Desde los remotos tiempos homéricos todo hombre busca infatigable su telos, cada mujer teje constante su tela. “La mujer que olvidó el amor”, novela breve del poeta Anastasio Lovo, no olvida este indispensable prerrequisito clásico para cualquier literatura que tenga como nudo central una pareja de amantes.
La novela se desarrolla en Nicaragua, ya sea en tiempos de la Revolución Sandinista o en los años posteriores a ese proceso histórico. El texto pudiera ser asumido como porción significativa de una abundante literatura, que ha tenido por tema o contexto la Revolución centroamericana, en la que los escritores, desde la época altamente politizada del salvadoreño Roque Dalton, han expresado, de algún modo, su conformidad o desdén, su voluntad de participación o de renuncia.
¿Provocan estos grandes acontecimientos sociales un cambio radical en nuestras percepciones, en el modo en que evaluamos y comprendemos al mundo y en el significado de la existencia y el arte? ¿Qué tipo de testimonio literario exige de nosotros la historia?Cuba –mi patria– y Nicaragua –la patria de Lovo–, son las dos sociedades latinoamericanas que, por distintos derroteros y circunstancias, viven actualmente períodos postrevolucionarios… “La mujer que olvidó el amor”, es una novela escrita por un poeta –esto no se debería olvidar– su prioridad, no es, por tanto, narrar una historia sino llegar a expresar una esencia.
Una novela que tiene muy bien inscritas sus metáforas en el suelo universal de la literatura. Lovo nos narra así sus peripecias y percances con un “ser – abismo”; una ”mujer – hechicera”. Tomando prestada una definición retórica diría que el poeta ha acudido a un procedimiento literario extremo el cual tiene mucho que ver con la anfibología; en este caso, con la capacidad de narrar sobre seres que medran entre la realidad y el deseo; extraídos del agua abisal, en que sumergidos pululan, para llegar a tener, mediante la metáfora, la ambigua corporeidad de las palabras. Cuando Marcel Proust eligió contarnos sobre los “hombres – mujer” sabía que estaba cubriendo, con el vaporoso velo del misterio, un acto, en aquel tiempo, socialmente ilícito. James Joyce, al convertir al Dublín de principios de siglo XX en escenario providencial de la “mujer – pez”, estaba desgastando además el viejo edificio del realismo literario.
Estos singulares “seres anfibios” son convocados en ocasiones por los escritores para que irrumpan en la vida cotidiana, expandiendo el campo de nuestros paseos existenciales, haciendo más largo, ameno, e incluso peligroso, el habitual recorrido por las callejuelas y plazas de la memoria, la distracción o el olvido. El personaje de Albertina en Proust es también un “ser – abismo”, aunque lo que la hace un individuo de esta característica no es simplemente su conducta sexual –llegado el caso– ni su curiosa existencia anfibológica, sino la rara capacidad que poseen ciertos espíritus selectos para detectar en ellos lo que podría destruirlos y entregarse con una pasión tan fuerte que se confunde con el amor pero no es exactamente amor, es pura sed de conocimiento. Toda la mística que subyace en el culto romántico –¿clásico?– a la “mujer – demonio”.
Mas, ¿quién es esta mujer, Alexandra, personaje central de la novela “La mujer que olvidó el amor”? ¿Qué cualidades fatales posee para ser amada por un verdadero poeta, o lo que es lo mismo, un temerario interlocutor de los “seres – predator”?
