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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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La otra cara del bicentenario: Simulacro de la compañía La Resentida.

por Marcial Huneeus
Artículo publicado el 29/05/2009

La obra Simulacro es un descenso a los intersticios del discurso nacional hegemónico, que aglutina, aprehende y simplifica a los distintos grupos sociales. Las diversas escenas representadas develan las grietas, los espacios en blanco, los silencios y los excesos, de esta entidad supuesta o idealmente coherente que se presenta como el Estado-Nación. La obra está compuesta por una serie de representaciones, en cierta medida, independientes, que se acumulan para mostrar desde distintas perspectivas el discurso agrietado que se esconde tras una pequeña capa de estuco. Ad portas del bicentenario, cuando los medios masivos y los aparatos ideológicos de estado se aúnan para hablarnos de los avance de Chile, de nuestros héroes y de nuestra historia coherente, Simulacro toma los mismo referentes para darles otra mirada. ¿Qué oculta el fanatismo por la selección nacional de fútbol? ¿Qué se está ritualizando cuando el Estadio Nacional se viste de rojo? ¿Por qué unos muchachos tras morir por la inoperancia de un sistema ideológico son convertidos en héroes? ¿Qué pasa cuando la familia tribal, el centro de nuestro orden social, se desintegra? ¿Cuando ya no se hace cargo ni de sus hijos ni de sus padres? ¿Qué pasa en ese minuto? ¿Qué ocurre con el teatro en este momento y en este contexto? ¿Tiene algo que decir? ¿Es posible el nacionalismo? ¿Hay algo que celebrar? Estas son algunas de las preguntas que nos plantea y nos sugiere Simulacro.

La estructura y la velocidad de la obra responden a nuestro escenario cultural. Es fragmentaria en el sentido de un todo no acabado e incompleto, una suma de elementos que hablan de una imposibilidad de asir Chile, de tomarlo como un objeto impoluto que nos aglutinaría a todos por igual. Las distintas escenas forman un mosaico en movimiento, reproducen la forma del zapping televisivo, la instantánea, lo inmediato, retazos de una identidad nacional que no se agota y se transforma. Carola Palacios, actriz e iniciadora del proyecto, me comenta: “Comenzamos a investigar sobre temas que nos interesaban y que estaban en directa relación con Chile. Buscamos mucho material, textos, libros, poesía, historia, noticias antiguas y recientes, catástrofes, hechos históricos, costumbres, recetas típicas, bailes, cosas que de alguna manera sentíamos que identificaban o que nos identificaban como «Chilenos»” (Entrevista). Esta búsqueda de rasgos identitarios se traduce en la construcción de un imaginario en que lo chileno se desborda a sí mismo. Jorge Larraín en torno a la discusión sobre el bicentenario señala: “Las versiones públicas de la identidad nacional casi siempre nos han querido hacer creer que hay una sola y verdadera versión de la identidad que se ha forjado por una evolución casi natural y que es compartida por todos en la sociedad” (Larraín: 63). Esta supuesta visión de una determinada identidad nacional con bases “ontológicas” es subvertida por la puesta en escena de Simulacro.

