Resumen
Este ensayo trata de reflexionar sobre la corrección política desde una perspectiva contraria a los fenómenos ultraconservadores que toman la bandera de la “incorrección política”. No obstante, lejos de simplificar estas manifestaciones políticas, intento comprenderlas a través de su origen; de discursos a favor y en contra; e intento llevar a cabo una clasificación de enunciados políticamente incorrectos así como categorizar las reacciones, también políticas, que provocan; terminando con una reflexión sobre la transgresión en la política.
La corrección política se ha convertido en uno de los asuntos más enconados en debate público. Algunos candidatos presidenciales de partidos políticos conservadores sorprendieron a propios y extraños enarbolando la bandera de la incorrección política como modo de defender la libertad frente a marxistas que buscan acabar con la libertad de expresión a través de la censura. Muchos de esos candidatos han justificado todo su discurso político desde esa óptica que los convierte en defensores del liberalismo; rebeldes que moverían violentamente el acomodaticio avispero con sus ideas hasta ahora postergadas por una corrección política asfixiante por parte de un establishment de tintes oligárquicos, cosmopolitas y amorales.
Para terminar, este tipo de discurso —también caracterizado como “populista” o dentro del “espectro populista”— parece ir ganando terreno y, al menos momentáneamente, convence a gran parte de la ciudadanía. De hecho, algunos candidatos de este tipo han llegado a convertirse en presidentes a través de procesos electorales cuestionablemente limpios. Los casos más relevantes son el brasileño Jair Bolsonaro y el norteamericano Donald Trump. Sin embargo, no son los únicos que van tomando cada vez mayor espacio electoral y/o político: Sebastian Kurz en Austria, Viktor Orban en Hungría, Nigel Farage en Reino Unido, Marine Le Pen en Francia, José Antonio Kast en Chile, Boris Johnson en Reino Unido o Santiago Abascal en España.
Es por eso que me parece relevante reflexionar acerca de la (in)corrección política. Para ello tomaré dos textos: uno a favor de la corrección política aunque ambiguo y en cierta medida contradictorio por plantear los dilemas que ofrece la corrección política; y otro en contra de la corrección política. El primero es el de Dan Moller, Dilemmas of Political Correctness en el Journal of Practical Ethics: A Journal of Philosophy, Applied to the Real World de 2016. Moller, profesor de la Universidad de Maryland, se declara partidario de utilizar el lenguaje políticamente correcto aunque plantea una serie de dilemas con ánimo de que la corrección política no oculte debates necesarios.
El otro texto seleccionado es el de Anthony Browne y es el primer capítulo –What is political correctness?– de su libro The Retreat of Reason: Political Correctness and the Corruption of Public Debate in Modern Britain (2006). Browne ha sido periodista en medios como The Times; posteriormente fue director de Policy Exchange, el mayor think tank de la derecha en Reino Unido; luego se desempeñó como Director de Políticas de Desarrollo Económico en el gabinete del heterodoxo conservador pro-Brexit Boris Johnson mientras este era alcalde de Londres. Finalmente, Browne se convirtió en CEO de la British Bankers Association, organismo que hace lobby por los intereses de las grandes firmas financieras británicas.
Tras analizar los textos, haré un pequeño resumen del artículo de Luiza Bandeira sobre la historia de la expresión “corrección política”. Finalmente trataré de poner de relieve mi opinión sobre las reacciones que provoca la incorrección política actual, argumentaré la existencia de dos tipos de argumentos políticamente incorrectos y terminaré con una pequeña reflexión sobre la transgresión y su papel en el discurso político.
1. Comencemos por Dan Moller.
Su artículo comienza exponiendo que “los debates sobre la corrección política a menudo se desarrollan como si no vieran nada que temer al erigir normas que inhiben la expresión; y los opositores no ven más que esfuerzos equivocados para silenciar a los enemigos políticos”[1] (Moller, 2016: 87). Y es desde esta perspectiva que, en una primera parte, defiende el concepto de corrección política como un tipo de discurso que se preocupa por los oprimidos y víctimas de abusos u ofensas; por lo que supone un “progreso moral” de la sociedad. En una segunda parte, Moller habla de los dilemas que supone la corrección política, la cual no sería absolutamente inocente, sino que conlleva dilemas que hay que tener en cuenta y que se deberían poder discutir.
Para Moller, la corrección política es una expresión acuñada por sus detractores y no por sus partidarios. Él la define como:
“(…) el intento de establecer normas de discurso (…) para (a) proteger grupos victimizados históricamente o marginalizados y que (b) funcionan moldeando el discurso público a menudo inhibiendo el habla u otras formas de señalización social, y que (c) supone evitar el insulto y la indignación, la falta de autoestima u ofender de algún modo la sensibilidad de tales grupos o sus aliados.” (Moller, 2016: 88)
En este sentido, la corrección política, según Moller, no busca como tal implementar o exigir policies para estos grupos “oprimidos”. Fundamentalmente busca defender sus intereses desterrando del discurso público determinados enunciados políticamente incorrectos, que para Moller (2016: 90) serían aquellos que suponen “cierto tipo de ofensa para socavar la posición pública” de determinados grupos históricamente víctimas de ese tipo de ataques. No obstante, para el autor norteamericano la corrección política no sería la única manera de moldear el discurso público. Solo sería una determinada manera de hacerlo propia de la izquierda política dada la preocupación que expresa por defender a grupos victimizados.
