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Occidente ya se derrumbó (Parte II)

por Cristián Mancilla
Artículo publicado el 01/12/2019

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Resumen
Este ensayo continúa y concluye la discusión iniciada en «Occidente ya se derrumbó (I)», ofreciendo una solución a las amenazas terroristas y un diagnóstico con respecto al futuro de la cultura occidental.

Palabras clave:
cultura, terrorismo, migrantes, Islam, Europa.

 

¿Cómo prevenir la amenaza musulmana contra Occidente?
Si entendemos la cultura como el conjunto del comportamiento humano más el producto de su labor y de su trabajo, podríamos afirmar que la cultura se corresponde con el objeto de análisis de las humanidades y con el objeto de estudio de las ciencias sociales. Si asumimos que existen culturas diferentes, debe haber un criterio para distinguirlas. No cuento con una herramienta concreta para hacer esta distinción ahora, pero intuyo que una distinción entre los sectores culturales y la lengua ha de ayudar en la construcción de uno. Los sectores culturales a los que me refiero son el arte, la ciencia, la técnica, la moral, la religión, la política y el juego. Para admitir que existe una amenaza «musulmana» deberíamos, al menos, ser capaces de sostener que existe una cultura «musulmana» y de explicar por qué es distinta de la «occidental». El criterio lingüístico no parece confiable porque, en el grupo que denominamos «musulmán», resulta fácil encontrar al menos diez lenguas diferentes y estas ni siquiera pertenecen a una misma familia. Uno imaginaría que la cultura musulmana está caracterizada principalmente por la religión; pero yo mismo dudo cuando, aplicando este criterio, pienso en que los indonesios estarán incluidos en la cultura musulmana. Así que puede haber una coincidencia en el aspecto religioso, pero esto no implica que la cultura de comunidades distintas sea la misma: incluso cuando el aspecto principal de una cultura sea la religión.

Creo que un criterio más apropiado para definir grupos culturales es el de la interacción en cada uno de los seis sectores que mencioné justo arriba. La interacción ocurre, necesariamente, entre comunidades que están definidas, en principio, por criterios lingüísticos. Esta es la razón de que le otorgue, intuitivamente, tanta relevancia a la lengua como factor definitorio de la cultura. No obstante, este factor solamente sirve para identificar los grupos que están interactuando a través de los sectores culturales. Las delimitaciones de los grupos culturales debería hacerse, por lo tanto, sobre la base de la cantidad y las fortaleza de las relaciones establecidas entre las comunidades lingüísticas. La forma exacta de definir los criterios para medir las interacciones y para interpretar los resultados de las mediciones podría ser objeto de otro ensayo, visto que la elaboración de tal metodología requiere espacio propio y bastante reflexión. Se me ocurre, por mientras, que el criterio lingüístico podría ser comparado con un criterio «metropolitano», es decir, uno que se focalice en las poblaciones de ciudades más que en grupos dialectales: lo pienso porque el estilo de vida de una ciudad podría considerarse esencial para definir el carácter cultural de sus habitantes, aunque sigo pensando que la columna vertebral de la cultura es la lengua.

Asumiendo, pues, que existe una cultura musulmana y que existe una cultura occidental, me propongo explorar las formas de enfrentar las amenazas de aquella contra esta. La amenaza que enfrenta Occidente se manifiesta en dos fenómenos: los ataques terroristas y la imposición de la sharia. Los ataques terroristas pueden ser considerados más una amenaza contra las personas que una amenaza contra la cultura. De hecho, como indiqué arriba, la mayor cantidad de víctimas en ataques terroristas perpetrados por musulmanes son otros musulmanes. Aun cuando se trata de una amenaza contra las personas y no contra alguna cultura en particular, me referiré a lo que considero las manera más efectiva de contrarrestar esta amenaza. La imposición de la sharia, por otra parte, es una amenaza tanto contra las personas cuanto contra la cultura, puesto que pone en riesgo la seguridad individual y termina afectando la vida diaria de países enteros. Como dije, es cierto que la cultura no es un fenómeno inmutable y terminará cambiando de todas maneras: el problema con la sharia es que hace estos cambios en contra de la voluntad de las personas. De manera que aquello que ocurriría voluntariamente termina teniendo lugar en contra de la voluntad y esto constituye un atentado contra los procesos sociales: ellos deben ser espontáneos o no ser.

