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Entrevista a Guillermo Arriaga. Los maestros pensaban que yo era tonto.

por Eduardo Cobos
Artículo publicado el 27/01/2005

Entrevista realizada en Caracas a fines del 2004, aprovechando que Arriaga fue a promocionar un cortometraje del venezolano Lorenzo Vigas. La entrevista fue publicada en Caracas en la revista Encuadre Nº 78 de octubre-diciembre de 2004. Por Eduardo Cobos y Anwar Hasmy.
Guillermo Arriaga, guionista de los filmes Amores perros y 21 gramos -galardonados, entre muchos otros, con los importantes Gran Premio de la Crítica del Festival de Cannes 2000, y el British Awards, respectivamente-, confiesa haberse hecho en la calle. También Arriaga es un ejemplo de la asombrosa presencia de realizadores mexicanos en el cine mundial. Este escritor, sin duda uno de los más trascendentes creadores cinematográficos del momento, ha dicho: «el guión también puede ser un género literario». La presente entrevista fue realizada en Caracas.

 

El reconocimiento a Guillermo Arriaga (Ciudad de México, 1958) le ha llegado, como a muchos artistas complejos, dosificado y con mucho esfuerzo. Se le conoce en el mundo del cine por su sociedad con otro mexicano, Alejandro González Iñárritu, el cual ha dirigido los guiones escritos por Arriaga Amores perros (2000), y el más reciente 21 gramos (2003), que tiene como protagonistas nada menos que a Sean Penn y Benicio del Toro, entre otros actores; ambos filmes con gran repercusión mundial de taquilla y crítica. El resultado de este éxito no es producto del azar, porque, como Arriaga afirma, «la clave es el trabajo, pero el trabajo riguroso».

Es hombre múltiple: escritor de libros de narrativa, director de documentales y cortometrajes, y productor de cine, programas radiofónicos y televisivos. La actividad literaria le ha valido conseguir una gran cantidad de lectores incluidos los de otras lenguas; y al parecer en este oficio se conjugarían todos los demás. La escritura, en definitiva, l ha permitido adueñarse de una manera muy particular de ver el mundo: un universo personal salpicado de vivencias.

Desde muy joven la única manera de organizarse para Arriaga era escribiendo, ya que confiesa tener «un problema que se llama trastorno de déficit de atención, mi concentración es mínima. Los maestros pensaban que yo era tonto, que tenía retraso mental; ahora se sabe que se llama así, y que te tomas una pastillita y chao. Tenía orden mental, lo que me faltaba era orden exterior, y la única forma de tenerlo era a través de la palabra».

De igual manera, las mujeres le ayudaron a decidirse por la escritura, como le daba pavor acercarse a ellas, les escribía. También muy pequeño fue que se relacionó con la lectura: «tenía una clase de teatro; en ella leí a Shakespeare, Sófocles, Calderón de la Barca y a Juan Ruiz de Alarcón. Eso fue vital».

En consecuencia escribió una pieza de teatro entre los 15 y 16 años. Junto a un grupo de la escuela la ensayaron durante un año, pero «los actores querían cambiar el final de la obra y me rehusé. Dije: prefiero que no se monte a que se cambie el final, y no se representó». Esto último, asegura, le ayudó a entender lo importante de mantener su integridad artística.

Al hablar de sus orígenes familiares Arriaga recalca no venir de una familia rica, sino de un núcleo que privilegiaba la educación, la inteligencia y el diálogo, pero no el dinero. Y sobre todo sostiene: «a mí me encantaba andar en la calle, soy un hombre que se ha hecho mucho en la calle». En cuanto a los estudios formales dice haber estudiado comunicación social porque cree que es la última carrera renacentista, por lo menos en América Latina.

Sin embargo, pese a ser profesor universitario, se separó pronto de la Academia, en ese lugar, enfatiza, «no tenía nada que buscar» porque más bien «me gusta dar clases; soy un profesor que le agrada estar en contacto con los alumnos y ya. No soy ni investigador, ni me gusta el exceso de intelectualización, es más me molesta todo eso». Para este creador lo importante del estudio no es la especialización sino ir en contra de ella, es decir «a favor de la comprensión de un mundo más global».