De igual modo, la derecha política también tiene sus maneras de ser “políticamente correcta”, como llamar “enhanced interrogarion” a la tortura. Y suele tener consecuencias más “desastrosas que cómo referirse a un asistente de oficina” (Moller, 2016: 91). Sin embargo, aquí el autor hace una diferencia entre la derecha y la izquierda. Para él, la derecha utiliza los eufemismos preocupada por un ánimo belicista que ocultar; sin embargo, la izquierda lo haría para defender a los oprimidos. Pero, ¿no se podría catalogar de eufemismo al lenguaje políticamente correcto? Desde mi punto de vista, la corrección política es literalmente —y este punto lo acepta Moller— lo que dice la expresión: caracterizar determinados enunciados como correctos, ya sean correctos en un sentido de cortesía; o correctos en el sentido de “cierto”, “verdadero”. En consecuencia, la maniobra discursiva de construir o de nombrar la realidad a través de un escorzo del lenguaje es común a ambos casos, tanto a derecha como a izquierda. Y en ambos casos, como dice Moller, lo que se promueve es la sanción de los enunciados que no cumplen con determinadas normas o que traspasan la frontera de lo correctamente decible. Para mí, ambos eufemismos pueden ser considerados como corrección política.
Vale la pena rescatar para este razonamiento crítico la reflexión de Peter Klotz: “Estos grupos [los partidarios de la corrección política] creen en la herramienta del lenguaje porque creen en el determinismo del lenguaje, aunque no son realistas, al no darse cuenta de que no están tratando con el sistema lingüístico sino con el sistema siempre cambiante de uso del lenguaje.”[2] (Klotz, 1999: 156). En otras líneas se refiere a ese uso del lenguaje como “efímero”. En otras palabras, en cuanto a la manera de usar el lenguaje, derecha e izquierda política parten de la idea de que es necesario nombrar o construir fenómenos que se dan en la realidad de manera que no suenen violentos en los oídos del receptor. Al margen de cómo podamos considerar el sistema lingüístico —machista, racista…—, en ningún caso la corrección política de derecha o izquierda cambia el sistema lingüístico, que es algo mucho más profundo e inconsciente que las efímeras disputas lingüísticas a las que acá me refiero. Al decir del historiador de los conceptos Fernández Sebastián:
“(…) el pasado es demasiado complicado y problemático para conformarnos con una única descripción -o con una única perspectiva- pretendidamente exacta, correcta y definitiva. La inclusión del factor semántico-temporal nos vacuna además contra la tentación de la simplicidad, desde el momento en que empezamos a ser conscientes de que las lentes con las que vemos el mundo -esas «lentes conceptuales» de las que no podemos desprendernos so pena de perder toda visión- han estado siempre (y siguen estando) sujetas a cambios más o menos bruscos o paulatinos de graduación, de coloración o de focalización.” (Fdez. Sebastián, 2004: 15)
Es decir, a mi parecer, los cambios profundos y verdaderamente relevantes en la historia no se producen estrictamente por un cambio consciente del lenguaje que pretenda, como expone Moller, un “progreso moral” (Moller, 2016: 94). Los cambios profundos en la historia no se han dado porque racionalmente un grupo se haya puesto de acuerdo para decretar un cambio en el uso del lenguaje, sino que esos cambios han sido complejos, contradictorios… e irreductibles a cualquier abstracción intelectual o a cualquier buena intención que busque cambios en el uso del lenguaje sin alcanzar el nivel de cambio en el sistema simbólico-conceptual, a pesar de que el lenguaje juegue un papel preponderante en este sistema simbólico conceptual.
En cualquier caso, es este un debate que excede los límites de este pequeño trabajo, pero que expresa un cuestionamiento al supuesto progreso moral que supone la corrección política de izquierda, ya que es posible que se estuviese cayendo en el campo del ocultamiento de ese sistema simbólico-conceptual profundo a través de un obsesivo determinismo (de fundamentos moralistas) en torno al uso, pragmático y estético, del lenguaje.
Moller “se libra” de este debate afirmando una separación rotunda entre el discurso y la realidad sustantiva, y por tanto reduce estrictamente la corrección política a una cuestión de uso cotidiano del lenguaje incapaz de cambiar la realidad por sí mismo pero a la vez importante por la moralidad y preocupación por los oprimidos que la dirige. Además afirma que muchos grupos como mujeres u homosexuales se han visto beneficiados de ella. Sin embargo, esto parece acercarnos cada vez más al significado de politeness o de cortesía que al de politics. Y, volviendo a Klotz, la cortesía o politeness vista como algo
“(…) ‘developed in societies in order to reduce friction in personal interaction’ (Lakoff 1975:64), or as a ‘result of a conversational contract entered into by the participants in an effort to maintain socio-communicative verbal interaction conflict free’ (Fraser and M’Nolen 1981:96). It is important to point out with Brown and Levinson (1987:1) that politeness allows communication to take place between potentially aggressive partners. Finally R.J. Watts points out to what extent politeness is an equally stabilising factor as it is an ephemeral factor. Politeness affects social acceptance or exclusion by means of language rules.”[3] (Klotz, 1999: 157)
Por tanto, algunos usos de la corrección política no solo buscan excluir determinados discursos de la vida pública, sino clausurar el debate y el conflicto en determinados asuntos polémicos con la legitimidad que le otorga defender a los oprimidos y por tanto, por su bondad primigenia (en el caso de la izquierda); o por un paternalismo conservador que suaviza una realidad brutal e implacable (en el caso de la derecha).