La amenaza terrorista
¿Por qué se culpa colectivamente al islam por los ataques de individuos aislados? Esta sensata pregunta amerita ser contestada antes de que entre en detalle acerca de cómo repeler ataques terroristas. Se dice que, cuando un cristiano realiza un ataque terrorista, la opinión pública no le atribuye el ataque a sus creencias religiosas, sino que a otras razones: que tenía problemas mentales o que se trataba de un criminal son las más comunes. Ahora bien, cuando alguien se refiere a ataques terroristas cometidos por cristianos, de inmediato pienso en el conflicto de Irlanda del Norte entre cristianos católicos y cristianos protestantes. Los ataques perpetrados en el contexto de este conflicto no estaban, en general, inspirados en razones religiosas, sino en razones políticas que eran abiertamente admitidas por los perpetradores. Aparte de este caso particular y emblemático, me cuesta pensar en algún ejemplo de ataque terrorista llevado a cabo por un cristiano por razones religiosas. Es importante dilucidar este punto relativo a las razones religiosas porque son ellas las que dan pie a una acusación contra las creencias detrás del atacante. El ataque contra Charlie Hebdo, por ejemplo, tenía una motivación religiosa. Esta motivación inspira la sospecha de que este ataque podría haber sido ejecutado aleatoriamente por personas distintas de quienes efectivamente lo hicieron, pero que compartieran el mismo trasfondo dogmático que ellas. Es posible confirmar esta sospecha al comparar la propuesta con las actividades de los grupos marxistas o ecologistas radicales: estos justifican el uso de la violencia física, presuntamente para evitar males mayores, y la practican de forma directa en contra de personas. Las víctimas pueden amenazar o no sus creencias, pero los atacantes siempre justificarán su transgresión en vista del mal que creen estar evitando.

No parecería apropiado citar las Cruzadas o el Tribunal del Santo Oficio ni la Guerra de los Treinta Años en una búsqueda de actividades terroristas perpetradas por cristianos. Estos casos sí son útiles, no obstante, para mostrar que el cristianismo puede invocar razones dogmáticas para ejercer la violencia contra personas, como lo hacen habitualmente marxistas y ecologistas y musulmanes: parece importante reconocer la concurrencia de esta condición. El hecho de que la Iglesia de Roma haya deplorado algunos de estos hechos marca una diferencia de actitud, ciertamente, por cuanto rechaza algunas acciones violentas de las cuales ella misma fue responsable. Pero la distinción no me parece del todo clara: la existencia de razones dogmáticas aún persiste como una fuente de inspiración para eventuales atacantes cristianos. Ignoro ejemplos concretos, pero imagino un escenario específico en el que la condición cristiana del atacante sería imposible de pasar por alto: un atentado contra una mezquita en una ciudad musulmana. Este escenario, de hecho, fue la trama de una obra para títeres que escribí y representé junto con mi amigo Nicolás cuando asistía al liceo (1999). Un ataque con estas características sería, sin duda, atribuible no solo a las razones particulares del atacante, sino a los fundamentos dogmáticos del cristianismo: reconocerlo sería inevitable. Y es este tipo de ataques, los ejecutados por musulmanes contra personas específicas o aleatorias en ciudades occidentales (mayoritariamente europeas), los que han despertado la alarma del terrorismo musulmán: no lo hicieron los ataques terroristas de musulmanes en ciudades musulmanas. De hecho, este tipo de ataques pueden presumirse similares a los que ocurrían en el conflicto de Irlanda del Norte, con motivaciones más políticas que religiosas, si bien no me atrevería a descartar que estén inspirados en diferencias religiosas entre grupos islámicos opuestos. Todas estas consideraciones permiten explicar, pues, por qué se culpa al islam en los casos de ataques terroristas perpetrados por musulmanes en ciudades occidentales: no se trata de acusaciones gratuitas, sino de sospechas fundadas e incluso transferibles a cristianos que hicieren lo mismo en ciudades musulmanas.

La respuesta de los gobiernos occidentales frente a los ataques terroristas ha sido mayor presencia policial en la vía pública, mayores controles fronterizos, más vigilancia sobre los civiles. Estas medidas significan más control del Estado y menos libertad de los individuos: quizá las personas están dispuestas a renunciar a su libertad con tal de sentirse seguras, pero este es un pésimo trato tanto en sus fundamentos cuanto en sus efectos. Se trata de un mal acuerdo en cuanto a sus fundamentos porque admite que, siendo la seguridad y la libertad derechos fundamentales, propone anteponer uno de ellos al otro y esto transgrede el principio de isonomía jurídica, es decir, que ningún derecho puede utilizarse para limitar otro. Este principio tiene su expresión positiva en DUDH 30 y su fundamentación teórica en el sintagma jurídico[1]. El sintagma jurídico es una estructura conceptual constituida por un derecho determinado por una vulneración. Esta estructura implica que todo fenómeno que afecte un derecho es una vulneración. Por ende, impide afirmar que un derecho pueda limitar otro derecho. Resultaría, por lo demás, ilógico que exista una relación de determinación entre dos elementos homofuncionales. Si alguien afirma que un derecho afecta a otro, en realidad se está refiriendo a un derecho y a una vulneración: aquel que es identificado como el derecho que afecta a otro es la vulneración mientras el derecho afectado es el derecho propiamente tal. De manera que resulta cuestionable racionalmente la propuesta de que la libertad sea limitada con el fin de proteger la seguridad: lo que verdaderamente ocurre en este caso es que se está instituyendo una transgresión, pero ningún derecho está siendo protegido. En el caso de los efectos de esta propuesta, tenemos datos que respaldan la afirmación de que una libertad más limitada no equivale a mayor seguridad que una libertad menos limitada. El contexto de máxima seguridad y mínima libertad es el de una cárcel, pero incluso en este recinto ocurren actos de violencia y hasta asesinatos. En el ámbito mundial, los países que limitan mayormente la libertad no tienen una seguridad mejor que la de una cárcel o que la de países con menores limitaciones sobre la libertad. Incluso en los famosos casos de tiroteos en EEUU, estos ocurren con mayor frecuencia en ciudades con mayores limitaciones sobre el porte de armas y tardan más en ser controlados en esas mismas ciudades.

