EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTOR@S | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE

— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —Artículo destacado


La psiquis del “no lugar”

por Fernando Franulic
Artículo publicado el 08/10/2021

No tengo agua caliente en el calefón,
no tengo que escribir canciones de amor […]
CHARLY GARCÍA, Ojos de videotape.

 

Resumen
Este es un ensayo libre que establece, desde diferentes registros de escritura, una crítica a los conceptos actuales de las ciencias humanas (biopolítica, género, pobreza) y al papel social del intelectual en la sociedad del consumo (la necesidad de su presencia). Por otro lado, analiza dicha sociedad desde una perspectiva semiótica, para situarse en las vísperas del estado societal del presente chileno.

Palabras clave: teoría social, intelectualidad, postmodernidad, crítica sociológica

 

Preámbulo del hecho social: todos íbamos a ser críticos
«Hoy sentado aquí reclamo a la vida su tiempo», escribí hace casi 21 años y aun no entiendo por qué pude pensar lo que ahora sí pienso.

La sonajera de tal discurso podía ser aplacado con los tecnicismos propios de mi condición de estudiante, por lo que recordé una lectura de primer año de Universidad, de C.W. Mills, cuyo texto trataba de decir algo así: la sociología no hace más que realizar un vínculo (más que analítico, histórico) entre el malestar del individuo y los problemas de la sociedad contemporánea; entonces, todos somos unos derrotados: abuelos, padres, hijos y nietos de la dictadura hemos forjado nuestras pequeñas vidas no en un «proyecto libre», propio de las fantasías existenciales de un Sartre, sino bajo la carga histórica de las únicas y verdaderas clausuras que pueden existir en un sistema social, vale decir, las impuestas por los múltiples dominantes hacia los infinitos dominados.

No quisiera ofender a nadie con mi discurso simplista, con una claridad que ya es más clara que el agua, pero debo decir lo que para muchos ya aparece como un fantasma (y de esos que dan miedo): la derrota histórica en la sociedad chilena, que es un fenómeno insistente, debe su fuerza, su potencial de quiebra, de cierre, de negación, a la posibilidad de articularse entre quienes reproducen el privilegio (la iglesia, las elites, el capital, la institución familiar, la escuela, los media, o cualquier otra categoría aberrante que queramos agregar), contra aquella otra posibilidad, siempre última y radical, delicia de aquellos que han gustado de soñar; en una palabra: la emancipación. Podemos ver dos cosas: que los dominantes nunca se cansaran de dominar y, por otro lado, la derrota se hace principio en el dominado.

No seamos ingenuos, como lo ha sido «la» izquierda marxista, no veamos la derrota como una posibilidad que solo puede aparecer luego de la batalla «final», también llamada «la» revolución, puesto que lo que se llama «derrota histórica» es constante, infinita, canjeable, socio-lógica, y solo generamos reveses luego de muchos trabajos insidiosos, por lo que en materia de derrotas se refiere podemos casi creerle a Robert K. Merton: es acumulativa, pero nunca lineal. Cada día y todos los días debemos sopesarla, tenemos que creerle su poder pesado, que lo siente la madre soltera que es expulsada de su Liceo, el obrero despedido de su Fábrica por estar en huelga o el travesti que en la Calle es golpeado por los policías; pero, también, asumamos sus manifestaciones menos visibles, porque, quizás, no las queremos ver, por esa maldita culpa que produce, por esas estrategias facinerosas que elige: tanto escribir estas páginas para intentar confabular, como aparecer en la vida sin una historia, hasta inventar una «causa» para dar la vida, por más ajena que sea a los ritos burgueses, son ejemplos de esa pesada carga.
Repito: no tengamos miedo de so-pesar su peso: esta serie de derrotas históricas en Chile no son más que la derrota de la modernidad; con todas sus letras: la MO-DER-NI-DAD; aquella verdadera y originaria, aquella de que tanto se ha llenado la boca la sociología, aquella que hasta hacía mojarse a los que buscaban al «hombre nuevo».