Entrando ya en la parte que dedica a los dilemas propios de las normas de corrección política, haré una enumeración dedicando más espacio a algunas diatribas presentadas por Moller.
El primer dilema es el peligro de la “neolengua” de la novela 1984 de George Orwell, en el que sería indeseable caer. Pese a exponer lo exagerado de la posibilidad, también dice que es un dilema a considerar. El segundo dilema sería el que llama “estructuras causales” y pone el ejemplo de los estereotipos culturales. La conclusión de Moller es que si bien no es conveniente dejarse llevar de entrada por prejuicios, hay ocasiones en las que la cultura de una determinada sociedad influye en un suceso. Explicitar esos estereotipos puede ser políticamente incorrecto, aunque admite que en ocasiones pueden tener un papel determinante.
Otra posible consecuencia indeseable de la corrección política podría llegar a ser la “falsificación de preferencia”, término que toma citando a Timur Kuran. Según esta falsificación, lo que la gente cree en privado se separa cada vez más de lo que expresa en público. Esto provocó en el bloque soviético una absoluta falta de creatividad y de discusión honesta que permitiese tratar temas que necesitasen una reforma. Del mismo modo, el autor también cita a Loury, quien alerta de la posibilidad de que esta falsificación pueda llevar a opiniones extremas y dogmáticas (ya sean partidarias de la corrección o de sus opositores) y a expulsar las opiniones moderadamente heterodoxas.
Moller también propone no ocultar estos dilemas y debates políticos a través de una automática sanción que no permite discutir estrictamente los argumentos del contrario. El ejemplo que utiliza para ilustrar esto es el debate sobre si la pobreza es consecuencia de una responsabilidad individual o colectiva. El autor ofrece un discurso alternativo para este dilema que consiste en reconocer que evidentemente las decisiones personales tienen que ver con los resultados vitales individuales “pero los barrios violentos y las zonas rurales abandonadas son otra historia” (Moller, 2016: 102).
El último dilema del que acá daré cuenta será la problematización que expone el profesor de Maryland sobre cómo a veces la corrección política puede jugar en contra de lo que pretende. Por ejemplo evitando que un “grupo oprimido” ofenda a “grupos privilegiados” por una cuestión de corrección política. Pone luego otro ejemplo de una revista médica que expone cómo la victimización de las víctimas (valga la redundancia) de traumas puede llegar a causar efectos contrarios a los que pretende, favoreciendo incluso los desórdenes mentales.
2. Sigamos con Anthony Browne
Browne comienza su libro admitiendo que efectivamente hay cambios en el lenguaje dependientes de una realidad cambiante, como por ejemplo el término “fireman” (bombero) que pasó a ser “firefighter”. Para el autor británico esto no sería producto de la corrección política sino de los tiempos que corren. La corrección política va más allá y la define como “un sistema de creencias y patrones de pensamiento que impregna muchos aspectos de la vida moderna, tiene un fuerte control sobre el debate público, decide qué se puede debatir, cuáles son los términos del debate y qué políticas gubernamentales son aceptables y cuáles no” (Browne, 2006: 1). A la vez, reconoce que el término “corrección política” es usado por los detractores y no por sus defensores, ya que estos últimos tampoco se reconocen como políticamente correctos.
Para Browne, el problema de este sistema de pensamiento no es que promueva la homosexualidad o que intente redistribuir el poder, sino que quien no está de acuerdo con ese sistema de pensamiento no puede argumentar en contra del mismo. En este sentido, supondría un ataque a la libertad de expresión de opiniones que no sean políticamente correctas. Según el lobista inglés, esa intolerancia se muestra al dictar qué es lo correcto y qué es lo incorrecto y ofrece una definición más detallada: “La corrección política es una ideología que clasifica ciertos grupos de personas como víctimas necesitadas de protección de la crítica, y que hace que los creyentes sientan que no se deba tolerar la disidencia”. Por eso, “el nacimiento de la corrección política representa un asalto sobre la razón y la democracia liberal” (Browne, 2006: 4).
