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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Instalados en los límites del arte: de tiburones, ballenas y calaveras

por Teresa Bordons Gangas
Artículo publicado el 18/06/2009


Louise Lawler.
Dots and Slices.
2004


Jeff Koons.
Diamante azul.
2005


Gabriel Orozco.
Dark Wave.
2006


Gabriel Orozco.
Papalotes negros.
1997


Isidro Blasco.
The Middle of the End 2.
2004


Monica Sosnowska.
Venecia.
2007


Teresa Margolles.
21.
2007



Resumen:
En el sistema abierto y complejo que constituye el círculo del arte se da una constante reelaboración de atribución de significados, procesada, filtrada y renegociada entre todos los participantes que tejen la red de la institución arte. Tomamos como ejemplos la calavera de Damián Hirst y la ballena de Gabriel Orozco, entre otras propuestas, para argumentar que las distintas apuestas lanzadas a un terreno de juego donde han dejado de ser operantes criterios sobre lo que es arte se activan en un campo en tensión de sus límites, en una reelaboración del círculo permanentemente reevaluando el dentro y el afuera.

La crítica de los espacios del arte convertida en arte en los espacios que critica se encuentra ya hace tiempo contemplada por la llamada teoría institucional que entiende el valor artístico de artefactos, eventos y situaciones como atribución concedida por los procesos de validación del propio mundo del arte. La concepción subyacente a las versiones modernistas de la obra de arte como ente autónomo esencialmente en conflicto con los discursos y prácticas sociales que constituyen la realidad cotidiana habría dejado paso, no casualmente a partir de los años 60 del siglo XX, a un entendimiento del arte despojado de cualidades estéticas intrínsecas y determinado, en cambio, por la legitimación de los actores y factores que constituyen el sistema del arte. Una obra de arte no es, se hace.

Entre la apreciación estética del objeto artístico en su aislamiento autovalidador como más alta expresión de lo sublime y por otro lado el vaciamiento total de significado esencial, sustituido por la intervención de los discursos de lo artístico en sus espacios legitimadores, median, por supuesto, las revisiones de la historia del arte y de la estética en el contexto de los cuestionamientos del canon de la modernidad y sus versiones post. Ni que decir tiene que el gesto de Duchamp ha seguido participando como interlocutor tácito o explícito a lo largo de todo el siglo, incluso cuando su tutela llegaba a hacerse paralizante o, por el contrario, se le exigía una acción más comprometida o un ejemplo más doctrinario, caso de Therry du Duve quien, a casi treinta años de la muerte del artista y desde su más profundo reconocimiento, le reclamaba sin embargo su impasibilidad en el escenario socio-político de la segunda guerra mundial o de Joseph Beuys cuando declaraba en 1964 que “El silencio de Duchamp está sobrestimado”.

Cuando a partir de la década de los ochenta del pasado siglo XX Louise Lawler muestra en sus fotografías obras ajenas dislocadas por una mirada de cotidianidad desacralizadora, no hace sino participar en ese mismo diálogo continuado, revisado, aumentado y habrá que discutir si agotado que desde Duchamp, pasando por Warhol, llega al contexto discursivo de la apropiación postmodernista; iniciado el siglo XXI, Lawler incluirá entre los trabajos fotografiados en sus propios trabajos ya no las obras consagradas del arte moderno como los Degas o Pollocks que utilizó anteriormente, sino obras de sus propios contemporáneos de postmodernidad, Thomas Struth, Maurizio Cattelan, Jeff Koons, Damien Hirst… captadas fuera de sus poses, movidas de su lugar, agarradas in fraganti para evidenciar lo arbitrario de sus pedestales, la fragilidad de su sublimidad, lo expuestas que están a ser bajadas al ras de lo ordinario.