Excurso de poesía social:
¿Leíste el último fragmento de Kafka?
¿Leíste el último fragmento de Kafka? ¿Cuál? El que salió hace poco, ese fragmento que estaba olvidado en una biblioteca de Bratislava que dos investigadores encontraron, fue un trabajo muy sistemático que hicieron los dos doctores en arqueología postsocial de la universidad libre, estaba enterrado en polvo, te lo digo con sinceridad, enterrado en polvo, más de cinco kilos, y no te miento, por eso se perdieron tres o cuatro palabras. Bueno ¿tres o cuatro? No se sabe con certeza, porque siempre la acumulación de polvo produce ciertos ácidos que corroen el papiro, ácidos de la familia sulfúrica, imagínate que estamos hablando de unos documentos de la época eduardiana. Ahhh, pero ¿cómo no se supo antes? Se sabía que Kafka vivió en esa ciudad durante la revolución administrativa del imperio antiguo, pero nunca nadie pensó que él habría podido escribir algunos sonetos sobre ello. ¡Increíble! ¿Dónde lo venden? ¿Leíste el último fragmento de Kafka? Es prácticamente imposible que el fragmento de Kafka tenga algún valor literario, el tipo después del segundo enfrentamiento con el padre perdió toda su relevancia teórica, la neurosis y su falta de ética lo inhabilitó de por vida. ¡Para siempre! Quedó cagado. Ya no era normal lo que escribía, ¿me entendí? No, si el hueón estaba muy cagado. ¡Estás loco! ¡Imposible! Pero dicen que tiene seiscientas páginas. Pero tu cachai lo que yo cacho, ¿o no? Entonces. Todo bien con Kafka, mejor hablemos de otra cosa. ¿Leíste el último fragmento de Kafka? Yo lo estoy analizando desde el punto de vista de Derrida. ¿Qué texto estás tomando? Básicamente estoy haciendo un análisis comparado con lo que plantea en el gran libro del significante, en relación a la diferencia, a lo que deviene y a lo que constituye, es por eso que en su justa razón el devenir kafkiano niega toda diferencia con el ente, a la vez que constituye el ente, y si tú te fijas en la página trescientos cincuenta y ocho del manuscrito, ahí hay un no-dicho, en el propio sentido que Kafka le daba al silencio del ser, y ese núcleo de significado es el objetivo del seminario. ¿Cuál seminario? En realidad, estamos dando tres seminarios a partir de esta publicación póstuma, uno sobre la entidad, otro sobre la esencia y el último sobre el sujeto ¿Leíste el último fragmento de Kafka? ¡Agente! ¡Agente! No pero el agente burocrático. ¿Leíste el último fragmento de Kafka? Me parece tan multicultural, sin duda será uno de los ejes principales del centro de estudios, porque la tolerancia, el respeto de la diversidad y la lucha contra las barreras sociales son parte de la política que debemos implementar a nivel de la urbe, una ciudad donde las multitudes queden manifiestas, un espacio de convivencia ciudadana, es decir, una ciudadanía donde la alteridad no sea tanto lo otro. ¿Eso lo piensas a nivel de políticas municipales o nacionales? En realidad, el equipo lo está pensando como un stock amplio de instrumentos metodológicos. ¿Leíste el último fragmento de Kafka? Pedimos la ley kafkiana ahora y exigimos a los señores constituyentes que están reunidos en el congreso pleno que garanticen a esta asamblea popular los requisitos mínimos para la aprobación de la mencionada ley, por eso en votación unánime declaramos: primero, que una sociedad que estigmatiza conduce necesariamente a la desigualdad social; segundo, que la creciente división social ha conducido a una marginación que el gobierno no ha sabido ni querido poner fin, reificando de esta manera… ¿Leíste el último fragmento de Kafka? Porque su causa es la mía y la de todos, ¿sigamos marchando?