Y aquí es donde el planteamiento de Browne comienza a flaquear por incoherente: “para la mente moderna, confrontada con un nuevo set de opciones de políticas públicas en un asunto (issue) complejo, tiene como primera reacción no intentar dilucidar la respuesta correcta (‘right answer’), sino la políticamente correcta”. Sigue insistiendo en esta idea durante todo el texto pero va añadiendo calificativos que merecen una mención aparte. En cuanto a este extracto, vale la pena destacar que si bien Browne se quejaba del ataque que supone para la democracia liberal la corrección política por tratarse de un tipo de discurso que clausura el debate diciendo qué es lo correcto y qué lo incorrecto; acá el mismo autor reconoce que hay respuestas correctas e incorrectas. En realidad, pareciera que Browne sencillamente no está de acuerdo con los valores ideológicos que guían el fenómeno de la “corrección política” y los ataca. Este planteamiento tiene mucho que ver con lo que Moller destacaba de la corrección política de la derecha, basada en criterios estrictamente ideológicos pero diametralmente opuestos de lo políticamente correcto de la izquierda.
En definitiva, la primera conclusión a la que quiero llegar es que en política no existen respuestas, discursos o políticas públicas correctas o incorrectas, sino ideológicas. Ideología que tampoco tiene estrictamente que ver con el posicionamiento simplificado de izquierda-derecha, sino con las motivaciones, conceptos y pensamientos desde los cuales se produce una acción política y las consecuencias, impredecibles en último término, que se puedan producir derivadas de esa acción. En otras palabras, lo correcto y lo incorrecto no existen en política más allá de lo que cada actor considere como correcto y coherente con su pensamiento y de las maniobras para legitimarse en un contexto espacial y epocal determinado.
Prosigue después Browne criticando la excesiva emocionalidad que dirige el discurso público en Reino Unido, lo que le resta importancia a la razón. No obstante, cabría preguntarse —casi que irónicamente— cuándo la política ha sido guiada por una razón pura carente de emociones e intereses más o menos mezquinos. Con todo, el texto se dirige más hacia criticar la moralización del discurso público a través de la corrección política, ya que lo políticamente correcto no apela a lo correcto de sus planteamientos, sino a su bondad; siendo las opiniones contrarias no solo equivocadas sino “malignas” (Browne, 2006: 7). E insiste en el hecho de que a veces se defienden posiciones políticas por ser “políticamente correctas [aunque] sean factualmente equivocadas”. De nuevo, volvemos al punto antes criticado: el hecho de que los detractores de la corrección política saben lo que es equivocado y acertado.
Estoy de acuerdo en que la corrección política intenta, en ocasiones, clausurar el debate negando al adversario y eso juega precisamente en su contra por querer ocultar la realidad en base a planteamientos ideológico/políticos/éticos que se consideran esencialmente buenos/verdaderos. También estoy de acuerdo en que a través de esa despolitización —consecuencia de extirpar el conflicto democrático por negar al adversario— no se rebaten los argumentos del opositor sino que todo se reduce a dos tipos de moralismos: el de las “buenas personas” contra las “malas personas”; o el de “you can’t handle de truth” de la película Algunos Hombres Buenos.
Sin embargo, este moralismo no creo que tenga origen en la izquierda sino precisamente en la derecha neoconservadora que sobre todo durante las presidencias de Ronald Reagan redujeron prácticamente todo problema político de calado a una cuestión de “Ejes del Mal” propias de un western. No digo que el moralismo en la política haya nacido durante la presidencia de Reagan, pero sí se puede afirmar que desde ese momento los conservadores norteamericanos se apropiaron de la moral y las buenas costumbres. No es casualidad que esos apelativos moralistas como “Eje del Mal” reapareciesen con George W. Bush y ahora con Donald Trump y su “Troika del Mal”.
En la última parte del texto, Browne ya comienza a hacer explícitos los puntos ideológicos desde los que parte aunque sin explicitar que se trata de eso: posiciones ideológicas y conceptos de lo que es o debe ser la política. Prosigue diseccionando la corrección política reiterando que si bien esta pretende redistribuir el poder de los más poderosos a los menos poderosos, “en su forma más burda, se opone al poder por el hecho de oponerse al poder, sin hacer distinciones morales entre si el poder es maligno o benigno, o si los poderosos ejercen su poder de una manera que puede justificarse racional y razonablemente.” (Browne, 2006: 9) Dejando a un lado la pregunta de qué tiene eso exactamente que ver con lo políticamente correcto o si es una crítica a la izquierda política en general; más allá de eso, Browne está explicitando un concepto de la política popularmente maquiavélica según el cual un bien mayor puede justificar un mal menor (“you can’t handle the truth”). Pero no se queda ahí y continúa: “Occidente, como el grupo más poderoso cultural y económicamente, puede ser culpado por todas las enfermedades del mundo sin peligro, incluso aunque sea largamente responsable de la expansión alrededor del mundo de prosperidad, democracia y avances científicos”. Y prosigue: “Las corporaciones multinacionales son condenadas como los opresores del mundo pobre, más que como motores del crecimiento económico mundial con vastas inversiones creadoras de empleos en los países más pobres subiendo salarios y transmitiendo conocimiento” (Browne, 2006: 10). En definitiva, para el lobista británico lo verdadero es lo que piensa él y no lo que piensan los partidarios de lo políticamente correcto.