¿Quién defenderá, pues, a los ciudadanos víctimas del terrorismo si no lo hace el gobierno aumentando las medidas de seguridad, aun cuando limite la libertad? Ciertamente, me parece increíble la mera noción de que debamos depositar la responsabilidad de nuestra seguridad en particular y de nuestra vida en general sobre el gobierno o sobre el Estado. Ninguna persona o institución tiene responsabilidad alguna sobre nuestra seguridad o sobre nuestra libertad: existe el imperativo moral de que no interfieran con nuestro ejercicio de estas facultades, pero no existe la obligación de que las provean o las garanticen. Si admitimos, siguiendo el sintagma jurídico, que ningún derecho es vulnerado por otro derecho, sino que el determinante estructural del derecho es una vulneración, debemos aceptar que no es posible sostener al mismo tiempo el carácter universal de los derechos humanos y la obligatoriedad de prestar ayuda a los otros: tenemos que decidirnos por una sola de estas alternativas. Pero ni siquiera hay una elección para hacer aquí: la segunda alternativa, que exista la obligación de ayudar a los demás, implicaría una negación tanto del sintagma jurídico cuanto de la noción de derechos fundamentales: solamente la primera alternativa, que los derechos son universales, es coherente con el reconocimiento de los derechos del hombre y con la aplicación del sintagma jurídico. Cualquiera que acepte tener la obligación de ayudar a otros incluso en contra de su voluntad —como instan a hacer a menudo algunas corrientes cristianas— está admitiendo que el respeto de su libertad no vale la pena y, por ende, es legítimo esclavizarlo y disponer de sí como de un bien mueble. Lo mismo se aplicaría para el resto de sus congéneres humanos, puesto que son «iguales en dignidad y derechos». Por estas razones, el único «responsable» de protegerse a sí mismo es el individuo. Por supuesto que sus familiares y amigos lo socorrerán también, puesto que ellos no actúan movidos por lo que dice la ley. Hay quienes imaginan que los hombres, desprovistos de obligaciones legales, se comportarían como las arañas y se exterminarían inmisericordemente los unos a los otros hasta que quedare solamente una persona sobre la tierra. No diré que seamos como las abejas, pero sí somos mucho más colaborativos que las arañas y esto no depende de la ley ni del gobierno ni del Estado.

Aun cuando la reflexión lógica nos muestra que el individuo debe tener la facultad de defenderse a sí mismo y a quienes quiera proteger, el Estado se interpone en este asunto con abundante legislación relativa a la tenencia de armas, el porte de armas y la legítima defensa. Básicamente, el Estado no permite que una persona tenga o porte un arma sin el permiso de las instituciones estatales. Aparte de esto, el Estado se arroga la facultad de juzgar si una persona actuó o no en legítima defensa cuando se vio enfrentada a una agresión: y habitualmente considerará que no lo hizo y la condenará a cumplir una pena y a resarcir al delincuente, incluso si se defendió sin utilizar un arma. Algunos temen que el levantamiento de las restricciones sobre la tenencia y porte de armas desataría una ola de enfrentamientos callejeros, pero me parece que esta presunción está fundada en una desconfianza a la vez que desconocimiento de la conducta de las personas: si los hombres estuvieran dispuestos a dispararse en la calle, lo harían independientemente de lo que diga la ley. Y les tengo una noticia a los pesimistas hoplófobos: ya lo hacen. En efecto, aquellos que están dispuestos a resolver todos los problemas de su vida diaria con disparos ya lo están haciendo y no se detienen a revisar la legislación antes de cargar su revólver o pistola. ¿Por qué los demás cambiarían de actitud? ¿Acaso son como bestias que solamente pueden ser contenidas con una silla y un látigo? Yo, al menos, no siento que vaya a dispararles a mis vecinos si deja de haber control de armas: estoy atado a vivir junto a ellos y quiero mantener buenas relaciones. En realidad, casi siempre hay buenas razones para ser amable: así facilitamos el tránsito por la vereda y en los cruces peatonales, agilizamos los trámites, nos sentimos mejor y demostramos simpatía por quienes nos la inspiran espontáneamente. No se trata de una mera cuestión estratégica, por supuesto, sino de una decisión honesta fundada en lo que uno siente que es mejor. Aquel que se siente mejor disparando para interactuar con los demás, con seguridad ya lo está haciendo y muy posiblemente caerá víctima de la legítima defensa ejercida por alguien más. Esta situación no solamente está teniendo lugar y seguirá ocurriendo, sino que resulta mucho más tolerable cuando tenemos la oportunidad de defendernos que cuando el Estado nos impide hacerlo.