El cubo blanco del espacio de exposición en el que se registra la mirada del espectador es factor clave en el complejo proceso de admisión de la obra en la institución arte; desde su ficticia neutralidad limpia y transparente que aparentemente se limitaría a reconocer y enmarcar para su mejor contemplación los objetos estéticos, en realidad está participando activamente en la intrincada red de interconexiones que confiere artisticidad a los objetos que alberga. La recursividad que busca poner de manifiesto y reactivar la serie de imágenes de museos de Struth –miradas que mirando cómo se mira se abren a la circularidad– apunta a una característica especialmente relevante para cualquier análisis a cerca del sistema del arte que dentro del amplio marco de la teoría institucional evite caer tanto en la presuposición de propiedades connaturales al objeto estético como en la más cínica arbitrariedad o sumisión a los dictados comerciales. Habrá que ir más allá de entender que el acceso de un artefacto a una galería o museo supone el ascenso de su creador a los círculos donde la proyección social y las oportunidades económicas tejen sus relaciones banales, para plantear que este aspecto sería uno más, implicado en la red compleja del círculo del arte, entendiendo por compleja una red con capacidad de auto-organización a partir de prácticas y discursos que interactúan de manera adaptativa, es decir, no como resultados pasivos de impactos externos sino reaccionando en continuas reorganizaciones en su propio beneficio, beneficio en tanto supervivencia y supervivencia en tanto reactivación dinámica de las líneas porosas pero efectivas que limitan entre el orden y el caos. Sin ir más lejos, tendremos que reconocer que la propia teorización  sobre los mecanismos que validan los objetos dentro del mundo del arte que hiciera Arthur Danto a raíz de la exhibición de las cajas de limpiadores Brillo en una galería de Nueva York en 1964 es un punto nodal más en el funcionamiento de la red. La teoría institucional del arte, que en relación con el planteamiento de Danto desarrolló después George Dickie, no es externa al mundo del arte, no se puede ofrecer como instrumento objetivo con que acercarse a su objeto de análisis sin violentar sus propios presupuestos, pues forma parte activa de esa estructura recursiva que se expande sin considerar un afuera, incluido el mismo observador. Un sistema abierto en el que está en juego una constante reelaboración de atribución de significados, procesada, filtrada y equilibrada entre los participantes que tejen la red.

Sin duda entre los jugadores más lúcidos dentro del campo del arte desde los noventa se cuenta Damien Hirst, quien a mediados del año 2007 lanzó al terreno de juego una apuesta contundente, For the Love of God. Desde su vitrina de alta seguridad en una cámara oscura de la White Cube de Londres, la réplica en platino de un cráneo humano recubierta de más de 8,000 diamantes, se ofreció al espectador sin ninguna inocencia y más cerca de la autosatisfacción que de la ironía. Sin entrar en detalles a cerca del poco claro movimiento de venta que la habría convertido en la obra de un artista vivo más cara en el arte contemporáneo, la calavera de Hirst nacía indudablemente para convertirse en lo que la revista Art Review definió como un ícono instantáneo, fetiche donde los haya que, concebido por Hirst y realizado por una prestigiada casa de joyeros británicos, se sitúa en un punto de precario equilibrio entre la ostentación desafiante del quiero y puedo y la carcajada dura y muda de un memento mori que permanecerá inevitablemente unido a la imagen de la precariedad suspendida de aquel tiburón suyo que encarnó quince años antes La imposibilidad física de la idea de la muerte en alguien vivo.