Browne termina el capítulo con una traca final de comentarios políticamente incorrectos. Expresa cómo se abandonó a las clases obreras blancas y se pasó a defender a otros grupos más vulnerables: “A pesar de que las clases blancas trabajadoras apenas cambiaron, el cambio en las percepciones de poder en la sociedad significó que atacar a las clases trabajadoras blancas de repente pasó de ser políticamente incorrecto a políticamente correcto”. Esta idea no solo la ha expresado la derecha, sino también recientemente algunos autores británicos han resaltado esta idea de cómo la izquierda dejó huérfana a la clase obrera nacional. Un ejemplo de ello es el libro Chavs de Owen Jones, que parte de una pregunta que se hace en base a sus experiencias personales: ¿cómo ocurrió que entre amigos se puedan hacer bromas con los chavs (“planchas”) y no con las mujeres o con los negros? Después de todo, esos chavs son la nueva clase obrera. Hillary Clinton en diversas entrevistas ha dado cuenta de este desprecio por el vulgo al explicitar que la mitad de los votantes de Trump eran una “canasta de deplorables”.
Las dos últimas referencias en las que quiero pararme son: “Nada hace sentir mejor a los millonarios actores que viven en Beverly Hills que hacer campaña contra la pobreza mundial demandando más ayuda de Occidente” (p. 14) y “El mundo no está escaso de buenas intenciones, sino demasiado a menudo de buenos razonamientos” (p. 16). Ambas afirmaciones son tremendamente provocadoras y buscan crear, por un lado, un quiebre en el imaginario de los partidarios de la corrección política a través de una condición de clase no del todo equivocada; y por otro lado, busca arrebatarle a la corrección política toda racionalidad y dejarlo en un voluntarismo ingenuo e incoherente propio de los millonarios aburridos de Beverly Hills con preocupaciones personales lejanas a las de las grandes mayorías.
3. Una breve historia del término
Según el artículo de Luiza Bandeira escrito para el medio brasileño Nexo Jornal De onde vem o ‘politicamente correto’ e como o termo assume diferentes conotações, el término “políticamente correcto” aparece por primera vez en un escrito de la Suprema Corte estadounidense de 1793 para referirse a que lo políticamente correcto era referirse a “las personas de Estados Unidos” en lugar de “a los Estados Unidos”. Como se ve, el término era aplicado con su significado literal, es decir, una valoración de lo que era correcto y de lo que era incorrecto en el ámbito de la política. Posteriormente, según Angelo M. Codevilla, internacionalista de la Universidad de Boston, el término se popularizó en la Unión Soviética durante la época de Stalin para referirse a que “los intereses del partido deberían ser tratados como una realidad que está por encima de la propia realidad”. En otras palabras, una afirmación podía ser catalogada de factualmente incorrecta, pero políticamente correcta en relación al interés del partido.
Hasta aquí, lo políticamente correcto era un término que tenía un significado positivo. Tanto izquierda como derecha lo veían como una apelación buena que tenía cabida en sus discursos para reafirmar sus posiciones ideológicas. Pero esto irá cambiando a mediados y finales del siglo XX.
Según Luiza Bandeira, quien cita numerosos estudios, es a partir de los ’60 y ’70 que el término va tomando matices más próximos al significado actual. Comenzó a utilizarse de modo irónico en los círculos izquierdistas para bromear con el posible dogmatismo que se desprendía de ciertos planteamientos por parte de esos mismos grupos. En esta misma época, durante el movimiento social por los derechos civiles en Estados Unidos, el término de “políticamente correcto” fue utilizado por los demócratas para calificar dicha lucha social. Por su parte, los republicanos se refirieron al mismo movimiento como “políticamente incorrecto”. Es precisamente en este momento que la expresión cambia y comienza a definir un tipo de lenguaje que no discrimine a personas homosexuales, negras o —dicho de manera políticamente correcta— personas con diversidad funcional.
Sin embargo, a lo largo de esta época, todos los significados expuestos de lo políticamente (in)correcto se entremezclaban y no había un significado que pareciese preponderar sobre el otro, sino que la expresión se iba haciendo cada vez más polisémica: desde su significado literal hasta el casi sinónimo de polite. Fue a partir de los ’90 cuando se consolidó un significado hegemónico con el que tenemos nuestra deuda actual.
En el seno de las universidades norteamericanas, materias tradicionales fueron sustituidas por otras de nuevo cuño como los estudios poscoloniales o de género. Quienes no estaban de acuerdo, acusaron de izquierdistas a quienes eran favorables a los cambios. Del mismo modo, acusaron a esa izquierda de imponer sus visiones ideológicas al resto bajo el argumento de que las sustituciones eran “políticamente correctas”. Y a partir de aquí, la derecha se quedó con lo políticamente incorrecto, con lo rebelde; mientras que el fetiche de lo políticamente correcto —casi como sinónimo de polite— quedó para la izquierda.
No obstante, como hemos ido viendo hasta ahora, los significados y fenómenos a los que se refirió lo políticamente (in)correcto han cambiado a lo largo del siglo XIX y XX. No hay nada esencialmente ideológico en la (in)corrección política. Por lo tanto, lo políticamente incorrecto no es necesariamente un arma discursiva derechista, moralista y autoritaria.
