Introducción
Dicen que todo autor escribe para liberarse de sus demonios interiores; yo así lo creo, y el presente ensayo es testimonio de ello. Sometido desde temprana edad a las contradicciones de una educación burguesa, durante largo tiempo he luchado por resolverlas y por formar una jerarquía de valores individual. La lectura de Thomas Mann me ha resultado una ayuda inapreciable en este sentido, de modo que puedo afirmar, sin vacilar, que, de todos los grandes escritores del siglo XX, es Mann el que mayor y más profunda influencia ha ejercido en mí.
En él vemos a un hombre genial que vive su genialidad, no como un privilegio, sino como una cruz y una responsabilidad: la de iluminar a sus semejantes, en especial a sus compatriotas del “pueblo de músicos y de pensadores”. Mann caló hondo en el substrato ideológico y sentimental de la cultura burguesa europea, buceando también en su propia conciencia de burgués. Este “descensus in Averno” le dio la perspectiva necesaria para juzgar a su época; pero Mann, el burgués, no se margina de ella, sino que adhiere con más fuerza y sinceridad al liberalismo. (Comparemos a Mann con Bertrand Russell, hijo de nobles, quien viró más profundamente, hasta desembocar en posiciones cercanas a las de la izquierda ortodoxa; Russell, pese a su genialidad, no fue un hombre “demoníaco”, como Mann.)
He creído necesario comenzar con una nota histórica sobre la burguesía, para mostrar que su problemática no es de ayer ―siglo XX― ni de anteayer ―siglo XIX―, sino de más atrás. También he hecho uso generoso de las citas textuales, allí donde éstas pueden ser más iluminadoras que mis palabras.
Según William Blake, el gran hombre muchas veces lleva vida de loco, para que los hombres comunes no tengamos necesidad de ser locos. Es este “aprendizaje vicario” lo que me ha hecho sentir más unido a Thomas Mann.
1. Orígenes de la burguesía
La burguesía, entendida como clase empresarial, aparece siempre en cierta etapa de toda cultura. En la Antigüedad clásica oímos decir, por ejemplo, que el filósofo Demócrito de Abdera era un mercader cuyos barcos recorrían el Mar Egeo, y también se nos dice que el dinero, instrumento fundamental del comercio, fue inventado en Asia Menor por Creso, rey de Lidia. A fines del Imperio Romano, se daban en la sociedad casi todas las características que vemos en la actual sociedad burguesa de Occidente.
El ciclo de la Antigüedad clásica se cerró con las invasiones bárbaras y el desmoronamiento del Imperio. La cultura que se formó después en Europa ―producto de la interacción entre las dotes de los pueblos germanos y eslavos, y la doctrina cristiana― es algo nuevo; constituye, según Spengler, una nueva cultura, un nuevo ciclo en el quehacer espiritual y material de la humanidad. Por tanto, si queremos estudiar esta cultura, no necesitamos citar hechos de la Antigüedad clásica como antecedentes de ella.
Para nosotros, la historia de la burguesía comienza alrededor del año 1000. Esta fecha divide la época medieval en dos partes: Alta Edad Media o Edad Oscura, y Baja Edad Media o Edad Feudal. La primera es una época de consolidación del tipo de sociedad que daría su nombre a la segunda: sociedad estática, paternalista, regida por la Iglesia en lo espiritual e intelectual, y por la nobleza en lo “temporal” ―es decir, en lo económico y político.
La nobleza vivía de la tierra, la cual era cultivada por la numerosa clase de los siervos, cuya vida era semejante a la de los antiguos esclavos. Estos siervos descendían de la población romanizada de las antiguas provincias del Imperio de los Césares; de los campesinos, y demás elementos más desvalidos y pusilánimes de la antigua sociedad.
Los señores feudales procedían de los pueblos bárbaros, invasores del Imperio; al hacerse con el poder, estos invasores constituyeron la casta dominante, superpuesta a la original sociedad romanizada.
Del siglo V al X, tuvo lugar el lento proceso de educación de los turbulentos germanos, proceso llevado a cabo por la Iglesia. La interacción entre el cristianismo y los impulsos vitales de los bárbaros produjo un nuevo tipo de sociedad, con una fisonomía propia: la sociedad feudal, teocrática, agraria y militar, cuyos mejores frutos: la filosofía escolástica y las catedrales, aparecerían entre los años 1000 y 1500.
¿Qué valores estaban en la base de esta sociedad? De un lado, los valores cristianos; de otro, el espíritu caballeresco. Nietzsche vio con toda claridad la oposición, la contradicción entre ambos grupos de valores. De un lado, el cristianismo predicaba la caridad con todos, la humildad y la negación de sí mismo; del otro, la conciencia del propio valer tendía a degenerar en soberbia, en un exagerado sentido del honor, en desconsideración para con los desvalidos (en quienes el orgullo de casta, proveniente, en el fondo, de un orgullo racial, veía a seres inferiores).
Sin embargo, el noble se veía a sí mismo como legítimo dueño y protector de las tierras y los seres humanos que le habían sido confiados, y que él solía considerar como de su pertenencia. También se consideraba protector de la Iglesia, y siempre estaba dispuesto a empuñar las armas en su defensa. En esta doble condición de protector de la “sociedad civil” y de la Iglesia fundaba el noble su aspiración a la preeminencia de que gozaba.
Otra característica del noble ―y, en general, de todo gran propietario rural― es su estrecha relación con la tierra, su exacto conocimiento de los ciclos estacionales, del clima, de las enfermedades de las plantas y del ganado. Podríamos decir que el terrateniente siente la tierra y la lleva dentro de sí por doquiera que va; en general, sin embargo, no va muy lejos, precisamente por estar tan ligado a ella. Aunque no la trabaje, la conoce, y sus siervos confían en él, y él se enorgullece de esto. Esta cercanía con la tierra y con las labores del campo le da al propietario rural otra característica notable: su inmutabilidad, su lentitud. La rapidez mental es ajena al campesino (grande o pequeño). Él está habituado a un cierto número de faenas siempre iguales, y no ve más allá; cualquier innovación la ve con risueña condescendencia, como juego de niños.
Se comprende, pues, que la sociedad feudal tendiera a ser estática, lenta y monótona. Pero pronto aparecieron en la apacible campiña europea unos monstruos perturbadores y olvidados: las ciudades. En realidad, siempre habían estado allí, pero en los siglos oscuros, todas ―aún Roma, la capital de los papas― habían vegetado sin pena ni gloria. Después del año 1000, las cortes episcopales y reales comenzaron a requerir la ayuda de artesanos, constructores, clérigos, comerciantes, etc., y esta demanda de “mano de obra calificada” ayudó a dinamizar la vida urbana. Por oposición a los habitantes de la campiña, estas activas personas recibieron el nombre de “burgueses”, del germano Burg: castillo, pueblo o ciudad amurallada. Las partículas burg, borg, bourg, etc., aparecen una y otra vez en el mapa de Europa: Burgos, Borgo San Sepolcro, Cherbourg, Hamburg, Freiburg (“ciudad libre”), Göteborg…
Hasta entonces, la sociedad medieval, desordenada e intuitiva -por no decir instintiva-, sólo había conocido algo de organización y de “racionalización” de sus energías en la Iglesia, especialmente en los monasterios: los monjes racionalizaron la agricultura, la ganadería, la apicultura, la farmacopea, la construcción, la orfebrería, la carpintería, entre otras artes prácticas. Ahora, sería en las ciudades donde la “sociedad civil” desarrollaría nuevas técnicas, y donde se concentraría el esfuerzo intelectual. “Las ciudades, con hervores de pueblo nuevo, se enriquecían con talleres y se dotaban de construcciones bélicas para hacer frente a los emperadores y a los nobles de los condados” (1)
Entre las diversas actividades propias de una ciudad, la nueva clase mostró decidida preferencia por el comercio, formando una amplia red de relaciones comerciales que iba de Nápoles y Barcelona hasta Oslo y Danzig, por un lado; y por otro lado, hasta Egipto, Asia Menor y Asia Central. La actividad comercial, por su propia naturaleza, obligó a los burgueses a ser ordenados y meticulosos, a llevar sus cuentas en forma precisa. Como lo demuestran los documentos de la época (2), tardaron en aprender estos hábitos; pero, una vez adquiridos, los conservaron, de tal modo que la manía de calcular y de expresarlo todo en números se convirtió en un rasgo permanente de su carácter, según veremos en el capítulo siguiente.
2. Fisonomía moral de la burguesía
Hemos dicho que el burgués, para dedicarse con éxito al comercio, canalizó sus energías en esa dirección, prestando menor atención a otros aspectos de su ser (los cuales, en realidad, merecen la misma atención), como la actividad física, la apreciación de la belleza, las relaciones humanas y la religión. Esto nos da, pues, una clave del modo de ser burgués: el burgués es un hombre disciplinado. El hecho de que él entienda mal la disciplina no contradice esta afirmación.
La disciplina que el burgués se impone lo lleva a encauzar sus fuerzas por el camino intelectual (aunque teniendo siempre la mente puesta en la aplicación final de su pensamiento). En realidad, el arma que utiliza el burgués para conquistar el mundo es la razón; ellos son los primeros racionalistas y racionalizadores de Occidente. He aquí otra característica: el burgués es un hombre, no sólo racional, sino racionalista (que es peor).
El procedimiento típico de que se vale la razón para comprender y estudiar el mundo es la abstracción, que consiste, como bien sabemos, en despojar al mundo (o a la parte de él que nos interesa) de los rasgos que el pensamiento estima accidentales. El segundo paso en el procedimiento racionalista es el análisis, que consiste en dividir mentalmente el problema en varias partes, y estudiarlas separadamente.
