EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTOR@S | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE

— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —Artículo destacado


El triunfo del mal: Ilustración y oscurantismo digital contemporáneo

por Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 25/06/2025

el-triunfo-de-la-muerteEl triunfo de la Muerte, Pieter Brueghel el Viejo, hacia 1562


Con un énfasis en la Edad Media, el Renacimiento y, principalmente, en la Ilustración, este condensado análisis se propone explicar la conexión entre nuestra era digital y la Ilustración y el medievo, para ilustrar cómo los enormes avances que comenzaron en el Siglo de las Luces, y que no se han detenido desde entonces hasta llegar a la Internet y las redes sociales, son utilizados por  corrientes políticas y culturales para reinstalar una regresión medievalista oscurantista y autoritaria.

En su pintura El triunfo de la Muerte, ejecutada hacia 1562, Pieter Brueghel el Viejo nos lega una visión estremecedora del final: una escena donde la muerte, implacable, se cierne sobre toda forma de vida, imponiendo su reinado en medio de una Europa devastada por la peste. La obra no sólo retrata el drama de una epidemia, sino que condensa en una imagen simbólica la sombra que envolvió a todo un milenio de historia: la Edad Media.

Ese extenso intervalo —desde la caída del Imperio Romano en el siglo V hasta el albor del Renacimiento en el XV— fue un tiempo marcado por la fragmentación política, la estructura feudal y la hegemonía casi absoluta de la Iglesia Católica, que se erigió no solo como poder espiritual, sino como custodio del orden y del pensamiento. En nombre de la fe, la razón fue amordazada. El saber, vigilado. La imaginación y el conocimiento, limitados al estricto marco de la teología. La represión no fue un accidente, sino un sistema: una represión religiosa institucionalizada, cuyo objetivo era preservar la doctrina del dogma y sofocar cualquier chispa que amenazara su autoridad.

En este clima, la ciencia y el conocimiento dormían. El arte susurraba entre sombras. La filosofía se reducía a escolástica. Fue así como la historia bautizó aquel período con el nombre de oscurantismo, no por olvido, sino por falta de luz.

Y sin embargo, mientras la muerte parecía danzar sobre las ruinas, algo nuevo comenzaba a gestarse. El Renacimiento, esa primavera del espíritu humano, brotó con fuerza renovada en los siglos XV y XVI. Fue un despertar, un renacer de la luz después de una interminable noche. Los ecos de la cultura grecorromana, sepultados durante siglos, fueron rescatados y celebrados. El humanismo clásico volvió a latir con fuerza: ya no como reliquia del pasado, sino como semilla del futuro.

El ser humano, hasta entonces concebido como criatura subordinada a lo divino, comenzó a ocupar el centro del universo simbólico. El eje se desplazó: del teocentrismo al antropocentrismo. De la sumisión a lo eterno, al descubrimiento de la dignidad propia. La razón se desató de sus cadenas y, con ella, florecieron el arte, la ciencia y la exploración del mundo y del alma. El pensamiento dejó de arrastrarse, y aprendió nuevamente a caminar erguido.

Así, el Renacimiento no solo fue una época de resplandor estético, sino una verdadera revolución espiritual. En su seno se gestó el paso de la Edad Media a la Edad Moderna, y con él, la posibilidad de imaginar una humanidad distinta: capaz de crear, de conocer y de decidir por sí misma su lugar en el mundo.

El Renacimiento, aurora de la modernidad, sembró las semillas de un despertar más vasto: la Ilustración, o como se la nombró con justeza, el “Siglo de las Luces”. A lo largo del siglo XVIII, este resplandor intelectual abrazó Europa con su promesa de claridad, disipando las tinieblas de la superstición con la antorcha de la razón. Fue entonces cuando el humanismo alcanzó su madurez, al confiar plenamente en la capacidad del entendimiento humano para descifrar los misterios del mundo, guiar el avance de la ciencia y la técnica, y allanar el sendero hacia un progreso tan constante como ineludible.

Este fervor racional se erigió no sólo en método, sino en credo: la razón devino instrumento supremo con el cual el ser humano se sumerge en la realidad, la interroga, la transforma y, al hacerlo, erige verdades con el sello inquebrantable de la verificación. La Ilustración no fue simplemente un movimiento intelectual: fue una empresa titánica del espíritu humano, una sinfonía de pensamientos que forjó los cimientos políticos, filosóficos y culturales del mundo contemporáneo.

Frente al dogma y la fe ciega, los pensadores ilustrados alzaron la voz de la crítica y el análisis; desde la duda y la interrogación como cimiento, se inicia el análisis profundo para construir la respuesta científica. Se abocaron a desentrañar las estructuras anquilosadas del absolutismo monárquico y a desmontar las cadenas invisibles del pensamiento impuesto. En su lugar, proclamaron un principio inédito y revolucionario: el respeto inviolable a la libertad y a la dignidad de cada ser humano.