La obra se inicia con el actor Benjamín Westtfal golpeando con un bate de béisbol al actor Marco Layera disfrazado de oso panda, al estilo “Barney”, el cual no habla durante todo el montaje. Esta escena nos sitúa, por una parte, en un espacio de violencia y, por otra, en un imaginario de lo extraño. El panda es un animal en peligro de extinción, una persona que se disfraza, una máscara, un ser que resulta incómodo, que intenta integrarse al desarrollo escénico pero no encaja, es torpe y los otros actores le dan la espalda, excluyéndolo explícitamente. Este personaje evidencia, e incluso encarna, la idea del simulacro. En el contexto temático de la obra es posible interpretar al oso panda como nuestra historia, una entidad perturbante que hemos simplificado y anulado, la hemos decorado hasta volverla infantil e inofensiva. El oso está ahí, como una presencia rara. Por más que ya no tenga “nada” que ver con la contingencia nacional, con el presente del país, nos mira, nos acecha. Es una pieza que no encaja en el puzzle, en la fotografía del Chile contemporáneo. Puede representar la dictadura militar, los detenidos desaparecidos, el gobierno de la Unidad Popular, los subalternos sin voz, el hipotético estado de derecho o simplemente la densa nube que oculta nuestra historia. Se lo golpea como una forma de anularlo. El resto de los actores pasa por distintos papeles, el oso ni siquiera al terminar la función se quita la máscara. Es un ser que no cambia, que intenta adaptarse a lo que ocurre en escena. La sensación de extrañeza que genera viene a develar que en el orden simbólico nacional algo ha salido mal, es la presentificación de una simbolización fracasada.

Chile se prepara para conmemorar su bicentenario, para celebrar a una nación que se encumbra como una de las más adelantadas de América Latina, un país en vías de desarrollo que avanza, sin embargo, hay algo que ha salido mal. La presencia del oso panda es un fantasma que resquebraja el discurso de la nación. De esta manera, lo conocido se vuelve extraño. La obra nos presenta a un fanático de la selección chilena que no se atreve a entrar al Estadio Nacional dado que su padre fue un detenido desaparecido, por lo cual debe luchar entre el discurso massmediático, que anula la historia y nos impulsa a gritar consignas chovinistas, y el pasado fantasmal de un padre torturado y asesinado en ese mismo recinto. Esta escena, pese a no contar con el despliegue que se alcanza más adelante, comienza a conformar un imaginario trastocado. Luego pasamos a una crítica a la televisión. Un medio vulgar, cuyo único referente pareciera ser el ámbito sexual. La escena es grotesca, dos actores exageran un diálogo que ineludiblemente recae en los órganos sexuales masculinos. Una crítica burda o poco inteligente, que devela un vacío. ¿Cómo evidenciar el sin sentido de una programación televisiva que se posiciona en el centro de la colectividad social? Los actores ríen lo más fuerte que pueden, son casi gritos que buscan acallar ese fantasma que es nuestro pasado. El oso panda interviene en escena, pese a que desea hablar no puede y para los animadores la comunicación se remite a los gritos, por lo que señalan que no tiene opinión. En Chile tener opinión consiste en hacerse oír, no por medio de los argumentos que se expongan, sino por el volumen de la voz. A eso tiende a reducirse el debate político y los programas de discusión, que parecieran entender estos espacios en tanto lugares de contienda y no de reflexión e intercambio.

La obra escenifica una serie de situaciones que cuestionan nuestros mitos nacionales, al cotejarlo con la realidad del individuo. ¿Tiene alguna vigencia un Estado-Nación, que opera del mismo modo en que lo hacía unas décadas atrás, en un contexto en que las formas de ejercer la ciudadanía han cambiado? ¿Cómo cohabita una realidad inmediata, global y parcelada con un Estado lento y tradicionalista? Al mostrarnos la desestabilización de la familia entendida con un carácter tribal, lo que se está cuestionando es la vigencia de un discurso institucional e identitario acerca deun estilo de vida que no guarda relación con los modos en que se vive el presente. Carola Palacios, a través de la escena del niño que apedrea autos desde una pasarela y de la muchacha que recuerda las tardes en que preparaba humitas con su abuela, expone esta desintegración. El niño ha sido abandonado por su madre, por lo que en vez de ir al colegio se escapa para arrojar piedras a un auto parecido al que tomó ella la última vez que la vio. La chica recuerda cómo un rito familiar de todos los fines de semana se desvaneció luego de que un terremoto volviera inhabitable la casa de su abuela. Ni sus padres ni sus tíos toman la iniciativa de llevarla a vivir con ellos y la abuela es trasladada a un hogar de ancianos, en donde muere al poco tiempo. En ambas escenas, el despliegue actoral es sobrecogedor, involucrando paulatinamente al espectador en el espacio emotivo de los personajes.