Alexandra, según el texto, era una mujer formada, estructurada, por el Poder; por los organismos de inteligencia de la Nicaragua del período revolucionario y la Stasi de Alemania del Este. Esto podría ser el punto de partida para una historia detectivesca; en cierto sentido lo es. El poeta es una especie poco frecuente de inspector que trata de capturar el alma – ¿imposible?– de la mujer, la cual se le revela, verbigracia, como la fruta más húmeda que pende prometedora del árbol de paradiso (“Un oscuro verde intenso de esbeltos árboles barbados, con arbustos de café y flores rojas… (…)”, nos dice la novela).Un singular espacio vedado que está en espera que irrumpa en él la palabra. Todo eso será minuciosamente transcrito, acotado en el texto por el poeta, mientras su enorme afán lo llevara a adentrarse, al pie de una laguna en Matagalpa, en la gruta más angosta y obscura del placer. Revertir el acto de la sexualidad, reconstruir, desde otra posibilidad de la caricia, la acuciosa sensibilidad y la imaginación desbordante, las históricamente establecidas relaciones sexuales del hombre y la mujer serán, para el poeta – amante, como erigir victoriosa la contrafigura del Deseo frente al Poder. Porque “(…) el deseo es la conspiración que el poder vencer no puede”: (“Sonatas del Poder”, Anastasio Lovo)
A propósito de esto nos abunda el poeta devenido en novelista: “(…) mi única opción fue intentar burlar la razón con la pasión, la represión con el placer, la responsabilidad con la locura…”
Desde los lejanos tiempos de Platón al poeta se le mira con suma desconfianza ya que es un intencional agente propalador de mitos. El poeta se comporta frente al Poder como el niño travieso de la historia; perenne desvelado de la última noche célebre que trae en sus zapatos residuos fosfóricos de la gran utopía, siempre contestataria e irreverente. Él es el gran insurrecto; el solitario defensor del último reducto humano. El Poder, por su parte, es el avaricioso propietario del “bien común”; el privilegiado detentador de “la igualdad de todos”. Platón, al desterrar a los poetas de su República ideal, se comportó como el primer comisario de la historia.
Nos dice Lovo en sus “Sonatas…”
“La noche del poder abreva sangre (…)/ Convierte el vino en sangre el poder brindando/ Cristo el antipoder transformó el agua en vino (…)”
Hay, sin embargo, en la historia de la literatura occidental una grave advertencia sobre uno de los mayores peligros que acecharon a Odiseo en su vasto periplo marino: en la isla de Eea, Circe la de hermosos rizos. Odiseo lo advierte momentos antes de acostarse en el lecho de la diosa: “si me tienes desnudo e indefenso ante ti podrías convertirme en un cobarde.”
¿Cuáles son las artes de Circe, la de hermosos bucles? Según la cara ciencia de la anfibología hay noches en que la Albertina de Proust se convierte secretamente en Alberto, pues realmente muy extraños son los caminos del mar recorridos por el ilustre Odiseo. Comenta el poeta de Alexandra: “Se tornaba un bello mancebo moreno aceitunado con la mirada inocente”. La propia Alexandra, entre tanto, le confiesa, como un reto, y desde la completa autonomía de su ser: “Yo soy una mujer. Yo dibujo la curva de mi deseo, fundo el epicentro de mi placer, invento mis momentos eróticos más allá de la contingencia de tu centro.”
Para Lovo, citando en el texto a Paul Ricoeur, el mal, que con frecuencia nos visita en la historia humana, es el resultado de una desproporción entre la gestión del hombre y la acción divina. Una falta de simetría, una falla en el orden cósmico, que crea el intersticio –la “incurable” herida femenina– donde se alojan el mal y surge, no obstante, la vida. El concepto es más helenista que judeocristiano, que se expresa, en toda su intensidad, cuando en el texto se compara la sexualidad desnuda de Alexandra con una “danza insondable”, mientras derrama orín de su herida, “la más pura agua para ser bebida por gamos de cristal.”
Mientras tanto, ¿qué nos comenta el poeta del Poder? Lovo nos dice, utilizando sus propias referencias históricas, que en el siglo XX al movimiento revolucionario en el poder le ha sucedido lo mismo que le ocurrió al movimiento cristiano después del Edicto de Milán en el siglo III, cuando se convirtió en Religión oficial del Imperio Romano Cristiano: está aquejado de una “contradictio in terminis”.
Pero en las “Sonatas…” tambiénse nos ha dicho: “La escritura es el río que cerca el poder/ Sobre la sombras de Patmos allá por Apocalipsis”.
El autor nos propone el texto, la palabra escrita, como esa construcción indeleble en la que no sólo se mellan las lanzas del Poder y se oxida el tiempo que levanta imperios, sino que expone la inestimable profecía de su inevitable finitud.