Partir de la teoría institucional del arte y del círculo del arte como sistema complejo implica no considerar relevante discusión alguna a cerca de qué es el arte y así asumimos con Nicolas Bourriaud el término arte como un resto semántico de los relatos sobre la historia del arte moderno, y estaríamos también de acuerdo con él en aproximarnos a un análisis de los signos, objetos, gestos, discursos y prácticas que se integran en el sistema del arte a partir de un enfoque en las relaciones que establecen con el mundo. La calavera de Hirst reuniría en principio todas las características para ser ubicada en las antípodas del arte relacional entendido por Bourriaud como provocador de nuevas relaciones posibles en el ámbito de la producción de micro-utopías, pero en la medida en que For the Love of God  activa relaciones no lineales sino complejas, en las que, utilizando una definición de Edgar Morin participan “constituyentes heterogéneos inseparablemente asociados”,la piezaes un punto nodal en la redistribución en constante flujo de significados artísticos, en la auto-organización del campo del arte. Precisamente por ofrecerse como diana perfecta de todos los dardos enemigos de un arte autocomplaciente y autista en un panorama marcado, digamos en su frontera opuesta, por los discursos de lo contextual, lo relacional y lo flexible, que por otra parte también sufren de su respectiva crítica, por supuesto.

Hirst y su calavera hacen su jugada vociferando verdades ya sabidas: que todo valor artístico no es sino valor de cambio en un sistema no estable de relaciones simbólicas en el que juegan también su papel los discursos del arte que reclaman nostálgicamente su valor de uso, su pureza autónoma que nunca existió. En ese mismo movimiento, desde dentro de su vitrina iluminada, For the Love of God se deja contemplar cual joya de la corona, sardónica al presentarse como obra maestra instantánea, sin necesidad de pátina del tiempo ni aura de mano genial, elocuente en el comentario sobre su contemporaneidad al respaldar explícitamente y sin remilgos el sistema de circulación de mercancías desde la aparente contradicción de su destino a ser encerrada en una bóveda de alta seguridad, como vanitas del capitalismo tardío.

En el 2006, un año antes de la presentación de la calavera de diamantes, la misma galería londinense había exhibido la ballena negra de Gabriel Orozco, Dark Wave, colgada en el cubo blanco como negativo de la otra, la blanca, suspendida desde ese mismo año en la biblioteca José Vasconcelos de la ciudad de México. Allí permaneció varada los veintidós meses que permaneció cerrada la biblioteca para solventar todos los defectos con que fue inaugurada apresuradamente al final de la administración del presidente Vicente Fox. Un proyecto faraónico envuelto en la retórica política de lo colosal y lo hueco, anacrónico en su defensa argumentativa de la conveniencia de levantar una macrobiblioteca cabecera de un sistema de bibliotecas públicas, cuando es el paradigma reticular descentrado y fluido el que se va imponiendo para sustentar los actuales procesos de organización. En un país que ocupa el penúltimo lugar en hábitos de lectura de un total de 108, la ruina prematura de esta “catedral de la sabiduría”, como la catalogó el presidente Fox, es un nodo más en la red compleja de prácticas y discursos sobre la cultura y el arte al que se conecta el esqueleto de ballena intervenido, en algunos casos depositario de elogios enormes que no han sabido salir de las convenciones del discurso vulgarizado de lo sublime, como el decir que es “una obra de arte que tiene que ver no sólo con todo, o con el todo, sino con todo el arte que ha habido”, para culminar afirmando que se trata de “una obra inexhaustible” (Juego de espejos). Lo cierto es que nos quedamos con la sensación de que, a pesar de la aparente contradicción, la megabiblioteca le ha quedado pequeña a la ballena blanca sobre cuyos huesos originales Orozco dibujó en negro, como había hecho en 1997 sobre el cráneo Papalotes negros, exhibido también en White Cube con su otra ballena negra en la última exposición del artista en Londres.

