Hija del general del Ejército Libertador, Enrique Loynaz del Castillo –autor de la letra del “Himno Invasor”– Dulce María nació en La Habana en 1902, el mismo año que nacía la República; “Premio Nacional de Literatura” en 1987 y “Premio Cervantes” en 1993, su novela Jardín comenzó aescribirlaa fines de la década del veinte tomándole siete años concluirla, siendo publicada en Madrid en 1951, donde fue muy elogiada por la crítica especializada.
Jardín, “novela lírica” de Dulce María Loynaz, representa la historia esencialmente literaria de un devenir psicológico, la cual no se encuentra contextualizada en ninguna cronología o espacio geográfico determinado, ya que es la narración ambigua e imprecisa de una mujer que vive centrada únicamente en su jardín, convertido en fundamento simbólico de su solitaria existencia. De esta manera, la lenta evolución de los paisajes de la consciencia refleja una pulsión –la perenne lucha por el redescubrimiento de sí– que se nos revela, en calidad de testimonio, bajo la forma de una notabilísima escritura.
Hay en Dulce María lo que podríamos llamar una pulsión infrahistórica, la cual se expresa mediante una escritura y una consciencia en movimiento. La influencia de los períodos culturales romántico, modernista, vanguardista no sólo son partes o estadios de la conciencia artística de la autora desplegados en la novela, ya que conforman la mecánica de un proceso que, sin dejar de ser psicológico, es además histórico. El romanticismo significa el primer período claramente conceptual del mundo moderno, más la reapertura de la intimidad psicológica –agustiniana. El modernismo, como concepción cultural, se coloca en el interior de la concavidad subjetiva construida por el romanticismo bajo el eje axial de la existencia, aunque es fundamentalmente un estilo, una tendencia formal. El modernismo se plantea una reconstrucción plástica del mundo; se es modernista porque se ha sido romántico y porque el artista de este período sigue los dictados de su subjetividad para embellecer la realidad circundante y construir, a partir de una nueva conciencia social, una novedosa relación con el mundo. El vanguardismo, mucho más raigal, tiende a unificar la vigorosa innovación ejercida sobre las fuentes formales de la creación artística con la rebelión existencial, en ocasiones política en las que se implican por igual género sexual, sociedad, historia y cultura.
Bajo extrañas circunstancias me fue dado conocer, hace aproximadamente una década, algunos fragmentos de Jardín. Como esos desconocidos que se nos presentan en la vida con un nombre falso y aprovechándose de nuestra catastrófica ingenuidad se complacen en mentirnos, me fueron leídos pasajes de la susodicha novela de la cual un amigo, ya fallecido, reclamaba la apócrifa autoría. Sin embargo, intentando de alguna manera disculpar el patente fraude estilístico, quisiera recordarle al lector aquella tesis de Jorge Luis Borges de que no hay interpretación que no sea ficcional y que como ficción no se añada como un dato más a la realidad. La realidad de estos hechos, fácil plagio, dolosa traición a la amistad, se vio invadida por el colmo de las sutilezas y los comentarios lascivos que, sobre el texto de la Loynaz, hiciera ese extraordinario comunicador, que, a pesar de todo, sin dudas fue mi extinto amigo.
Como alguien que paradójicamente busca probar la autenticidad de una evidencia remitiéndose para eso a su previa falsificación, propongo situarnos ante la novela de la Loynaz desde la compleja posición del lector mórbido, quien primero ha desvirtuado la autoría del texto y luego lo ha recompuesto libremente mediante un doble ejercicio: la lectura ocasional de algunos de sus mejores párrafos, citados como de invención propia, y la de una síntesis o explicación general sobre el antiguo texto; proyecto conscientemente llevado a su realización falaz por mi singular amigo, perfectamente caracterizado en su irónico papel de sujeto deseante, aprehensor del texto – libido dedicado exclusivamente a mí, en mi inconsciente situación de lector ingenuo.
La lectura de esta novelanos revela un cosmorama: un ser femenino, dotado de una particular historia psicológica, inserto –“prisionera”– de un Jardín; el Jardín de una amplia casona enrejada desde donde sólo se distingue el mar en lontananza. El Jardín conforma la materia de la reflexión y la excusa para el despliegue de los temas simbólicos, mientras que la memoria de la narradora atraviesa sucesivamente los diferentes estadios históricos de la consciencia: La niñez, la pubertad y la mujer adulta.