Y en ese clamor de luces, dejaron asentado que solo por medio de la razón, cultivada por la educación, el ser humano podría alcanzar la felicidad —no sólo la propia, sino también la común—. Porque en el saber, afirmaban, reside el germen de una sociedad verdaderamente justa y equitativa.

El soplo renovador del Renacimiento, encendido como antorcha en la penumbra de la Edad Media, halló su plenitud en la Ilustración del siglo XVIII, donde la razón humana se alzó como faro y brújula de la civilización. Allí, el humanismo —ya no mero anhelo, sino paradigma— fundó su morada: celebró la inteligencia de la razón como herramienta creadora, impulsora de avances científicos y tecnológicos, y la consagró al servicio del bienestar colectivo. Desde esa visión luminosa del ser humano brotó el cauce del progreso, nutrido por la lenta pero firme corriente del desarrollo social, cultural y político.

Entre los años 1648 y 1789, el año de la Revolución Francesa, el espíritu de la Ilustración transformó de manera profunda el paisaje intelectual, político y social de Occidente, inaugurando una era de progreso científico, tecnológico y sociopolítico sin precedentes, cuyo ímpetu —aún vigente— se despliega con una celeridad jamás vista en los anales de la historia.

No obstante, este ímpetu ilustrado no estuvo exento de críticas: surgieron voces que, con legítima inquietud, advirtieron sobre los riesgos de un avance técnico-científico desprovisto de control ético, simbolizado primero en la invención de la dinamita y, más tarde, en el aterrador poder de la bomba atómica y, ahora, en la Internet y en la Inteligencia Artificial.

Pese a tales advertencias, el ideal de un progreso constante no tardó en trasladarse al ámbito político, encarnándose en el progresismo: una corriente que aboga por la aplicación continua y gradual de reformas públicas, con el noble propósito de distribuir de forma equitativa los frutos del desarrollo humano.

Y sin embargo, la historia —madre sabia y trágica— nos enseña que a cada paso que el humanismo dio hacia la luz, le respondió una sombra. Siempre hay una contrafuerza: corrientes regresivas que, parasitando los mismos instrumentos del avance, urden el retorno al abismo.

Hoy, esas fuerzas han hallado su refugio y trinchera en el mundo digital de las redes sociales, donde la mentira deliberada ha sido perfeccionada como arte y arma política, y la desinformación se despliega como telaraña sobre la conciencia global.

Bajo el disfraz de libertad de expresión, se ejecuta una sinfonía oscura, hábil y calculada, destinada a instaurar una nueva hegemonía ideológica: la del retroceso oscurantista. Una involución cuidadosamente orquestada, que apunta a reinstalar el autoritarismo como dogma y a convertir la ignorancia en doctrina. Ya no se necesitan tanques ni cuarteles para consumar el triunfo del mal: basta con algoritmos, bots y masas hastiadas por la desigualdad estructural que el neoliberalismo ha sembrado y que los partidos tradicionales, de todo color, no han sabido redimir.

En este nuevo teatro del mundo, la plaza pública digital se ha tornado en el verdadero quinto poder, más decisivo que los otros cuatro juntos. Colonizada por movimientos neoultraconservadores, su objetivo no es otro que horadar desde dentro las columnas de la democracia. Allí han erigido su imperio, sobre pantallas y códigos, entre clics y consignas.

La desinformación sistemática es hoy un golpe de Estado digital permanente contra la democracia. No deja muertos a la vista, pero entierra con eficiencia la verdad, la razón, la ciencia, la esperanza. Y con ello, busca reinstalar el viejo reino de las sombras: un oscurantismo nuevo, contemporáneo, que desprecia la razón tanto como teme a la lucidez.

Esta ofensiva, sin embargo, no se agota en lo político. Tiene pretensiones más hondas: es una guerra cultural, aunque lo que combaten no es cultura, sino el relato que pertenece y está construido de odio visceral contra el progreso para todos. Denigran como “progre”, “zurdo” o “woke” todo aquello que huela a ilustración, a empatía, a pensamiento libre. Como inquisidores modernos, levantan hogueras virtuales donde arden Darwin, Einstein, las vacunas, el cambio climático… incluso la forma redonda de la Tierra. Buscan instaurar un saber domesticado, al servicio del poder. El conocimiento se torna herejía; la duda, un delito.

Su utopía, en verdad, es una distopía: un mundo sin pensamiento crítico, poblado por masas obedientes y sin derechos, mano de obra despojada de dignidad, gobernada por un poder tecnocientífico aliado con un ultraneoliberalismo autoritario que reduce la vida a cifras y cuerpos al rendimiento.

