El citado Mujica, editor de poesía en Joinville le Pont (Francia), autor de “Escrito por las olas” y “De atrás pica el indio”, tenía allá por el año 69 un volante que publicitaba a la adivina “Mariposa Encantada”, mujer alada que predecía el futuro flotando al interior de una jaula y que durante la llamada “Guerra del Pacífico” habría anunciado la captura por parte de la escuadra chilena del monitor peruano “Huáscar”, el 8 de octubre de 1879, en el combate naval de Angamos; el auge y posterior ruina de las salitreras en Antofagasta y Tarapacá, la muerte de J.F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963 y el golpe de Estado de 1973, en Chile. Lo que sólo puede explicarse por arte de magia y por una extraordinaria longevidad.
El malogrado Melville, en su famoso “Moby Dick” —compuesto en un 80% de digresiones que le costaron la miseria y la incomprensión de sus contemporáneos, y la gloria 70 años después de su muerte—, se refocila citando innumerables Documentos Insólitos. En el capítulo titulado “Monstruosas pinturas de ballenas”, pág. 374, párrafo 9, en la edición de Bruguera, Barcelona 1970, traducida por Julio C. Acerete, comienza ridiculizando cuanto dibujo del cetáceo se hiciera desde la prehistoria a su tiempo y a continuación lanza su primera cita o documento insólito: “El avance del saber”, donde —dice— pueden encontrarse ballenas muy curiosas. Y unas líneas más abajo: “…en la colección de viajes del viejo Harris hay algunas reproducciones de ballenas entresacadas de un libro de viajes holandés impreso en 1671 y titulado: Un viaje a la pesca de ballenas en Spitzberg, realizado en el barco Jonás en la Ballena”. Salto unas cuantas líneas: “…existe también un imponente in-cuarto escrito por un tal Capitán Colnett de la flota inglesa, titulado: Un viaje alrededor del Cabo de Hornos, hacia los Mares del Sur, con el objeto de ampliar las pesquerías de la ballena”. En este libro, según Melville, “aparece un dibujo que pretende ser el retrato de Fiseterio, o ballena spermaceti, dibujado según un modelo que fue muerto cerca de las costas de México, en agosto de 1793”.
Lo maravilloso de Melville es que no apura el relato, ni al lector. No se somete al editor, a la moda ni al mercado y parece escribir para su propio solaz y acaso para el de algunos espíritus afines, lo que en 1851, año de aparición de esa obra, fue sancionado por la crítica y el público (1).
Melville se extiende como quien se dispone a dormir la siesta en una hamaca. Y sigue: “Ved sino la popular obra de Goldmith, que lleva por título La naturaleza animada. En la edición londinense de 1807 aparecen varios grabados de una pretendida ballena y de un narval…” Y en el párrafo siguiente: “En 1825, Bernard Germain, conde de Lecépède, que fue un gran naturalista, publicó un libro monográfico y científico sobre las ballenas en el que se encuentran varios grabados que representan a diversas especias de leviatanes”. Y en el próximo: “Sin embargo, el colmo de la torpeza parece reservado al científico Fréderic Cuvier, hermano del famoso Barón (2). En 1836 publicó una Historia natural de las ballenas…”. Etcétera, etcétera.
En fin, cualquiera puede constatar que toda esta novela abunda en citas parecidas y que ella misma constituye uno de los documentos más insólitos de la literatura universal. Entre paréntesis, en el capítulo siguiente, “Las ballenas en pintura, marfil, madera, piedra, montañas y estrellas”, nuestro autor suma y sigue con toda suerte de textos estrafalarios.
Quizás antes de hablar de Borges, probablemente el más asiduo “citador” de estos documentos, correspondería intentar clasificar o definir la naturaleza de estas rarezas.
Sin duda, el tiempo es el factor determinante. Cualquier documento, independiente de su contenido, por el solo hecho de tener una cierta antigüedad, digamos 50 años, resulta sobremanera interesante. El otro factor tiene que ver con su singularidad, entendida como escasez. Piedras antediluvianas hay muchas y no por ello llaman la atención. Podemos afirmar entonces que un documento singular y viejo necesariamente entrará en esta categoría. Y que importa menos su contenido que su rareza y antigüedad, de allí que hasta los avisos publicitarios después de algunos años resultan encantadores. La antigua discusión sobre la forma y el contenido tiene que ver con esta cuestión, aunque se aparta de nuestro asunto.
Pero vayamos a Borges. Abra usted al azar cualquiera de sus libros. Puede estar seguro que antes de leer cinco líneas se habrá encontrado con la cita de alguno de estos documentos.
Procedo yo mismo al experimento. “Otras inquisiciones”, Emecé editores, Bs. As., 1960. Completamente al azar, página 94, título: El Biathanatos (!). Dice: “A De Quincey (con quien es tan vasta mi deuda que especificar una parte parece repudiar o callar las otras) debo mi primer noticia del Biathanatos”.
Juro que no busqué la cita. Procedí tal como lo recomiendo ¡y encontré el documento en el título! Se me replicará que no tiene gracia porque Borges siempre escribe de esta manera. ¡Y es la pura verdad!
Continúa después del punto: “Este tratado fue compuesto a principios del siglo XVII (la antigüedad) por el gran poeta John Donne (intercala una nota), que dejó el manuscrito (singularidad) a Sir Robert Carr (3), sin otra prohibición que (abre comillas) darlo a la prensa o al fuego”. Etcétera, etcétera.