La primera abstracción de que se sirvió la nueva clase fue el dinero ―éste nunca dejó completamente de existir, pero la cultura burguesa le dio una mayor prominencia. Dice Ernesto Sábato en “Hombres y Engranajes” que el hombre que, en lugar de intercambiar unos bienes de consumo por otros, intercambia bienes por dinero, está efectuando una notable abstracción, al prescindir de las cualidades diferenciales de esos bienes y reducirlos todos a un común denominador. Así penetró la abstracción en el mundo ―y con ella la muerte, podríamos decir, parafraseando a san Pablo.
La consecuencia inevitable de esto fue que, con el tiempo, se pretendió reducirlo todo a este común denominador, aún cosas no medibles ni transables, como el amor y la libertad. Los burgueses terminaron cayendo en su propia ficción, y fue así cómo, desde la época victoriana, los hombres tienden a medir su valía personal en función de sus bienes. (Aquí podría encontrarse otra explicación de por qué la propiedad privada es sagrada para el burgués).
Otras manifestaciones del predominio de la razón fueron: el desarrollo de la ciencia ―en especial de la matemática, ciencia abstracta por antonomasia― a manos de Galileo, Descartes y Newton, y la actitud “científica” de los artistas del Renacimiento en su representación del mundo. Veamos un poco estos fenómenos. La Edad Media no tuvo casi ciencia, porque no era racional ni metódica; en cambio, en el siglo XVII, ¿quién más metódico que Descartes, con su “Discurso del Método”, con su invención de la geometría analítica, de quien se cuenta que “calculó las trayectorias de algunos miles de rayos que incidían en diferentes puntos de una gota de agua” (3)? Por otro lado, pintores como Leonardo da Vinci, Piero della Francesca , Paolo Ucello y Alberto Durero fueron excelentes matemáticos aficionados (4), que se dedicaron especialmente a estudiar la teoría ―entonces nueva― de la perspectiva: el paisaje o el retrato se reducían a un conjunto de líneas de fuga y proporciones.
Queriéndolo o no, el burgués no científico se contagió de los hábitos del científico; y, cuando la ciencia del siglo XIX proclamó, orgullosamente, haber reducido todo a fórmulas y haber expulsado a Dios del panorama cósmico, el burgués ignaro se creyó autorizado para abandonar a este molesto personaje. Así, de materialista práctico se convirtió en materialista teórico. Pero, en realidad, el alejamiento databa de mucho antes; el burgués, inventor del lujo, no pudo nunca apreciar el ideal ascético cristiano de “desprecio del mundo y sus placeres”: por ejemplo, los bodegones holandeses nos muestran terciopelos, brocados y una insolente abundancia de provisiones de boca, muchas de ellas venidas de países de ultramar ―porque el colonialismo ya había comenzado. Tenemos aquí, pues, una tercera característica: materialismo, gusto por la vida muelle y el lujo.
Si bien parece haberse originado en Italia, la burguesía arraigó mejor en los países del norte de Europa, donde la herejía calvinista favoreció especialmente su formación. Esta mantenía la doctrina de la predestinación divina, de modo que el hombre quedaba en la horrible duda de si estaba en el bando de los benditos o en el de los condenados. ¿Cómo saberlo? Se necesitaba un signo externo, y se tomó la riqueza como señal y garantía de la futura salvación; por el contrario, el pobre (al igual que antes, entre los judíos) expiaba con su pobreza algún pecado, suyo o de sus padres. Este es el origen de la ya mencionada tendencia burguesa a medir la valía personal en dinero, y además, del tan notable culto al éxito, propio de esta clase.
El culto al éxito ha generado entre los burgueses el desprecio hacia quien no lo alcanza, a la vez que una actitud servil hacia la persona exitosa, y también una compulsión por alcanzar el éxito material, aún a costa de pasar por encima de otras personas. Aquí tenemos una nueva característica: la actitud competitiva, la cual genera, como vemos, aún otra nota distintiva: la falta de solidaridad.
Podemos decir que la moral burguesa se reduce a: trabajar disciplinadamente para amasar riquezas, las cuales a su vez permitirán gozar de la vida. (Error profundo: el dinero sólo permite adquirir aquello que tiene precio, es decir, productos humanos, pero no nos ayuda a apreciar más intensamente esta vida, ni menos a encontrarle un sentido.) Esta actitud indirecta, mediata, hacia la vida, al exigir al hombre tantas postergaciones (en pro, no de un ideal superior, sino de algo tan mezquino como la mera supervivencia en condiciones cómodas), lo convierte en un ser amargado contra su propia moral, cuyo objetivo no ve claramente (éste es quizá el mejor ejemplo del “malestar de la cultura, de que hablaba Freud); y, por esa misma amargura, la moral burguesa termina siendo hostil a la vida, como se aprecia en los tabúes sexuales victorianos, en la morbosa música de Mahler y, en general, en toda la cultura de fines del siglo XIX, cuya consecuencia ineludible será, en Alemania, el nazismo, como nos muestra el “Doctor Fausto” de Thomas Mann.
Como vemos, la moral burguesa lo empequeñece todo: convierte el amor a la vida en represión de las energías vitales (porque una cosa es encauzar, pero otra muy distinta es reprimir), el desinterés en sentido comercial, la religión en un negocio ultraterreno, la virtud en una serie de prácticas encaminadas a conservar y acrecentar el propio patrimonio. De aquí vienen cosas como la “sancta masserizia” o santa frugalidad, del viejo Leone Battista Alberti ―padre o abuelo del “uomo universale” del mismo nombre―, y los dichos ramplones del trivial Benjamín Franklin —a quien algunos, equivocadamente, toman por filósofo―: “early to bed, early to rise”, etc. Bastarán éstos como botones de muestra de la pequeñez burguesa, cuyas virtudes, según Werner Sombart, son “virtudes menores”. Esta última expresión lo resume todo.
3. El siglo XIX: “Los Buddenbrook”
Retomando el hilo histórico de la clase burguesa, podemos recordar que ya en el siglo XVII este grupo había alcanzado preeminencia social en Francia, en Inglaterra y en los Países Bajos.
En esta última región, los probos burgueses de Holanda y de Flandes lograron, tras dura lucha, sacudirse el yugo de la monarquía española, retrógrada y “antiburguesa”, ya que la animaban los valores feudales y el catolicismo intransigente de la Contrarreforma. Una vez formadas las Provincias Unidas de Holanda, la burguesía local experimentó una prosperidad espectacular, dedicándose al comercio colonial y a la piratería, como lo atestigua el floreciente arte de la época. Los grandes pintores del barroco se complacían en representar opulentas naturalezas muertas; retratos de prósperos burgueses con sus familias o en sus gremios; paisajes de la tierra, o escenas hogareñas de una cálida intimidad, pero desprovistas del pathos y el dramatismo del barroco nobiliario y católico.
En Inglaterra, la clase burguesa necesitó provocar una guerra civil, ajusticiar al rey y apoyar la dictadura de Cromwell, para alcanzar el poder. La nobleza británica (bastante más permeable que, por ejemplo, la francesa) se alió con los recién llegados, para retener el poder (“plus ca change, plus il revient au meme”). En la época de los Estuardo y Hannover, Samuel Johnson y otros literatos expusieron abundantemente la ideología burguesa. También en esta época llegó Händel, para poner en música los fastos de la nueva clase, la cual, después de la revuelta puritana, gustaba de verse a sí misma como la raza elegida, el nuevo pueblo de Israel; ésta es la principal razón extramusical para el gran éxito de los oratorios de Händel en su patria adoptiva.
Por fin, en Francia, la burguesía dio a la monarquía una serie de hábiles ministros, como Colbert, Quesnay, Necker y Turgot, mientras, por otro lado, los ideólogos de la Ilustración ―Rousseau, Voltaire, Diderot, etc.― agitaban los estandartes de la Razón, la Libertad y la Igualdad para encandilar al pueblo y asegurarse su ayuda en la toma del poder.
Llegamos así al siglo XIX, con la burguesía ejerciendo el poder: de jure, en Francia, tras la Revolución; de facto en los países monárquicos (Inglaterra Austria, principados alemanes). En este siglo, los burgueses imponen sus valores: la ciencia, el progreso material y el racionalismo. Aún el arte ―que cumple las funciones de válvula de escape a los instintos de rebeldía― se resiente del prurito “cientificista”; como ejemplo, tenemos el “naturalismo” literario de Zola y la pintura “realista” o “academicista”, movimientos ambos que pretendían describir la realidad con una precisión y una minuciosidad absolutas y fotográficas ―con lo cual le quitaban toda poesía a lo representado. (A propósito: es posible que la invención de la fotografía dejara en gran parte sin objeto esta búsqueda de la perfección representativa, y facilitara la aparición del impresionismo y otros movimientos menos “objetivos”.)
Thomas Mann vino al mundo en este siglo, y siempre mantuvo el recuerdo de la década dorada de 1890-1900. (Recordemos, empero, que nuestro autor no se crió en la “corrupta” Viena de fines de siglo, sino en la provinciana Lübeck, donde los valores seculares de la burguesía aún se conservaban relativamente puros.)
Su arte está dirigido a elucidar los conflictos del alma burguesa, en especial (usando la terminología de Nietzsche) entre el espíritu “apolíneo” ―sereno, reposado, contemplativo y señorial― y el “dionisíaco” ―apasionado, arrebatado, místico―; así como entre los instintos de vida y los de muerte. Cada uno de estos temas está tratado en una gran novela.