Lo abismático que puede haber en Alexandra –la gran hetaira del Poder fornicada en la noche del placer– radica en el peligro, incluso físico, que acompaña al poeta cuando está a solas con ella; en cada confidencia concedida, en cada requiebro murmurado; en cita con un ser en el que se anudan difíciles estratagemas, delicados hilos de sangre que teje para él la “serpiente – devoradora”. ¿Nuevo mito del paraíso? ¿Nueva culpa y excomunión? ¿Nuevo evangelio, acaso? que haría de la poesía una forma de trashumancia y convertiría al poeta en peregrino del Deseo en vías de acceder a la Jerusalén omitida, soslayada, usurpada por todos los manifiestos y ceremoniales del Poder. Porque el poder “Suele disfrazarse de signo sin serlo (…)/ (Y) La fiesta del poder es plétora ahíta frente al río del hambre.” (“Sonatas…”)
¿Nos recuerda Alexandra a “la Maga” de Julio Cortázar? Todo parece indicar que no. Una de las mejores aproximaciones a “la Maga” se encuentra en la propia novela“Rayuela”:”ella no puede aprender Zen porque ella misma es el Zen”. Hay, sin embargo, en las “vidas” paralelas de ambas mujeres, un rastro espumoso que deja la pérfida incausalidad del universo; circunstancias demasiado ambiguas, paradójicas, paródicas, que las definen a penas pero que ponen en peligro, de un modo u otro, a todos los que se le acercan. Aunque lo que las pudiera aproximar es la perspectiva desde donde son miradas y entendidas: existe así, en el poeta, una imprecisión existencial –un desliz, una cáscara de banano sobre el suelo– que lo acerca a Oliveira, el protagonista masculino de “Rayuela”: éste vaga por un París brumoso, filosófico con un fondo de tango y nostalgia; el otro desanda Nicaragua ardiente y en ruinas mientras escucha una canción de Paloma San Basilio que le dedicara Alexandra. Es decir, ambos están condenados a vivir de sus propias postulaciones y sufren del mal de alturas mientras escalan el abismo de Circe, la cursi hechicera.
Hay en Lovo una diáfana pretensión de hacer del mundanal ruido el espacio privilegiado en que debe habitar su poesía, para convertirse, él mismo, en porción inseparable de lo que el mundo es. Cuando el filósofo alemán Federico Nietzsche escribió que los antiguos griegos –los presocráticos– “eran unos superficiales”, estaba calando en el ángulo paradójicamente más complejo, o distante, con respecto a nosotros, de la personalidad psicológica de Grecia.
En este sentido se puede afirmar que “La mujer que olvidó el amor” es un texto profano, el cual no tarda en mostrarle al lector su concisa intención de Modernidad. Los griegos no conocían los vericuetos del alma en el sentido en que ésta fue sentida en la Edad Media, después de las lecciones de San Agustín; por tanto, la hondura psicológica, el desasosiego escatológico, la urdimbre metafísica de la vida no fue nunca tenida seriamente en cuenta por esta civilización adolescente. Los griegos hicieron de este desconocimiento, de esta bella superficialidad, una razón de ser y, desde ella, constituyeron su idea de Modernidad.
No obstante, volviendo a la cita, que se hace en el texto, de Paul Ricoeur, habitan en el mundo secretas analogías, semejanzas olvidadas y arcanas inscripciones que el poeta, en su desvarío, intenta a toda costa recomponer, llegar a descifrar. De este modo la grieta femenina señala analógicamente la cicatriz que dejara sobre la tierra una antigua expulsión. Ya que si es cierto que en todas las teogonías el hombre es el expulsado, en las teogonías también el poeta aparece como el ladrón del fuego. Un destino que lo conduce a enfrentarse a los mismos dioses –“en verdad odio a todos los dioses”, reza limpiamente el Prometeo de Esquilo– y tomar partido por los hombres devolviendo al mundo –al mundanal ruido– su esencia perdida; el fuego.