Las acciones violentas, delictuales, criminales y terroristas de musulmanes en ciudades occidentales ocurren a pesar de la existencia o presencia de la policía y de las leyes que sancionan estas conductas. Ellas seguirán teniendo lugar si los gobiernos locales flexibilizan la legislación relativa a la tenencia y porte de armas y a la legítima defensa. Pero, como dije recién, resulta mejor tener la oportunidad de defendernos que arriesgarnos a ser castigados por hacerlo. Esta sola razón basta para justificar que haya menos control sobre las armas en manos de las personas y menos exigencias formales para quien se defendió de una agresión. Los agresores ya están actuando de forma violenta en grupos desarmados o de manera individual con armas blancas y armas de fuego e incluso con camiones. La manera más eficaz de evitar y contener sus ataques es que haya tantas personas armadas en la calle como sea posible: no podemos depender de un pequeño grupo de hombres armados con trajes identificatorios que le permiten al agresor avistarlo desde lejos y huir oportunamente después de haber perpetrado su crimen. Lo mejor es que cada uno decida si quiere llevar un arma consigo o no y, en el caso de hacerlo, si acaso quiere defender a quienes se encuentran en peligro o bajo agresión. La observancia y el respeto de los derechos implica confiar en que las personas pueden tomar sus propias decisiones en todos los ámbitos de la vida: no solo en lo relativo al color de los pantalones que compran o al corte de pelo que escogen, sino también en lo relativo a las formas de defenderse que prefieren.

La aplicación de la sharia
El terreno más vulnerable en el plano cultural de Occidente con respecto a la amenaza que representa el Islam es aquel del derecho y la justicia. A causa de que estos ámbitos son controlados por políticos, quienes son pocos y tienen un poder desmedido, la amenaza de afectar negativamente las vidas de las personas se vuelve verosímil. Como el sector cultural de la política tiene «vocación de poder», intenta controlar los otros seis: arte, ciencia, técnica, moral, religión y juego. Este tipo de control dificulta, por cierto, el desarrollo normal de la cultura. Lamentablemente, el hombre occidental ha llegado a creer que este tipo de control resulta deseable, por cuanto provee de financiamiento para las actividades propias de todos los sectores de la cultura. El valor que le es atribuido, con justicia sin duda, a la cultura en Occidente ha conducido a la idea de que las actividades culturales deben contar con financiamiento garantizado. Pero la forma de garantizar este financiamiento, en prácticamente todos los casos, son los impuestos. Y el problema de financiar una actividad con impuestos es que ocurre el efecto descrito por el «principio de Reinhardt»: aquello que se gana en una parte ha sido perdido en otra. Esta pérdida, naturalmente, repercute en el desarrollo global de la sociedad: el que pierde no es tan solo aquel que tuvo que pagar un impuesto en contra de su voluntad, sino toda la sociedad. La sociedad se beneficia de la inversión, pero esta no puede ocurrir con fluidez si los políticos se están apropiando de las utilidades conseguidas a través de ella. De manera que el cobro de impuestos justificados como una manera de financiar las actividades culturales termina por perjudicarlas o, al menos, por ralentizar su desarrollo. Por otra parte, la asignación de recursos desde el gobierno no obedece a criterios propios del sector cultural respectivo, sino a criterios políticos: es lo que vemos en EEUU con la suspensión de recursos estatales para la investigación del cambio climático. Además, la asignación de estos recursos estimula una producción de mala calidad: los receptores del financiamiento fiscal no tienen estímulo para entregar un buen producto, puesto que su «cliente» es más un transmisor de recursos que alguien verdaderamente interesado en lo que el receptor hace. Todos estos detalles se conjugan en una obstrucción que amenaza con causar un infarto a la cultura y la civilización.

