En 1886 el general y poeta salvadoreño Juan Cañas, que había sido diplomático en Chile, le dijo a un Rubén Darío desilusionado de la vida en Nicaragua: “Vete a Chile. Es el país donde debes ir. Vete a nado, aunque te ahogues en el camino”. Darío se embarcó por Corinto para Valparaíso y se trasladó a Santiago, donde conoció una ciudad que crecía imitando a las metrópolis europeas: París, Londres, Berlín…; desde 1872 Vicuña Mackenna se había hecho cargo de la Intendencia de Santiago y a partir de entonces fueron colosales los proyectos desplegados: la construcción de un Camino de Cintura, la canalización del río Mapocho, la pavimentación y apertura de nuevas calles como la del Cementerio y la del Ejército Libertador, la transformación del cerro de Santa Lucía, la creación arborización de plazas y parques, la erección de monumentos públicos… Hubo un descomunal crecimiento de la población y todos elogiaban los progresos de una “ciudad ilustrada, opulenta y cristiana”, como escribía Patricio Gross; “la ciudad soberbia”, de la que Narciso Tondreau exaltaba la “fuerza” y lo “aristocrático”: “Santiago gusta de lo exótico, y en la novedad se siente cerca a París […]. Toma té como Londres y la cerveza como Berlín”; allí Darío conoció a la intelectualidad santiaguina, entre ellos: Luis Orrego Luco, Alberto Blest Bascuñan, Manuel Rodríguez Mendoza, Narciso Tondreau y Pedro Balmaceda Toro, el hijo de quien posteriormente fuera presidente de la República, Juan Manuel Balmaceda, entre otros.
Luis Orrego Luco (1886-1948) y Rubén Darío fueron colaboradores del diario La Época de Santiago y participaban juntos de la tertulia literaria que promovía el periódico. El ascenso de una nueva burguesía inversionista extranjera impulsaba la industria extractiva minera, lo que indujo a la migración masiva de campesinos a las urbes, en un proceso de proletarización creciente. Las clases poderosas se sintieron arrastradas por el vértigo del dinero y la obtención de impresionantes utilidades, por la ansiedad de obtener riquezas de manera fácil y rápida, diferente a como lo habían logrado hasta ese momento los tradicionales terratenientes latifundistas establecidos desde la colonia. La novedosa forma de enriquecimiento de la oligarquía bancaria, los nuevos grupos plutocráticos catalogados como “siúticos”, estaba en la bolsa especulativa y la renta parasitaria. Carentes de los códigos y los valores de la antigua aristocracia, alardeaban de cosmopolitismo y de una opulencia ajena a las costumbres chilenas; en realidad, se estaban produciendo tensiones interoligárquicas en la construcción de un nuevo poder; Orrego Luco, que se alineaba con los tradicionales terratenientes, aseguraba que el país había sido gobernado “con acierto y honradez indiscutible por la vieja oligarquía latifundista”. El presidente José Manuel Balmaceda era la amenaza dictatorial contra la antigua aristocracia.
Por esta razón, Orrego Luco participó en la Revolución de 1891 y obtuvo el grado de Mayor en la Batalla de Concón. Al año siguiente, el gobierno de Jorge Montt lo propuso para el servicio diplomático y durante mucho tiempo lo ejerció. Abogado, periodista, y desde estos años, militar y diplomático, nunca dejó de ser un narrador obsesionado por reflejar la vida cotidiana de su país. Escribió siete novelas y se propuso representar los distintos momentos de la evolución social y política chilena, tal y como había hecho Benito Pérez Galdós en España. Se ciñó a hechos históricos concretos, y por ello no pocos estudiosos de la literatura lo han considerado como un tradicional que siguió adoptando la estética del realismo. Sin embargo, en su obra está presente la impronta del naturalismo, especialmente en algunas escenas, tal y como había sido lujo en la literatura finisecular de Emilio Zola en Francia; incluso, por momentos, su lenguaje es deudor del modernismo, la nueva escritura iniciada por José Martí y que Rubén Darío había potenciado en el cambio de siglo, junto a otros escritores del continente, después de la muerte en combate del Apóstol de la independencia y la libertad de Cuba. Orrego Luco fue intendente, ministro y diputado, y también escribió cuentos y ensayos durante una buena parte de su vida. Su obra más conocida fue Casa grande. Escenas de la vida en Chile, publicada en 1908, y que después de una encendida polémica, con tres ediciones consecutivas, se convirtió en el primer best seller de la literatura chilena.