El intelectual: ¿una presencia necesaria?
Siguiendo la clásica distinción de Barthes, el intelectual es aquel que se sitúa entre el escritor y el profesor.
En el escritor fluye de su cuerpo la necesidad de escribir producto de su propia estructura orgánica. Creo que con esto dicho autor quiere decir que las experiencias, tanto corporales como psíquicas, son vitalmente traumáticas. Entonces, es desde aquel trauma que surge el estilo. El estilo es la primera arcilla de la gran pirámide donde construirá su obra. Cada autor tiene su estilo, y el estilo es aquello que brota, casi automáticamente, casi inconscientemente: arcilla de cuencas desconocidas, fabricadas de aguas y de tierras ignoradas, fuego interno que arde hasta que la noche devora toda esa diseminación estética que el escritor no puede dejar de plantear. Así, es desde aquellas zonas avasalladas del alma, como dice María Zambrano, donde surge la escritura. Por cierto, la sociedad, la economía, la cultura producen esas grietas interiores que dan paso a la poesía, la cual en las edades antiguas fue el género literario por excelencia.

Zambrano como Blanchot se inscriben en la tendencia que observa a la escritura como un proceso desarrollado dentro del marco de la soledad: el autor necesita de la soledad para embarcarse en su vuelo imaginario, posible, auténtico y lo necesita puesto que ha sido derrotado por y con las palabras. Desde una herida, quizás desde el orgullo, el escritor inicia su búsqueda en la soledad de las palabras, las mismas con las que fue traicionado.

Luego, la escritura se desenvuelve, como señala Barthes, frontalmente, conscientemente, frente a la historia, frente a la historia íntima y la que se escribe en las enciclopedias. Usando las aguas de la lengua, resquebrajándose en sus intimidades, bregando contra la miseria, el escritor es un ser consciente del lugar que ocupa en la sociedad, de su pasado; carga con una responsabilidad sobre lo qué escribe y cómo lo escribe.

El profesor, al contrario, vive de la palabra, es aquel que habla, y de este modo su sistema se sitúa en la exterioridad de la palabra, la que debe mantener con sabiduría y con disciplina. El profesor no es un simple retórico, ni tampoco es un sabedor de todas las materias y que debe responder a cada una de las preguntas de sus estudiantes, sino que es y debe ser un educador por medio de la voz. Tal como el maestro en el nombre de la rosa, tal como el mismo Sócrates, tal como Edipo frente al enigma, el profesor es un túnel por donde los pequeños transgreden sus propios umbrales. Umbrales de conocimiento, por cierto.

En cuanto al intelectual, Barthes dice, como ya señalé, que se emplaza entre el escritor y el profesor. Es un ser cultivado sin duda, no obstante, usa mayormente la palabra y le teme a la escritura. Aunque esto es una generalización, hace referencia al hecho de que el intelectual prefiere el acto de habla y no siempre desea o puede publicar. En la sociedad del control, el intelectual debe rendir con una productividad científica, en este sentido tiene una obligación social de escribir. Sin embargo, existen otros intelectuales que escriben por el simple hecho de acceder a un lugar de poder. La escritura se guía en este caso por la razón formal, y no por la razón poética, como diría Zambrano.

Así, la condición postmoderna permite que algunos académicos y científicos escriban sin razón de ser, es decir, a causa de una necesidad instrumental, sin amor a las letras, sin pasión, sin interés por el conocimiento. Ahora bien, si alguien analizara la estructura de los cambios culturales, el intelectual es aquel individuo anacrónico, que se nutre de épocas pasadas para hacer la transformación social, como lo plantea Rancière. Un intelectual en este sentido puede ser un pobre o un campesino, ya que la circulación de panfletos, escritos y manifiestos, producen una situación social donde la acumulación de saberes transmitidos hace de los desposeídos los sujetos de la historia cultural.