Más que a estas alturas tratar de discernir sobre originalidades, préstamos o influencias entre los dos más reconocidos cráneos del arte contemporáneo, acerca de los cuales además habría que destacar la conexión mexicana y, querámoslo o no, el asunto de la mirada eurocentrista que descubre la autenticidad en el otro, se trata en esta ocasión de sacar a la superficie en el análisis, de una manera siempre parcial en la complejidad, los puntos en que se pueden señalar las articulaciones de una red sin desintegrarla, sin reducirla a relaciones lineales de causa-efecto, sólo iluminando apenas una veta de conexión que pueda hacernos pensar en todo el enramado rizomático que vibra autogenerador por el sistema. Cada una de las calaveras está en el límite interno y externo del campo del arte, extendiéndolo, cuestionándolo y reafirmándolo. Papalotes negros en 1999 se presentó en el Museo de Arte de Philadelphia en directo diálogo con la colección de piezas pre-hispánicas de la institución en unos años marcados por el debate sobre la orientación etnográfica del arte que delineara Hal Foster y Hirst ha destacado la importancia en su pieza de los cráneos mayas con incrustaciones que vio en el museo de Londres, al tiempo que confesaba momentos de duda ante la posibilidad de que For the Love of God  resultara una ostentosa y vulgar pieza de pedrería de nuevo rico. Tensando las fronteras del arte con la etnografía y los bienes de consumo suntuario, una y otra calavera se excluyen, se encuentran y finalmente trazan una nueva línea de demarcación del territorio que las produce y que producen, auto-generador y recursivo. Terreno de juego del mundo del arte en que cada jugada aporta significados en el mismo proceso de ofrecerse a su validación por parte del círculo del arte.

En palabras de José Luis Brea “en el esquema de extrema complejidad contemporánea” las prácticas artísticas se encontrarían delimitadas por un doble-lazo o un bucle recursivo constituido por la tensión entre el destino banal del sistema del espectáculo y la invocación de una falsa autonomía como fondo de garantía del proceso mismo. O, por ponerlo en otros términos, entre la espada de los engañosos destellos de la mercancía y la pared de la austera lealtad a la creencia en la pureza del arte.

Hace ya más de diez años, Hal Foster comentaba dentro de su análisis de la vanguardia a finales del siglo XX la relación entre lo que llamaba esculturas de bienes de consumo y el expreso reconocimiento por parte de sus creadores de la hegemonía del fetichismo del significante en una cínica exhibición de la situación del capitalismo avanzado. En este sentido, las piezas de Jeff Koons en los ochenta, como ejemplo del arte de la razón cínica que definía Foster, expresaban por excelencia el gesto de lanzarse al abismo en rendición ostentosa al mercado de intercambio de los signos-mercancía –recuérdese Michael Jackson y Bubbles, o tantas otras piezas suyas-, lo que denominaba Foster “derrotismo triunfal”. Resulta altamente cuestionable si ya a principios del nuevo siglo persistir en esa cínica celebración -más grande, más brillante, más espectacular, sean las joyas gigantescas de Koons o la calavera de Hirst- aporta significados relevantes dentro del círculo del arte.

En cambio, consideramos las veintiuna joyas exhibidas por la artista mexicana Teresa Margolles a finales del año 2007, resultado de otros tantos ajustes de cuentas dentro del mundo del narcotráfico en el mismo año, como expresión consciente de la vigencia de esa especie de cinta de Moebius en la que hace entrar a circular sus propuestas artísticas enfatizando un sentido abierto y no una complacencia en lo cerrado, un bucle en que los límites internos y externos aun pudiéndose distinguir no se pueden desarticular, pero tampoco reducirse a la indiferenciación.

Colocadas cada una de ellas en una vitrina iluminada en una sala oscura, las alhajas se realizaron en una joyería de Sinaloa que habitualmente trabaja para narcotraficantes, utilizando en lugar de piedras preciosas los vidrios rotos recogidos del escenario de una muerte violenta relacionada con el mercado de la droga. Piezas originales que copian aquellas con que se hace ostentación del poder político, social y económico vinculado a la corrupción y que evidencian en la sustitución del diamante por el vidrio baleado el marco del intercambio de mercancías en que se inserta el objeto de arte, entre el atractivo aurático y la repulsión de lo que su halo oculta.