El mundo occidental moderno ha mantenido cierto equilibrio entre la producción cultural pública (financiada con impuestos) y privada (financiada voluntariamente), si bien más en el orbis germanicus que en el orbis romanicus —esta es mi impresión, al menos. Observo, no obstante, una mentalidad opuesta a la iniciativa privada cuando hay quienes dicen que un gobierno es enemigo de las artes o de la ciencia porque se niega a entregarles fondos públicos (obtenidos contra la voluntad de los contribuyentes) a los creadores e investigadores de estos sectores. Este tipo de mentalidad es proclive al aumento del gasto estatal; pero, como dije recién, esto implica el aumento de la influencia del Estado sobre la producción cultural y hace disminuir la calidad de esta. La política no está en el corazón de la cultura, pero tiene el poder suficiente para causar (o evitar) cambios dramáticos en ella. Hay una apertura, pues, ante un mayor intervencionismo estatal con más regulaciones y más impuestos. Esta apertura significa que, para el occidental que justifica la intervención del Estado en los asuntos culturales, la aplicación de la sharia no sería estructuralmente chocante: tal vez sí en lo estético, pero no en lo estructural. Y este detalle manifiesta la debilidad de Occidente ante la potencial imposición de la ley islámica.

Conservadores y nacionalistas creen que la manera de evitar el triunfo de la sharia es dándoles más poder a los Estados occidentales actuales: dotándolos de más facultades y entregándoles más poder y aumentando sus esferas de acción e influencia. No se han detenido a pensar que, eventualmente, la sharia podría utilizar este mismo andamiaje para imponerse por la fuerza sobre los ciudadanos occidentales. Así que el camino para protegerse de la sharia es precisamente el opuesto: hay que reducir las áreas de influencia del Estado, disminuir (hasta la aniquilación si es posible) su financiamiento, recortar sus facultades y reemplazar sus servicios. Conservadores y nacionalistas replican la actitud de los progresistas y socialistas en este sentido: creen que el Estado es una fiera domesticada que siempre les hará caso y cumplirá sus deseos, pero lo cierto es que ella se volverá en su contra tan pronto como cambie de amo. Y nunca, por lo demás, ha sido controlada por muchos hombres al mismo tiempo, sino que siempre por unos pocos. La sharia puede tener peligros inherentes en su proposición de castigos físicos y letales por conductas que no consideramos delictivas ni criminales en Occidente, pero solamente echará raíces ahí donde haya un aparato estatal del que pueda aprovecharse para su aceptación y eventual hegemonía.

Los progresistas se resisten, en cierta medida, a aplicar las leyes sobre los inmigrantes musulmanes y esto ha causado la aparición de zonas en las que la policía no puede acceder en ciudades como Estocolmo o Malmoe. Los progresistas respaldan esta decisión en el respeto de la cultura propia de los inmigrantes, pero Žižek advierte[2] que esta actitud es una forma de racismo: precisamente lo que el progresista pretende evitar. En sus palabras, «el respeto por la especificidad del Otro es precisamente la forma de reafirmar la propia superioridad». De todas maneras, Žižek parece reacio a que el europeo aplique su propio sistema moral para juzgar al inmigrante musulmán cuando afirma que «el multiculturalismo no es directamente racista, [puesto que] no opone al Otro los valores particulares de su propia cultura». Quizá quiere decir, aquí, que resulta racista juzgar sobre la base de valores particulares, pero no sobre la base de valores universales. Cuando sostiene que «El multiculturalismo es un racismo que vacía su posición de todo contenido positivo […], pero igualmente mantiene esta posición como un privilegiado punto vacío de universalidad, desde el cual puede apreciar (y despreciar) adecuadamente las otras culturas particulares», parece confirmar mi sospecha. Entonces, Žižek critica la ausencia de valores universales en los progresistas multiculturalistas: observa que, para evitar el racismo, ellos renuncian a juzgar desde sus valores particulares y los reemplazan con un vacío de apariencia neutral. Lo que deberían hacer, en cambio, es adoptar valores universales para juzgar a los otros, porque negarse a juzgar es tan racista como juzgar sobre la base de valores particulares en lugar de universales.

Cultura y poder
De varios imperios antiguos se dice que respetaron las costumbres locales cuando recién ocuparon un territorio y que solamente aplicaron el cobro de impuestos y designaron un gobernador. Esta descripción corresponde a una estrategia efectiva, por cierto, pero también parece una manera de defender o justificar argumentalmente las conquistas realizadas. Se puede leer esta afirmación acerca de Alejandro y de Roma y de los turcos otomanos, entre otros. Los dominios de estos imperios se superponen, de hecho, en las regiones de los Balcanes y Oriente Próximo. Desde un punto de vista cultural, Alejandro parece haber sido más efectivo que los romanos y los otomanos en la helenización de las regiones que ocupó. Sin ahondar en cada caso, daría la impresión de que las ciudades conquistadas terminaron siempre adoptando la cultura del conquistador y que lo hicieron de forma libre, puesto que la leyenda indica que el conquistador no impuso sus usos y costumbres, sino solamente tributos y un gobernador. Este tipo de leyenda descansa sobre el axioma, pues, de que la cultura puede ser inyectada o modificada por la fuerza.