Entonces, un intelectual no es necesariamente un individuo de algún tipo de elite, puede serlo perfectamente una persona excluida de los mecanismos institucionales de la sociedad. No obstante, la sociedad industrial, como lo ha postulado Foucault, se separa de la sociedad popular y genera discursos que se reproducen desde prácticas especializadas. En este contexto, el intelectual moderno juega el papel social de interlocutor o de comunicador de los saberes especializados, cual emisario de las industrias culturales. Este lugar social es fácil y oportunista de ejecutar, pues es la mera reproducción de discursos producidos por otros y a costa de otros.

En esta situación de arribismo académico y de prácticas antiéticas, el gran intelectual, marcado por esa alma pueril o dogmática –como diría Bachelard–, temeroso de sus propios conocimientos, puesto que son prestados, puesto que sus cimientos son simples de desmoronar, cuando decide exhibir un texto, cuando escribe un ensayo, cuando plantea una hipótesis, toma la altura de un verdadero rey, como si se tratase de un gran acontecimiento épico, fuera ya de las reglas del intelecto. Es una fantasía delirante de los oscuros vericuetos de estos intelectuales que no poseen la verdadera altura del saber: la escritura, la voz, el recto raciocinio.

Quisiera decir que es la falta de amor, del amor poético lo que produce, en nuestra sociedad proto-postmoderna, unos intelectuales carentes de espíritu científico, literario, pasional, donde el deseo por el saber y por el escribir sería un infierno de sensaciones, libertinas sin duda, es decir, liberadas de las reglas de toda disciplina en un sentido utópico, radical, absurdo quizás.

Excurso de sociología filosófica:
La pluma y el concepto
Quizá lo que añoran las revueltas sociales es acabar con los modelos curriculares, las formas de la didáctica y las políticas educativas: finalizar, entonces, con la escuela, el liceo, la universidad. Cuestión, sin duda, que parece bastante relacionada con las teorías disciplinarias de Michel Foucault. Secundarios y secundarias han establecido conflictos y contradicciones objetivas en la sociedad chilena, algunas de ellas con un afán (loco, diría Pedro Lemebel) de transformación radical de las bases estructurales del Chile hipermoderno. No obstante, en las academias chilenas se enseña mucho sobre biopolítica, otro concepto de aquel filósofo: ¿qué sentido tiene estudiar, en las carreras de ciencias sociales y de letras, una problemática, si no se reflexiona sobre la operación social para desarticular aquello que emerge como el contrario social?

Esta operación de cerradura teórica la deseo aplicar a tres grandes temarios de los planes curriculares de las ciencias sociales, a saber: biopolítica, género y pobreza. He elegido estas tres conceptualizaciones (o saberes) porque se relacionan con movimientos importantes de protesta social, más allá de que Jürgen Habermas plantee que la sociología –ciencia social central en las academias chilenas– tuvo y tiene una trayectoria tanto conservadora como crítica. Si bien aquello es cierto en los orígenes de la disciplina, el desarrollo paradigmático y el desarrollo social van de la mano, por ende, la enseñanza de la crítica debería realizar un salto de los espectros filosóficos del pasado, para desencadenar en las y los estudiantes un desocultamiento de la identidad social y, por cierto, política. Hablar de biopolítica o de género, más aún, de las y los pobres, implica, desde este punto de vista, configurar el obstáculo epistemológico no para funcionar, al saltarlo, como un ser teórico, sino porque las bases de la epistemología son políticas, y aquello en las y los jóvenes convive con una socialización política: entonces, dejar de ocultar la identidad política, para de este modo hablar claro sobre qué implicancias poseen los grandes temas intelectuales de la sociedad hipermoderna.

La biopolítica trata de la administración y la gestión de las y los individuos en cuanto a los flujos poblacionales y la reproducción de la especie humana. Eso es al menos es lo que plantea Foucault. Sin embargo, la acción apabullante de la defensa teórica del núcleo metateórico ha permitido que la expresión “biopolítica” haya estado, desde el regreso de la democracia, en constante expansión. Biopolítica que ahora también es la confusión de sociedad de control, modernidad líquida, sociedad del espectáculo, postmodernidad: así, a la manera de Habermas, existe una mezcla de figuras intelectuales según la conveniencia de la procedencia histórica, lo que permite el acceso al privilegio y al prestigio.