Situándose al calor de las relaciones humanas nos comenta, en las líneas finales de la novela, el poeta devenido en narrador: “En los primeros días de noviembre concertaré una cita con Alexandra. Quiero leerle en la Selva Negra de Matagalpa el manuscrito “La Mujer que olvidó el amor”. De esto se desprende que si el autor omnisciente y su personaje literario coinciden en una misma persona, es porque hemos asistido a la consabida lectura de una escritura que es su propia representación, donde los lazos entre la vida y el arte han quedado formalmente establecidos. Es el propio autor quien participa del texto, suprimiendo toda relación oblicua entre el texto y su creador; asentando además la narración sobre su propio significado. Texto que sin dudas leerá Alexandra, lo cual es como apuntar que Dulcinea pudo ser lectora del Quijote –“escrito por Alonso Quijano”– o que Ofelia, en el Drama “Hamlet”, asistió conmovida a la representación que hiciera el propio Hamlet de sí mismo y de la vida de intrigas en la corte palaciega. Ser leído por la persona amada se torna la presunción más alta del poeta – novelista, que nos pide que comprendamos su obra como lo que esencialmente es: una escritura; una epístola de amor.
Se percibe, sin embargo, en Lovo una preocupación bastante sostenida para que se comprenda al texto como literatura, como básico ejercicio literario en el que él expresa, no sin ironías, el lado cruel o escatológico de las cosas, la derivación suma a la que, en ocasiones, lo conduce su escritura. De esta manera, la patente mundaneidad que le hace citar a Manuel Alejandro – afamado autor de letras de canciones populares– es también la que lo conduce a proponer un diseño conceptual de la geografía ideológica en la que se apretuja el Poder: “El poder es la mise en scène por excelencia/ La señalada por Brecht/ Sin distanciamientos ni desdoblamientos nada más mise en scène/ La dispositio espacial con sus justos personajes netos (…)” (“Sonatas…”)
La tela que hila paciente la reina Penélope envuelve la narración en una extraordinaria polisemia de los significados, entre ellos, que Nicaragua –mezo América– muy bien pudiera convertirse en escenario de una historia clásica. La patria de Lovo es un istmo intraoceánico –donde se anudan caminos y destinos individuales y colectivos– porción significativa de una gran contracción continental, por eso si la leyenda la asemeja a la nórdica Islandia, como versión meridional de una tierra telúrica, de grandes poetas y plagada de lagos y volcanes, el mito la aproxima a Grecia…
Deviniendo, en la práctica, en epílogo se nos cuenta el pasaje donde el poeta visita a su amiga, una pintora culta en los misterios de Safo. Sentados uno frente al otro, en una breve pero acogedora estancia de Jinotepe –pequeño pueblo situado en la fresca meseta de Carazo– la pintora y el poeta beben tranquilamente vino, saborean con placer queso de cabra y devoran con fruición castañas asadas, mientras hablan de Alexandra. Lovo nos ha brindado un atento testimonio descriptivo de la casa de su fiel confidente, el cual se puede resumir en esta frase: “La casa de Tania es blanca y pequeña.” Entre tanto nos cita el nombre de uno de sus cuadros “más encantadores”: “Óleo de una mujer con sombrero.” Y de la mujer representada en la pintura, probable reflejo de su amiga, nos afirma: “Una mujer madura y misteriosa concentrada en ella misma. Obviando con evasión oblicua al mundo.”
Significativamente Lovo nos vuelve a comentar, en el contexto de su presencia en la casa de Tania: “Los poetas somos hijos de Safo”.
No sé si nos encontramos ante ese tipo de autor que ha accedido a la plena consciencia de su Modernidad; a su condición, en un sentido helenístico, de ciudadano político del mundo. Su constante reflexión sobre el Poder, inserta en el contexto de su literatura, conduce a entenderlo de esta manera. Tal vez aquello que consideramos “postmodernidad” no sea otra cosa que un modo, en particular, de enfocar y pensar los problemas que se contraen en tiempos de “nuestra” difícil Modernidad. Tal vez como si el concepto de “postmodernidad” donde nos conduce, por paradoja, es hacia una Modernidad que, tomando consciencia de sí, pueda realizar, en sí misma, su propia esencia hasta ahora preterida; su propia ley del devenir para convertirse en realidad histórica asumida.
Es en pueblos jóvenes como Cuba y Nicaragua donde mejor se puede constatar esa “dolorosa” Modernidad en ciernes, universalmente postergada, inclusive ignorada por estrechos intereses políticos, socioeconómicos, nacionales y transnacionales. “La mujer que olvidó el amor” de Anastasio Lovo constituye así, desde la evidencia de su mismo título, un reproche y una clara y abierta petición de Modernidad; de mundaneidad.
25/12/2008
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