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El estatus político de la clase obrera, ¿una misión rebasada por la historia?

por Julián Montoya
Artículo publicado el 31/07/2009

Puede ser un lugar común que quienes hemos considerado el método de investigación aplicado en El Capital como un referente válido para entender y penetrar el carácter complejo de las sociedades modernas, quiero decir, de aquellas sociedades comprendidas en las relaciones sociales de producción(1) burguesas, demos a menudo por sentado que de la base materialista del método marxiano se sigue, necesariamente, una edición renovada de aquellas «luchas históricas» que hoy se ven particularmente condicionadas por el modo de producción(2) capitalista y que sólo llegarán a su fín con el triunfo del proletariado(3). No obstante, las circunstancias actuales no parecen vislumbrar un cambio revolucionario por cuenta de una clase social(4) en particular. Elementos sustanciales como la identidad y el grado de conciencia necesarios estarían lejos de concretarse en la forma de una clase trabajadora, y la misión que le ha sido encomendada: «derrocar el régimen de producción capitalista y abolir definitivamente las clases», parece estar en el limbo.

Por lo menos así lo deja entrever alguien que ha apostado por una sociología reflexiva, analizándo críticamente los problemas del tiempo presente y fenómenos como la globalización, la inoperancia de las instituciones, la inhibición de los poderes políticos y hasta las cambiantes condiciones laborales que hoy se expresan en la debilidad de los sindicatos y en la flexibilización de los procesos de trabajo. Me refiero al sociólogo alemán y profesor de la Universidad de Münich, Ulrich Beck, quien en un artículo(5) que acaba de publicarse en la red analiza la «explosiva» situación social en marcha.

En la búsqueda de un «sujeto revolucionario»
En resumen, su impresión es que ante el desacoplamiento excesivo entre el rendimiento y el ingreso que hoy caracteriza la economía capitalista, el mundo está experimentando unas contradicciones de clase lo suficientemente agudas como para justificar la «ira popular»; que es innegable que la presente crisis está generando conciencia al interior de las naciones de las profundas desigualdades sociales que ha venido produciendo en los últimos 150 años el modo de producción burgués…pero que esta situación «(pre)revolucionaria» carece hasta el momento de orientación, de un «sujeto revolucionario» propiamente dicho que lidere la revuelta.

Que las protestas procedan de los lugares más distintos -como ha sido el caso de Seattle, Melbourne, Paris, Tokio, Bombay, Londres, Roma, ciudades que han albergado reuniones periódicas de la OMC- con expresiones que no trascienden la simple reacción anticapitalista ; y que los Estados nacionales estén usurpando de alguna manera ese papel revolucionario socializando las pérdidas de la banca internacional, son argumentos que esgrime el catedrático germano para apuntalar sus palabras y poner en contexto lo que él denomina una deslegitmación evidente del sistema capitalista aún imperante.

Las miradas entonces parecen dirigirse al movimiento obrero internacional, a esa masa de trabajadores asalariados como cierto grupo económico que Marx y Engels elevaran a la categoría de clase política. Lastimosamente, no puede decirse que su situación escape a la dinámica antes mencionada. Todo lo contrario, las noticias que nos llegan de Europa y Estados Unidos hablan  de una auténtica explosión del desempleo que amenaza con devorar las arcas estatales en función de los menores recaudos fiscales y la cantidad cada vez mayor, sin precedentes, de parados que exígen el pago de prestaciones asistenciales.

La posición hegemónica que ha logrado la economía de mercado y sus efectos en la evolución del empleo, en las relaciones laborales a escala global, han propiciado una fragmentación social que también se deja sentir en las estructuras sindicales. Políticas tendientes a reducir los costos salariales, como sucede con la flexibilización del mercado de trabajo, van en detrimento de la participación política del trabajador en el círculo de toma de decisiones en su empresa o lugar de trabajo.