Lo mismo ocurre con las teorías de género: ha sido tan impresionante el avance del postfeminismo que incluso incidió en una protesta generalizada y audaz hace pocos años.

Entre fines de los años 60 y fines de los años 70, la fase “clásica” del movimiento de liberación de la diversidad sexual, que era conformado en las sociedades occidentales por homosexuales gays, transexuales, lesbianas, entre otras y otras, tuvo un objetivo claro de sus movilizaciones: el “discurso médico”. Desde la instalación del dispositivo sexual durante el siglo XIX, los antiguos sodomitas, las travestís, los libertinos, las drags queens, es decir, todos aquellos que no cabían en el estrecho marco de la casa y el camastro heterosexual burgués, fueron estudiados y clasificados de “anormales” en diferente grado: depravados, invertidos, degenerados. Por tanto, para la fase “clásica” de este movimiento social, uno de los deseos políticos era liberarse del estigma que, por casi dos siglos, los atrapaba como en una sombra: ser un desviado.

Sin embargo, ese deseo político ha caído en descrédito y, lo principal, ha sido declarado demodé: las fanfarrias que sonaron por la llegada de la postmodernidad, trajeron los paradigmas necesarios para que se impusiera la moda y el modo de la teoría queer. Postulados novísimos postmodernos: no solo existe un transgénero, sino que muchos y muchas trans – trans – trans – géneros. Así, se propone una afirmación total de la rareza, de la anormalidad, que vendría a ser la política contra los géneros. Y según estos teóricos y teóricas, los géneros se desarticulan, se subvierten, se transgreden, y lo femenino/masculino ya no es el binomio de antes.

No pretendo centrarme en las implicancias identitarias, sino quiero resaltar un aspecto de esta teoría: la complicidad ideológica que mantiene con el discurso y la institución de la clínica. Sobre este punto deseo plantear tres tesis y una conclusión.

La batalla central de la teoría queer ha sido lo trans-genérico, puesto que representa la subversión del género y manifiesta el carácter discursivo de las construcciones identitarias. Esta desarticulación del género, que expresa lo trans-genérico, se hace, para la teoría queer, políticamente más relevante cuando están en juego mezclas genéricas postidentitarias: ya no existe lo masculino y lo femenino, tampoco lo homosexual, lo transexual y lo bisexual, sino un sinnúmero de posibles identidades donde el género queda entredicho.

Pero en esta fábula del jardín de las mezclas identitarias, la teoría queer fantasea sobre la base del cuerpo: no solo cuerpos sexuados, cuerpos socializados, cuerpos históricos, sino formalmente sobre cuerpos biológicos, anatómicos, fisiológicos y biomoleculares. Ya que lo trans-genérico, en tanto representación de lo queer, es un asunto de imaginario y de identidad, como es un asunto material, es decir, corporal. Implica, entonces, hormonas, drogas, medicamentos, quirófanos, cirugía; en una palabra: la clínica. Para que la fábula genérica se vuelva realidad, el medio es el cuerpo humano y su biología.

Los postulados queer no llegan a cuestionar la base clínica de sus políticas. Por tanto, no se discute la intervención clínica del cuerpo humano, sino que se asume como una etapa más de sus políticas. Lo trans-genérico para pasar del imaginario a la materialidad, de lo femenino a lo masculino, de lo masculino a lo femenino, de la identidad moderna a la mezcla postidentitarias, necesita, en primer lugar, de la industria farmacéutica y de la investigación biomédica, en segundo lugar, de las tecnologías quirúrgicas avanzadas, y en tercer lugar, de los logros de los clásicos gays.