La primera de ellas, “Los Buddenbrook”, narra con lujo de detalles (según costumbre de nuestro autor) las vicisitudes de una gran familia burguesa del norte de Alemania: los Buddenbrook ―apellido que, curiosamente, suena más inglés que alemán― a lo largo del siglo XIX, desde 1835 hasta alrededor de 1880. En esta obra monumental aparecen ―a veces sin que el autor se lo proponga― todas las características burguesas reseñadas en el apartado anterior.
El autor retrata con fidelidad los personajes y el ambiente, porque procede de un medio similar: una familia de la gran burguesía, dueña de una “respetabilísima” firma comercial en Lübeck, en el luterano norte de Alemania, sede de la más fruncida e intransigente de las burguesías. La familia Buddenbrook experimenta una peripecia similar a la del autor: las sucesivas generaciones van siendo cada vez menos luchadoras, menos capaces y menos interesadas en los negocios; sobrevienen la decadencia y la ruina final, y, en este instante de prueba para la familia ―que constituye un cerrado microcosmos―, aparece, como canto de cisne de la estirpe, el niño Hanno. En la novela es un precoz pianista, que recoge en sí las últimas energías de la familia, sublimándolas al convertirlas en arte. Sin embargo, Hanno muere prematuramente de tifus.
Con este detalle, nuestro autor hace presente, quizá por primera vez, uno de sus temas favoritos: el artista como un ser enfermizo, con su vitalidad menguada a causa de su misma sensibilidad. (Después veremos cómo, en “Tonio Kröger”, el autor nos traza un autorretrato bastante fiel, donde se nos aparece con la tenue máscara de un adolescente con aficiones poéticas, quien, tras luchar con su medio ―que lo mira con desconfianza―, logra convertirse en un escritor famoso.)
Esta antipatía por el arte, que Mann advierte en su ambiente ―y, lo que es peor, en sí mismo― proviene de la propensión burguesa a lo “práctico” y a la disciplina, la que, como vimos, caracteriza a esta mentalidad. El artista, en cambio, es un “bohemio”, un rebelde que rara vez se adapta completamente a las convenciones sociales, que vive en forma desordenada, se abandona a las pasiones y no reconoce más disciplina que la de su arte. (Si no procede así, nunca será un verdadero artista; será, todo lo más, un productor de obras correctas, pero frías: un Cherubini, un Rafael Mengs, un Quintana.) Thomas Mann, por su formación burguesa, participa de este punto de vista, y el sentido de culpa por entregarse al arte jamás lo abandonará; por lo que podemos apreciar, en su alma se enfrentaron rudamente el principio dionisíaco y el apolíneo, sin que ninguno triunfara sobre el otro.
Uno de los personajes inolvidables es la valiente Tony Buddenbrook, sobreviviente de dos matrimonios desastrosos, y cuya vida es el eje alrededor del cual se articula la larga novela. De joven la vemos en el colegio de señoritas de Sesemi Weichbrodt, formando amistad con otras jóvenes favorecidas de la fortuna, como la distinguida y cosmopolita Gerda Arnoldsen ―que terminará casándose con Thomas Buddenbrook― y la ingenua Armgard von Schilling, hija de nobles campesinos, a quien Tony envidiaba el “von” de su apellido, que cuadraba tan mal con “su espesa trenza, sus bonachones ojos azules y su vulgarote acento mecklenburgués”.
Más tarde, Tony se casa con el estafador Grünlich (un primer golpe para la familia), y más tarde con Permaneder, un bávaro ridículo que se la lleva a vivir a Münich y decide, de la noche a la mañana, dejar de trabajar. Tony se separa de él incontinenti. (Este episodio le sirve al autor para mostrar cómo la envarada burguesía nortealemana veía a los bávaros, con sus modales y su modo de hablar descuidados y “poco correctos”.)
Otro personaje notable es Christian Buddenbrook, hermano de Tony. Christian, de quien la familia esperaba que siguiera la tradición de vida laboriosa y emprendedora, era en realidad un actor frustrado, voluble y débil de carácter; enamorado de las bambalinas, fue enviado, sin embargo, a servir en una casa comercial británica, primero en Londres y luego en Chile, en la “tropical” ciudad de Valparaíso. Con semejante presión familiar, nunca hizo nada de provecho; fue un rebelde a medias y un bohemio frustrado. El es el “dionisíaco” de la familia, anuncio de tiempos peores.
Un momento inolvidable es aquél en que el distinguido patriarca Lebrecht Kröger (apodado el “cavalier a la mode”), tras asistir a una sesión del Parlamento de Lübeck, en momentos de efervescencia social ―estamos en 1848, año del Manifiesto Comunista―, muere de un ataque tras recibir en su coche una piedra lanzada al azar. Sus últimas palabras, “¡La canaille!”, dichas “con frío desprecio”, lo retratan de cuerpo entero.
El otro puntal de la familia ―aparte de Tony― lo constituye Thomas, quien sucede al patriarca Johann en la conducción de los negocios, siguiendo fielmente su consejo: ”Hijo mío, no dejes que los negocios te quiten el sueño, pero tampoco hagas negocios capaces de quitarte el sueño”. Armado de este buen sentido archiburgués, Thomas guía los últimos pasos de la casa Buddenbrook, antes de la extinción por falta de un heredero varón. Como es natural, desprecia a su hermano Christian, a quien encuentra “francamente indiscreto…” “Le falta algo”, prosigue, “eso que podríamos llamar equilibrio, el equilibrio personal… ¡Oh, todo se reduce a que Christian se ocupa con exceso de sí mismo, de los procesos de su propio yo… ¡Hay mucho de desvergüenza en semejante expansividad, Tony!” Interesante comentario, que resume el meollo del problema de la burguesía: antes de la era burguesa o moderna, la psicología individual no estaba lo bastante desarrollada como para permitir una adecuada introspección; es en la era moderna cuando aparecen las complejidades del alma individual ―llegando, es cierto, casi hasta lo morboso. Pero, paradójicamente, el modo de ser burgués se opone radicalmente a esta finura psicológica, porque la encuentra inútil y hasta contraproducente: “¡Hemos de ser positivos, qué diablo, y hacer algo útil, como lo hicieron nuestros padres y abuelos!” Sin embargo, al decir esto, Thomas olvida que su hermano Christian no hace más que seguir una tendencia natural del espíritu humano, cuando las necesidades materiales están satisfechas: el lujo y el bienestar hacen a los hombres más sutiles, y quién sabe si también más débiles.
En enero de 1875 muere Thomas Buddenbrook ―Tom para su familia―, con lo cual comienza la caída vertical de la casa Buddenbrook. Unos meses antes, Tom había presentido su próxima muerte, luego de desoladoras meditaciones producidas por la lectura de un severo tratado clásico de filosofía (¿Spinoza, Leibniz?). Estas páginas son emocionantes. En ellas el padre del pequeño Hanno medita sobre su vida:
“¿En mi hijo esperé continuar? ¿En una personalidad todavía más angustiada, débil y vacilante? ¡Pueril e insensata locura!”
“¿He odiado tal vez a la vida, a esta vida pura, cruel y fuerte? ¡Locura y error! Sólo a mí me he odiado, por no poder soportarla…”
Instintos de vida y de muerte; amor a la vida y temor a ella. He aquí otra vez el problema que obsesiona al burgués Thomas Budenbrook-Mann. En el apartado siguiente lo veremos desarrollado con mayor claridad.
4. El siglo XX hasta 1914: “Tonio Kröger”, “Muerte en Venecia”,
“La montaña mágica”
I
Después de “Los Buddenbrook”, escrita en 1901, aparece, en 1903, la “noveletta” “Tonio Kröger”. Como ya dijimos, en esta obrita se narra la historia de un joven de la alta burguesía ―de una ciudad que, por ciertos indicios, resulta ser Lübeck. Desde la adolescencia, Tonio sufre por percibir en sí mismo una fuerte inclinación literaria; esto lo aísla de sus amigos y en general de su grupo social, el cual no comprende ni comparte esta tendencia. Por fin, huye de la pacata ciudad, para llevar una vida disipada (pero productiva) en el sur de Alemania y de Europa; se convierte por fin en un gran escritor, instalándose en Münich. Pero llega un momento en que siente la necesidad de ver de nuevo su tierra natal y la vecina Dinamarca. Sin embargo, en Lübeck tiene un desagradable percance al ser confundido con un estafador, y, para colmo, la casona de los Kröger se encuentra convertida en biblioteca pública; una vez en Dinamarca, ve pasar a su antiguo amor Ingeborg Holm, del brazo de su amigo de juventud Hans Hansen (obsérvense los nombres, más escandinavos que alemanes). Este encuentro fortuito lo vuelve aún más a sus orígenes, y lo dejamos finalmente con la sospecha de que por fin ha encontrado la paz, ha puesto fin a sus conflictos interiores: el artista y el burgués se reconcilian.
El personaje central es autobiográfico. Su nombre de pila, Tonio, de resonancias latinas, proviene de un hermano de su madre, llamado Antonio; “mi madre es natural de muy lejos, del otro lado del Océano…”, como explicará él a sus amigos. Aquí tenemos otro punto de coincidencia con el autor: la madre de Thomas Mann, Julia Bruhns da Silva, había nacido en Rio de Janeiro, y nuestro escritor, con razón o sin ella, siempre atribuyó el lado artístico, bohemio y fantaseador de su personalidad a su herencia materna. “Vivía en el Sur…; y era acaso la sangre de su madre la que lo había llevado allí.”
Hay otros puntos de contacto: se nos dice que: “La rancia familia de los Kröger se había desmoronado paulatinamente, y las gentes tenían motivo suficiente para interpretar que la extraña manera de ser y de vivir de Tonio Kröger formaba parte de aquella ruina.” Aquí, el autor habla de sí mismo, y de la caída de la casa Mann (recordemos también al pequeño Hanno Buddenbrook).