Esto ocurre dejando sin efecto las posibilidades mismas de la organización sindical, negando obviamente su condición básica: la de contar con objetos a organizar, mientras las negociaciones entre sindicatos y empresarios de grandes factorías que se declaran en quiebra, entre ellas las dedicadas a la industria automotriz, sólo se limitan a tratar de impedir nuevos despidos. Lo que no deja de sorprender cuando estimativos de la OIT auguran que para el final del año 2009 serán más de 240 millones los desempleados en todo el planeta (lo que significa un incremento del 26% respecto del año inmediatamente anterior), proyectando que para ese entonces la cifra de trabajadores pobres, o sea aquellos que ganan apenas 2 euros diarios, llegará a 1.400 millones, es decir, el 45% de la población activa mundial.

Asimismo, los resultados de un estudio llevado a cabo por la Universidad de Cornell en EE.UU. a más de mil organizaciones sindicales pueden llegar a presagiar el grado de hostigamiento y marginalización que están alcanzando las relaciones obrero-patronales en todo el planeta. El informe concluye que dos terceras partes de las empresas observadas violaban el derecho laboral vigente en la unión americana a través de tácticas ilegales, entre las que se cuentan interrogatorios, amenazas y despidos a aquellos trabajadores que se mostraron afines a la agremiación, y que llevaron a un decenso de la representación sindical que hoy se situa en el 12,4%, cuando hace 30 años era del 22%.

No sobra recalcar que toda esta sintomatología, en cualquier caso parcial, referida al proceso de pauperización que terminan por experimentar las condiciones laborales en el mundo que se dice civilizado, tiene como subsidiaria la acción de los gobiernos. Por ejemplo resulta inquietante, más allá de negar sistemáticamente la profundidad de la crisis y de apresurarse a socializar las pérdidas astronónomicas del sistema bancario y especulativo, lo acaecido en la cumbre del G20 llevada a cabo en Londres en abril pasado. Reunión en la que los dirigentes de las principales economías del mundo sólo atinaron a proponer paliativos para enfrentar lo que ellos denominan eufemísticamente como «crisis financiera», sin cuestionar lo fundamental.

Esto tendría como lectura, según lo expresado(6) recientemente por el geógrafo marxista David Harvey, que el neoliberalismo como tal no ha fracasado, toda vez que lo único que ha conseguido como «proyecto de clase camuflado bajo una protéica retórica sobre la libertad individual, el albedrío, la responsabilidad personal, la privatización y el libre mercado» es consolidar el poder de una verdadera clase parasitaria, aquella representada en las instituciones financieras.

La pregunta es ¿anticipó Carlos Marx esta situación?, relativamente. Y lo hizo con lujo de detalles al formular, primero, que las crisis son características regulares del desarrollo capitalista; segundo, que las crisis son crisis de sobreproducción y, por último, que existe una fuerte tendencia a incrementar la concentración y centralización de la economía (monopolios y oligopolios), lo que lleva a un «equilibrio» económico muy delicado.

Lo hizo también al concluir que las relaciones capitalistas de producción impiden el pleno desarrollo de las fuerzas productivas(7) y producen una serie de conflictos y crisis. Colmándose así de motivos para suponer que la lucha de clases(8) es el mecanismo esencial del desarrollo económico, ¡tal y como puede visualizarse en un sistema!. Y que el fin al que tiende la historia así contada: la asunción al poder del proletariado,  quedaría satisfecha con los medios de la política partidista a disposición o, lo que es lo mismo, con los derechos y libertades que permiten formalmente las democracias para actuar en política.

Una presunción que no deja de generar suspicacia
Es conveniente recordar que Marx y, su virtual mecenas, Federico Engels elaboraron una concepción de la historia como proceso evolutivo marcado por cambios revolucionarios y en donde la sociedad pasa por 5 etapas de desarrollo, a saber: el modo de producción primitivo comunitario, el antiguo, el feudal, el capitalista y, por supuesto, el comunista y su subsiguiente socialismo. Esta visión lanzada de la historia, tan apreciada por encarnar la necesidad de determinados órdenes de relaciones sociales, sería finalmente reconocida como una concepción optimista y progresista del devenir de la humanidad, como garante de la vida que pueden llegar a crear los seres humanos en el desenvolvimiento de todas sus facultades, entre ellas la razón. En similitud, y esto no debe causar extrañeza, con lo promulgado por liberales de la talla de John Stuart Mill y otros radicales del siglo XIX.