4. Las reacciones de la corrección política ante la incorrección política
Donald Trump, parte del antiestablishment y multimillonario oligarca al estilo Silvio Berlusconi, no es que suponga un peligro para la propiedad privada o la acumulación del capital. Su “traición al pueblo” en ese sentido nos podría parecer evidente, sin embargo el “establishment” de Trump nunca tuvo un significado unívoco de clase. Había unas connotaciones culturales más profundas en la cultura norteamericana que lo explican como antiestablishment.
En primer lugar era el oligarca nacional que no se había vendido a la oligarquía financiera transnacional, verdadero objeto de crítica trumpista aunque Wall Street haya subido como nunca desde que Trump es presidente. Precisamente porque su retórica de “order and law” no supone ningún peligro, todo lo contrario.
En segundo lugar, el establishment según Trump era cosmopolita, abierto al mundo, a la teoría queer y de género biempensante que reflejaba cierta distinción aristocrática sobre el vulgo retrógrado.
En tercer lugar, y ligado con el anterior, hay un componente geográfico: por un lado se criminaliza a los inmigrantes o a los no blancos (como se venía haciendo veladamente). Por otro lado, se critica a la Costa Este y la Costa Oeste con Nueva York y Los Ángeles como símbolos de esos centros cosmopolitas en oposición a los verdaderamente estadounidenses estados del centro, a los que se les denominado “fly over states” (“estados sobre los que volar”) en referencia a los aviones que hay que tomar para ir de punta a punta sin tocar esa masa retrógrada del medio.
Si a todo ello le sumamos la tradicional cultura antiestablishment de los EE.UU. y la interiorizada distancia hacia los malditos burócratas de Washington, tenemos el contexto perfecto para que “la oligarquía” encarne muchos más males que los de clase. Males que sin duda son vividos aunque se hayan canalizado hacia un exterior constitutivo que construye un actor “pueblo” ideológicamente ultraderechista.
Negar fenómenos que se producen —como en el caso de lo realista del discurso de Trump— o, más bien, negar las sensaciones que genera un hecho de la realidad, no nos hace mejores. No querer hablar de ciertas cosas es negar que ciertas cosas operan en la vida cotidiana de todos nosotros, por muy incómodo que pueda resultar reconocer la existencia de fenómenos deplorables que nos subyugan en una encrucijada ética de la que, en ocasiones, preferimos huir por considerar que lo políticamente incorrecto es el campo del fanatismo, la intolerancia, el populismo… por lo que nos convencemos de que hay cosas que no está bien decir ni señalar. Tabús que preferimos no nombrar, no vaya a ser que mentemos al demonio y despertemos a la fiera.
Mientras esto ocurre, los tabús se van acumulando a nuestro lado, van creciendo y, de repente, nos sorprende el surgimiento de adalides de lo políticamente incorrecto que hablan contra los complejos eufemísticos con los que codificamos nuestras vivencias en este capitalismo en el que los mitos liberales –desde los más políticos como el ‘consenso’ a los más economicistas como la ‘propiedad privada inalienable’— van cayendo y parecen ser sustituidos por personajes políticamente incorrectos que llevan a cabo prácticas políticas siniestras que nos retrotraen a imaginarios de épocas oscuras que creíamos superadas gracias a la economía social de mercado o, al menos, a la aspiración e ilusión de que esa economía social de mercado funcionase algún día. Lo que podemos llamar ‘sistema’ —político, económico, etc— nunca es como debería ser, pero todo sistema se fundamenta y legitima en lo que debe ser como aspiración —con sus derechos y deberes consecuentes— y no en lo que realmente es, ya que el grado de flexibilidad interpretativa al que puede llegar el ser para hacerlo coincidir con el deber ser, es ciertamente inimaginable. En otras palabras, el ser y el deber ser, pese a que a algunos de nosotros nos parezcan cosas distantes, es cierto que en otros momentos de la historia se han performado e interpretado como un mismo todo que legitima el orden existente (aunque este todo siempre deje performaces e interpretaciones por fuera en forma de adversario disciplinador de ese todo). Y bajo formas interpretativas es que también se dan los diagnósticos y las soluciones en la praxis política.
Desde mi punto de vista, comienza a generarse una desconfianza hacia la capacidad del ‘sistema’ para alcanzar el deber ser. Hay quien dice incluso que lo que está en crisis es el propio deber ser del sistema, es decir, los valores universales siempre aspiracionales de significado difuso a los que se apela, como ‘la igualdad’ o ‘la libertad’. Lo cierto es que eso está por ver y no es tema de este artículo.
Así, mi reflexión hasta ahora es que el auge de lo políticamente incorrecto no tiene que ver con que nos hayamos vuelto más cínicos todos, sino que está relacionado con la evidencia subjetiva de los individuos de que lo que pasa en nuestras vidas y en el mundo que nos rodea dista mucho de lo que debería ser. El quiebre se hace material, pero material en términos de praxis de vida cotidiana y no en el sentido de la materia puramente tangible entendida de manera ortodoxa (Gramsci, 2009). El mito aspiracional deja de funcionar y de ese modo caemos en una incertidumbre que da palos de ciego y se agarra a las explicaciones más provocadoras que podemos encontrar en el panorama ideológico y cultural.