Hay otras descripciones que trasuntan la experiencia vivida: “Entonces, con el orgullo del entendimiento, llegó la soledad, porque no podía soportar hallarse en medio de seres innocuos, con su irritante frivolidad, y el genio que le ardía en la frente le molestaba”.
El problema vital de Tonio Kröger lo expone él mismo en la larga tirada que le dirige a su amiga la pintora Lizaveta Ivánovna: “…De vez en cuando soy capaz de avergonzarme de mi condición de artista…” “…Una persona consciente, honrada y moralmente sana no debiera escribir jamás, ni componer nunca, ni representar tales papeles en el grotesco teatro de la vida…”
“Bueno, pues: ¿qué es el artista? …Mire Ud, Lizaveta: en el repliegue último de mi alma ―traduciéndolo a lo espiritual― abrigo contra el artista toda aquella misma reserva que mis honorabilísimos antepasados abrigarían, allá en la estrecha ciudad nórdica, contra un juglar ambulante o algún artista aventurero que les hubieran visitado en su casa…”
“…La vida en oposición absoluta con el espíritu y el arte…no se nos antoja a nosotros, los excepcionales, como una visión de una grandeza teñida de sangre, sino que lo normal, lo honrado y lo amable representan el reino de nuestras ilusiones; ¡la vida en su seductora trivialidad! …¡la corrosiva nostalgia, Lizaveta, de los goces de la vulgaridad!”
Su perceptiva amiga le da un diagnóstico instantáneo y acertado: “Es Ud. un burgués descarriado, Tonio Kröger… Un burgués que perdió su camino.”
Cuando en Lübeck es confundido con un estafador, en lugar de demostrarles al dueño del hotel y al policía que no es “ningún estafador, ni tampoco un gitano de aquéllos que viajan en un carricoche verde, sino el hijo del cónsul Kröger, de la vieja familia de los Kröger”, se limita a pensar: “Pero en fin, ¿ese representante del orden burgués no tenía hasta cierto punto razón?” “En cierta medida”, nos dice el narrador, “se sentía completamente de acuerdo con él”.
Como una última cita, reproduzco aquí partes de la carta de Tonio Kröger a Lizaveta Ivánovna, carta con que termina la obra:
“Me veo colocado entre dos mundos, sin pensar que sea mi casa ninguno de ellos, y, por consiguiente, me debato en cien mil dudas y vacilaciones. Vosotros los artistas me llamáis un burgués, y los burgueses sienten la tentación de prenderme… No sé cuál de ambas cosas me ofende más (…) Admiro a los orgullosos y gélidos que se aventuran en las sendas de la etérea belleza y menosprecian al hombre… Pero no los envidio. Pues si algo es capaz de transformar a un mero literato en poeta, es este amor mío, tan burgués, a todo lo humano, a todo lo vivo y lo normal. Todo calor, toda bondad, toda fuerza nacen de este amor a lo humano…”
“…Pero mi amor más profundo y más secreto pertenece a los rubios de ojos azules, a los seres límpidos y dinámicos, a los dichosos y agradables, a los sencillos y vulgares”.
“No se burle Ud. de este amor, Lizaveta, porque es bueno y fecundo. Hay en él mucho de nostalgia, y de melancolía, y una gran parte de desprecio y de celos, y, más que nada, por encima de todo, el pregón de una casta y dulcísima felicidad.”
Aquí Thomas Mann se retrata de cuerpo entero, a la vez que nos caracteriza el conflicto de todo creador con su sociedad. Observemos, sin embargo, que aquí Mann aún ve en “lo burgués” sólo el lado bueno, sano y normal. Las tendencias más nocivas aparecerán más tarde, en “La montaña mágica” y en “Doctor Fausto”.
II
En 1913, Thomas Mann escribe “Muerte en Venecia”. Se aprecian en esta novela corta dos temas fundamentales e íntimamente relacionados ―como la tónica y la dominante en una sinfonía, haciendo una comparación acorde con las tendencias musicológicas de nuestro autor―: la muerte (presente ya en el título de la obra), la descomposición y la decadencia, por un lado; y el conflicto interno del artista (en especial, del artista burgués) por otro.
El tema de la muerte aparece ya en el primer capítulo: el célebre escritor Gustav von Aschenbach, avecindado en Münich, sale a dar un paseo en una tarde primaveral del año 19… (no especificado); caminando sin rumbo aparente, llega al Cementerio del Norte. Allí, en el pórtico, ve a un hombre de extraño aspecto, pelirrojo, silencioso y de insolente mirar, cuya vista lo intimida y, cosa extraña, le provoca un extraño deseo de viajar por tierras exóticas. (¿Qué significa este episodio? ¿Cómo se explica que Aschenbach llegue, en su deambular, precisamente al Cementerio? ¿Hemos de creer que, para el autor, nada es casual, y esta visita tiene algo de premonitorio? ¿Es el subconsciente de Aschenbach el que lo lleva allí? Y el extraño pelirrojo que aparece súbitamente, ¿qué significa? ¿Es quizá la Muerte, que, vestida de explorador, envía a Aschenbach a morir a tierras lejanas?)
Sea como fuere, Aschenbach decide viajar y, tras vagar por la costa del Adriático, elige Venecia.
Antes de proseguir, nos convendrá hacer un alto para examinar la personalidad del protagonista. El autor, con su minuciosidad habitual, nos informa de que Gustavo Aschenbach había nacido en Silesia; “sus ascendientes fueron funcionarios públicos, hombres que habían vivido una vida disciplinada y sobria, al servicio del estado y del rey… En la generación precedente, la sangre alemana de sus antepasados se mezcló con la sangre más viva y sensual de la madre del escritor, hija de un director de orquesta bohemio.”
“La combinación de este espíritu de rectitud profesional con los ímpetus apasionados y oscuros provenientes de su herencia materna habían producido un artista, el artista singular que se llamaba Gustavo Aschenbach.”
Aquí tenemos de nuevo el cuadro genético y caracterológico de Tonio Kröger ―que es el mismo de Th. Mann―: una herencia paterna seria, responsable, disciplinada, “apolínea”, versus una herencia materna desbordada, fantasiosa, impredecible y “dionisíaca”. (Este fue el problema vital de nuestro autor; por esto, debemos perdonarlo si lo repite a lo largo de su obra.)
(A quienes han visto el estupendo filme de L. Visconti, las peripecias de Aschenbach en la ciudad de los Dux les quedarán representadas por las escenas de esa película. En ella, Aschenbach aparece caracterizado como un compositor, y como la música de fondo es de Mahler, el espectador tiende a confundir a Gustav von Aschenbach y a Gustav Mahler, ya que ambos comparten el nombre de pila. Esto nos parece un gran acierto del director, ya que la música de Mahler refleja a las mil maravillas el carácter decadente y morboso de la cultura europea de principios del siglo XX.)
Llega, pues, Aschenbach a Venecia. Pero antes de llegar ve en el barco a un personaje repulsivo: un joven falsificado, es decir, un viejo que, a fuerza de afeites, tinturas y dentaduras postizas, intenta pasar por joven y se rodea de jóvenes. Repugnante, pero premonitorio encuentro: pronto nuestro héroe caerá en idéntica debilidad.
A su llegada al elegante hotel del Lido donde alojará, respira Aschenbach aliviado al ver las gentes acomodadas, de modales normales y reposados: “El traje de etiqueta, uniforme de la cortesía [¿deberíamos decir, más bien, “de la burguesía”?], reunía en armoniosa unidad aparente todas las variedades de gentes allí congregadas. Veíanse los secos y largos semblantes de los americanos, numerosas familias rusas, señoras inglesas, niñas alemanas con institutrices francesas. La raza eslava parecía dominar. Cerca de él hablaban en polaco.”
Efectivamente, con los polacos será su relación más intensa. Hay en el hotel una familia polaca formada por la madre, tres niñas y un hermoso adolescente llamado Tadeusz y apodado Tadzio (o algo así, porque hay varias versiones). Este Tadzio ejerce sobre Aschenbach una extraña fascinación; comienza a seguirlo por las calles y canales de Venecia, y pronto se establece entre ambos una secreta red de miradas y sonrisas. Esta relación veladamente homosexual, con su carácter furtivo e inconfesable, arrastra a Aschenbach a cierto dominio del arte y de la vida que siempre había rehuido: el lado oscuro, equívoco y “freudiano”. Su naciente amor por Tadzio ―racionalizado de mil maneras― lo lleva a curiosas meditaciones sobre el arte y la belleza:
“…Seguramente conviene que el mundo conozca sólo la obra bella y no sus orígenes, las condiciones que determinaron su aparición, pues el conocimiento de las fuentes en que el poeta bebe su inspiración lo confundiría, lo asustaría a menudo, dañando así el efecto de las cosas excelentes.” “…Quién podría descifrar el enigma de la naturaleza del artista? ¿Quién puede comprender esta fusión instintiva de disciplina y desenfreno en que consiste? Porque el hecho de no querer un sedante saludable es desenfreno…”
“…También por entonces, enredado en una aventura así, perdido en tan exóticos extravíos del sentimiento, recordaba la severidad y la varonil apostura de sus ascendientes y sonreía melancólico. ¿Qué dirían? Pero, ¡qué dirían al juzgar toda su vida, una vida tan diferente a la de ellos, hasta haber caído en la degeneración; al juzgar una vida dedicada al arte, de la cual él mismo, en sus años juveniles, se había burlado, influido por el espíritu burgués de sus antepasados, y que había sido tan semejante a la de ellos en el fondo! También él había hecho su servicio de guerra, también él había sido soldado y guerrero como muchos de ellos, pues el arte era una guerra, un esfuerzo agotador, para el cual los hombres de hoy ya no tienen resistencia. Una valla de contención y dominio de sí mismo, una vida recia, constante y sobria, que él había elaborado en sus obras como la forma sensible del heroísmo moderno. Podía llamarse varonil a esa vida, podía calificársela de valiente, y hasta le parecía que el Eros que se había adueñado de él era también en cierta forma adecuado y favorable a una vida como la suya. ¿No había gozado de alto prestigio en los pueblos más valientes? ¿No se decía que había brillado por su valor en las ciudades? Numerosos héroes guerreros de la Antigüedad habían llevado su yugo, pues no había humillación alguna en obedecer los caprichos del dios del amor, y acciones que, si se hubiesen hecho por otros medios, habrían sido censuradas como obra de cobardía ―arrodillarse, jurar, suplicar tenazmente, someterse como esclavos― no sólo no redundaban en desdoro del amante, sino que por ellas éste merecía grandes alabanzas.”