Lo que llama poderosamente la atención es que el epílogo de este proceso se viera sustentado por una confianza exagerada, casi ingenua, en aquellas instituciones democráticas que sobre el papel cualifican a las naciones occidentales. Así se desprende del discurso pronunciado por Federico Engels en una sesión de La Conferencia de la I Internacional celebrada en Londres en 1871:

«…la revolución es el acto supremo de la política; el que la quiere, debe querer el medio, la acción política que la prepara, que proporciona a los obreros la educación para la revolución (…) Las libertades políticas, el derecho de reunión y de asociación y la libertad de prensa: éstas son nuestras armas».

El ejercicio de la política quedaría así consagrado a la preparación del partido obrero (conforme el poder se traslada de los empresarios a los trabajadores cuando estos últimos tienen la oportunidad de aprender in situ, y a través de los sindicatos, las enseñanzas que catapultarían la extensión de sus actividades a la esfera del Estado) para el gran salto revolucionario: superar las relaciones capitalistas de producción e iniciar así un orden completamente nuevo, sin diferencias de clase, pero con la esperanza de prescindir en el futuro, no de la política en sí misma, pero sí de la política hecha por los partidos como mera técnica para acceder al poder.

A este respecto son conocidas las interpretaciones encontradas que se han suscitado en el seno de los partidos comunistas conformados después de la revolución bolchevique y que dieron lugar a una nueva tendencia, el maoísmo(9). Sobre todo al momento de considerar el grado de formación que deberían llegar a alcanzar las masas para participar en política y la forma como esto tendría lugar. Sin embargo, la discusión continúa sin sanjarse y merece enriquecerse con otras perspectivas, aunque puedan ser consideradas éstas extravagantes.

Considero que se abre así una oportunidad inmejorable para retrotraer el punto de vista del también filósofo alemán Oswald Spengler, recordado por su polémico ensayo La Decadencia de Occidente(10). Una investigación en la que se propone vislumbrar los acontecimientos más salientes de la sociedad en su significación última, utilizando para ello la analogía dentro de un universo de hasta 9 culturas que se atrevió a comparar morfológicamente.

La discusión planteada, como veremos, no se limitaría entonces a ser simplemente enjuiciada en relación al cómo, toma otro caríz al quedar casi desvirtuado el sentido que Marx quiere darle a la historia profesando un ideal que atañe no a una clase política, sino a una clase económica como es el proletariado. Esperanzado en que las inocuas corbetas que la burguesía proporciona a sus marinos más laboriosos puedan ayudarlos a desembarcar en un utópico socialismo.

La lucha de clases, un final inesperado
Quisiera empezar señalando que, si bien Oswald Spengler reconoce que «Cultura y clase son conceptos equivalentes» en la medida que suponen un refinamiento de la cultura humana y de sus prácticas, está muy lejos de considerar que los grupos profesionales (entre los que se cuentan obreros, empleados y artistas) hagan parte de las «grandes clases» de la sociedad. Para el nacido en Blankenburg, este tipo de grupos tienen lugar por su tradición técnica y por su vocación para el trabajo, pero la nobleza y el sacerdocio son clases primordiales por antonomasia que pueden ser identificadas en cualquier tipo de cultura como expresión de formas inveteradamente simbólicas. Sin olvidar que las suele anteceder una clase aldeana o productiva como expresión, esta vez nutrida de naturaleza, impersonal, que posibilita el crecimiento ulterior.

