EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVI
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTORES | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE
— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —
Artículo Destacado

La fragilidad del Espejo y del Cristal.

por Guadalupe Álvarez de Araya
Artículo publicado el 12/06/1999

Sobre la muestra de Cecilia Escala
en la exposición «Los Antemundos de la Luz».

 

La teoría de la mimesis ha tenido en el espejo una de sus principales exposiciones simbólicas. Desde el mito griego de Narciso hasta las prácticas artísticas más recientes, el espejo ha discurseado tanto sobre los oscuros procesos de construcción e identificación del yo como de las relaciones apropiativas de los hombres con su entorno. Pero por ello mismo, ha participado en los diversos y aún ignotos mecanismos de poder involucrados en ambos paradigmas de constitución de mundo.

Pero si el espejo ha constituido metáfora —es decir, en cierto sentido «imagen»— de esa dicotomía, no lo ha sido menos la luz, que para la tradición mimética, articula los modos como el yo, los sentidos y el «entorno» constituyen mundo. No es gratuito —en el sentido de un rastreo histórico— que las operaciones del pensamiento sean genéricamente designadas como reflexión, y en sus más altos vuelos inmateriales, como especulación. Y en este sentido, no es menos significativo el hecho de que, al menos para cierta tradición filosófica, esa constitución de mundo se ha operado en virtud de un desdoblamiento más-o-menos pleno del yo en el discurso, en un movimiento ad-infinitum que va rehaciéndose como en el mito de Sísifo, y que supone la utopía como verosimilitud.

Es ya un lugar común designar al fin del S. XIX como el momento en que se verifica una expansión de la experiencia sin precedentes en la historia de occidente. Expansión que encuentra su justificación tanto en los procesos del Capital como en el desarrollo tecnológico y científico a él asociados. Y es también un lugar común el precisar que la fotografía participó sustancialmente en ese proceso, de suerte que convenimos en que ella, la fotografía, constituyó un factor decisivo del proceso de muerte de la ambición mimética.

Pero si lo anterior ha ingresado a la narración «popular», la problemática en torno a las condiciones, modos y límites de la experiencia, así expandida, no ha encontrado visos de solución narrativa -en el sentido histórico- sino más bien ha multiplicado hasta la exasperación su condición problemática en la medida en que ha ido siendo desgajada, no solo en cuanto a la posible experiencia «real» (es decir en cuanto sentido universal), sino en particular, en cuanto ella ha ido constituyéndose en tanto entidad «atomizada» desde las diversas disciplinas humanísticas que articulan comprensivamente dicha situación sincronizándola a los procesos del capital. En este sentido Jameson ha señalado la improbabilidad, en las actuales condiciones, de la memoria (como por ejemplo en la construcción de Proust), para proponer en su lugar , una problematización de la misma en la medida en que ya no contaríamos ni con un campo referencial ni con las estrategias discursivas capaces de hacerse cargo de la experiencia en virtud de las operaciones disolutivas que la ideología, en tanto constitutiva de cada uno de los momentos del objeto ha practicado sobre las disciplinas que pretenden abordarla. La memoria, así disuelta, no podría ya articular esa experiencia, la de hoy, la de ayer. Las disciplinas tendrían que «diseñar» nuevos instrumentales; la estrategia misma, como posibilidad, ingresa al territorio de la reconsideración y de la duda, y a la memoria -en sus múltiples formas- ingresan sólo rastros, huellas, como entidades mínimamente reconocibles, puesto que han sido narradas e impuestas en lo social, en un movimiento que se ha dado en llamar las «ruinas del proyecto moderno». Así, la historia reciente se vuelve inenarrable, más allá de los «hechos» que han sido modelados por los diversos dispositivos de poder que organizan el capital y la ideología, y el pasado, cercano o lejano, se vuelve imposible de articular en lo que es hoy un vago remedo de experiencia. Y así, en la medida en que la pregunta por el «origen» se reviste de toda la gravedad que tal condición amerita, toda narración se reviste, en consecuencia, de un rango sagrado.

Desde tiempos inmemoriales el espejo ha tenido el carácter sacro que todo mito comporta. Así por ejemplo, si por una parte son derivados del término espejo, operaciones tales como «especular» o «considerar», términos que sugieren que el vínculo del espejo con el intelecto, con la inteligencia, proceden del acto de conocer los movimientos del cielo y de los astros reflejados en un espejo, .por otra, diversos ritos iniciáticos han girado en torno al espejo por medio del cual nos es dado el acceso a la verdad, a la sinceridad, esto es, a los contenidos del corazón y de la conciencia. Asimismo es larga y remota la línea simbólica que liga lo femenino con el espejo. Citemos una, húmeda y monumental. En China, por ejemplo, el espejo es el atributo y el símbolo de la Reina porque éste atrapa el fuego del Sol y, mientras los movimientos de la bestia P’o King (el espejo roto) siguen las fases de la luna, la unión carnal del Rey y de la Reina en la luna llena, permite por un instante eterno, la reconstitución perfecta del espejo, no su remiendo, sino su pulcra e ideal presencia.