Muy notable es el sueño que aparece en el Capítulo V:
“Inicióse con miedo. Miedo y placer y una curiosidad estremecida por lo que iba a venir. Reinaba la noche, y los sentidos de Aschenbach estaban en acecho, pues desde lejos acercábase un confuso estrépito formado por mil ruidos entremezclados, y dominados por la dulzura de los sonidos de una flauta profundamente excitante, que producía una sensación de enervamiento y despertaba en las entrañas un incontenible ardor. Se oía también un grito estridente que acababa en una u prolongada. De pronto, al solitario se le ocurrió una palabra oscura, pero que designaba lo que venía. ¡El dios desconocido! Súbitamente el lugar se iluminó con un fuego humeante, y apareció un paisaje de montaña análogo al de su quinta de verano. Y en la luz vacilante y temblorosa, desde la cumbre poblada de árboles, descendía en furioso torbellino el torrente de hombres y animales, gritando ferozmente. La ladera del monte se inundaba de cuerpos y de llamas, y ardía un tumulto ensordecedor y una danza frenética. Mujeres que caminaban con trajes de pieles alargadas, con la cabeza echada hacia atrás, tocaban panderetas, blandían antorchas encendidas o puñales desnudos, se ceñían serpientes a la cintura…”
“…Unos hombres con cuernos en la frente, con pieles al hombro, alzaban brazos y piernas, hacían sonar bandejas de metal y golpeaban furiosamente sobre tambores, mientras unos niños desnudos, con varas floridas, pinchaban a machos cabríos, a cuyos cuernos se agarraban, dejando que los arrastrasen en sus saltos entre gritos estridentes.”
“Y la turba, enloquecida, lanzaba un grito de suaves sonidos que terminaba en una u prolongada, un grito dulce y estridente al mismo tiempo. Sonaba prolongado y retorciéndose en el aire como si brotara de un cuerno, y un coro de múltiples voces lo repetía; el grito incitaba a bailar y a echar al aire piernas y brazos, a no callar nunca. Mas todo ello resultaba penetrado y dominado por el sonido profundo y sugestivo de la flauta. ¿No lo llevaba también a él, que trataba de resistir la tentación, a la fiesta y al júbilo enloquecido del sacrificio extremo? Eran grandes su repugnancia y su temor, y era sincera su voluntad de amparar hasta el último extremo lo suyo contra lo extraño, contra el enemigo del espíritu digno y sereno. Pero el estrépito, el griterío ululante, multiplicado por los ecos sonoros de la montaña, aumentaba sin cesar, lo dominaba todo, trocándose en una locura arrebatadora.”
¿No es éste el cortejo de Dionysos? No hay duda: lo que Mann describe es el cuadro “El encuentro de Baco y Ariadna”, de Ticiano, que está en la National Gallery de Londres, y lo que nos quiere decir es que Dionysos, con sus bacantes y su flauta de Pan (recuérdese la prohibición platónica referente a la flauta, por considerarla “demasiado excitante”); con su tumultuoso tropel de ideas y sentimientos desencadenados, es quien se adueña del alma de Aschenbach.
Pero hay más, ¿por qué el escritor elige, para su viaje de descanso, Venecia, y no París, Nueva York o Evian-les-Bains? Porque en Venecia reina la muerte, desde hace doscientos años; su magnífico arte, la alegría de su carnaval, inclusive la fama equívoca de “burdel de Europa” de que gozara en tiempos de Casanova, son ya cosas del pasado. Ahora sólo queda un burgo empobrecido, de casas que se caen solas, habitado por una gentuza servil que vive de adular y robar a los turistas. Los miasmas cunden en el agua sucia de los canales.
Es así cómo, procedente de Asia y del sur de Italia, un día llega la peste: el cólera. En el colmo de la inmoralidad, las autoridades, para no ahuyentar a los visitantes, deciden guardar silencio. Pero la muerte se hace presente por todos lados; los huéspedes del hotel Excelsior comienzan a escasear, pero los polacos no se van, y Aschenbach decide quedarse a gozar de la presencia de Tadzio. Hasta que un día, sumido en esta contemplación, mientras pasa por su mente otro de sus ensueños literarios, inclina la cabeza sobre su silla y muere, mirando el mar.
¿Qué significa para nosotros esta curiosa historia? Aquí vemos irrumpir, en forma tumultuosa, y por primera vez en la obra de Mann, las características morbosas, los instintos de muerte que acechan la vida de cada individuo (en especial del artista) y de toda sociedad. “Muerte en Venecia”, obra traspasada de decadentismo y corrupción, es una “flor del mal” y, curiosamente, fue escrita un año antes del comienzo de la Gran Guerra, la cual puso fin, no a todas las guerras (como se esperaba), sino al mundo cortés y refinado de la belle époque. El autor, este correctísimo burgués, anuncia la destrucción del mundo por él conocido. ¿A manos de quién? De sus propios instintos de autodestrucción. ¿Y dónde mejor mostrar la decadencia moral y material que en Venecia? (En la película de Visconti, la música de Mahler produce, en la escena clave, una impresión devastadora).
Para terminar el estudio de esta interesantísima obra, reproduzco aquí el último ensueño con que muere el desdichado Aschenbach, maquillado impúdicamente, en un esfuerzo por recobrar la perdida juventud:
“Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero, ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquél para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento de la pasión, y nuestras ansias, han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. Pues, ¿cómo habría de servir para educar a alguien aquél en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento liberador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conducen a la embriaguez y al deseo, dirigen quizá al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú.”
III
En “La montaña mágica”, escrita en 1924, se continúan los temas de “Muerte en Venecia”, extendiéndolos a toda la sociedad europea de principios del siglo XX. El joven Hans Castorp llega al sanatorio Berghof, en Davos (Suiza), para visitar a su primo Joachim; sin embargo, permanece siete años en la montaña, y vuelve a la “llanura” sólo después de la muerte de su primo, para incorporarse al torbellino de la Primera Guerra Mundial.
Las más de mil páginas de la novela están consagradas a narrar la estancia de Hans Castorp en la “montaña mágica” donde está situado el sanatorio. Aquí, el ambiente y la mentalidad son totalmente diferentes a los de la “llanura”: el tiempo corre tan lentamente que casi podría decirse que no corre; todos los residentes de este extraño lugar están enfermos, en mayor o menor medida, y de una u otra manera. La enfermedad es aquí el estado natural de la persona; casi podría decirse que vida y enfermedad se confunden. Y junto con la enfermedad, la muerte siempre ronda ―y de vez en cuando se lleva a alguien, con gran sigilo.
En este ambiente enrarecido y sutilizado por la enfermedad, aparecen varios personajes más o menos simbólicos que ejercen gran influencia sobre el ingenuo joven Castorp, y, en cierto modo, se disputan su alma. El primero en aparecer es Settembrini, magnífico pedagogo, que encarna lo mejor del liberalismo burgués. (Parece ser éste el personaje con quien el autor más se identifica, ya que es el único que permanece vivo hasta el final, en tanto que los demás desaparecen o mueren).
Tenemos después a la misteriosa madame Chauchat, rusa ―a pesar de su apellido―, de quien Hans Castorp se enamora profundamente. Este personaje exótico, de ojos oblicuos, encarna lo femenino, lo irracional, con toda la carga de equivocidad que eso encierra para la mentalidad burguesa, racional ―y, por ello, “masculina”― del joven Hans. Clawdia Chauchat, con su perfume equívoco y sus ojos rasgados, es una Venus eslava que, como en un cuadro de Lucas Cranach, invita sutilmente al desenfreno, a la desmesura, a la sinrazón. Es por esto que Settembrini se lleva mal con ella, y se desespera al ver que Hans, haciendo caso omiso de su “pedagogía”, corre tras madame Chauchat para declararle su amor. (Ya veremos el extraño diálogo que se produce entre ambos.)
Un tercer personaje es Naphta, el judío converso y jesuíta fracasado. También él, aunque vive en el pueblo, está herido de muerte, y en mayor medida que los demás. Vive como un clérigo, rodeado de sedas, y cada vez que Settembrini y él se encuentran, se combaten mutuamente en largas parrafadas en las que Naphta defiende el clericalismo medieval ―haciendo a veces curiosas profecías sobre el comunismo― en contra del progresismo, hermoso pero huero, del italiano. El fragor de estas luchas remece con estrépito el alma de Castorp, dejándolo “con los oídos llenos del rumor del choque de las armas de dos ejércitos que, avanzando desde Jerusalén y desde Babilonia, bajo “dos banderas” [en español en el original], habían entablado una batalla confusa.” Creemos que Thomas Mann encarnó en Naphta todas aquellas ideas, valores o sentimientos que le desagradaban profundamente: el autoritarismo, el ascetismo falso, la falsa religiosidad… ésta es la caricatura de un clérigo, hecha a la manera de Nietzsche (autor muy leído por Mann). Naphta resume en sí mismo todos los instintos de muerte que la cultura occidental venía arrastrando desde el Medievo; al fin, no pudiendo resistir más sus propias contradicciones, se suicida de un tiro en la sien.