Ya en la universidad, en los «70-«80, comenzó a escribir relatos y se ocupó además de cuestiones políticas y sociales. Pero lo que incidió verdaderamente en su vocación de escritor, fue el hecho de que le descubrieran una anomalía en el corazón; tuvo que dejar a un lado la pasión por el deporte, ya que en ese momento entrenaba como boxeador para ir a las Olimpiadas.

Entonces todo se le complicó. Esta situación le hace repensar su vida, e incluso preguntarse con no poco dramatismo: «qué había hecho con mis manos, si pronto me iba a morir, porque lo que escribo es con las manos, que se convertirán en las manos de un cadáver, y que más me vale hacer algo con ellas antes de desaparecer».

Entre los 23 y 24 años, Arriaga escribe un libro de cuentos, «que se va a publicar ahora después de treinta años», y lleva por título Retorno 201. Después vino una novela y así fue que arrancó. No escribía para publicar. «Creo que era muy mala pero me gané una beca y comencé a trabajar con eso. Y no pasó nada con la novela hasta que cayó en un concurso literario, donde Laura Esquivel era jurado, la recomendó a su editorial y a partir de allí no he parado de escribir», recuerda.

Por otra parte, este escritor cuenta que los argumentos de sus novelas -la primera de ellas publicada se llama Escuadrón guillotina (1991)- fueron los que llamaron la atención, y lo llevaron al cine. Comenzaron siendo vendidos en su país y luego en España.

Incluso una de estas historias iba a ser filmada hace unos diez años por Alfonzo Cuarón, el mismo que dirigió con gran aprobación de la crítica Grandes expectativas (1998), Y tu mamá también (2001) y la super taquillera Harry Potter y el prisionero de Azkaban (2004). Se trata de su novela Un dulce olor a muerte (1994, filmada en 1998), «pero Cuarón no pudo, pasaron algunas cosas y resultó ser un desastre la película que se hizo. No escribí ese guión, allí no tuve nada que ver; le digo a la gente que lea la novela», aclara con cierto resquemor.

Así mismo reconoce que ese fracaso fue lo que le motivó a lanzarse definitivamente al cine; y a intentar controlar mejor la producción de las historias que salían de su pluma. En este sentido advierte: «ahora soy productor de las adaptaciones de mis propias novelas; controlo todo». También confiesa que una de las locuras que ha hecho en su vida es escribir un guión en diez días.

Guillermo Arriaga se siente cómodo en América Latina. Y admite un particular idilio con Venezuela, le engancha la vitalidad de su gente. No ha tenido oportunidad de ver mucho cine venezolano, sólo el de sus amigos Ramón Novoa y Diego Rísquez, pero ha demostrado un interés especial por varios creadores del país.

Escogió un poema de Eugenio Montejo para 21 gramos, el cual fue recitado por Penn. Así mismo produjo un cortometraje de Lorenzo Vigas, el cual vino a promocionar en su más reciente visita al país. Por si esto fuera poco, actualmente produce dos películas de realizadores venezolanos, una de Jorge Hernández y otra del propio Vigas. Por lo tanto, ahora le está interesando más «el cine venezolano que vamos a hacer» pero no por ser este un país querido sino porque «como productor buscaré el talento donde esté, ya que definitivamente el mundo se abrió», dice.

El arte no da respuestas
¿Qué le interesa a los otros que no le interesa a Guillermo Arriaga?
-Hay gente que hace su literatura desde la literatura o el cine desde el cine, como es el caso de Tarantino. Kill Bill (I, 2003 y II, 2004) es la muestra más clara de lo que está haciendo. Es cine sobre el cine. A mí me gusta que digan éste estuvo ahí, éste ya transitó por esos caminos, no es que lo leyó. Cuando leas un libro mío o veas una pelea de perros, espero que digas: «él sabe lo que está ahí». Que encuentres una cierta verdad, una carne real, no un artificio.

Pero algunos autores han conseguido eso con la investigación.
-Nunca investigo. Jamás. Con 21 gramos todos los términos médicos, todo lo que sucedía allí lo inventé, lo imaginé. Pero luego los doctores me decían: «oye y cómo lo hiciste, quién te dijo, todo es correcto». Ahora, por ejemplo, estoy escribiendo cosas relacionadas con países que jamás he visitado, y estoy seguro van a tener verdad, por lo que he vivido; porque en el fondo lo que me interesa es el ser humano. Me molesta mucho la literatura que se regodea en el artificio del lenguaje. Soy un obsesivo del lenguaje, lo trabajo, pero no el lenguaje por sí mismo.