En 1905 se había producido la gran crisis de la Bolsa chilena debido a los efectos en la economía del país monoexportador salitrero, de la sustitución del salitre por materiales sintéticos. Después de la transformación de una parte de la aristocracia terrateniente en plutocracia dependiente de la especulación bursátil y de la compra y venta de acciones en la Bolsa, este sector de la oligarquía quedó arruinado por la crisis. Se planteaba un sombrío devenir para la familia / nación. Las burbujas de empresas mineras se desinflaban y se patentizó el primer impacto de una crisis capitalista moderna. En medio de ella, en 1906 un terremoto asoló Valparaíso y dejó más de tres mil muertos y cien mil damnificados; en ese mismo año se suceden en Antofagasta multitudinarias protestas obreras y Luis Emilio Recabarren funda el Partido Socialista Demócrata, es elegido diputado al Congreso y, por su negativa a jurar el cargo ante los Evangelios, es expulsado de la Cámara. Al año siguiente, en 1907, estalla en Iquique un gran movimiento huelguístico que toma la ciudad y en el que participan miles de obreros de la pampa salitrera; los efectivos gubernamentales asesinan a tres mil seiscientos obreros en una ofensiva para desalojarlos de la ciudad. Frescos estos hechos meses antes de la publicación de la novela, Orrego Luco pretende un estudio de las pasiones que movían a la sociedad chilena en el momento en que se consolidaba un nuevo perfil de identidad.
¿Por qué desató tanta polémica? El crítico Alone señalaba que la novela estaba llena de imágenes melancólicas, irónicas o inútiles que la invalidaban como obra de arte; incluso, todavía en el año 1935 sostenía que la obra “constituye un documento terrible que lanza luces turbadoras sobre la intimidad de los hogares aristocráticos”. La Iglesia la consideró inmoral y contraria a la los principios religiosos por plantear la crisis matrimonial, y, según su visión, argumentos favorables al divorcio. (Solo en 2004 se promulgaría en Chile una ley de matrimonio civil que sustituía a la que llevaba vigente 120 años, y que incorporaba, por vez primera, la posibilidad del divorcio). En una época positivista, pragmática y racional, la obra criticaba la racionalidad, el utilitarismo y una modernidad que parecía llevar el país al abismo. Dejado atrás el Romanticismo, se abrió paso el método realista de observación rigurosa para expresar la realidad, la perspectiva naturalista se deslizaba frente a situaciones críticas. El autor proponía personajes viciosos y perversos, en su análisis de los seres humanos contaba con su irracionalidad hasta un límite catastrofista y se permitía un juego contradictorio de balance escéptico que llegaba hasta los espacios privados e íntimos del matrimonio. Ante la descomposición de la sociedad tradicional y la crisis de valores de los nuevos ricos de “medio pelo” que terminaron siendo nuevos pobres, Orrego Luco se defendía repitiendo que su novela era “un estudio social”.