El último personaje simbólico, y el más difícil de interpretar, precisamente por ser el más vacío de contenido, es Mynheer Peeperkorn. Este holandés algo ridículo, que habla sin decir nada, es el amante con quien vuelve al Berghof madame Chauchat, después de una corta escapada. A pesar de esto, Hans se entiende bien con él. Parece que Peeperkorn representa la energía vital pura, la verdadera alegría de vivir, en lugar del cerebral Settembrini. En todo caso, también él se suicida, mediante un poderoso veneno tropical, y sin dar explicaciones. ¿Por dejar su lugar a Castorp? No sabemos. Es hablando con el holandés que Hans da el mejor resumen de su estadía en el sanatorio:
“Me hallo aquí desde hace bastante tiempo, desde hace muchos años, no sé exactamente desde cuándo, desde hace años de mi vida. Por eso he hablado de “vida”, y en el momento oportuno volveré a hablar del destino. Mi primo, al que yo tenía intención de hacer una corta visita, un militar lleno de valientes y leales intenciones, que no le sirvieron para nada, murió, me fue arrebatado, y yo continúo aquí. Yo no era militar; tenía una profesión civil, como Ud. quizá ya sabe, una profesión sólida y razonable que contribuye, según parece, a la solidaridad internacional, pero no sentí mucha afición hacia ella, se lo confieso, y eso por razones que no puedo explicar bien, que son bastante oscuras, que se refieren a los orígenes de mis sentimientos hacia la compañera de viaje de Ud.(me refiero a ella de esta manera, para poner de relieve que no tengo intención alguna de violentar los derechos positivos de Ud.), de mis sentimientos por Clawdia y de nuestro tuteo, del cual no he renegado jamás desde que vi por primera vez sus ojos, y éstos me dominaron, ¿comprende? Por amor a ella, y desafiando a Settembrini, me sometí al principio irrazonable, al principio genial de la enfermedad, al cual, en verdad, estaba sujeto desde siempre, y me hallo aquí no sé exactamente desde cuándo, pues lo he olvidado todo y he roto con todo, con mis parientes y mi profesión en el país llano, y con todas mis esperanzas. Cuando Clawdia se marchó yo la esperé, no cesé de esperarla aquí, de manera que estoy definitivamente muerto. En esto pensaba cuando he hablado de “destino”, y por eso me he permitido insinuar que tenía el derecho a quejarme de mi situación y de mi derecho lesionado.”
Consideremos ahora a Settembrini. Este pedagogo toma sobre sí la responsabilidad de guiar moralmente a Hans Castorp, alejándolo de los peligros de lo que él ve como la irracionalidad (Clawdia) y la superstición enfermiza (Naphta). Cree en la razón y en el progreso indefinido, a la manera del siglo XIX. Es por eso que, en la noche de Carnaval, trata de detener a Hans, el cual busca a Clawdia para declararle su amor:
“¡Eh, ingegnere! ¡Aspetti! Che cosa fa? Ingegnere! Un po’ di ragione, sa! Ma é matto questo ragazzo! “
Hans no lo escucha, y comienza su memorable conversación con madame Chauchat ―mitad en alemán, mitad en francés―, en que se dicen cosas como éstas:
[Clawdia]: “La morale? Cela t’intéresse? Eh bien, il nous semble qu’il faudrait chercher la morale non dans la vertu, c’est-a-dire dans la raison, la discipline, les bonnes moeurs, l’honneteté…, mais plutot dans le contraire, je veux dire: dans le peché, en s’abandonnant au danger, a ce qui est nuisible, a ce qui nous consume. Il nous semble qu’il est plus morale de se perdre et meme de se laissser depérir que de se conserver. Les grands moralistes n’étaient point des vertueux, mais des aventuriers dans le mal, des vicieux, des grands pécheurs…”
[Hans]: “Oh, l’amour, tu sais… Le corps, l’amour, la mort, ces trois ne font qu’un. Car le corps, c’est la maladie et la volupté, et c’est lui qui fait la mort… O, enchantante beauté organique… pleine du secret fébril de la vie et de la pourriture.” A continuación, Hans realiza una febril y voluptuosa descripción del cuerpo femenino.
Hans Castorp es alemán, no lo olvidemos. Y en esta escena vemos la fascinación de la nación alemana por lo eslavo, es decir, lo asiático, lo dudoso, lo impreciso, lo equívoco, lo femenino, lo exaltado, lo irracional. (Aquí se nos viene a la mente la teoría de Bachofen de los principios matriarcales, del reinado de la intuición y del amor, en oposición al principio masculino de la razón; al derrotar éste a aquéllos, los dioses del matriarcado se convirtieron en figuras amenazantes, infernales.) Settembrini previene varias veces a Hans contra esta vacilación tan alemana entre lo occidental y lo que no lo es.
Las controversias entre Settembrini y su rival son memorables, y sirven para ilustrar la tremenda confusión de ideas y de sentimientos reinante en nuestra época. Extractaremos frases al azar:
“La enfermedad es perfectamente humana” ―replicó inmediatamente Naphta― “pues ser hombre es estar enfermo… En una palabra, es tanto más hombre cuanto más enfermo está, y el genio de la enfermedad es más humano que el genio de la salud.” (He aquí otra vez el problema del artista, de las relaciones entre genialidad y enfermedad.)
Settembrini contrarresta estas manifestaciones refiriéndose a “el efecto purificador de la literatura… la potencia liberadora del lenguaje… el escritor como hombre perfecto, como santo…”
“En el pensamiento de Hans Castorp y en su imaginación, todo se hallaba revuelto. Había la Muerte envuelta en su manto azul, y esa muerte era un polemista humanista; cuando se miraba más de cerca al dios pedagogo de la literatura [Thot] y al amigo de los hombres, se encontraba un mono acurrucado que llevaba sobre su frente los signos de la noche y de la magia…”
El humanista se empeña en apartar a Hans del orientalismo:
―“Caro!”, dijo Settembrini, “Caro amico! Será preciso tomar decisiones, decisiones de un alcance inapreciable para la felicidad y el porvenir de Europa, y pertenecerá a vuestro país el tomarlas. Deberán realizarse dentro de su alma. Situado entre el Este y el Oeste, deberá elegir definitivamente, y en plena conciencia, entre las dos esferas que se disputan su naturaleza. Ud. es joven, tomará parte en esta decisión, será llamado a ejercer influencia…”
Los problemas de la política internacional se hacen cada vez más presentes en el Berghof, hasta que por fin estalla la guerra. Pero, para ese entonces, Hans ha completado su “aprendizaje hermético” y, después de un sueño muy revelador, llega a una conclusión suprema, independiente de la influencia de sus mentores: “El hombre no debe dejar que la Muerte reine sobre sus pensamientos en nombre de la bondad y del amor”.
Armado de estos valores, Hans baja por fin a la llanura, para cumplir con su deber patriótico. En la estación, Settembrini lo despide, llamándole, por primera y última vez, “Giovanni”, y enjugándose discretamente una lágrima. Aquí vemos otra contradicción, la última ironía: el liberalismo burgués envía a su juventud a la guerra, a morir quizá.
Las contradicciones no quedan resueltas en esta torrencial novela; no podría ser de otro modo, ya que fueron éstas las que desencadenaron el final apocalíptico con que se derrumba el viejo mundo burgués del siglo XIX. La técnica, el arte y la religión estaban ―y aún están― impregnadas de muerte, y esto fue lo que causó la guerra mundial, ese suicidio colectivo.
Hans Castorp, de la mano de sus tres mentores ―Naphta, Settembrini, Clawdia―, recorre el mundo del espíritu occidental moderno, en todas sus sinuosidades; aprende a ver la Muerte en la Vida, el Bien en el Mal, la Salud en la Enfermedad, lo Masculino en lo Femenino, y viceversa. Y, si bien no vemos su final, sabemos que éste ha de ser bueno, porque ha aprendido la lección; cuando baja a la llanura es un iniciado, y, como tal, desviará de su nación la ira divina. El es uno de los pocos justos por quienes Dios perdona al resto del mundo.
El autor no parece tan seguro de esto, y termina su magna obra en un tono mixto de duda y esperanza: “De esta fiesta mundial de la muerte, de esta mala fiebre que incendia en torno suyo el cielo de esta noche lluviosa, ¿se elevará el amor algún día?”
5. El siglo XX hasta 1945: “Doctor Fausto”
La burguesía europea llegó al año 1901 plena de confianza en sus fuerzas y en los valores que la sustentaban: la ciencia, el progreso, el dinero, etc. Pero la “paz armada” de aquellos tiempos ocultaba la debilidad estructural del sistema; la guerra de 1914 destruyó la fe de Europa en los valores burgueses. Sin embargo, después de la Primera Guerra, los pueblos trataron de seguir “como si nada hubiera pasado”, conformándose con efectuar pequeños retoques al sistema capitalista, constituyendo la llamada socialdemocracia. Sólo en Alemania, país vencido en Versalles, la pequeña y la gran burguesía ―aquélla más a ciegas, ésta con el deseo de obtener provecho de la situación― se entregaron al fascismo hitleriano, que halagaba sus sentimientos raciales y de clase. La propaganda nazi del Herrenvolk y demás basura tenía todo un sustrato emotivo para encontrar asidero.