Esta idea del orden del mundo articulado por el espejo no sólo ha nutrido a la literatura y a la historia del arte, sino que ha pasado a constituir un momento teórico de la elaboración del yo, como decíamos en un principio. Y lo ha hecho en la medida en que se ha recurrido, desde Lacan, a la imagen cargada de subjetividad de la madre sosteniendo nuestro inestable cuerpecillo ante el espejo para adiestrarnos y conducirnos a la primera conciencia de nuestra distancia corpórea y existencial de ella. A partir de ese momento sagrado, primero, el humo, la sangre, el dolor, el amor. A partir de ese momento un primer atisbo a nuestra finitud, a la sacralización del testimonio, a la carnalización en y por virtud de la imagen y de la palabra. Recordemos, por ejemplo, el famoso Salón de los Espejos de Versalles que, a cierta hora del día, reflejan concertados la luz solar para que al pasar el Rey éste le rindiera el debido homenaje. Y allí, nuevamente recordamos que inteligencia, procede de lectura y que la lectura y el espejo están unidos en el principio del tiempo. Luz y grafía como apropiación del mundo, de un mundo que pretendía desdoblarse en las estrellas.

Cierto es que la idea del «álbum familiar» ha sido recurrente en el arte nacional. Idea que, por otra parte, escapa de la escatológica imagen del intelecto cognoscente para sumergirnos en el ¿blando? abrazo de aquello «vivido» consciente o azarosamente por nosotros o nuestros antepasados. Experiencia conducida o gestada por el dispositivo fotográfico. Reflejo de un segmento, de una fracción atrapada en la huella de un incendio. Por ello, más de una vez se ha dicho que la fotografía encierra una perversión: la perversión de la certidumbre en el reflejo, de la certidumbre de la muerte.

Cecilia Escala, orfebre y artista visual, ofrece en los Antemundos de la Luz, la imagen de su madre impresa en una superficie ondulante de acero pulido y brillante que pende del techo, como simulacro de bandera o de pendón. Una imagen que probablemente procede del álbum familiar o que reposaba enmarcada en algún rincón del salón. En el anverso un perfil de mujer enmarcado en un óvalo (la madre). Cuando transitamos frente a ella, la superficie nos devuelve nuestra imagen deformada -como en los cuartos de espejos de las ferias de diversiones- y yuxtapuesta a la de la mujer, a la imagen de la mujer que ha sido convertida en acero y que por ello, se ha adueñado de las propiedades táctiles, luminosas y solemnes del acero. De una aleación , por lo demás, aún joven en el mundo. En el reverso, otra imagen de su madre. Esta vez cubierta por un velo, aérea y musical. Una santa. Un ángel. Pero ambas imágenes de la mujer no convocan al sol. No pueden sino reflejar la luz artificial que acompaña nuestros días y que por ello mismo nos impide articular en la imagen la elocuencia remota que el metal bruñido nos solicita.

Qué duda cabe, Cecilia Escala amó a su madre. Cecilia Escala retuvo de su madre la imagen de sus aromas y las tesituras de su piel nacarada y cálida. Cecilia Escala amó la distancia de su madre y ha vuelto entrañables la penumbra y el encaje, los polvos de la china y el cepillo de plata, crisantemos y perlas, té y porcelana, aleteo de sedas y estanque en el jardín. Su madre quedó impresa en el espejo en que Cecilia Escala creyó modelarse. Cecilia Escala reconstruye esa experiencia vaga de la madre y expone la crisis de la propia imagen en una superficie metálica fría y aséptica, con toda la distancia y extrañeza con que la disección convoca al acero. Y allí, en esa superficie especular y gélida instala la fotografía arcaica de su madre. Imagen articulada por el canon compositivo y de belleza femenina de los albores del siglo. Adivinamos cabellos largos, ondulantes e invisibles, tan ondulantes e invisibles desde la oscuridad que envuelve su perfil, como ondulante es la superficie metálica que admite la imagen y que la consolida como hito y como objeto de culto. Superficie ondulante y especular que convoca en sí la condición trágica de la memoria, del desarraigo en el tiempo.

Pero si de la madre sólo queda lo que la memoria quiere, o puede, allí están todavía los objetos que la rodearon, como el delicado collar de perlas que envuelve el cuello que sostiene su perfil. Objetos tan frágiles como la memoria, o como las nostalgias que envolvieron a las ondinas, las aves, las hiedras o los nenúfares del Modernismo. Seres que poblaron el imaginario del fin del siglo XIX y que reclamaban carta de ciudadanía desde la rudeza campesina y oracular que ingresa a las urbes. Gallé y Lalique ofrecerán un poco más de «subjetividad» en esas urbes industriales que aspiran, al mismo tiempo, ver las chimeneas eternamente humeando en el horizonte. Esos objetos, que pretenden atrapar la luz o simplemente permitir su clara y nítida refracción evocan en nosotros la naturaleza acuática del espejo y nos asoman su intimidad con la luz. Nos hablan hoy y no podemos comprender lo que nos dicen, quizás nunca pudimos, pero los atesoramos porque han pertenecido a nuestros antepasados y creemos nos ayudan a conservar sus imágenes, imágenes que ya no sabemos si las vivimos, si las oímos de otro o por otro las conservamos en nuestro álbum familiar. Y como todo objeto frágil, sometido al uso y a las inclemencias del azar, el cristal de Gallé y de Lalique puede un día quebrarse, como se quiebran lentamente nuestras memorias. Cecilia Escala intentó recuperar el cristal quebrado del jarrón y trastocarlo en joyas que algún día usará otra mujer, joyas que engalanarán otros dedos y otras muñecas y que quizás nunca sepa que luce fragmentos de fragmentos de memoria, de la memoria de Cecilia Escala. Dedos y muñecas que no saben que portan rastros de otro tiempo y de otra luz y que sin embargo están sometidos al desamparo de la memoria y a la fragilidad del espejo y del cristal.

 

Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