Ciertamente, hay aspectos culturales que pueden quedar sometidos al poder, pero tengo la sospecha de que esta situación no se extiende de manera general. Pienso, por ejemplo, en el Edictum Pretiis Rerum Venalium (301 dC) de Diocleciano. Este edicto fijaba los precios de una larga lista de productos. Aun cuando influyó en el derrumbamiento de la economía, terminó siendo ignorado por los ciudadanos. La experiencia se ha repetido con exactamente los mismos resultados en los últimos cien años: cada régimen que ha aplicado un control sobre los precios ha producido un derrumbamiento económico a la vez que ha creado un «mercado negro». Sería más apropiado llamarlo «mercado libre», no obstante, puesto que actúa ignorando las regulaciones del «mercado controlado». Aparte de este ejemplo, pienso en el poco arraigo que tuvo el latín sobre las regiones que ya habían sido helenizadas por Alejandro: algo similar parece haber ocurrido con el turco en las regiones árabes, griegas y eslavas. De hecho, la religión griega influyó fuertemente sobre la cultura romana aun cuando fueron los romanos quienes ocuparon el territorio griego. Y, más tarde, los pueblos germánicos asumieron la administración política de los territorios del Imperio de Occidente después de su colapso, pero abrazaron el cristianismo y aprendieron el latín. El grado en el que el poder influye sobre la cultura resulta enigmático: tenemos certeza de que influye, pero esta influencia nunca es absoluta. El hecho de que no sea absoluta parece dejar vías de escape que dan lugar a cambios no regulados y, eventualmente, a una redistribución o reasignación del poder político. Considerando el caso de las dos Coreas, en el Norte ha habido menos cambios lingüísticos que en el Sur desde los años 50, pero los casos de deserción desde el Norte hacia el Sur son constantes.

Si bien parece haber argumentos para afirmar que existe una hegemonía cultural, no parece haber una relación de determinación ni de interdependencia entre esta y el poder político: los ejemplos citados arriba descartan esta posibilidad. Ha sido el poder político, sin duda, el que ha determinado exitosamente que las mujeres usen velo o burka en Irán y Afganistán. Este mismo poder político, no obstante, ha fallado en cuanto a evitar el homicidio, el robo, las injurias, el narcotráfico y la sodomía. Así que el poder político ejerce influencia, pero su habilidad para hacerlo está limitada. No creo que la limitación tenga tanto que ver con el área específica que sea regulada, sino con el grado de regulación que se aplique: las personas estamos dispuestas, de hecho, a tolerar ciertos grados de regulación, pero difícilmente aceptaremos prohibiciones absolutas. En muchos lugares hay estrictas restricciones en lo relativo al porte y tenencia de armas, pero quien quiere un arma suele conseguirla: asimismo ocurre con las drogas. La pregunta, entonces, se centra en cuál es el grado de regulación que toleramos. Intuyo que la curva de Laffer sería una herramienta útil para resolver esta incógnita. De acuerdo con ella, una tasa impositiva del cien por ciento significaría una recaudación nula, lo cual coincide con mi afirmación de que difícilmente aceptamos prohibiciones absolutas.

El título «Occidente ya se derrumbó» hace referencia al evento que considero resultó más amenazante para la supervivencia de la civilización occidental: la caída del Imperio Romano de Occidente. Ciertamente la cultura occidental se encontraba más amenazada cuando sus primeros destellos brillaron en las poleis griegas durante el siglo 8vo aC, pero la caída de Roma tiene un significado especialmente dramático. Suele establecerse una relación causal entre las invasiones bárbaras y la caída del Imperio de Occidente, pero no resulta enteramente segura. El Imperio había sido debilitado gradualmente a causa de la mala administración política y económica. Presumo que la concentración del poder actuó como factor determinante para que este escenario apocalíptico pudiera ocurrir: los contrapesos de la República eran eficaces, por cierto, para evitar o posponer innovaciones perniciosas. La propia República, sin embargo, dio lugar al principado y el consecuente Imperio cuya concentración de poder propició una facilidad inusitada para aplicar políticas públicas autodestructivas. Entonces, una caída de la institucionalidad política junto con la inmigración masiva de germanos que se hacen cargo de ella crea la impresión de que el Imperio fue destruido por invasores germanos. Al mismo tiempo, el discurso de la caída del Imperio de Occidente en manos de invasores germanos nos conduce a creer que, en los hechos, la cultura occidental se ha derrumbado: he aquí que los sucesivos saqueos de Roma y el destronamiento del último emperador durante el siglo 5to dC por parte de pueblos germanos no parecen hacer otra cosa que retratar un patente e innegable derrumbamiento de la cultura occidental. ¿Y cómo es, entonces, que hasta el día de hoy sobreviven el latín, el derecho romano, la Eneida, los acueductos, los estadios, el senado, el cristianismo, etc? Parece claro, pues, que el Imperio cayó, pero la cultura sobrevivió: y fueron los propios bárbaros quienes ayudaron a preservarla. Ellos no impusieron sus lenguas ni sus dioses, sino que adoptaron el latín y se bautizaron como seguidores de Cristo.