De ahí en más, Spengler se refiere al advenimiento de las ciudades y es cuando hace su aparición la burguesía como «tercer estado o tercera clase» que desprecia no sólo el campo y sus labradores (aldeanos), sino también a «hidalgos y curas» como algo que espiritualmente es de menor valía. Su verdadera significación sólo puede entenderse en términos negativos por lo que tiene de artificio, de inteligencia causal que no «comprende moral ni costumbres propias». Es el más incipiente resultado de la historia de toda cultura, de aquella historia superficial que construyen los hombres a partir de representaciones ajenas a toda costumbre, pero que adolecen de sentido, de certidumbre interna y que se verían orientadas por fines dispersos.

Tal es el sino de la inteligencia urbana que rechaza los viejos símbolos de la vida rural y antepone corrientes vitales pensadas sin escrúpulos como la economía y la ciencia, verdaderas abstracciones que hacen de la propiedad una riqueza y de la concepción del mundo, una religión. Constituyendo simplemente signos de decaimiento de una cultura que ya no comprende ni tolera antiguas cosmovisiones, y donde «el dinero borra el sentido de los valores inmuebles, adheridos al suelo».

La clase burguesa niega así cualquier discernimiento que no se ajuste a la razón o a la utilidad, pero Spengler enfatiza su falta de arraigo y la identifica solamente con la vida urbana, con la libertad de movimiento que puede apreciarse en las «grandes cosmópolis». Es por esto que la no-clase comprende a la cultura como tal y a cualquier adherente suyo que implique un pueblo, un demos. Su capacidad para mimetizarse en política cuando le ha sido conveniente sería una clara muestra de tal identificación y habla del eventual futuro que le aguarda: convertirse en esa masa amorfa que desprecia «la cultura en sus formas desarrolladas», en una cuarta clase avocada sin remedio al aniquilamiento que sufre el concepto de pueblo cuando surge lo que conocemos como imperialismo o civilización.

El final de las clases sociales se haría entonces ostensible, en las postrimerías de cada cultura, bajo circunstancias más o menos violentas. «La  civilizacón es un retorno a la naturaleza» y las naciones, como imprescindibles estados de forma que una vez fueron para los pueblos, ceden su lugar a «los grandes poderes particulares», a los individuos con carácter que pretenden ser en política creadores. Se trata de lo que Spengler dio en llamar la vuelta al cesarismo. Fenómeno que habría sido recurrente en el ocaso, pero también en los comienzos de todas aquellas culturas encuadradas en seis mil años de historia, con personajes como Aníbal en la Antigüedad, pasando por Pompeyo, Julio César y Augusto con relación a la cultura helenística.

Spengler llama cesarismo «a la forma de gobierno que, pese a toda fórmula de derecho público, es en su esencia absolutamente informe». Sucede mientras el espíritu de las viejas formas, de las instituciones que quieren ser conservadas, ha muerto. Es la época imperial y el fin de la política subordinada al dinero, el cual ha triunfado bajo la forma de democracia. Ya no hay problemas políticos en tanto las naciones se las arreglan con los poderes que encuentran, con formas populistas de gobierno.

El dinero ha destruido los viejos órdenes de la cultura y surgen «los impulsos primordiales de toda vida» en las figuras de «hombres de cuño cesáreo». Es la hora del hombre-masa de Ortega y Gasset que ve en el Estado un poder anónimo, identificándose a sí mismo con él. De la masa «que ha venido al mundo para ser dirigida, influida, representada, organizada-hasta para dejar de ser masa o, por lo menos, aspirar a ello». De una sociedad de masas ya excluida de dimensiones históricas como la democrácia liberal, algo que puede verse de alguna manera descifrado a continuación.

La democracia, un espejismo en el que  sólo se ve reflejada la burguesía
En este aspecto clave, y partiendo de que «toda la vida es política» en la medida que al poder efectivo le ha sido imprescindible históricamente la división, cualquiera sea la unidad vital, en sujetos y objetos de gobierno, Spengler se esfuerza en demostrar que con la aparición de la burguesía la política quedó solamente reducida a conceptos, a programas e ideologías propias de la política de partidos, por oposición a la política de clases que se estilaría en las épocas primeras de toda cultura.