El nivel biomolecular de la intromisión clínica del cuerpo ha sido en la historia moderna una de las más dañinas. Primero, durante el siglo XX la prueba de drogas y medicamentos ha necesitado de poblaciones cautivas numerosas, como mujeres, niños, pobres, grupos colonizados, entre otros, produciendo múltiples efectos colaterales tanto biológicos como sociales. Segundo, este estudio en poblaciones subordinadas ha generado un éxito sin precedentes en la detección de los exactos efectos orgánicos de las sustancias, por tanto, la farmacología aparece como “verdadera”. Y tercero, este éxito científico ha llevado al éxito económico, transformando a la industria del fármaco en una de las más capitalistas y poderosas del planeta.

Entonces, lo trans-genérico carga, para la transformación biomolecular del cuerpo, con esa historia, y lo queer no discute esa carga histórica. También, lo trans-genérico necesita de la tecnología quirúrgica. La cirugía plástica y reconstructiva es, al igual que la industria farmacéutica, uno de los negocios más poderosos del planeta, que se sostiene en la experimentación con el cuerpo anatómico. En este caso, es la anatomía y la fisiología las que están sometidas a la sospechosa manipulación del discurso médico.

Por tanto, lo queer para existir como supuesta praxis de la subversión del género necesita de las instituciones del discurso médico, estableciendo una muda complicidad. Y esta complicidad fue antes contradicción, puesto que hoy día para que la intervención clínica permita acceder a lo trans-genérico, hubo de existir una demanda de salir de la oscuridad de la desviación.

Ahora bien, este jardín maravilloso de las postidentidades, que se riega con lo mejor de la posmodernidad, es similar y semejante, por no decir idéntico, al furioso jardín farandulero de la sociedad del espectáculo. Allí, en lo más genuino de la mercancía espectacular, las mujeres se ponen labios, senos, traseros, ojos, etc. Y los hombres usan anabólicos, y se ponen también ojos, labios, traseros, etc. Es decir, la sociedad del espectáculo usa y necesita de, prácticamente, lo mismo: por un lado, la industria farmacéutica y la investigación biomédica, por el otro, las tecnologías quirúrgicas avanzadas.

En conclusión, una misma base clínica, hecha de experimentación y subordinación, posibilita la imagen espectacular y la imagen transgresora. Una misma base científica, considerada sin crítica como “verdadera”, facilita los géneros, en su más perfecta expresión social, y la subversión del género, en su más acabada desarticulación. Un mismo discurso médico, clínico y bioquímico, del cual el “revisitado” Foucault sospechó continuamente, permite, favorece y propicia tanto el masculino y el femenino dominantes de la sociedad (del consumo, del espectáculo) como lo trans – trans – trans – genérico de la disidente postmodernidad. Y basta pasar la línea, situarse aquí o allá, quizás para ver que la transgresión es postmodernamente relativa y científicamente rentable.

El tercer tema que nutre a las ciencias sociales académicas es la pobreza, específicamente me interesa la perspectiva histórica de este asunto conceptual – puesto que la versión sociológica ya la he analizado en el artículo La carrera inmoral, publicado en esta misma revista. Lo primero que llama la atención entre las y los historiadores chilenos es la discordancia y constante conflicto por la nominación de las clases sociales, como si aquello fuera una reflexión historiográfica que tuviese por consecuencia una interrogación del pasado desde un punto de vista de emic, siendo que se trata más de una mirada etic y, sobre todo, una mirada que no se vincula con la indagación de la retórica de las palabras que subsisten en los archivos.

Quisiera en este apartado desarrollar un ejercicio analítico que podría ayudar a definir, desde una lógica emic, el concepto de pobreza en Chile Colonial. Este ejercicio se basa en el uso social y simbólico de las telas para los enfermos pobres. Las telas forman parte de la reproducción cotidiana de los enfermos, por tanto es un aspecto fundamental dentro de las dinámicas hospitalarias del convento de Nuestra Señora del Socorro en Santiago de Chile.

