El siguiente texto fue publicado originalmente en la Revista de Arte UC (Santiago de Chile, Invierno de 1991). La proximidad de dos grandes muestras que para este Otoño está preparando el Museo de Arte Contemporáneo, dedicadas a la supervivencia pictórica desde los ochenta hasta hoy, me motivó a buscar mis viejos escritos y resucitar mi propia mirada de esos años para confrontarla con mis actuales criterios. Lo que intento hacer aquí, autorefiriéndome, es aprovechar la percepción —no inocente— pero fresca de un trabajo inicial. Reciclar ese esbozo de lectura —poco contaminada teóricamente— para afinar algunas ideas, para potenciar algunas intuiciones que merecen tal vez ser repensadas. Los alcances actuales -que no difieren mucho a decir verdad de las intuiciones primerizas- serán expresados en cursiva o a través de las notas al pie, lo que no impide que el propio texto esté intervenido por ciertos ajustes en la escritura.
No es el propósito de este escrito revisar el total de actividad pictórica desarrollada durante la década recién pasada, sino atender en particular a aquella tendencia reivindicatoria representada por la luego denominada promoción de los ochenta. Tal tendencia fue la que apareció encabezando la defensa de la pintura frente a la pérdida de protagonismo que ésta estaba experimentando por la emergencia de las prácticas llamadas conceptuales y por la sanción recibida por parte del discurso crítico que se hizo cargo de la neo-vanguardia criolla.1
A lo largo de los ochenta coexistieron distintas orientaciones enmarcadas en la estética del cuadro; estaban aquellas que establecían una continuidad con la tradición nacional, por una parte, así como las que empezaban a cuestionar la tradición pictórica occidental y local sin abandonar el propio ejercicio. Sin embargo, fue la opción vitalista o gestual la que más nítidamente se hizo visible a comienzos de la década. Acaso, el motivo de su notoriedad tuvo que ver con el hecho de que su ánimo se conectó de manera más directa con un cierto sentir imperante relativo al inexorable derrumbe de los sueños utopistas (romanticismo vanguardista mediante) y el consecuente desencanto que ello trajo2. El carácter de boom que adquirió en los ochenta la pintura de tono vitalista estuvo necesariamente ligado a un espíritu epocal. Es preciso reconocerlo por muy historicista que esto suene.
Como es sabido hacia fines de la década de los setenta el arte occidental comenzó a experimentar un resurgimiento del soporte-pintura asociado a escenas como la transvanguardia italiana o los neo-expresionismos alemán y norteamericano. Estas, compensaron el saturamiento conceptual reviviendo la romántica idea de arte como vehículo de expresión del yo, y reimpulsando la obra de artistas que se habían mantenido al margen de las experimentaciones altomodernistas, como era el caso de Francis Bacon o Balthus. Tales artistas parecían encarnar el sentimiento de que el arte _o la pintura en este caso- parece tener que ver más con la imagen de la condición humana que con el compromiso de cambiar el mundo, la necesidad de ampliar las conciencias o promover la emancipación de la humanidad en desgracia.
A Chile estos aires no arribaron como una mera —y ajena— moda cultural. En honor a la verdad habría que decir que, por vez primera en la historia de nuestra pintura, se produjo una sincronía entre la escena local y las corrientes que estaban emergiendo en el primer mundo. Con todo, sería demasiado simple explicar este fenómeno como la mera adopción de una moda. Las opciones neoexpresionistas _admitiendo sus diferentes matices- tuvieron como común denominador el desencanto. Y el desencanto no era algo que había que importar desde los grandes centros. Aquí en la periferia, los motivos para estar desilusionados no escaseaban; las aspiraciones ideológicas y las estrategias políticas que habían alimentado la acción social en décadas pasadas habían sido barridas. Encima de todo, en el orden que nos interesa, la constatación cada vez más clara de la ineficiencia del arte como agente desestabilizador del sistema, terminó promoviendo el despliegue desvergonzado de una actitud hedonista, amante del goce, funcional al individuo.
Asimismo, la sospecha recaída sobre el muy moderno ideal del progreso, el cual había patrocinado la vertiginosa escalada de las vanguardias, favoreció el espacio para el florecimiento de una pintura sin pudores, obra de una generación de pintores que no suscribieron la tesis de la fusión arte-vida y que renunciaron con ello a la estetización de lo social (y viceversa) en función de la mentada emancipación que las vanguardias y neovanguardias se esforzaban en promover. «El cuerpo social no depende para nada de lo que se pinta. De verdad el arte como cuerpo crítico frente al cuerpo social está dando la hora» (Omar Gatica, Yo, pintor ).Y es que se trata de una generación que descreyó de la capacidad del arte para cambiar al mundo. Esto no sólo porque la pintura se muestra ineficiente para ello, sino porque se es escéptico ante toda pretensión mesiánica o redentora, venga desde el arte o desde fuera de él.