Flaubert decía que una buena obra es ochenta por ciento trabajo y veinte talento, ¿eres obsesivo de esa manera?
-Bueno, a la manera de cualquier escritor; aunque mi tradición literaria pertenece más a la de Sthendal. Flaubert se preocupaba más por el estilo y Sthendal más por la vida. Me interesa la tradición de escritores como el mismo Sthendal, Dostoievski, Tolstoi, Faulkner, Rulfo, que quieren contar historias. Rulfo al dar un taller literario en México decía a los alumnos: «que la palabra cuente, no cante». O como decía Pío Baroja: «esa cuerda de papanatas que creen que la literatura es un runrún». Para un crítico la buena literatura es la que tiene ese sentido. Sin embargo, a la larga el escritor puro es el que queda.

¿Y para qué contar historias? ¿Para qué crear?
-Cuando era muy  joven hacía un programa de radio, y me encontraba en una cacería con unos campesinos, de pronto se empezó a escuchar mi programa y los campesinos lo comentaron. La cultura es eso, es lo que le hace al ser humano crear tejidos, diálogos y cuestionamientos. Creo que la cultura incide en la composición de la sociedad; el arte no da respuestas pero te permite formular preguntas.

¿Como lector de la sociedad?
-No, como contador de historias, para simplemente ponerle un filtro a la experiencia; que llega de un color y sale de otro, porque pasa a través de ese filtro. Lo importante de un escritor es saber ubicar desde los temas que escoge, a los momentos que dan pauta a esos temas.

¿Las preguntas son quizá pequeñas o grandes obsesiones?
-Son las que se hace un lector, que se hace la sociedad a partir de una obra.

¿Y cuáles serían esas preguntas?
-Desde las más íntimas: ¿quién soy; a dónde voy? O bien: ¿vale la pena la relación que estoy manteniendo; se justifica la pena de muerte; la democracia es verdaderamente la forma en la que debemos gobernar?, hasta cuestiones metafísicas como la existencia de Dios.

La paciencia del búfalo
¿Cómo hiciste el guión de Amores perros?
-La historia del principio y la historia del final eran dos novelas, que por más que quería no cuajaban. La estructura era como la de un guión, y me faltaba una tercera historia, en ella quería contar lo de la modelo, pero no tenía al perro, y Alejandro González Iñárritu me contó sobre el perro de un amigo que se había perdido debajo del piso de la casa. Ahí estaba lo que necesitaba. Iba muy avanzado en ese momento, se lo pasé a Alejandro y desde allí comenzamos a dialogar, fue cambiando, entre su afán de perfección y el mío, se podrán imaginar.

Estabas involucrado en la historia, la producción…
-Pero no por la producción sino por la obra, porque estábamos hablando de tres géneros distintos. Creo que nunca se había hecho una película en la cual se explorasen tres géneros. Estoy interesado en la vulnerabilidad de los géneros, y se suponía que una pieza como la segunda historia, tenía que ser realista y aquí era absurda, me gusta explorar con eso.

Tú hablas de rigor, ¿qué diferencia hay entre el lenguaje literario y el cinematográfico? ¿Cuál es la libertad creativa en uno y otro?
-El lenguaje visual lo que hace es conducir a alguien a un tercer punto de vista siempre voyerista. Hay sólo acciones. Por ello es muy difícil realmente un estado de conciencia. En este sentido, en 21 gramos traté de cambiar un poco las reglas del juego, pero lo que hay siempre es voyerista. En cambio en literatura te puedes ir hacia donde quieras. El cine tiene limitaciones en la imagen, al tercer punto de vista de lo que hace el otro. Sin embargo, como todo arte, ambas oportunidades tienen libertad creativa. Las limitantes son simplemente los espacios. Una escultura no pierde libertad por carecer de una cuarta dimensión. La verdad es que estoy convencido de que todas las formas de contar historias siguen siendo válidas. Yo trato de contar la historia de la mejor manera que me sea posible.

En este sentido, al momento de escoger tus historias ¿cómo te sientes más cómodo, con las originales o las adaptadas?
-Como mejor me ha ido es escribiendo historias originales. He cometido el gran error de escribir las de otros, ya me metí en dos y no lo volveré a hacer, porque además me cuesta mucho entenderlas.

¿De dónde surge el germen de la idea, de una situación, de un personaje?
-De mis experiencias de sueños.