Uno de nuestros mitos nacionales pone en el centro a la unidad familiar, como núcleo armónico de la sociedad. Sin embargo, esta discursividad no se sostiene, ya sea por variantes propias del siglo XXI o por unas bases endebles que podrían tener su base en el huachismo que analiza Sonia Montecino. Además, si a esto agregamos el desmembramiento de la familia producido por los asesinatos y exilios que se generaron en tiempos de la dictadura, este mito se ve fisurado en varios lugares. Esta inoperancia, entre las versiones públicas de la identidad y las escenas de Simulacro, evidencia una atenuación y un debilitamiento en el sentido de pertenencia a la nación: “Una nación existe solo mientras su goce específico se siga materializando en un conjunto de prácticas sociales y se transmita mediante los mitos nacionales que las estructuran” (Zizek: 46). De esta manera, se observan los intersticios en que desborda nuestra simbolización fracasada. Nuestro goce se encuentra perturbado: el fanático de la selección no puede entrar al estadio,  lo obsceno nos causa risa, los padres no actúan de la forma que se nos ha dicho que deben actuar.

La escena de la muchacha, a medida que avanza, adquiere un ritmo vertiginoso.  Pedro Muñoz, Benjamín Westfall y Nicolás Herrera realizan un ritmo de cueca con unas cucharas, que genera una escena de tortura. Carola Palacios no puede parar de mover sus piernas mientras ellos tocan. La cueca es acompañada por un desesperado: “me duelen las piernas, me duelen las piernas”. Esta tortura devela un exceso, nos muestra más de lo que queremos ver. El discurso de la nación y de la masculinidad alcanza su goce en la abyección. Tres hombres divirtiéndose y manipulado el sufrimiento de la muchacha. El goce masculino es abyecto, se humilla en grupo. Para visualizar un paralelo no es necesario remitirse a la dictadura, basta recordar a un grupo de futbolista de nuestra selección poniendo mermelada en los pechos de una muchacha. El huaso pícaro de Benjamín Westfall aborda esta misma temática, pero la exacerba. Se presenta vestido con un calzoncillo de latex y una chupalla y, desde ahí, nos habla de una masculinidad sustentada en el dominio sexual. En su monólogo hay una constante alusión al rojo de la bandera, del copihue y de la sangre chilena, que pareciera volverse más roja a medida que se subyuga a la mujer. El goce se encuentra semantizado en la fuerza, el dominio, la violación. La contracara de esta escena consiste en la representación que realiza Pedro Muñoz, cuando hace el papel de una mujer vestida de china que necesita urgentemente sentirse chilena. Frente al lugar que asigna el discurso hegemónico del huaso, ella se siente excluida. Su imposibilidad de sentirse chilena se debe a que no encuentra sugoce en ese rol en que se la ha encasillado.

Las distintas escenas de Simulacro se acumulan. Una al lado de la otra forman una estructura que permea el discurso nacional del bicentenario. Las últimas representaciones adquieren cada vez mayor intensidad. El vendedor de Ripley que muere con un televisor plasma en sus manos, la primera parte del casting para encontrar a los actores que interpretarán a los “héroes de Antuco” y ciertos pasajes del actor subversivo haciendo el papel de flaite, trabajan una nueva fisura del discurso nacional: el vacío y la superficialidad indentitaria que se instala en un orbe de carácter consumista. Las distintas versiones, que ridiculizan la muerte del cholo,muestran otra cara de nuestra simbolización fracasada. Esta muerte inverosímil, tomada de la crónica roja, donde un vendedor de multitienda que va a dejar un televisor es asesinado por el dueño de casa, nos sitúa frente a un imaginario en que los objetos valen más que los sujetos. Los encargados del casting bromean despectivamente al tiempo que seleccionan a los actores, cuyo principal requisito es ser morenos. El flaite se rebela frente a un orden cultural que destina fondos para realizar proyectos artísticos en un contexto en que una parte importante de la sociedad no tiene sus necesidades básicas resueltas. ¿Qué sentido de pertenencia ciudadana pueden encontrar estos personajes en aquellas situaciones? ¿Por dónde pasa la identidad en este contexto?.