Como muestra de lo anterior, Jeroen Wijnendaele explica[3] que los godos integrados en las estructuras militares de Roma después del 382 nunca fueron vistos como una nación foránea en territorio imperial. Esto no quiere decir que hayan sido identificados como miembros del imperio, sino que tenían la tradicional condición de aliados que prestan ayuda militar sin que participen de la administración pública. En su reseña, Wijnendaele remarca el hecho de que Christine Delaplace (autora del libro reseñado) no apunta hacia la inmigración como la causa principal para la inestabilidad del imperio, sino hacia la política: en particular sobre el problema de las usurpaciones.

Conservadores y nacionalistas consideran que la llegada masiva de musulmanes a Europa, puesto que la mayoría de los migrantes son hombres en edad fértil, causará un desbalance en la población y un incremento importante de musulmanes en la región y que conducirá a una transformación cultural que convierta a Europa en parte del mundo musulmán. Me parece, no obstante, que ellos ignoran lo que he señalado aquí con respecto a la independencia, aunque sea parcial, de la cultura y el poder político. La cultura musulmana no desarrolló las armas nucleares, pero sus gobiernos están felices de adoptarlas: ocurre algo similar con respecto al fútbol y el uso de la lengua inglesa y la participación en organismos internacionales. Las personas toman decisiones a cada momento y resulta evidente que, en el caso de personas con trasfondo musulmán viviendo en un entorno occidental, ellas preferirán en muchos casos lo que ofrece la cultura occidental por sobre la cultura musulmana. Resulta difícil imaginar que las mujeres europeas toleren eventuales limitaciones sobre su libertad individual o que los miembros de las alternativas sexuales hagan lo mismo frente a las prohibiciones que impone la sharia sobre ellos en el mundo musulmán. Considero, además, que conservadores y nacionalistas manifiestan una desconfianza inusitada en la grandeza de la civilización occidental cuando consideran posible que los inmigrantes preferirán conservar sus costumbres en lugar de adoptar las nuestras. Seguramente no abandonarán todas sus costumbres, pero dudo de que la seducción ejercida por la libertad de Occidente resulte inefectiva en la mayor parte de ellos.

Es cierto que hay miembros sumamente conservadores o integristas entre los inmigrantes musulmanes y que las acciones de ellos pueden resultar riesgosas en los sentidos expuestos arriba sobre el terrorismo y la aplicación de la sharia. No obstante, el integrismo musulmán (y de cualquier orden) está condenado a desaparecer por al menos dos razones: 1) la seducción irresistible de la libertad y 2) la condición mortal de los integristas. Creo que el aspecto central de la cultura occidental es su espíritu crítico: esta parece un arma de doble filo, puesto que ha dado origen a tendencias que consideran las culturas no occidentales como mejores que la occidental, pero también ha garantizado un avance científico y técnico extraordinario, el cual ha aprovechado tanto a la cultura occidental cuanto a todas las otras que hay en el mundo. Los inmigrantes musulmanes disfrutan de este avance incluso sin tener que mudarse a Europa, pero es posible que ni siquiera noten el hecho de que sus vidas son más dichosas gracias a este fenómeno. No obstante, sí creo que notarán más fácilmente y valorarán la libertad como un fenómeno visible y de satisfacción inmediata. La seducción ejercida por la facultad de ser dueño de la propia vida resulta demasiado encantadora como para renunciar a ella en virtud de las costumbres culturales: los mismos occidentales hemos preferido adaptarnos a la libertad antes de que mantener las antiguas monarquías hereditarias o la hegemonía religiosa de Roma. Por otra parte, los conservadores y nacionalistas de Occidente se espantan con los hechos de que la mayoría de los inmigrantes musulmanes sean hombres jóvenes y de que los musulmanes tengan una alta tasa de reproducción porque asumen que los hijos de los integristas serán tan integristas como sus padres y no valorarán de ninguna manera los placeres de la cultura occidental en la que habrán nacido. Aquellos jóvenes musulmanes que se emparejen con mujeres europeas deberán responder a los estándares (pienso sobre todo en los estándares morales) de ellas para procrear exitosamente. Las violaciones parecen una alternativa viable ante la dificultad de emparejarse con una exigente mujer occidental, pero esta estrategia tiene un par de problemas: 1) la mayoría de los países occidentales tiene aborto fácilmente accesible y 2) el hijo que resulta de una violación será criado por la madre, de manera que no habrá transmisión de valores culturales. Además, en Occidente las mujeres violadas no son sometidas a castigos, como ocurre en las regiones donde se aplica la sharia. En cambio, el violador sí es perseguido y encerrado. Aparte de tener que adaptarse a los estándares de las liberales mujeres occidentales, nada asegura que los hijos de los integristas heredarán sus valores: inmersos en un ambiente cultural diverso, estos hijos tendrán acceso a discursos diferentes y opuestos. Es común, en Occidente, que los hijos no hereden todas las ideas y valores de sus padres, sino que sigan los de personas que admiran por encima de ellos, si bien resulta inverosímil que los desoigan del todo. Así que la intención de transmitir los valores integristas entre una generación y otra resulta un desafío tremendo cuando esto tiene que ocurrir en el interior de la cultura liberal y crítica por excelencia: aquella que no solamente cuestiona a las otras, sino que se cuestiona a sí misma constantemente. ¿Qué espíritu sobrevivirá inmutable en estas condiciones?