El Jardín descrito es romántico, copioso, asimétrico, verborante; nada queda en él, como vestigio racionalista, del geométrico jardín neoclásico; es, por el contrario, un Jardín informe, vasto, húmedo y umbrío; una breve selva por su desmesura, plagada de plantas trepadoras, de hojas lacerantes que crecen anárquicamente tapando el sol y de puna tierra obscura cubierta por el gelatinoso líquido de las plantas y por el pasto formado de hojas muertas; un Jardín al que pueblan insectos, lagartos trepadores y esconde en su centro una fuente abandonada de la que mana un agua verdinegra. Es un sitio “peligroso”, a veces revulsivo, que la protagonista ha intuido como naturaleza caída, degradada en su acepción religiosa judeo – cristiana. Es esencialmente el Jardín concebido como lugar pecaminoso pues ha sido escenario y contexto, en la parábola del Génesis, de la transgresión, la maldición y la expulsión.
“La Niña es buena y lleva una medallita de oro para alejar al diablo.” Nos dice la Loynaz en las primeras páginas de su libro para entregarnos una de las primeras claves interpretativas. La profunda evocación rememorativa, ensoñativa, sentimental de una niña colocada al borde solitario de un jardín que mediante una visión crepuscular – cual una pintura prerrafaelista de William Morris– se dibuja ante sus ojos como particular paradiso o inferno de sí, que pone en situación de peligro su consciencia, se entrelaza, como un blanco macramé, con la narración fantástica “La bella durmiente del bosque”, la cual deviene en tema intertextual que la autora recrea, incorpora, implica concienzudamente con capítulos de su propio corpus narrativo.
“¿Se morirá la Niña? ¡Dios mío! ¿quién dijo esto en el mundo?” La Niña no ha muerto, podríamos decir fieles al texto de “La bella durmiente…” sólo duerme. ¿Ronda este antiguo mito indoario el tema sociocultural de la virginidad? ¿Es eso lo que perdería la princesa, según el vaticinio del hada malvada, una vez se hiriera levemente con la aguja de una rueca? ¿A qué ruecas y a qué agujas se refería el rey cuando ordenó suprimirlas del reino y así salvaguardar a su princesa? Más allá del juego o la ironía existe una profunda condición de la naturaleza humana que persiste en conservar intactas las imágenes sagradas de la infancia y la pureza. La princesa caída en un sueño secular ya no recordaría al despertar el trauma primigenio –tampoco lo recordaría el reino sumergido por un siglo en ese mismo sueño– aunque tendría a su lado la voz lasciva del lector mórbido quien maléficamente le repite: “Has soñado, has soñado”.
En el mundo infantil, tan hiperbólico como el Génesis bíblico, un lagarto puede ser visto como un dragón, símbolo del maleficio que amenaza desde el Jardín la seguridad de la Niña – princesa. Pero ¿cuál ese maleficio? ¿La violación? ¿El incesto? según proponía morbosamente mi finado amigo. ¿La indefensión ante el mundo debido al temprano abandono de los padres? Padre, que según una versión libérrima del texto, navega por el mar en un blanco velero y regresa inesperadamente, en medio de un clímax dramático, para salvar a la Niña de los peligros horribles que la acechan desde el Jardín; padre mitificado por ella como la figura de un San Jorge justiciero.
Prefiero personalmente hablar de un maleficio cultural encontrado in extremis en el sueño de la virgen, en la Niña dormida junto a una hermosa réplica de un libro medieval de las horas; una antigua pieza iluminada. Ese maleficio radica en la desvirtualización de la vida debido a la desrealización –mitificación– de la consciencia. Pero, ¿cuál es entonces el verdadero significado del mito encontrado en el Jardín? El ideal romántico opuso sensibilidad a naturaleza, del mismo modo la Loynaz entiende al Jardín como cuerpo humano, impuro, doloroso, sometido a la irreversible enfermedad del tiempo. Opuesta al Jardín se encuentra su escritura que, aunque nace de la inequívoca tensión entre espíritu y materia, no se propone, a la manera de los santos, llegar a comprender una difícil escatología, sino recomponer la indispuesta relación con el mundo, porque para ella, dilecta hija del modernismo literario, embellecer el mundo es darle significado.