Lo de Margolles es una instalación que transforma el cubo blanco mediante la fusión de la joyería con la galería, del territorio del consumo suntuario con el terreno del arte, de la violencia real con la retórica política, de la crítica con la contemplación estética… Se instala, de manera explícita, en los límites del arte, que ya son muchos, tantos que tal vez el arte como instalación en los límites sea una posible aproximación teórica al trabajo de Teresa Margolles, incluso quizás a gran parte del arte de nuestra época en general, en un contexto en el que las rupturas y las transgresiones ya no son operativas. El círculo del arte, como ya advirtió George Dickie en su texto del mismo nombre, es “un sistema complicado e interrelacionado” (25) de naturaleza flexional, “cuyos elementos se curvan sobre los otros, se presuponen y se apoyan mutuamente” (113).

Cuando la artista polaca Monika Sosnowska, representante de su país en la Bienal de Venecia de 2007, afirmaba que sus trabajos introducen el caos y la incertidumbre entendemos que participan precisamente en la necesaria reelaboración de los espacios del arte al instalarse en sus límites, pero sin quebrarlos, redefiniendo los espacios en un punto limítrofe de quiebre. Así también en el caso de las instalaciones de Isidro Blasco, que en el mismo espacio y el mismo proceso construyen y deconstruyen, levantando estructuras de aparente precaria solidez que sólo se sostienen apelando simultáneamente a la compleja complicidad de orden y caos. Después de todo, si atendemos a la conclusión de George Dickie en su ardua tarea de desarmar cualquier definición fundacional y esencialista sobre la naturaleza del arte y a la vez encontrar propiedades que puedan delimitar un conjunto de integrantes del arte, tendríamos que concluir con él que se trata de un tipo de obra “para ser presentada a un público del mundo del arte” (153). Definición abierta y recursiva que no pretende determinar qué es el arte sino describir las prácticas en las que se crea y se consume el arte. El sistema reticular de constitución de significados y procesos simbólicos que denominamos arte reconstituye, incorporando nuevos nodos, su perímetro constantemente, instala nuevas interconexiones. Dentro del círculo del arte, constituyéndolo y autoconstituyéndose en el proceso, coexisten el cinismo triunfal de la pedrería en acero de Koons que lo podría decir todavía más grande pero ya no más claro, la busqueda de la provocación en el brillo auténtico de los diamantes de Hirst, el desencuentro entre la ballena de Orozco y el elefante blanco de la biblioteca foxista y el recordatorio oscuro y refinado de Margolles de que las piedras preciosas son puros cristalitos de colores que adquieren valor cultural en su sentido más amplio en contextos sociales, económicos y políticos concretos que operan la posibilidad de un punto de visión dentro del bucle desde el que la confusión entre las dos caras sea referencia para una postura crítica y no para concluir que es lo mismo adentro que afuera.

Referencias.
Bourriaud, Nicolas. Estética relacional. Adriana Hidalgo: Buenos Aires, 2006.
Brea, J.L. Cultura_Ram. Mutaciones de la cultura en la era de su distribución electrónica. Gedisa: Barcelona, 2007.
Dickie, George. El círculo del arte. Una teoría del arte. 1997.Paidós: Barcelona, 2005.
Foster, Hal. “El arte de la razón cínica”. El retorno de lo real. 1996. Akal: Madrid, 2001.
“Juego de espejos. Gabriel Orozco: artista obsesivo compulsivo”. www.juegogeuj.blogspot.com/2007/02/gabriel-orozco-artista-obsesivo.html. 
25 febrero 2007. Fecha de consulta: 2 enero 2008.
“Monika Sosnowska. 1:1”. www.labiennale.art.pl/. Fecha de consulta: 2 enero 2008.
Morin, Edgar. Introducción al pensamiento complejo. 1990. Gedisa: Barcelona, 2007.
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Un comentario

[…] Instalados en los límites del arte: de tiburones, ballenas y calaveras […]

Por Meditatio mortis. Pasado y presente de un tema universal – XILOS – Estudios sobre artes gráficas / Studies graphic Arts el día 31/12/2016 a las 10:00. Responder #

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