Así se consuma el triunfo del mal: una cruzada contra la cultura, el saber y el porvenir. Su abanderado más carismático, Donald Trump —patriarca de esta nueva edad de hierro—, emerge no sólo como profeta, sino como ejecutor de esta visión. Ya no necesita del respaldo de un partido tradicional: posee su propio púlpito en las redes y, regresa al poder físico, como un César digital.

En el día mismo de su regreso a la presidencia, los signos del nuevo oscurantismo se han encarnado en decretos: el cierre del Departamento de Educación, la mutilación del presupuesto para la ciencia, la intervención de la autonomía universitaria para imponer su dogma reaccionario. Todo bajo el manto de una cruzada contra la Ilustración, que no busca simplemente gobernar, sino aniquilar la posibilidad de pensar.

Su proyecto es de largo aliento. Saben que el verdadero dominio no se impone con armas, sino con generaciones enteras privadas del ejercicio crítico, criadas en el desprecio al conocimiento y la sospecha hacia todo lo que libere. Así opera el nuevo oscurantismo: no con cadenas de hierro, sino con pantallas encendidas.

Porque, en el fondo, lo que está en juego no es solo una disputa política, sino una batalla por el alma del mundo.

El ascenso del autoritarismo no es sólo una inquietante señal de los tiempos, sino una amenaza letal al legado más luminoso de nuestra historia: aquel que nace con el Renacimiento y alcanza su plenitud con la Ilustración. Es la negación palmaria del humanismo, la disolución de los derechos universales, el desmantelamiento del Estado de derecho y la abolición del debido proceso. A ello se suma el desprecio por el derecho internacional, sustituido por una regresión brutal: la reinstauración de la arcaica doctrina según la cual el más fuerte somete al más débil, erigiendo la fuerza bruta como principio rector del orden mundial.

No hay novedad alguna en esta empresa sombría: no es sino una rémora del pasado más tenebroso, un retorno al oscurantismo que, una y otra vez, ha devastado la historia de los pueblos con su estela de violencia, ignorancia y servidumbre

El triunfo del mal no es sólo una amenaza política: es una regresión civilizatoria, un retroceso abismal que no pone en jaque únicamente a la democracia, sino a la mismísima posibilidad de un porvenir compartido. Un porvenir tejido con los hilos del conocimiento, la solidaridad, la justicia y la cooperación: esas raras virtudes que han permitido al homo sapiens erguirse sobre el resto de los homínidos y burlar, por ahora, el abrazo de la extinción.

En este sentido, este mal es contra natura: nunca fue el odio el artífice de la creación. Nada ha edificado jamás su mano incendiaria. Su victoria es estéril, su legado, ceniza.

La propuesta de esta internacional ultrareaccionaria que se expande como sombra planetaria ―si antes no devora la vida humana, animal y vegetal en una hecatombe nuclear entre tiranos o en el lento suicidio ecológico del mundo― es un tríptico oscuro: un ultraneoliberalismo feroz en lo económico, un autoritarismo digitalizado y oligárquico en lo político, y una nueva Edad Media oscurantista en el ámbito cultural, un eclipse de razón y de la sensibilidad.

El triunfo del mal global reparte ignorancia como método, como sistema y como dogma. Borra las huellas del derecho internacional, nacido entre los escombros aún humeantes de la Segunda Guerra Mundial, parido por el horror, con la sangre aún tibia de los muertos. Aquella guerra fue obra de los abuelos ideológicos de esta nueva peste, los padres del viejo nazifascismo, cuyas cenizas aún flotan sobre los sesenta millones de muertos que dejó su paso.

Este nuevo triunfo del mal, si se consuma, será la muerte del humanismo, la traición definitiva al legado del Renacimiento y, sobre todo, a la llama racional y emancipadora de la Ilustración.

Si un pintor de nuestro tiempo osara hoy recrear El triunfo de la Muerte, ya no plasmaría cuerpos abatidos por la peste negra, sino por una nueva epidemia de alma y conciencia: la ultraderecha oscurantista y autoritarista global.  Sobre su lienzo, veríamos la democracia yacer al lado de los derechos humanos, de la ciencia, de la cultura… y con ellos, extinguirse el último aliento del espíritu de la Ilustración: ese que un día creyó que la luz podía vencer a las sombras.

Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 25/06/2025

ATENCIÓN
― Si desea imprimir o generar CORRECTAMENTE un PDF de este documento
Clic en el ícono verde que aparece abajo
luego seleccione «Más Ajustes» y al fondo, en Opciones
active “Gráficos de fondo” y desactive “Encabezado y pie de página”.

 

Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