“Doctor Fausto”, la última gran novela de Thomas Mann, fue escrita en 1947, inmediatamente después de la segunda derrota germana, y teniendo a la vista los estragos causados por el nazismo en su patria y en el mundo. La estructura de la obra es compleja: existe un narrador, el profesor Serenus Zeitblom, quien escribe durante la Segunda Gran Guerra, pero nos narra la vida del compositor Adrian Leverkühn, transcurrida entre 1883 y 1940. Los episodios de la vida personal de Leverkühn se corresponden exactamente con los acontecimientos externos, y el narrador traza constantemente el paralelo entre ambos órdenes de sucesos.
El gran artista ―Leverkühn― y la sociedad en que nace se entregan al demonio en forma, si no simultánea, al menos claramente paralela. Este es, podríamos decir, el tema central de esta ambiciosa obra: el artista tiene siempre algo de demoníaco, y aún más si es hijo de una época enferma como la nuestra.
Adrian Leverkühn, hombre de una inteligencia superior, pero de una notoria frialdad emocional, pacta con el demonio. Este le promete la fama y el ascenso a las más altas cumbres del arte, a cambio, por supuesto, de su alma, y a condición, también, de que nunca pueda amar a ningún ser humano. (Si se piensa bien, ambas condiciones vienen a ser la misma.) Esta segunda entrevista entre ambos ―la primera se había producido años antes, en Leipzig, cuando un cochero de apariencia dudosa llevara a Leverkühn a un prostíbulo, en lugar de a un hotel― merece ser transcrita, al menos en parte. El músico la relata en una carta a su confidente Zeitblom:
El (el diablo): …¿Crees tú, pues, en un genio que no tenga nada de común con los infiernos? Non datur. El artista es hermano del criminal y del demente… Lo morboso, lo sano, ¿qué significa eso? Sin lo morboso, la vida no hubiera podido jamás bastarse a sí misma. ¿Qué es lo verdadero o lo falso?
Ante la duda expresada por Leverkühn de que el diablo pueda ser una alucinación, éste responde:
El: Santa lógica. ¡Tontuelo! ¡Si es todo lo contrario de lo que dices! No soy una creación del foco de tu pia mater, ahí arriba; al contrario, ese foco es lo que te capacita, ¿lo entiendes bien?, para percibir mi presencia, y sin él no me verías, puedes estar seguro de ello.
Es decir, sólo el genio posee una propensión especial a percibir lo demoníaco; los demás hombres no penetran en este dominio de la vida.
Más adelante el diablo, disfrazado de Herr Professor universitario, perora sobre sus poderes y sobre el arte:
El: Si tú me ves, es porque existo para ti. ¿Vale la pena preguntar si yo existo realmente? Lo que ejerce una acción, ¿no es real? ; y la verdad, ¿no está en la aventura vivida y en el sentimiento? Lo que te engrandece y lo que añade fuerza, poder y soberanía a tu sensibilidad, ¿no es la verdad? Aunque fuese diez veces una mentira desde el punto de vista rigorista.
“Sábelo, pues, te garantizamos la acción en la vida de lo que realices con nuestra ayuda. Serás un jefe, medirás la marcha del porvenir, los jóvenes te preferirán a todos los demás; ellos precisamente, los cuales, por haber sido tú un loco, no tendrán ya necesidad de serlo. Su salud se alimentará de tu demencia, y en ellos tú serás sano. ¿Comprendes?”
Más adelante, en la misma tirada, el diablo da su concepto de religión (similar al de Naphta en “La montaña mágica”):
“¿No extrañarás, verdad, que el Maligno te hable de religión? ¡Voto a bríos! ¿Quién más, quisiera yo saberlo, podría hoy hablarte de ello? En todo caso, no el teólogo liberal, mientras que yo soy el único en asegurar su conservación. ¿A quién reconoces tú una existencia teológica sino a mí?… La religión es mi elemento tan seguramente como que no es en modo alguno del dominio de la cultura burguesa. Desde que la cultura se ha desprendido del culto [des-sacralizado, diríamos hoy], y se ha vuelto culto ella misma, ya no es más que un desecho…”
Después, recuperando su facha de truhán cínico, dice:
―“Llegamos ya al término y al desenlace, convendrás en ello…Muy temprano pusimos en ti los ojos; en tu espíritu rápido, altanero, en tu excelente ingenium et memoriam. Te hemos dejado estudiar la ciencia de Dios, como había imaginado tu orgullo; pero pronto has cesado de intitularte teólogo, y has dejado a un lado las Sagradas Escrituras, y te has dedicado a las figuris, characteribus et incantationibus de la música; todo lo cual fue por lo demás de nuestro gusto… hemos preparado diligentemente una trampa para que tú te arrojaras a nuestros brazos; quiero decir en los de mis infinitamente pequeños, de la Esmeralda, el aphrodisiacum del cerebro que reclamaban tan desesperadamente tu cuerpo, tu alma y tu inteligencia.” [Aquí alude el demonio al comercio carnal de Leverkühn con la prostituta Esmeralda, de quien recibió, en términos materiales, la enfermedad venérea, y, en términos espirituales, la contaminación diabólica.] “Has obtenido de nosotros tiempo, un período de genio, un tiempo fructuoso, veinticuatro años ab dato recessi; te los asignamos para que alcances tu propósito. Una vez pasados y extinguidos, cuando se haya desarrollado lo imprevisible -y un período así es también una eternidad-, serás arrebatado. En fe de lo cual te obedeceremos hasta entonces, desde ahora, con sumisión, y el infierno te servirá, con tal de que renuncies a todos los que viven, a todas las milicias celestes y a todos los seres humanos, porque así debe ser.”
Yo (completamente restablecido): ¿Cómo? ¡Eso es nuevo! ¿Qué significa esa cláusula?
El: Significa renunciación… Criatura de elección, te has prometido y unido a nosotros. No te será ya permitido amar.
Y después:
El: …El amor te está prohibido, porque da calor. Tu vida deberá ser frígida ―por eso no te está permitido amar a un ser humano.
Así, se cumple el pacto: Leverkühn intenta casarse con Marie Godeau, pero ésta termina por preferir al violinista Rudi Schwerdtfeger, quien traiciona así su incipiente amistad con el compositor; años más tarde, el pequeño Eco, sobrino de Leverkühn, muere de meningitis, frustrando así el amor de su tío por él, y sumiéndolo una vez más en la soledad.
Tras la muerte del pequeño, Leverkühn compone la cantata sinfónica “El canto de dolor del Doctor Faustus”, una obra desgarradora en la que muestra todo el dolor de su corazón, y su aprensión por la hora de rendir cuentas, que siente cercana. Y “cuando el año 1930 estaba ya casi en su mitad, en el mes de mayo, Leverkühn invitó a su casa, en Pfeiffering, a toda una sociedad, a todos sus amigos y conocidos en pleno… Adrian había comunicado en sus tarjetas que deseaba reunir una asamblea benévola para someterle su última obra coral sinfónica que acababa de terminar, y tocaría al piano algunos extractos característicos de ella.” Acuden a su casa amigos y conocidos, personas interesadas en aprovechar el estreno, o llevadas por la curiosidad; antes de comenzar el recital, sin embargo, el músico les dirige una sorprendente alocución. Mostraremos algunos trozos.
“…Sepan en adelante que desde mis veinte años de edad estoy casado con Satán, y con todo conocimiento de causa… por orgullo y temeridad, para adquirir la gloria de este mundo; y que cerré pacto y alianza con él, de manera que todo lo que en un término de veinticuatro años he realizado, y que los hombres consideran, y muy justamente, con desconfianza, ha sido realizado sólo gracias a su ayuda, y es obra del diablo, fundido en el crisol del Angel del Veneno.”
“Pues fue sencillamente una mariposa de vivos colores, la hetaera esmeralda, la que me hechizó con su contacto; (…) y yo la seguí a la sombra de los follajes que requiere su diáfana desnudez… la tomé y disfruté de sus caricias a despecho de su precaución; y todo quedó consumado…”
“…Porque largo tiempo antes de haber cambiado caricias con aquella letal mariposa, mi alma caminaba hacia Satán, por su arrogancia y su orgullo;…He aquí por qué yo halagaba mi orgullo, estudiando teología en Halle, en su Escuela Superior; no por amor a Dios, sino en nombre del Otro… y no hubo sino un corto paso desde la Facultad de divina sabiduría hasta Leipzig y la música…”
“En esto, Hyphialta, embarazada, me dio un hijo, en el cual toda mi alma estaba suspendida; un niñito sagrado, lleno de gracias excepcionales… Pero aquel niño era de carne y de sangre, y había sido estipulado que no me sería permitido amar a un ser humano. Y El me lo asesinó sin piedad… De modo que aquel niñito, hijo mío, con su boca florida de suaves sentencias, me fue arrebatado… a pesar de que yo había pensado que aquella ternura mía era lícita… El Magisterulus había notado que yo pensaba en contraer matrimonio, y estaba lleno de ira…”
“Así, el Maligno ha mantenido fielmente su palabra durante veintisiete años…Mi pecado es demasiado grande para serme perdonado… condenado estoy y no hay misericordia para mí, porque yo la destruyo de antemano, con mis especulaciones.”
“…Dicho y conocido esto, para despedirme de vosotros, voy a tocaros lo que me fue concedido escuchar en el hechicero instrumento de Satán y que, en parte, me han cantado los diablillos.”
Poco después, “Leverkühn se había sentado al piano de color pardo, y en la mano derecha alisaba las hojas de la partitura. Corrían lágrimas por sus mejillas y cayeron sobre las teclas, que él pulsó, por mojadas que estuviesen, produciendo acordes fuertemente disonantes. Al mismo tiempo abrió la boca para cantar, pero solamente exhalaron sus labios un grito de dolor, que ha quedado para siempre en mis oídos. Encorvado sobre el instrumento, abrió los brazos con un gesto de abrazar, y después, de pronto, como fulminado, cayó y resbaló del taburete al suelo.”