La insistencia del narrador en explicar que su intención solamente había sido proponer “un estudio de ‘un matrimonio’ dentro de la ‘nueva sociedad’ y en la época actual de transición”, era su defensa ante la imputación de que se trataba de una novela en clave que denunciaba un crimen de un esposo a su mujer. Buena parte de su éxito inmediato se debió a las lecturas que buscaban estas ocultas claves, y no pocos insultos se le profirieron al novelista por considerar que había atacado a la institución del matrimonio y a las “buenas familias” chilenas, aun cuando en verdad no había atentado contra ninguna tradición. La obra solo exponía algo muy evidente en aquella sociedad: casarse no significaba compartir la vida, sino compartir bienes y obtener más dinero de una unión; lograr fama, fortuna, posición y estatus social. Pero lo que más molestaba era el ataque real que sí se hacía a la vanidad y al vivir de la apariencia, la crítica a personajes que se alimentaban de la especulación, así como a la pérdida de valores morales que podía conducir hasta al asesinato. La novela provocó un escándalo de proporciones notables, pero si su trama hubiera tenido un contenido fantástico, o fuera fruto exclusivo de la imaginación del autor, bien lejos de la realidad, no hubiera tenido la repercusión social y política que tuvo.
Considerar que Casa grande planteaba solamente el problema del divorcio de manera abstracta, hipotética y descontextualizada, exhibiendo al desnudo las pasiones que medraban en el seno de un supuesto hogar, sería una lectura reduccionista e ingenua. Ángel Heredia, enamorado de Gabriela Sandoval, se casa con ella después de la muerte de Don Leónidas, padre de la joven, que no aprobaba ese matrimonio. Hubieran constituido aparentemente el hogar feliz de una familia rica y elegante, pero posteriormente los dos se dan cuenta de que no se aman. Después de que Ángel ocasiona algunos escándalos de faldas y Gabriela huye a la casa materna, el presbítero Correa le propone al esposo un viaje a Europa para que el tiempo y la distancia hagan su tarea; cuando regresa, su mujer lo espera con ansiedad, en lo que parece el comienzo de una vida nueva, pero surge la desconfianza masculina, a tal punto, que asesina a Gabriela mediante una inyección de digitaliana con atropina. Mas lo que encolerizó a la rancia oligarquía chilena es que Ángel Heredia y Gabriela Sandoval podían ser en la realidad Eduardo Undurraga y Teresa Zañartu, un matrimonio disuelto cuyas diferencias condujeron al asesinato de la mujer por el esposo en el pórtico del Teatro Municipal de Santiago de Chile.
Hay quien vio rasgos de otros matrimonios oligárquicos fracasados que terminaron con la muerte de la mujer, como el de Manuel Francisco Irrázaval y Elena Concha Subercaseaux, o el de Matta Pérez y Sara Bell, su amante, un sonado caso policial de 1896. Puede hacerse un estudio de las patologías psicológicas de Ángel sin que resulten tan abstractas: se trata de un ser trágico en constante debate consigo mismo, presa de la discontinuidad ante sucesivos acosos matizados de sensualismo, personalidad inestable e iracunda, que puesto en el trópico podía recordar el verso de aquel bolero que aún se canta: “Te odio y sin embargo te quiero”. Patología que lleva a la tragedia, violencia que termina en violación, erotismo de la posesión, frustración perversa y sucesiva hasta el asesinato. Se ha llegado a afirmar que Ángel mata a Gabriela como alternativa real para salvar el amor, un sentimiento dominado por la posesión patriarcal en que se fundamenta ese matrimonio en que el macho se siente con derecho de propiedad sobre el sexo de su hembra, y que se tipifica en una frase desgraciadamente repetida en diferentes contextos reales: “Si esa mujer no es para mí, no será para nadie”. Dentro de este patético contexto verdadero, la novela puso al desnudo la diferencia entre los espacios públicos de la oligarquía chilena y lo que estaba sucediendo realmente en el interior de las casas, e incluso develaba las patologías de las intimidades, para dejar al desnudo la crisis de valores familiares.
