Ya es irrebatible que en los últimos cuatro años, a una velocidad de vértigo, Chile cambió. Pero no es el gobierno de derecha, como tampoco la oposición de centroizquierda o de izquierda, el que produce este cambio fenomenal, sino el protagonista es el poderoso movimiento social liderado por los “hijos de la democracia”, nacidos a fines de la década del 90, ya con 10 años de posdictadura. Es una generación sin miedos y anti pragmática: no sufrieron la brutal represión de la dictadura y están formados por el discurso político del conglomerado de centro izquierda que gobierna, ininterrumpidamente, los primeros veinte años la Transición Chilena a la Democracia, la Concertación de Partidos por la Democracia; su slogan durante dos décadas ha sido: “Crecimiento económico con equidad”. Es esto lo que continúa esperando la ciudadanía. El crecimiento se realiza, pero no la equidad, como se desearía. Esta generación quiere profundizarla, institucionalizándola.
La dictadura fue, como muy bien lo definió el ex Presidente, Patricio Aylwin, «derrotada y no derrocada». Derrotada con las mismas herramientas institucionales de la dictadura en una elaboración de ingeniería política magistral. Esto implicó en la realidad un largo proceso de dolorosos consensos políticos entre los demócratas y los representantes de la dictadura para hacer viable la Transición Chilena a la Democracia en relativa paz y sin grandes traumas sociales. Hay que tener muy en cuenta, que se trataba de derrotar a una de las dictaduras más siniestras del siglo XX. Y con el dictador como Comandante en Jefe del Ejército y con sus dos partidos políticos bisagras durante toda la dictadura que ahora han recibido un apoyo electoral que los llevó a La Moneda. En este escenario político se logró la gobernabilidad, la estabilidad política y un crecimiento económico tan colosal como inédito en la historia de Chile: en 20 años se cuadruplicó el poder económico y se logró reducir la pobreza desde un 38-45% a un 12%, sacando de la miseria a millones de chilenas y chilenos, consolidando de nuevo a la clase media y creando una nueva clase media-baja, que ahora exigen, de una vez, crecimiento con equidad.
No obstante, esta convivencia con los defensores de la dictadura exigió un pragmatismo monumental e implicó la postergación de los cambios estructurales que se prometió desde los primeros días de posdictadura. Los “hijos de la democracia” ahora exigen que se cumpla: nueva Constitución y un Estado social solidario con un sistema de derechos sociales garantizados en salud, educación, pensiones y vivienda de calidad y universales.
El atraso de este cambio de debió a los llamados «enclaves autoritarios» y no a la involuntad política de la centroizquierda en el poder. A saber: la Constitución de 1980, aprobada en plena dictadura, neoliberal ortodoxa, ultra conservadora y antidemocrática hasta el paroxismo y, dentro de ella, el sistema binominal de elecciones, que arroja siempre un empate de las fuerzas políticas perpetuando el statu quo pinochetista, fue lo que impidió llevar a cabo reformas estructurales por requerir para ello, según la Constitución pinochetista, macroquórum que son imposibles de alcanzar por el empate ad infinitum de las fuerzas políticas en el Poder Legislativo que arroja el sistema binominal de elecciones. Los autoritarios crearon el círculo vicioso político perfecto para perpetuar la herencia pinochetista consagrada en su Constitución. Esa ha sido la vida política durante 20 años de Transición Chilena a la Democracia que, por razones obvias, no ha concluido.
Así pues, clausurada y secuestrada la democratización plena de Chile en el Parlamento por las razones ya expuestas arriba, el inmovilismo político se hace endémico, produciendo el descrédito y la deslegitimación de las instituciones del sistema democrático y arrasando con la credibilidad de los políticos y de la política; un fenómeno mundial en el ámbito occidental, por las desigualdades intrínsecas que produce el neoliberalismo; pero en Chile en estado crónico por la institucionalidad de la dictadura. En este escenario político se organiza un movimiento social fuera del stablishment político. La institucionalidad pinochetista se muestra incapaz de resistir y canalizar las demandas del movimiento ciudadano que clama por un cambio de ciclo político a través de reformas estructurales. En rigor, el sistema heredado de la dictadura ya no es operativo, está imposibilitado de poder canalizar las demandas sociales y sufre una crisis tan sistémica como endémica. Pero la enorme presión del movimiento social logra cambiar la agenda política de arriba abajo e instala la exigencia de un cambio estructural.
La elección presidencial ha puesto en estado de alerta al movimiento social. La propuesta de la ex Presidenta Michelle Bachelet, candidata de Nueva Mayoría, ex Concertación, de centroizquierda, con más posibilidades de alcanzar nuevamente La Moneda, recoge las demandas de la ciudadanía: nueva Constitución, reforma tributaria progresiva y cambios de calado en el sistema educacional ―como la gratuidad en el nivel universitario, fin del lucro y de la selección de alumnos en todos los niveles del sistema educacional―, y modificación del sistema de pensiones. Estas propuestas reciben en todas las estadísticas porcentajes muy altos de aceptación, incluyendo en sectores de una derecha más social.
Pero ¿Es posible este cambio de ciclo político bajo una institucionalidad que no lo permite?
Esta pregunta tiene sólo dos respuestas. La primera, es lograr mayoría bacheletista en el Parlamento (en la elección presidencial se vota también para renovar el Parlamento); una empresa difícil, más bien imposible, por el sistema binominal de elecciones, pero el enorme capital político de Bachelet pudiere hacerlo realidad. Si se logra esta hipotética mayoría significaría una debacle electoral en la derecha. Esta posibilidad ―con la derecha en estado de pánico y sin margen de maniobra política― sería la menos traumática ya que el cambio de ciclo político se haría dentro de la institucionalidad pinochetista, pero para cambiarla, en forma ordenada y tranquila como se realizó la derrota de la dictadura en 1988-1990.
La segunda respuesta, no lograr la mayoría, en el Parlamento, el proceso debería apoyarse en el movimiento social para que la presión de la calle ―no contra ella― lleve a los parlamentarios de la derecha más liberal y social a apoyar el cambio de ciclo político y evitar así un estallido social. La fuerza del cambio es irreversible y puede convertirse en un tsunami para la derecha inmovilista. Con o sin mayoría parlamentaria, o con o sin el apoyo del movimiento social, Michelle Bachelet intentará acuerdos transversales para gestionar el cambio tranquilo que, como tal, amerita un apoyo político lo más amplio posible. En rigor, si la derecha en el Parlamento impide el cambio, el movimiento social debe dirigir sus exigencias a los partidos de la derecha que lo obstruirían. Lo contrario ―contra Bachelet― sería darse un tiro a los pies del propio movimiento social.
El cambio tranquilo está ya aquí y lo representa la propuesta de Michelle Bachelet.
Y lo ya dicho, es la última oportunidad para evitar un estallido social.
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