Sin embargo, y volviendo a la cuestión que nos ocupa, observo dos errores recurrentes al pensar esta desconfianza hacia lo políticamente incorrecto. Teniendo en cuenta que considero este auge de la incorrección política como consecuencia de la sensación generalizada de que “el mundo va mal”, distingo dos reacciones ante el fenómeno: la reacción ingenua y la continuista.
La reacción ingenua considera que esta desconfianza hacia el ‘sistema’ es conveniente. El descontento, por mera inercia, girará a la población hacia posiciones más antisistémicas debido a las carencias materiales de las que serán víctimas. Por lo que la actitud lógica que sigue esta tendencia es quedarse quieto, seguir con la misma estrategia utilizada hasta ahora y esperar a que los apoyos crezcan gracias al puro e inviolable devenir histórico. Buen ejemplo de esta actitud es el grueso de la izquierda postcomunista europea o las conductas de algunos partidos de izquierda residual en Sudamérica.
La segunda reacción “continuista” es la de profundizar en una imagen simbólica de solvencia polite y moderación políticamente correcta que defiende “las instituciones” y el estatus quo frente a las amenazas de los discursos populistas políticamente incorrectos. Es esta una confianza en que “la ignorancia” caiga por su propio peso y “la cordura” se imponga, como si tal distinción existiese de manera sustantiva en la praxis política. Es esta la confianza en seguir haciendo lo mismo esperando resultados diferentes. Políticos como Emmanuel Macron o partidos como el Demócrata estadounidense, son fieles reflejos de esta actitud ante lo políticamente incorrecto. Reacciones que no dejan de tener reminiscencias propias del escándalo moralista pequeño-burgués y biempensante que no entiende cómo es que ocurre lo que está pasando.
5. Dos tipos de argumentos políticamente incorrectos
A mi modo de entender, habría dos posibles tipos de argumentos políticamente incorrectos como enunciación provocadora y polémica que agita algo incendiario en nuestra conciencia:
A) El primer tipo sería aquel que, a través de ese argumento provocador, deja al emperador desnudo. Esto significa admitir que existe un problema determinado del que nadie quiere hablar, que es un problema político y que tiene unas razones igual de políticas. Esto es precisamente lo que los mass media temían de Donald Trump, quien no se diferencia sustancialmente de anteriores políticos que gozaron de los más altos estándares democráticos (véanse Silvio Berlusconi o Carlos Menem). Ni siquiera se está diferenciando tanto de la dinámica política norteamericana de los últimos cincuenta años mientras está gobernando. Lo que los mass media temen de Trump es que admite brutalmente ciertas cosas que a nadie le debería gustar admitirse en la puritana sociedad norteamericana (aunque se piensen): como que hay “países de mierda”; o que en Estados Unidos se tortura de manera sistemática; o que son un imperio en decadencia y por eso hay que hacerlo “great again”; o que demasiados integrantes del establishment son personas con una sexualidad machista un tanto desquiciada. En definitiva, deja al emperador desnudo.
El pensamiento mayoritario considera que hacer explícita una opinión implícita alimenta formulaciones y actuaciones intolerantes. Sin embargo, la rabia detrás de la incertidumbre generalizada actual empuja a formulaciones intolerantes. Y efectivamente, podría ser creíble que en el capitalismo realmente-existente-hoy suceden cosas intolerables. En este sentido, señalar esas cosas intolerables sería un ejercicio de incorrección política, aunque no necesariamente derechista. En este sentido, cuando el partido político Podemos bautizó como “casta” a la clase política tradicional española estaba cometiendo un gran acto de incorrección política al impugnar el modo en el que el país había sido dirigido en los 40 años anteriores y especificando cómo las instituciones eran presa de intereses espurios. No digo que esto sea más o menos cierto, me refiero al hecho de que se dejó al desnudo la enorme corrupción política que había vivido España en las últimas décadas mediante un argumento que era políticamente incorrecto.
B) El segundo tipo de argumento políticamente incorrecto sería aquel que hoy los medios llaman ‘posverdad’. Es decir, en un contexto de infinita y continua estimulación informativa, lo que importa no es que el argumento provocador sea verdad o mentira, sino que simplemente sea provocador, que escandalice y provoque un incendio en el público. Es hablar con impunidad. No hace falta más que ver ciertos programas de televisión, o ciertos comentarios en las redes, para comprobar que lo que se pretende no es salirse del sentido común o superarlo, sino buscar el mero escándalo inocentón de una parte de la sociedad autopercibida como moralmente superior. Donald Trump también brindó un buen ejemplo de esto cuando afirmó impunemente que Barack Obama había nacido en Kenia y que por eso no podía ser presidente de Estados Unidos. De todos modos, esto no es tan sorprendente si nos paramos a recordar lo que fue la televisión occidental en los años ’90: una sucesión de programas escandalosos que jugaban a transgredir la moral tradicional.