Cuando aún las prácticas llamadas genéricamente conceptuales3 se encontraban en pleno desarrollo, un grupo de alumnos de pintura de la Universidad de Chile, entre lo que se contaban Jorge Tacla, Eva Lefever, Samy Benmayor, Omar Gatica, Matías Pinto D’aguiar, Ismael Frigerio, Sergio Lay además de Bororo, que pertenecía a una generación anterior, comenzaron, sin ninguna intención manifestaria, a desarrollar una febril actividad pictórica. Esto en medio de la confusión y el desconcierto que ocasionaba en esos años el querer pintar simplemente por las ganas de hacerlo. Aquello constituía un atrevimiento, un deseo casi pecaminoso en momentos en que más que nunca se exigía del artista una actitud crítica, una posición frente al problema de hacer arte en dicho momento. No obstante, la de los pintores no surge como una postura gratuita. Se empezó a gestar como respuesta artística, no discursiva, no elaborada, no comprometida, infantil casi, pero respuesta al fin, o berrinche si se quiere, frente al un sistema coercitivo imperante. No sólo a un sistema político opresor sino que al dominio de una escena artística, que aunque subversiva en sus propósitos, estaba transformándose en un discurso repleto de exclusiones.
De hecho, la nueva generación de pintores recibió la actitud de la avanzada como autoritaria y rígida, responsable de querer imponer un sentido único para el arte. ¿No era suficiente acaso con la represión política? ¿Por qué habrían de aceptarse además los criterios excluyentes y descalificatorios que se estaban imponiendo en la escena cultural?. Por otro lado, ¿No acabaron acaso por ser aceptadas las manifestaciones progresistas por el oficialismo cultural y la empresa privada? Lo cierto es que en algún punto la avanzada ya no circulaba en los márgenes, sino en el seno mismo de la institución4. Pese a que la avanzada se quiso mostrar como disruptiva y crítica, terminó siendo funcional al sistema. Sin querer queriendo ayudó a principios de la década de los ochenta a apoyar el eslogan gobiernista de «Chile Avanza». Como puede verificarse en otras situaciones más o menos análogas, a las que no es pertinente referirse aquí, la existencia de un arte moderno, avanzado, progresista resultó ser beneficioso para la imagen de brillante porvenir que en ese entonces se estaba promoviendo. Una vez más, la desilusión en torno a las posibilidades del arte de cambiar la vida, tomó su lugar…
En vistas del autoritarismo contra el cual reclamaban, la crítica visceral de los pintores no podía articularse como discurso. Absurdo sería habérselo exigido. Y es que, en ese clima de defensa de la autoexpresión no tenía cabida ningún proyecto de tono formalizador. Tuvo lugar un sentimiento de profundo fastidio ante una obsesiva experimentación de los soportes y medios, ante la majadera interrogación sobre la naturaleza del arte y el rol del artista y sobre todo ante la estrecha dependencia de las obras a textos muy poco elucidatorios. Los pintores desestimaron la necesidad de fundamentar su postura y de construir una justificación teórica de su hacer, haciendo oídos sordos a los procesos que a lo largo de casi todo un siglo habían puesto a la pintura en crisis.5
Pintar les parecía algo tan vital como comer o dormir. Pintan por urgencia, por ganas, concientes de la inutilidad de su oficio. Trabajan por puro impulso, sin responder a ningún sentido. Tal vez porque la pintura (o el arte) sea el único espacio donde el sin sentido tiene permiso, acaso porque o es más (o no es menos) que el escenario para todo aquello que una vida real condenada a la performatividad, no admite.
La exaltación del presente traducida a un vocabulario pictórico resulta ser el gesto. El gesto, eterno presente, es la plasmación misma de la inmediatez. Es la aparición de un instante suspendido, un registro del momento mismo de la ejecución. Constituye la no proyección, la estampa de un estado psíquico, el registro de una pulsión. No obstante, esta pulsión vertida en la tela no es inconsciente ni inocente; de hecho lo que hay detrás es una defensa clara del derecho mismo de expresar tales pulsiones a través de manchas, líneas y colores.
Es el gesto gratis pero ganado. Asume la frivolidad como parte de la praxis pictórica, la que a su vez es reflejo del asumir la frivolidad como parte de la vida misma y no sólo como la asumen los pintores sino toda una generación testigo de la ausencia de proyectos.