La mediatización de los “héroes de Antuco” alude a una necesidad social de construir mitos y ocultar negligencias. Ante la ausencia de héroes “reales”, se resemantizan estas víctimas de un sistema que se sustenta en la discursividad masculina del huaso pícaro. El actor subversivo, a su vez, nos plantea el problema de la representación: ¿qué se puede o se debe representar? Ante su indignación al ser discriminado para la serie sobre Antuco, por ser rubio y de tez blanca, comienza a desplegar el papel del flaite. A lo largo de esta virtuosa actuación, en que se saca un rol para volver al otro, evidencia el carácter artificioso de la representación. Desde una perspectiva brechtiana, parece decirnos esto es teatro, lo que ustedes están viendo es una ficción, pero cuidado porque lo que presencian son los márgenes ocultos de un discurso sobre chilenidad. La obra termina con un monólogo de Hamlet, pronunciado en un perfecto inglés británico, en una escena oscura. Este final nos habla de una necesidad de un teatro de carácter subversivo, donde tanto a nivel de propuesta escénica como ideológica se cuestione el orden hegemónico en crisis. El teatro como una respuesta frente a un contexto determinado.

Simulacro es una obra que reflexiona, por una parte, acerca de la identidad nacional con miras al bicentenario y, por otra, en torno al quehacer teatral. Si se quiere rearticular el discurso nacional, pareciera que para ello se requieren nuevas formas. La velocidad del zapping con que se realiza la superposición escénica se consigue gracias a un virtuoso ensamblaje, donde resulta difícil establecer el momento exacto en que se pasa de una acción a otra. Con pocos elementos escenográficos se logra un montaje variado y dinámico, mediante la reutilización de los mismos. La sala del White Sessions Lounge (ex Café Sonoro) en que se presentóSimulacro añadía un carácter de saturación. El sótano como un espacio de tortura, de clandestinidad y/o de olvido. Estos elementos complementan el excelente despliegue actoral y discursivo de la compañía. Frente a los discursos de la posmodernidad en que se daría una pérdida de sentido histórico, la obra Simulacro da una vuelta de tuerca en que reconoce este elemento en nuestra sociedad, pero advierte una necesidad de remirar el pasado para evaluar el presente. El discurso hegemónico sobre la nación no es un libro cerrado, sino un texto abierto que se escribe día a día. En torno a la pregunta de si para el bicentenario tendremos algo que celebrar, la respuesta pareciera ser ambigua. Al menos tenemos un país incompleto, fracasado, que puede desasirse de sus discursos caducos, para transformarse y reinventarse con miras al siguiente siglo.

Creación colectiva. Simulacro. White Sessions Lounge (ex Café Sonoro). Temporada desde el jueves 8 de mayo hasta el sábado 7 de junio de 2008.

Elenco: Palacios, Pedro  Muñoz, Nicolás Herrera, Benjamín Westfall, Marco Layera
Dirección: Marco Layera
Diseño y Realización escenográfica: Carlos González
Asistencia técnica: Isidora Palma, Sebastián Bahamonde, Andres Ulloa
Música: La Resentida
Producción: La Resentida
Duración: 1:25 Aprox

Bibliografía
Larraín, Jorge. “Hacia un bicentenario globalizado: ¿Identidad nacional o identidad latinoamericana?” En: América Latina mira al bicentenario: Desafíos de la democracia, la cultura y las identidades. Santiago de Chile, Comisión Bicentenario-Chile: 2004.
Zizek, Slavoj. El acoso de las fantasías. Siglo XXI, México: 1999.
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