Pocos pintores como Dante Gabriel Rossetti –de la gran escuela romántica inglesa de principios del siglo XIX– han tratado con rasgos tan idealizados la figura femenina, convirtiendo su pintura en un verdadero corpus simbólico; de este modo en el período de los pintores prerrafaelistas se ilustra la saga mitológica de San Jorge, caballero matador del Dragón. La cultura y sociedad inglesa se yuxtaponen, en un momento histórico, sobre los hábitos, costumbres y referencias del patriciado criollo culto –¿otro rostro del Colonialismo cultural? San Jorge, patrono de Inglaterra, deviene entonces en deshacedor simbólico del maleficio del Jardín.
El horror al Dragón no sólo surge por temor a un mundo ajeno a la cuestión de la verdad y los significados, sino –la Loynaz es esencialmente una esteta– debido al rechazo total a la fealdad, a la absurda irrealidad de lo formado a medias. Jardín de la Loynaz, como escritura, propone superponer una imagen frente al antiguo icono destruido; de esta manera el llanto benevolente del espíritu, Diluvio genesíaco como hipérbole fundamental, purifica el cuerpo de la naturaleza librándolo de dolores, miedos, enfermedades y mitos. En el vencimiento al Dragón se expresa el concepto cristiano de verdad como esencia intuida, mientras que el jardín se nos aparece, en su instancia más primitiva, como naturaleza obscura, reticente al escrutinio sapiencial en el que se conjugan desde siempre razón y fe. Hay que entender la dosis de realidad de lo planteado: a lo que aquí se alude es a una victoria psicológica en nombre de una extraordinaria poética del lenguaje y a una diáfana concepción del arte como mundo verdadero.
En Jardín aparece una palabra encontrada por la protagonista por puro azar junto al mar, la misma palabra la utiliza mi viejo amigo como pieza clave de su narración oral, ignoro si también plagiada, El calor y la cumbre; palabra que da nombre a una pequeña ciudad británica y se convierte en expresión invocatoria que ambienta un contexto dramático: Southampton.
Tomo estos datos casi literalmente de Wikipedia: Ciudad portuaria situada a unos 110 Km. al sudoeste de Londres, desde su puerto iniciaron viaje a América los Padres Peregrinos, a bordo del Mayflower, en 1623. Southampton ha sido el lugar desde el que han partido millones de emigrantes para iniciar una nueva vida en lugares comoEstados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda, Sudáfrica… Al igual que otros muchos lujosos transatlánticos de la época, el Titanic zarpó también desde el puerto deSouthampton (…)
La novela Jardín fue escrita, como hemos dicho, a finales de los años veinte y entrada la década del 30; el Titanic se hundió la noche del 15 de abril de 1912 y como es conocido fue una noticia que conmovió al mundo. Nos dice la Loynaz, luego que su personaje ha encontrado en un salvavidas abandonado en la playa una inscripción con la palabra Southampton: “(…) era un mar bueno y sencillo como el mar un domingo de junio” (pero) “el mar se fue poniendo obscuro, obscuro, como si una gaviota negra y enorme hubiera tendido por encima de él sus alas, hasta el horizonte. (…) ¡Salvavidas redondo y perdido, boca abierta y muda bajo la noche, que hablaba sin palabras de lo que pasó en el mar!
El Titanic posee la singular característica de ser en la historia moderna un hecho excepcionalmente trágico, el cual alcanza una dimensión que pudiera ser llamada clásica. No creo que fue casual que la Loynaz incorporara, sutil y elípticamente, una mención a la tragedia ocurrida en el mar aproximadamente veinte años antes; quizás exista en la vida de la autora una dimensión trágica que ella busca comunicarnos de algún modo. Por su parte, para mi falaz amigo la palabra Southampton poseía una connotación simbólica, acaso sagrada. Es el puerto de partida del legendario buque, el puerto de partida de millones de inmigrantes; la capital espiritual de todos los náufragos del mundo; pues de allí siempre, siempre –sin importar cómo y cuándo–alguna vez partimos. El individuo moderno, a diferencia del griego antiguo, carece del instinto y la estructura psicológica idóneos para distinguir en su propia época la tragedia, sin embargo, por paradoja, la vive agónicamente casi todos los días.En el escudo de la Liga comercial “Hanseática” del mar Báltico, fundada en el siglo XIII, reza la siguiente máxima: “Navegar es necesario, vivir no”. Pocas veces la vida cobra para el artista un significado tan serio como cuando se dispone a asumir una decisión tan antinatural como la de subordinar su vida al arte; Southampton, en la leyenda emblemática de la marinería inglesa, expresa simbólicamente esa formidable determinación.