Para Spengler es de suyo inevitable y representa actualmente el final de un ciclo, el de la cultura occidental como organismo. Ciclo en el que inexorablemente la democracia, en tanto fórmula burguesa que pretende organizar la vida de, y entre los pueblos, no tiene futuro.

Las razones que exhibe se fundamentan en que tanto ahora como en el pasado, en el mundo arábigo o en el romano, y cuando el término cultura se hace intercambiable por el de civilización, la democracia ha sido «un ideal de clase, un ideal de hombres urbanos». Y en su forma parlamentaria, como «breve tránsito entre la época de la cultura superior, con sus formas bien estructuradas, y la época de los grandes individuos en un mundo sin forma», fue la revolución burguesa «reducida a forma legal y vinculada a su enemiga, la dictadura, en una unidad de gobierno».

Esa disposición crítica que siempre acompañó a la tercera clase, a la burguesía que alcanzó con la Revolución de 1789 su estado de forma -la expresión política de la que carecía-, tendría en «la negación de todo cuanto no concibe el entendimiento» el caldo de cultivo justo para que, frente a la sangre y la tradición, se alzara irreverente el poder del dinero. Es así como la formación de los centros urbanos supondría en todo lugar el desprestigio impenitente de lo orgánico, de lo perteneciente a las clases primordiales, para dar paso a lo que debe ser organizado, construido, y es cuando toman cuerpo los partidos políticos, es decir, la democrácia como concepto.

Quedaría establecida así una gran diferencia «entre el crecimiento espontáneo y la construcción», entre la política de clase y la política de partido…entre lo que por definición es auténtica conciencia de clase (11) y la simple opinión de partido.

Lo anterior tiene sentido coincidiendo con Spengler en que las instituciones democráticas y los partidos políticos tuvieron  en el siglo XIX su máxima expresión, lo cual no es un dato menor. Su interpretación puede llevarnos evidentemente a barruntar una expansión y un brillo que ya no volverán, si tenemos particularmente presente el caso de Italia, una nación con una gran tradición democrática, culta, y que de manera sorprendente tiene como Primer Ministro a un hombre de negocios, astuto como el que más en política como Silvio Berlusconi (acaso un nuevo César con ropájes democráticos).

Sobre esta situación extraordinaria en la história republicana del país europeo y sobre las causas que le dieron orígen -siendo la más importante de aquellas «la destrucción dramática del sistema de partidos que dominó la vida política (de Italia) durante el último medio siglo»-, escribe precisamente el profesor de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla, Sami Naïr, en otro análisis(12) aparecido hace poco en la internet y que también ofrezco como consulta.

Finalmente, de esa evolución negativa que ahora sufren las formas de gobierno en las sociedades capitalistas, también puede inferirse que siendo innegable el imperativo de todo partido, sea este conservador o de índole proletaria, de aparecer en forma burguesa en la escena política, su resultado no puede ser otro que una tosuda contradicción. Las palabras de Oswald Spengler en este sentido deberían ser concluyentes:

«Existe un conflicto permanente entre la voluntad, por una parte, que necesariamente se sale del marco de toda política de partido y, por ende, de toda constitución -ambas cosas son exclusivamente liberales-, y que honradamente sólo podría denominarse guerra civil, y, por otra parte, la actitud, que se cree obligatoria y que desde luego hay que adoptar para conseguir en esta época algún éxito duradero. Pero la actitud de un partido de la nobleza en un Parlamento es íntimamente tan falsa como la del proletariado. Únicamente la burguesía está aquí en su elemento».

