerca del logocentrismo o falologocentrismo que domina la puesta en escena y al teatro. De ahí, que Artaud anuncie  la clausura de la representación haciendo patente la necesidad de este teatro que “está aún por venir”.

Para Artaud la obra dramática y su artífice, el dramaturgo, son los dioses que desde el más allá determinan el despliegue de la puesta en escena siendo concebidos como referentes ineludibles de su desarrollo. Así, aparece la estructura clásica del teatro como teológica o logocéntrica en la medida en que la puesta en escena está dominada desde el más allá por una voz, que acontece como verdad inconmovible, aún más, como verdad actual y plena presencia del conflicto. De esta situación,  los actores o “interpretes”, en la puesta en escena, son los vasallos que representan obedientemente las palabras de su amo: el dramaturgo y su obra, aquel logos que desde un lugar remoto determina el acontecer y el despliegue de la puesta en escena, la que queda remitida a ser mera representación, segundo momento artificial de la verdad plena que acontece en la obra escrita o en las palabras del dramaturgo. “Así pues el autor es aquel que dispone del lenguaje de la palabra, y si el director es su esclavo, entonces lo que hay ahí es solo un problema verbal. Hay una confusión en los términos que proviene de que, para nosotros, y según el sentido que se le atribuye generalmente  este término de director de teatro, éste es sólo un artesano un adaptador, una especie de director dedicado a hacer pasar eternamente una obra dramática de un lenguaje a otro; y esa confusión sólo será posible, y el director sólo se verá eclipsado, obligado a eclipsarse ante el autor, en la medida en que siga considerando que el lenguaje de palabras es superior a los demás lenguajes, y que el teatro no admite ninguno  diferente de aquel” (i).

Frente a una tradición dominada por un descomunal logos, por un más allá que encarna una verdad de carácter trascendental para la puesta en escena, Artaud quiere invertir los términos en un intento que involucre la inmanencia del cuerpo. Así, se da como tarea el desarrollo de un nuevo teatro a partir de la clausura de la representación tradicional, ya que ésta encarna la tiranía del texto por sobre la puesta en escena, lo que hace de la puesta en escena un simple remedo del texto o de la verdad contenida en él. “[…] pues, una escena que lo único que hace es ilustrar un discurso no es ya realmente una escena su relación con la palabra es su enfermedad” (ii). Artaud pretende matar al padre y a la madre del teatro, es decir, al dramaturgo y a la obra dramática, quienes detentan el papel de progenitores del teatro y de la puesta en escena clásica. Para realizar esta tarea sitúa el origen del teatro en el “ahora” de la puesta en escena,  en la vida y en la carne de sus hacedores, a saber, los actores, involucrando el cuerpo dentro de una re-organización del corpus teatral.

Dentro de la reorganización del corpus teatral la  representación, en el despliegue de la escena, queda “clausurada”, pues la escena ya no representará ni será el remedo fiel y subyugado de una voluntad  ajena a su propio despliegue. “La escena no será tampoco una representación, si se entiende por representación una superficie de espectáculo entregada a unos “voyeurs”. Aquella ni siquiera nos ofrecerá la presentación de un presente, si presente significa lo que se mantiene delante de mí” (iii). Lo que Artaud propone indefectiblemente es una reconstrucción del espacio escénico, pero no desde una dirección exterior a él, más bien propone la reconstrucción de un espacio originario, encarnado en el acontecer mismo de la escena. Esta acción debe ser llevada a cabo bajo la auto-representación, noción que implicaría un dejar de existir en pos de formas derivadas como lo son: la puesta en escena dependiente del texto del dramaturgo, del dramaturgo mismo o de otras artes como son la poesía y la música. Artaud propone la auto-representación como manifestación y despliegue de la puesta en escena como origen visible y palpable de su existir. De ahí, ésta sea equivalente al concepto que tiene del arte el cual se opone a cualquier tipo de acción mimética. “El arte no es imitación de la vida, sino que la vida es imitación de un principio trascendente con el cual el arte nos pone de nuevo en comunicación”.

Este origen visible y palpable de la puesta en escena hace tomar en consideración el terminado acuñado por Artaud para definir su teatro: la crueldad. La significación de la palabra crueldad dentro del teatro de Artaud es metafísica más que sádica o masoquista. La crueldad es tomada por Artaud como una imagen, en oposición al estaticismo y substancialidad de lo que podría ser su concepto. “La crueldad revela el carácter insoportable, inubicable del origen” (iv). Bajo esta inubicabilidad,  la crueldad evita cualquier tipo de dualidad, en especial la mentada dualidad sujeto- objeto,  ubicándose en el plano de la unidad por la que las parejas macho-hembra, víctima-verdugo y esclavo-señor se fusionan en el devenir de una única imagen, a saber, la “crúor”, es decir, la sangre, como fluidez de la inmanencia y unidad de un mismo sentir.