La soledad del Jardín justifica la construcción extensa, agobiante y prometedora de una literatura; un Jardín que coexiste con una especial sensibilidad. Más allá de sus límites se encuentra la vida en sus más variadas formas. Aunque el Jardín, es necesario decirlo, no siempre es el mismo, ni incita a los mismos terrores y placeres, pues se encuentra marcado por la mutación y la temporalidad, por una memoria agudamente femenina que lo recorre, en perenne calidad de remembranza, hasta el mismo lugar subjetivo donde el Dragón regresa a su mínima condición de lagartija, finalizando así el ciclo del hechizo.
¿Hay en Jardín una corriente de intertextualidad que lo anuda, al modo de un hermoso macramé, con el francés Marcel Proust, con el cubano José Lezama?
Es bastante posible que Dulce María Loynaz creyera en el prodigio de las libres asociaciones mentales que la transportan a lejanos e ignotos lugares de la memoria –no siempre involuntaria, no siempre voluntaria; hay en su literatura ecos del sabor proustiano de la “magdalena en una taza de té” en ese constante desatar femenino de las cintas de los papeles y daguerrotipos del recuerdo bajo los obscuros arcos de la antigua habitación familiar, en la contemplación ensimismada de las arcaicas ilustraciones de la hermandad prerrafaelista. Con relación a Lezama, la ata la amable singularidad de las diferencias. El gran poeta, como todo gran artista –como el mismo Proust– apacienta un Dragón en su Jardín, aunque al mismo tiempo lo concibe como lugar privilegiado para el diálogo y el ejercicio del placer de cada sentido, incluyendo el sentido intelectual. La autora, con el pasar de los años, convertirá su propio Jardín –en realidad su casona habanera– en lugar extraordinario de tertulias, mas la abstracta dicotomía entre naturaleza y sensibilidad probablemente continuará habitando los entresijos más dolorosos de su existencia.
Nos dice la Loynaz de su protagonista: “Como vivía por los ojos, los ojos se le habían agrandado, se le ensancharon durante la enfermedad por los rosados bordes de los párpados, dilatándose la mancha azulosa de la córnea hasta volver traslúcida la pupila.”
Realmente son muy curiosas las relaciones psicológicas que propone en el texto la autora con respecto a su vida y a su Jardín íntimo –un Jardín como una vida; todo allí transcurre según un tiempo que al final se vuelve histórico; lo cual es, al fin y al cabo, el gran tema de Génesis. A Dulce María la historia la anuda desde sus orígenes –no sé si fue la estudiosa cubana Fina García Marrúz quien opinó que la novela Jardín transita desde el romanticismo y el modernismo literarios hasta la vanguardia política y estética… Si como vanguardia entendemos la reconfiguración psicológica de una mujer devenida en sujeto activo de la enunciación, es cierto y ese es exactamente su periplo.
Creo que Jardín es principalmente una historia emocional y un hermoso lenguaje que corresponden a una época fundamentalmente de transición, en el orden de los valores nacionales y con relación a la creación artística universal. El gran antecedente histórico y literario de Dulce María, como para la mayoría de los escritores cubanos de su generación, es la vida y la obra de José Martí: la cualidad estética devenida en principio ético; la fe en el progreso del mundo como razón de “suficiente hermosura”.
Mi extemporáneo y extinto amigo falsificó sin mesura pasajes del texto de la Loynaz con lúdica intención provocativa, y debido, esencialmente, a la pobreza de nuestras propias palabras para poder distraernos y estimular la fantasía en las innumerables noches de ocio. Hoy leo, sin embargo, estas palabras del Preludio de Dulce María y me hacen pensar en la terrible ambigüedad de todo texto, en la línea indefinida y concomitante que traza una escritura:
“Nada lo libra, sin embargo, de ser un libro extemporáneo, aunque una mujer y un jardín sean dos motivos eternos; como que de una mujer y un jardín le viene la raíz al mundo (…)”
20/09/2008
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