Y luego te sientas en la computadora a escribir sin algún complejo previo.
-Algunas historias sé para dónde van y cómo van a acabar, como Un dulce olor a muerte; otras no tengo idea como El búfalo de la noche (2000); pasé cuatro años escribiéndola. La primera página la debo haber hecho unas ochocientas veces. Tardé cerca de un año en terminar esa primera página.

¿Y la técnica?
-Hay tres cosas que nunca hago, primero: seguir un patrón, como Faulkner creo que cada historia tiene una sola forma de ser contada. La otra es que nunca hago investigación. La tercera es que nunca escribo argumentos. Trabajo el guión directamente, aunque ahora los gringos me están pidiendo que escriba argumentos. Como es mucho dinero el que se invierte, antes quieren saber de qué va a tratar. Sin embargo, soy un obsesionado del control. No digo que lo que hago es bueno, pero quiero que mi esfuerzo tenga permanencia, posibilidades y se convierta en responsabilidad.

Como te vendas, te van a comprar
¿Qué piensas del cine mexicano?
-Hay historias importantes que contar; pero en México hay mucha gente que cree que tiene talento y no lo tiene, entonces en vez de pensar en eso, deberían pensar en el rigor. Creemos que sobran talentos y que faltan oportunidades, pero eso no es cierto. Lo peor que le puede pasar a alguien es creer que es talentoso; cuando piensas eso no trabajas, por lo tanto, el talento se convierte en el ingrediente más escaso en América Latina. Si tienes verdadero talento, vivas en Aracataca o en Arequipa, no lo podrás ocultar.

¿Podemos seguir hablando de una industria cinematográfica en México?
-Allá se hacen diez películas al año y en Argentina como sesenta. En los años cincuenta el cine en México era la industria más importante después del petróleo; se producían más de ciento veinte películas al año. En el caso mexicano puedo asegurar que ya no hay industria de cine.

¿Qué ha pasado?
-La primera razón es que el productor obtiene muy poco dinero del egreso. Por otra parte, hay algo que he entendido del cine latinoamericano, y es que como te vendas, te van a comprar. Si tú te vendes como que haces peliculitas, la gente te va a comprar así. Pero si haces una obra donde te vas a romper la madre, puedes decir como Faulkner: «prefiero ser conocido por mis grandes fracasos que por mis pequeños éxitos».

¿Con qué realizadores te sientes más identificado en México?
-Obviamente con Alejandro González Iñárritu, con Alfonzo Cuarón, aunque somos distintos, además soy más viejo que ellos. Bueno, también con Pepe Biel, quien hizo Perfume de violetas (2000), que significa para mí mucho.

Tú que estás metido en el gran circuito del cine, ¿qué mantiene tu identidad, por ejemplo, en un mercado como el norteamericano?
-Creo que la única forma de hacerlo es tratar de tener integridad artística, por eso es que digo que ya no volveré a hacer historias de otros.

Como productor, ¿cómo haces para percibir si algo te interesa?
-Busco las historias que me interesa escuchar y ver en pantalla. Y sobre todo trato de ayudarle a la persona a que haga mejor su historia. Ese es el caso de Lorenzo Vigas con su cortometraje Los elefantes nunca olvidan (2004). Él me cuenta su historia y, bueno, le digo: «vamos a darle por acá, no mejor por allá». He escrito, dirigido, editado, musicalizado, entonces, sé cómo ocurre. Siento que mi trabajo no es sólo decir: «te voy a conseguir al mejor editor, al mejor actor», es más bien sugerir: «esto no va a funcionar porque la experiencia en pantalla dice esto y esto…», o «aquí no pongas la cámara, no va a funcionar narrativamente».

Cannes premia a Michael Moore por una película con evidente valor político, pero no necesariamente cinematográfico, ¿qué piensas de eso?
-Creo que el tiempo terminará dándole su justa medida a todo, porque cuando las obras te quieren decir algo, se convierten en pretenciosas y sólo el tiempo termina juzgando si va a valer o no.

Sean Penn declara no justificar en estos momentos un cine que no sea político.
-Por mi parte ya me metí mucho en política como para saber que no puedo. En todo caso no creo que ese comentario lo haya hecho Sean, porque estuve más de un año conviviendo con él y no es el tipo de declaración que daría. A los periodistas les gusta inventar cosas.

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