Una posible lectura sería la de esta novela como un estudio de la sexualidad humana, de la autorrepresión para aparentar, y especialmente un análisis del erotismo, aunque en la página final aparezca el remordimiento casi místico de Ángel: si lo femenino es la víctima y lo masculino es el sacrificador, la ceremonia ritual por cumplir es el sacrificio y también el arrepentimiento. La manera más amplia de leer este texto es apreciar la exposición, con lujo de detalles, de la hipocresía de una sociedad cuya fachada resulta lo más importante: los elegantes trajes, los smokings y los bastones; la asistencia al teatro y a la ópera para ostentar; el ocultamiento de las pobrezas, de las enfermedades, o de cualquier rasgo que muestre una debilidad: los parientes alcohólicos no existen y nadie está endeudado; todo está bien. La falsedad se hace sistema y el matrimonio, negocio arreglado por conveniencia desde tiempos remotos, se establece ahora dentro de una doble moral para ser cumplida, renunciando a enfrentar cualquier escándalo que represente un desprestigio para los apellidos o una falta de honor para la familia, que implica una pérdida de crédito para los negocios. La nueva burguesía de las ciudades grandes solamente podía enseñar imágenes idílicas, seres hermoseados, adornos que exhibían los costos más que su elegancia o coherencia, porque lo decisivo era aparentar la riqueza, se tuviera o no; simular inteligencia, se poseyera o no; ocultar bajo una máscara de felicidad la desdicha y el dolor.
Casa grande no solo es la novela más relevante de Orrego Luco, sino una de las más controvertidas de la literatura chilena. Un estudio del texto en relación con la sociedad de su tiempo, resulta un testimonio revelador, pues según la confesión que le hiciera el autor a Raúl Silva Castro, sus personajes están construidos sobre combinaciones de personas reales. Por ello tenía sentido que muchos hubieran podido ofenderse, pues en la narración se exponen odios encendidos, un ambiente infestado de envidias y saturado de ponzoñas, una atmósfera envenenada de falsas ilusiones, pérfidas intrigas, manejos torcidos, engaños fabricados que disfrazan acariciadas ambiciones y ocultan los más bajos intereses, tapan pústulas y reprimen mezquindades. En 1947, un año antes de morir el novelista, Guillermo Feliú Cruz lo interrogó sobre la identidad de los personajes que figuraban en la novela; la declaración fue escrita al dictado y firmada por Orrego Luco, y el original se conserva en la Biblioteca Nacional de Chile. En ese documento por fin se confiesa el origen de cada personaje, que corresponde con la mezcla de diversos miembros de la alta burguesía santiaguina. Los lugares de fiestas o escenarios que recrea la novela son casas conocidas, entre la que se encuentra la de don Melchor Concha y Toro, célebre por sus prósperos viñedos.
Abogados y periodistas, senadores y diputados, hombres de negocio, agricultores famosos y comerciantes conocidos, solterones sin fortuna propia, curas de familia, dandies santiaguinos, entre tantos, formaban parte del entramado social de una ciudad crecida donde ya se respiraba un aire impuro. Orrego Luco vislumbró con pavor que esta transición hacia la opulencia entrañaba la disolución moral y política de las antiguas costumbres que amaba, de las bases de la tradicional oligarquía chilena. Conservador y anacrónico, todavía confiaba en que una vuelta para salvaguardar la “pureza” de la nación era posible a partir de que la vieja aristocracia se restableciera en el poder. Su novela, muy leída y odiada en un tiempo, después se abandonó, entre otras razones, porque las nuevas técnicas narrativas envejecieron el exceso de intromisión del narrador omnisciente. A un siglo de conmemorarse su publicación, la Biblioteca Ayacucho, una de las experiencias editoriales más importantes de la cultura latinoamericana, la incluyó en su Colección Clásica con el número 223, y acompañada por prólogo, notas, cronología y bibliografía de la especialista chilena Lucía Guerra Cunningham. Agradecemos a la Fundación Biblioteca Ayacucho el relanzamiento de esta imprescindible novela en la Feria del Libro de La Habana, que nos acerca a la historia social y cultural de Chile.
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