Después de esto, Adrian Leverkühn “no volvió a ser él mismo”; pasó los últimos diez años de su vida en un estado de idiotez, como un niño de cinco años. El demonio había consumado su obra de destrucción.
La elevación de Leverkühn a las cimas de la genialidad y su consiguiente destrucción tienen su paralelo (en la historia real y en la novela) en el surgimiento y derrota final del Reich hitleriano. Terminada la escena anteriormente descrita ―que, junto con la de la aparición del diablo, constituye un punto culminante de la obra―, el narrador, Zeitblom, nos comenta la situación de su patria y de la “Kultur” germano-burguesa: “¿Inculcaré yo de nuevo, en los cursos de una clase elemental consagrada a las humanidades, la idea de cultura, en la que el respeto a las divinidades del abismo se confunde con el culto de la razón olímpica y de la claridad, para no formar sino un solo fervor?”
Por boca de Serenus Zeitblom habla Thomas Mann, el pedagogo de Alemania:
“Un general del otro lado del Atlántico hace desfilar a la población de Weimar ante los hornos crematorios del campo de concentración que hay allí ―¿se le puede reprobar?―, declara cómplices a los ciudadanos que, bajo apariencias de honorabilidad, se dedicaban a sus negocios y procuraban no saber nada, por más que el viento les soplase en las narices el hedor de la carne humana allí calcinada. Les tiene por solidarios de las atrocidades ya descubiertas, y los obliga a mirarlas cara a cara.”
“En sus palabras y en sus actos, ¿fue aquel despotismo otra cosa que la realización, deformada, populachera, envilecida, de una tendencia de espíritu y de una concepción del mundo a la cual nos vemos obligados a reconocer un carácter auténtico? Y el cristiano, el humanista, ¿no los comprueban con terror en los rasgos de nuestras más grandes, más imponentes encarnaciones de la germanidad?”
Así, pues, en ésta su obra más ambiciosa, Mann reúne tres problemas de vital importancia para él: el artista y el burgués, como tipos humanos y en su relación con las “potencias del abismo”; la cultura occidental contemporánea (burguesa) en relación con estas mismas potencias; y la Kultur germánica como parte de esta cultura ―como su parte más representativa, cuya caída en manos del demonio tiene un carácter ejemplar y premonitorio para el resto del Occidente. En este sentido podemos decir que “Doctor Fausto” es la culminación de la obra de Mann, y en cierto modo su testamento literario.
6. Qué nos dicen la vida y obra de Thomas Mann
Exteriormente, la vida de Thomas Mann es la de un representante insigne de la burguesía europea, fiel a los valores de su clase (encarnados, p. ej., en el personaje Settembrini), y que, sin embargo ―y precisamente en virtud de esos valores―, jamás claudicó ante la irracionalidad ni ante la barbarie fascista. Su vida cívica fue activa, “comprometida”, ya con un bando, ya con otro, pero siempre sincera, siempre valiente. Cuatro volúmenes de ensayos, publicados entre 1929 y 1933, atestiguan la magnitud de su lucha contra el nazismo. Al subir el dictador al poder, se vio forzado a emigrar, y no volvió a su patria hasta 1948, regresando inmediatamente a California, donde residía. Desde octubre de 1940 hasta junio de 1945, dirigió a los alemanes más de cincuenta alocuciones radiales, dictadas por el dolor de ver a su patria entregada al demonio.
Pero esta adhesión a la democracia, a la racionalidad burguesa no le resultaba completamente espontánea; él también estaba “entregado al demonio”. Desde los comienzos de su carrera literaria, se nota en él la preocupación por los aspectos crepusculares y morbosos de la vida, por el germen de muerte contenido en ella; y, por otro lado, el interés por lo demoníaco y lo irracional. El como artista, siente estos demonios en su interior, los cuales le impiden llevar la vida muelle, ordenada, “burguesa” que su situación en el mundo le deparaba, y a la cual su naturaleza le impelía, dado su amor por todo lo “claro y distinto”, lo cartesianamente racional y luminoso.
Es por esto que sus principales novelas serán autobiográficas, y en ellas nos coloca al hombre ―ya sea un “simple burgués”, como Hans Castorp, o un burgués artista, como Tonio Kröger, Aschenbach o Leverkühn― ante este dilema: si quieres ser grande, si quieres trascender la mediocridad, sumérgete en lo “malo”, en lo decadente, en lo “dionisíaco”, en lo enfermizo e irracional. Este punto de vista no es propio sólo de nuestro autor; también André Gide nos dice (“Dostoievski”, Conferencias en el Vieux Colombier”):
“Es natural que toda profunda reforma moral, lo que Nietzsche denominaría “toda transmutación de valores”, sea debida a un desequilibrio fisiológico… En el origen de una reforma existe siempre una inquietud, un malestar; el desasosiego de que sufre el reformador es consecuencia de un desequilibrio interior… Por lo tanto, si bien no basta, naturalmente, ser un desequilibrado para ser un reformador, sí, en cambio, cualquier reformador es en principio un desequilibrado.”
“Mahoma era epiléptico, y también lo eran los profetas de Israel, Lutero y Dostoievski. Sócrates tenía su demonio; san Pablo, la misteriosa “espina en la carne”; Pascal, su abismo; Rousseau y Nietzsche, su locura.”
“…Recuerden la frase de Lacordaire en respuesta a una felicitación que le dirigieron después de un admirable sermón que acababa de pronunciar. “El demonio me lo dijo antes que Ud.” El demonio no le habría dicho en modo alguno que su sermón era admirable, ni le hubiera interesado decírselo, de no haber prestado al sermón su propia colaboración.”
Thomas Mann nos muestra en “La montaña mágica” cómo estos desequilibrios anímicos, estas tendencias a la muerte y a la autodestrucción, están presentes en el alma burguesa del siglo XX; el artista burgués, con sus antinomias, no es más que el representante típico de esta sociedad, en quien los rasgos contradictorios aparecen más acentuados. Lo curioso es que la sociedad liberal-burguesa, con su pretendida racionalidad y cientificismo, quiso expulsar de su seno tanto a Dios como al diablo ―es decir, a la religión, que necesita de ambos―; pero, justamente a causa de esa tendencia a la abstracción, a no ver en el hombre más que una marioneta movida por el interés económico, el racionalismo burgués dejó entrar por la ventana las tendencias religiosas ―en especial, demoníacas― que expulsara por la puerta. ¿Qué es el romanticismo ―con toda su sensiblería―, sino la protesta de los instintos, de la sinrazón, contra la tiranía de la “razón práctica”? Toda tendencia social, llevada al extremo, genera sus propios antídotos en el cuerpo de la sociedad.
Épocas menos racionales, como el Medievo, donde lo irracional estaba debidamente representado ―en forma de brujerías, alquimia y demás― no necesitaban protestar contra la tiranía de la razón, porque ésta apenas si existía; en estas culturas, todo sentimentalismo y toda irracionalidad aparecen naturalmente, sin el matiz de afectación que caracteriza al romanticismo decimonónico.
La figura que, tal vez mejor que ninguna otra, encarna la dualidad decimonónica entre orden y desenfreno, es Goethe. Junto al demonismo del “Fausto” ―modelo directo de la última novela de Mann― y a las lacrimosas “Cuitas del joven Werther” están sus dramas clásicos llenos de empaque, como “Ifigenia en Aulide”. Sin embargo, Goethe tiende de manera natural al “orden” burgués, y lo mismo ocurre con Mann, su discípulo y admirador. Este último, tras rondar los infiernos, vuelve a la tierra nutricia, y ―al contrario del Dante―rehúsa mirar las estrellas, porque sospecha que tras éstas se esconde, una vez más, Satán.
La comparación con Dante nos hace preguntarnos: ¿fue cristiano Thomas Mann? Obviamente no, así como no lo era la burguesía hipócrita en la cual se crió. Digo hipócrita, porque esta clase mantenía las formas del cristianismo, sin comprender ya su espíritu; una clase que ha dejado de creer en lo mágico jamás podrá comprender ninguna religión, y menos aún la cristiana, cuyo fundador expulsaba demonios y calmaba las tempestades.
Sin embargo, la atenta observación de la cultura que Thomas Mann realizó a lo largo de toda su vida pudo haberlo conducido a aceptar al menos una creencia fundamental del cristianismo: el dogma del pecado original. Según éste, tras la caída de Adán, los hombres quedamos vulnerables al poder de Satán, el príncipe de las tinieblas; “por un hombre [Adán] entró el pecado en el mundo, y con el pecado, la muerte”(Rom 5,12); la ubicuidad de los signos de muerte en nuestra cultura podría hacernos pensar que la inevitable propensión del hombre ―especialmente del hombre creador, del artista― a lo morboso y mortecino, es consecuencia de algún original acto de rebeldía cometido en los albores de la Humanidad. (Hasta ahora, todos los intentos del hombre por liberarse, individual o colectivamente, prescindiendo de Dios, han tropezado con el demonismo inherente al propio ser humano.)
La labor de Thomas Mann se nos aparece, pues, como profética. Si bien nuestro autor ve el descalabro final a que conduce el racionalismo burgués, y la final claudicación de éste con la locura hitleriana, no sabe proponernos nuevos caminos, y se refugia en el “settembrinismo”, en los valores con que fue nutrido. Sería injusto criticarlo por ello; él fue un profeta caminante, no un ave migratoria nostálgica de lejanías. Recordemos que también Moisés murió sin pisar la tierra prometida.
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