6. Transgresión y política
Llegado a este punto podemos hacer un repaso de lo escrito hasta ahora. En el primer punto, donde analizaba el texto de Moller, concluí que la corrección política, si bien puede ser una herramienta útil para no minusvalorar a determinados grupos excluidos a través del uso tradicional del lenguaje; está lejos de ser algo así como un “progreso moral”, dado que los cambios en el sistema del lenguaje que podríamos considerar como “progresos morales” —si es que tal cosa existe en la Historia— son mucho más complejos y profundos que lo que pretende corregir el lenguaje políticamente correcto.
En el segundo punto, analizando el texto de Browne, se llegó a la conclusión de que los críticos con la corrección política no dejan de tener sus propios códigos lingüísticos fundamentados en otro tipo de ideologías. Ideologías que relacionan la decadencia de las clases medias blancas con la preocupación de la izquierda por esos otros grupos oprimidos como las mujeres, los inmigrantes o los negros.
En el tercer punto se vio, a través del artículo de Luiza Bandeira, cómo el término “políticamente incorrecto” no es algo del todo nuevo, sino que tiene un largo recorrido no siempre vinculado a la derecha reaccionaria. Por tanto, lo políticamente correcto o incorrecto no tiene como tal una ideología. De hecho, se ha utilizado mayormente en su significado literal, es decir, aquel que se refiere al hecho de que determinado enunciado es correcto o incorrecto en el ámbito de la política. Siendo “bueno” lo correcto y “malo” lo incorrecto. Sin embargo, hoy en día lo políticamente correcto se ha convertido en un sinónimo de polite como parece deducirse del artículo de Moller; mientras que la rebeldía transgresora —propia de un enfant terrible— y la ilusión de romper las reglas vienen de discursos políticos reaccionarios.
En el cuarto punto elaboré dos tipos de reacciones ante la incorrección política, una primera ingenua que no desea inmiscuirse en el debate; y otra continuista que pretende reforzar su posicionamiento “correcto” ante los posicionamientos “incorrectos”.
Por último, argumenté la existencia de dos tipos de enunciados políticamente incorrectos. Uno, deja al emperador desnudo cuando expone cosas de las que ninguna parte del establishment político quiere hacerse cargo por miedo a provocar sentimientos considerados como negativos para el funcionamiento “normal” de la democracia y sus instituciones. Otro, es sencillamente una enunciación provocadora e incendiaria que no tiene que ser verdad ni mentira, solo tiene que remover las más bajas pasiones del espectador.
Los cinco puntos y el razonamiento que he ido exponiendo conducen a un tema que va más allá de la corrección política y que, si nos hacemos cargo del debate actual, tiene que ver con la transgresión y el papel de esta en la acción política.
El significado de transgredir es violar un precepto, norma o ley; por lo que cuando se transgrede se están incumpliendo las normas que en ese momento son consideradas como hegemónicas con respecto a un tema en concreto. Por tanto, cuando se transgrede se está abriendo la puerta a tratar algo como hasta ahora no se ha tratado, es decir, se abre la puerta a una nueva construcción de sentido. En este sentido, esta apertura de puertas es lo que diversos autores han llamado “lo político” (Laclau, 2005; Mouffe, 1999, 2007), o “política” en contraposición a “policía” (Ranciére, 1996), esto es, una nueva construcción de sentido en la comunidad política. En contraposición a la política, transgresora y conflictiva, estaría el concepto de una comunidad política sin conflicto y consensual donde la transgresión se torna innecesaria e inexistente. Esto será nombrado por estos autores como postpolítica.
En realidad y por tanto, todo enunciado o símbolo político excluye otros enunciados y a los actores que simbólicamente los portan. Así, la postpolítica es, como tal, un proyecto imposible aunque haya quien la pretenda. De esta manera, la corrección política —ya sea proveniente de actores de la izquierda o de la derecha— por mucho que pueda llegar a intentarlo, es imposible que clausure el conflicto. De hecho, lo que afirmo es que nombrar o construir la interpretación de un fenómeno no es despolitizador. En otras palabras y a lo que pretendo llegar es a que, lo que hoy se llama corrección política —vinculado a la defensa de grupos oprimidos— en otro momento fue incorrección política.
En definitiva, no considero que el conflicto entre lo teóricamente correcto y lo teóricamente incorrecto sea un proceso despolitizador, sino todo lo contrario. El problema aparece cuando esa corrección se eleva a la categoría de verdad y no se relativiza “lo correcto” como algo contingente, complejo y necesitado de reflexividad (Jackson, 2011). Si se deja esta cuestión de lado se estaría cayendo en el dogmatismo y en el intento —por lo demás imposible— de clausurar el debate y, ahí sí, clausurar la democracia (entendiendo por democracia la institucionalización del conflicto político). Es decir, estaríamos extirpando la posibilidad de redefinir lo correcto y lo incorrecto; de construir sentido.
En conclusión, la transgresión no deja de ser algo necesario para la política o, más bien, para “cambiar” la política; lo que no implica que toda transgresión sea política o que toda transgresión cambie la política “para bien”, pero no deja de ser una condición sine qua non de la política entendida como construcción de sentido de una comunidad política. En conclusión, lo más desaconsejable no es la transgresión, sino rehuir los argumentos transgresores del adversario desde el desprecio de una supuesta y autosuficiente superioridad moral.
BIBLIOGRAFÍA
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