Occidente se derrumbó en el siglo 5to dC, pero no desapareció. Los temores más profundos de conservadores y nacionalistas pueden hacerse realidad en hechos de violencia y en aberraciones jurídicas, pero la cultura occidental ha sobrevivido a escenarios mucho peores en el pasado y no lo ha hecho sobre la base de la conservación racial, sino única y exclusivamente sobre sus valores elementales, que son la libertad y el espíritu crítico. Incluso si fuera conquistado por las armas, el mundo occidental prevalecerá en la cultura del conquistador: su evidente superioridad tiene asegurada la supervivencia de la cultura. Al respecto, Ibrahim al-Buleihi, miembro la Asamblea Consultora Saudita, tiene la opinión de que los musulmanes sienten que tienen mucho que enseñarle al resto del mundo; pero, en realidad, son ellos los que deben escuchar lo que el resto del mundo tiene para enseñar: en especial el mundo occidental. Él acusa arrogancia en el mundo musulmán y propone a Japón como ejemplo de una cultura que acogió lo que Occidente tenía para ofrecer. La opinión de al-Buleihi es un ejemplo, me parece, de que la valoración de la cultura occidental puede moverse desde su condición subconsciente actual hacia una aceptación consciente entre los musulmanes. No considero imprescindible que ocurra, puesto que la prevalencia de la cultura occidental me parece inevitable, pero se trata de una señal positiva en cuanto a este diagnóstico.

[1] Podemos reconocer dos principios morales universales: 1) el principio de no agresión, que consiste en respetar la libertad, la propiedad y la vida de las personas, y 2) el principio de reciprocidad, que consiste en reconocer que las otras personas tienen los mismos derechos que nosotros. Alan Gewirth hace una demostración lógica convincente del principio de reciprocidad en «The Epistemology of Human Rights», puesto que un agente que no respeta los derechos de otros agentes incurriría en contradicción lógica al exigir que los suyos sean respetados. A primera vista, pues, parece que el principio de reciprocidad es una condición del principio de no agresión: este reconoce nuestro derecho básico de no ser agredidos o vulnerados por otros agentes, mientras que aquel añade que este derecho implica la condición de que nosotros actuemos de igual manera con los otros agentes morales. Si lo planteamos en términos de una relación, el principio de reciprocidad determina al principio de no agresión. De esta manera, ellos constituyen un sintagma moral: [principio de no agresión ← principio de reciprocidad]. Ambos principios están implicados en el sintagma jurídico, puesto que este señala que ningún derecho puede ser al mismo tiempo una vulneración. Esto significa que el ejercicio del derecho de un agente moral nunca conlleva la vulneración del derecho de otro agente moral. La presunta «jerarquía» de los derechos ha dado lugar a reflexiones sobre la importancia mayor o menor de tal o cual derecho: que la vida vale más que la propiedad o que la vulneración de la libertad de tránsito está justificada por vulneraciones anteriores, etc. El sintagma jurídico, no obstante, rechaza tales ejercicios en virtud de que no reconoce una «jerarquía» de los derechos, sino que los identifica como funciones jurídicas conmutables entre sí. Asimismo lo hace la Declaración Universal de los Derechos Humanos en su artículo 30mo: «Nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración».

Cristián Mancilla

Notas
[2] Slavoj Žižek, «Multiculturalismo, o la lógica cultural del capitalismo multinacional», en Estudios Culturales: Reflexiones sobre el multiculturalismo, Fredric Jameson y Slavoj Žižek (Buenos Aires: Paidós, 1998), 172.
[3] Jeroen Wijnendaele, res. de La fin de l’Empire romain d’Occident: Rome et les Wisigoths de 382 à 551, de Christine Delaplace, Bryn Mawr Classical Review 2017.08.39.
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