Así, la crueldad remite a una imagen  en donde la representación debe ser aprehendida con los propios órganos y con el propio cuerpo. Además, de poseer un sentido netamente “parricida” al ser el vehículo por el cual se mata al padre, al poder detentador del logos, para reasumir la escena y su apertura en pos de su propio origen.

La clausura de este logos detentador de la verdad procura una situación nueva en relación al texto  y a las palabras que conforman la escena ¿Cómo superar el estatuto de la palabra que ha dominado toda la puesta en escena clásica? Para Artaud la palabra es “el cadáver del habla síquica”, aquel lenguaje que en el olvido de su origen ha caído en el estatismo de una racionalidad muerta, que sobrevive única y exclusivamente a través del influjo de una supuesta trascendentalidad. “La palabra y la escritura funcionarán volviéndose a hacer gestos. La intención lógica o discursiva quedará reducida o subordinada, esa intención por la que la palabra asegura ordinariamente su transparencia racional y sutiliza su propio cuerpo en dirección al sentido, deja a este extrañamente que se recubra mediante aquello mismo que lo constituye en diafanidad: al desconstituir lo diáfano, queda al desnudo la carne de la palabra, su sonoridad, su entonación, su intensidad, el grito de articulación de la lengua y de la lógica no ha enfriado del todo todavía, lo que queda de gesto oprimido en toda palabra, ese movimiento único e insustituible que la generalidad del concepto y la repetición no han dejado de rechazar jamás” (v). Así, Artaud propone volver al habla que es anterior a la palabra, al habla psíquica que todavía no ha caído en la interpretación muerta y olvidada del concepto. Para esto, propone una revivificación del habla en la puesta en escena a través de un nuevo lenguaje, a modo de una nueva escritura, en la que el lenguaje común de las palabras se fusionara con un nuevo lenguaje de signos, en donde el lenguaje corporal, musical, pictórico y  poético conformarían un solo cuerpo, una sola articulación, equivaliendo a la antigua puesta en escena, siendo el devenir de una nueva verdad en movimiento.

Para concluir esta introducción al mentado teatro de la crueldad, especie de reacción terrorífica que el poeta y pensador Artaud, derramó en su implacable intento por expresar el devenir constante de la verdad, cabe mencionar una frase que Derrida hace concluyendo su texto “El Teatro de la Crueldad y la Clausura de la Representación”: “El que haya mantenido así en el límite de la posibilidad teatral, que haya querido a la vez producir y anular la escena, eso es algo de lo que tenía conciencia muy nítida. Es al teatro como repetición a lo que no puede resignarse, el teatro como no-repetición a lo que no puede renunciar”. Esta frase hace aparecer el terror de Artaud: hacer del teatro presencia plena, verdad plena como origen de lo que está siendo,  sin dependencias  que vayan más allá de sus propios limites. Dicha presencia se daría dentro de un movimiento siempre dialéctico, como “movimiento indefinido de la infinitud”, al ser la dialéctica la contrapartida de todo estaticismo, de todo origen puro al modo cristiano o esencialista. Lo paradójico, y lo que más tarde se volverá en contra del mismo Artaud, es que tal movimiento, para ser presencia plena de sí, no debe dejar de ser movimiento, reiterándose en una constante aparición. La consecuencia de esta situación: el advenimiento de un signo, pues basta que algo se repita para que aparezca su carácter significativo o su ser signo, con lo que nuevamente se cae en la paradoja de la repetición, gran tormento de Artaud, pues esta repetición vendría sutilmente a conformar una nueva forma y con esto un nuevo estaticismo.

 

Notas ___
(I) Derrida 1989, pp 251.
(II) Ídem, pp.323.
(III) idem, pp. 327.
(IV) Dumoulié 2004, pp. 25.
(V) Derrida 1989, pp. 328.
Bibliografía
1.- Jacques Derrida. “El Teatro de la Crueldad y la Clausura de la Representación” en la Escritura y la Diferencia.
2.-Antonin Artaud. “El Teatro y Su Doble”, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2005.
3.-Camille Dumolié. “Nietzsche y Artaud por una Ética de la Crueldad”, Siglo Veintiuno Editores, Madrid, 2004.
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