Evidentemente que tanto Melville como Borges, sabedores del interés que despiertan estas «rarezas», si es necesario, las inventan. Es tal el atractivo de los “Documentos Insólitos” que cuando ellos faltan, éstos y otros autores muy respetables recurren, sin ningún remordimiento, a su imaginación. No es en absoluto mi caso, puesto que, si bien no poseo grandes cosas, me enorgullezco de mi pequeña colección y aceptaría un inventario legalizado de mi propia biblioteca para probar la verosimilitud de mis palabras. Puedo referirme, por ejemplo, a un ejemplar de la revista mexicana «América», Nº 40, del 30 de Junio de 1945. Se me dirá que dicho documento no tiene suficientes méritos como para ser considerado con propiedad insólito. Estoy completamente de acuerdo, sin embargo yo lo tengo como tal por la siguiente razón: En dicha revista aparece un cuento prácticamente desconocido de Juan Rulfo, “La vida no es muy seria en sus cosas”, que en 1988 copié al pie de la letra y envié, con un pseudónimo, al concurso de cuentos Juan Rulfo, organizado en París por Radio France International y la embajada de México, donde ni siquiera fue considerado. Debo decir, sin embargo en defensa del ilustre jurado, que el mencionado cuento no es de las mejores piezas del gran maestro jalisqueño.
Otro de mis documentos favoritos es “Expedición a la Prehistoria”, editado en Bruselas en 1856, libro de a bordo de un barco oceanográfico belga durante una travesía por el Pacífico, donde entre muchas otras cosas se narra el encuentro con un escualo de 21 metros, un tiburón ballena arponeado por los científicos, quienes obtuvieron una colección de 6000 dientes de marfil blanco y 300 kilos de pâté, producto del gigantesco hígado del monstruo. No lo vendo ni por todo el oro del mundo.
Poseo asimismo La Dernier Nuit de Gomorre, editado en Francia. 17 bis, rue Jacob, París 5eme, 1793. Una curiosidad de un encantador erotismo. El autor —un oficial rumano que perdió la cabeza en Clermont-Ferrand, Auvergne, durante la Revolución— describe variadas fórmulas para prolongar y/o enriquecer el goce sexual, en la dama y sobre todo en el varón: La mano dormida, la palpitación a voluntad del glande y la reabsorción de la esperma, entre otras. Sumamente instructivo.
Del propio Sacher Masoch tengo una versión en francés, editada en Viena, de La Venus de la Forrure o “La Venus de las pieles” (Venus im Pelz, en alemán), libro que posteriormente diera el nombre de Masoch a la perversión que disfruta el castigo, el masoquismo. Muy excitante. Debe valer no poco. El libro tiene una sobrecubierta de finísima cabritilla blanca.
Poseo también “Les Flibustiers de la Mer du Sud”, histoire véridique racontée par le Sieur Raveneau de Lussan, gentilhomme de fortune, adaptée par Jean-Paul Alaux et avec de bois gravés par Gustave Alaux; éditions du Galion D’or, à Paris chez Georges Servant, éditeur, 25 Boulebard Malesherbes. 1826”. Y también de las “Oeuvres Complètes de Voltaire” el tomo XLII, Correspondence Générale, editado igualmente en París, chez J. Esneaux, 46 rue de Noyers, MDCCC XXII. Y el tomo décimo de la “Historia General de Chile” de Diego Barros Arana, séptima parte, correspondiente a la Reconquista Española (1814-1817), Rafael Jover, editor, calle de La Bandera, núm. 73, Santiago, Chile, 1889. Y una versión del Kama-Soutra, en francés, traduit d’après Pierre Eugène Lamairesse, con una introducción y notas de Gilles Delfos y prologada nada menos que por Donatien Alphonse François, mejor conocido como el Marqués de Sade. París, 1856. Un primer tomo en papel biblia de “El Capital”, impreso en Madrid, con una dedicatoria manuscrita en la portadilla fechada en Lima. Su anterior propietario —un estudiante peruano de apellido Delgado que tuvo amores con una de mis hermanas— lo trajo a Chile durante el Gobierno de Salvador Allende y pasó a mi poder después del 73, cuando Delgado abandonó el país para refugiarse en la Argentina, donde fue abatido dos años después junto a un grupo de Montoneros, en la provincia de Tucumán.
Pero quizás debería abstenerme de enumerar mis tesoros, puesto que éstos suelen cambiar de manos sorpresivamente y me expongo sin motivos. Para dar un ejemplo, durante un viaje a Ámsterdam un compatriota me vendió un libro que él personalmente había robado de la biblioteca de Manuel Mujica Laínez, en Córdova, Argentina. La obra pertenece a un naturalista alemán, Carl Marholz, quien en 1920 viajó en mula de Arica a Punta Arenas fotografiando la geografía chilena con una máquina de placas metálicas que producía imágenes de extraordinaria nitidez. Muy bonito. Si M.M. Laínez me lo hubiera reclamado, en persona, yo hubiera estado dispuesto a devolvérselo a cambio de un ejemplar de Bomarzo, autografiado.
Para terminar creo que de todos mis documentos insólitos, descontando mi colección de fotografías antiguas y una serie de objetos rituales de diversa procedencia, mi preferido y probablemente el de mayor valor sea un diccionario de símbolos editado en el Cairo, en 1770, y que compré hace algunos años, en esa ciudad, a un hombre que vivía al interior del cementerio católico y mercaba al alero del Museo de los Faraones. Leo con dificultad el árabe, pero con la ayuda de un segundo diccionario puedo traducir a paso de tortuga y me ha sido de gran utilidad en el proyecto que me ha ocupado desde mi juventud: mi diccionario universal de fantasías, utopías, quimeras y otros disparates.
Un comentario
Estupendo recuento, que da cuenta de la basta cultura del autor y su no menos mayúscula imaginación.