«…miles de millones de jóvenes en todo el mundo ya no cren en este sistema, ni en el de más allá, ni en el de más acá. Yo, un artista lejano, confinado en el exilio de la civilización, trato de pintar en medio de un ambiente absurdo, donde lo que el artista hace importa un comino, dnde el dolor ajeno también importa un rábano» (Samy Benmayor, Memoria)
Junto con la recuperación del presente por medio del gesto, vino la revaloración de lo privado, lo subjetivo y hasta lo doméstico. De ello dan cuenta los trabajos de Bororo animados por una apología a lo cotidiano («sopapa» , «cazuela», «cuatro elementos») o las juguetonas imágenes de Benmayor, cargadas de sarcasmo e ironía, expresiones de rechazo a toda forma de puritanismo. Como gesto privado esta pintura interpela a la intimidad, al instinto no a la reflexión. Es poco articulado insistimos, ajeno a todo propósito estructurador. No se sostiene como lenguaje sino acaso como pre-lenguaje, como ruido gutural. Su descomposición analítica, por ello, resulta infructuosa. De ahí que la posición de la crítica más especializada le sea hostil: resulta mucho más cómoda descalificarla que intentar someterla a algún tipo de lectura.
La vocación por el goce vitalista, la despreocupación social y el abandono de la reflexión acerca de los problemas del lenguaje del arte y el rol del artista, son aspectos claramente dominantes de esta generación. Sin embargo, de esta situación pueden excluirse aquellos miembros de esta promoción que tempranamente salieron de Chile, como Jorge Tacla o Ismael Frigerio, cuyos trabajos abandonaron en gran medida el fervoroso hedonismo que dominaba al grupo, para favorecer un trabajo un tanto más reflexivo.
Hacia fines de la década la aparición de nuevas horneadas de pintores contribuyó aumentar el número de representantes, al mismo tiempo que tendió a distensar la excesiva polarización hacia el irracionalismo promovida por la rigurosa conceptualización de la década anterior.. En estas segundas vueltas se cuentan autodidactos como Pablo Chiuminatto, Gonzalo Ilabaca, Pablo Domínguez, y otros con formación universitaria como Sebastián Leyton, Arturo Duclós, Sebastián Garretón, Rodrigo Cabezas, Bruna Trufa, etc. Entre los primeros predomina una influencia de las vanguardias pictóricas de principios de siglo (expresionismos). En sus trabajos se explota una candidez dramática y la catarsis gestual, tal vez menos gozadora que la del grupo original. En los segundos, se advierte en mayor o menos medida un deseo de escapar de la ingenuidad del gesto, abriéndose hacia la ocupación de estrategias más elaboradas y críticas respecto del propio medio.
El gesto pictórico, expresión del individualismo y el escepticismo de los ochenta, constituyó una conquista, a lo menos en lo que respecta al la recuperación del soporte. La generación ochentera reocupó un espacio, pero sobre todo recuperó la validez de un tipo de experiencia: la del goce de pintar. La pintura como práctica se encuentra pasado el umbral de los noventa en la mejor posición para repensarse a sí misma, lejos ya del extremo racionalismo que le impedía ser y en el camino de superar su etapa de adolescente irreflexión.6
El impulso recuperador que la generación de los ochenta protagonizó no contribuyó a facilitar las cosas, sin embargo. El brote de energía pictórica no consiguió abolir los crecientes prejuicios contra la actividad. Por el contrario, estos más bien se acrecentaron gracias al cultivo que el grupo inicial hizo de un irreflexivo hedonismo (que de por sí no tiene nada de malo) confirmando la idea antojadiza de que pintar constituye una práctica caracterizada como «descerebrada», gratuita y fácil y que el pintor puede ser calificado como un estúpido. La pista se puso más difícil para el ejercicio de la pintura. Más que nunca se volvió necesario legitimar al medio como soporte. crítico, es decir, como intelectualmente válido.
En algunos circuitos locales persiste aún la añeja idea vanguardista de que el medio-pintura está inexorablemente ligado a un modo de pensamiento conservador y a sus instituciones, desconociendo el hecho de que desde hace un buen tiempo algunas estrategias de la des-pintura se han tornado académicas y fácilmente aceptadas en los espacios oficiales. A diferencia de lo que ocurre en los grandes centros, en Chile persiste la noción de asociar arte contemporáneo a medios alternativos. Como en el resto del tercer mundo, me temo que sobrevive aquí una suerte de complejo de inferioridad según el cual la producción no aparece valorable si no se plantea como subversiva frente a la tradición. Pero, ¿de qué tradición se trata?, ¿donde termina ésta y donde empieza su contraparte? ¿no nos estaremos olvidando de que la(s) frontera(s) que dividen ruptura de tradición son permanentemente móviles e incluso intercambiables?
Excluyendo los circuitos abiertamente comerciales, la opción por la pintura -que por cierto ya no se confunde con la opción gestual- presenta para quién la elige el mayor de los desafíos. Desafío presentado hace tiempo cuando desde los problemas planteados al interior del el medio se generaron los caminos hacia las exploraciones del arte objetual, multimedial o tecnológico y que siguen complicando el actual panorama. Transitar con la pesada mochila de la historia del arte a cuestas, repensar los viejos asuntos e incorporar otros nuevos puede llegar a ser la elección más ardua y por qué no, la más provocativa.
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