NOTAS Y BIBLIOGRAFÍA
(1) Relaciones en las que los individuos producen, es decir las relaciones sociales que establecen los productores entre sí, las condiciones en que intercambian sus actividades y participan en el proceso productivo. -Fuente: Wikipedia–
(2) En una sociedad, el modo de producción se define precisamente por las relaciones antes mencionadas, en el sentido que para Marx es irrelevante qué o cuánto se produce, mientras lo sustancial es el cómo. -Fuente: wikipedia-
(3) Básicamente, y desconociendo su orígen latino que denota descendencia, la teoría marxiana toma el proletariado como aquella clase social que, contrario a lo que sucede con la burguesía, no tiene la propiedad de los medios de producción. Es decir, de los instrumentos y materiales de trabajo que están llamados a transformar ciertos insumos o a la naturaleza misma. Como consecuencia, la clase obrera está obligada a vender su fuerza de trabajo o su capacidad física y mental para sobrevivir. -Fuente: wikipedia–
(4) El significado que adquiere este concepto, más allá del contraste que podrían señalar los esfuerzos argumentativos del presente ensayo, se adecúa inicialmente a lo enunciado por Marx y que se refiere a esel grupo de individuos que, en su forma de relacionarse con los medios materiales de producción, se distingue por la obtención de sus rentas, de sus medios de subsistencia. Así mismo, una pretendida comunidad de intereses les valdría una identidad traducida en lo que se conoce como conciencia de clase y que marcaría su naturaleza inexorablemente antagónica. -Fuente: Wikipedia–
(5) http://aquevedo.wordpress.com/?s=la+revuelta+de+la+desigualdad+en+el+mundo+por+ulrich+beck
(6) http://aquevedo.wordpress.com/2009/04/08/5982/
(7) Como uno de los conceptos clave del marxismo, las fuerzas productivas aluden no sólo a los medios materiales que son transformados por el trabajador para producir artículos de consumo y a las fuerzas motrices de orígen natural utilizadas por el hombre, sino también a todos aquellos elementos relativos a los procedimientos laborales, a la ciencia y a la división del trabajo.-Fuente: Wikipedia–
(8) Siendo necesario tipificar el concepto en su sentido más general, vale la pena resaltar que Marx finalmente entendió, a pesar de su sesgo económico, que la historia de todas las sociedades existentes hasta ahora se ha visto reflejada en la lucha de clases, en cierta lucha inherente a sus intereses antagónicos.-Fuente: Wikipedia–
(9) La diferencia fundamental entre el maoísmo o el pensamiento de Mao Tse Tung que impulsó la Revolución Cultural en China y la ortodoxia del Partido Comunista de la Unión Soviética, radica en que el primero sería consciente de que los antagonismos de clase pueden aún subsistir incluso cuando el proletariado ha alcanzado el poder estatal. La experiencia soviética ha mostrado cómo la burocratización del aparato estatal puede, de alguna manera, restaurar el capitalismo con la creación de una burguesía de nuevo tipo. Y este peligro trató de ser conjurado por Mao, particularmente en lo tocante al proletariado, a partir de una profundización del socialismo.-Fuente: Wikipedia–
(10) http://foster.20megsfree.com/spengler_index.htm
(11) Es necesario dejar en claro que para Marx la conciencia de clase tiene que ver con la manera en que una clase social, además de compartir unas características comunes dentro del engranaje socioeconómico, precisa de su capacidad para darse cuenta, primero, de su posición en dicho engranaje y, segundo, del conflicto que de allí se genera, para llegar a defender con alguna eficacia unos intereses igualmente comunes. Las palabras del nacido en Tréveris analizándo la situación en Gran Bretaña en 1840 pueden ser esclarecedoras:
“En principio, las condiciones económicas habían transformado las masa del país en trabajadores. La dominación del capital ha creado en esta masa una situación común, intereses comunes. Así, esta masa viene a ser ya una clase frente al capital, pero todavía no para sí misma. En la lucha, de la cual hemos señalado algunas fases, esta masa se reúne, constituyéndose en clase para sí misma. Los interéses que defienden llegan a ser interéses de clases” (Marx, Karl; Miseria de la Filosofía, pág.257. de. Júcar). -Fuente: Wikipedia–
(12) http://aquevedo.wordpress.com/?s=Sami+Na%C3%AFr
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