Para los enfermos españoles, las sábanas, las fundas de almohadas y los camisones, estaban hechos de telas de Ruán. Para los enfermos indígenas, las sábanas, las fundas de almohadas y los camisones, estaban hechos de telas de Tocuyo.

Las telas de Ruán eran muy finas y se producían en la ciudad de Ruán, en Francia. Esta tela se tejía comúnmente con el lino. Las telas de Tocuyo eran unos tejidos bastos, comúnmente producidos con el algodón. Les telas de Tocuyo conocieron una larga historia en América española. En un principio, estas habían sido producidas en Venezuela, en los obrajes de la ciudad de Tocuyo, de donde provino su nombre. Después la producción de telas de Tocuyo se expandió a diferentes obrajes en América hispánica, particularmente en México, en Perú y en Ecuador.

A pesar de sus diferencias, en los dos tipos de tejido se producía una tela flexible, especialmente adaptada para, por ejemplo, las sábanas y los camisones. Ahora bien, ¿cómo estos tejidos entraban al espacio del convento-hospital de San Juan de Dios? Esta pregunta lleva a una problemática muy amplia: los intercambios comerciales en América española.

La introducción del capitalismo en América implicó la importación de mercancías provenientes de Europa, para cubrir las necesidades de ostentación de la población acomodada. Era un capitalismo mercatil, enfocado en las clases altos de la sociedad. Dentro de los bienes importados, se econtraban las telas de calidad que eran traídas desde las manufacturas europeas (telas de Bretaña, telas de Ruán, telas italianas, etc.).

En el curso del siglo XVIII, las telas europeas conocieron una baja muy considerable de sus precios. La administración borbona tenía el objetivo de aprovechar mejor los recursos de los territorios americanos, además de combatir el contrabando francés. Por estas razones, la monarquía creó –desde 1740– los navíos de registro. Estos eran barcos que poseían una licencia especial para comerciar más allá de las rutas establecidas. Luego, en 1778 la monarquía decretó el libre comercio, donde 25 puertos españoles podían comerciar con cualquier puerto de América española. En este contexto comercial, los precios de las telas de calidad cayeron remarcablemente.

Por otro lado, las telas bastas americanas tuvieron una otra historia. La fabricación de estas telas se realizaba en las manufacturas que los grandes propietarios rurales mantenían con el trabajo de los indígenas. Estas manufacturas se llamaban obrajes. Estos fueron muy grandes y productivos en Ecuador y en Perú hasta el siglo XVIII. En el curso del siglo XVIII, las transformaciones del comercio interregional e intercontinental produjo un desplazamiento hacia manufacturas más pequeñas (chorrillos) como hacia talleres domésticos. Así, gracias a estos cambios productivos las manufacturas de telas americanas pudieron mantenerse y, por cierto, bajar sus precios.

En este sentido, hacia el fin del siglo XVIII, en el hospital San Juan de Dios la provisión de telas estaba asegurada a buen precio.

Ahora quisiera presentar un análisis cuantitativo que permitirá avanzar ciertas ideas sobre la jerarquía social. Elegí una muestra de 47 meses, entre octubre de 1787 y agosto de 1791, para este análisis. Es evidente que con una muestra muy pequeña, no se puede llegar a conclusiones sobre las fluctuaciones de precios en la larga duración. Se trata, más bien, de una suerte de fotografía de un momento clave del hospital.

Primero, la baja de los precios estaba ya en movimiento. Segundo, desde la mitad del siglo XVIII hasta 1800, existió una serie de intervenciones de los poderes políticos, los que buscaban corregir la mala gestión de la orden de San Juan de Dios. La mala gestión se refería, según las autoridades, a la administración de las rentas y los ingresos del convento, como a la asistencia dirigida a los enfermos. Y tercero, fue justamente esta situación política que ha entregado una doble contabilidad para estos 47 meses. Por un lado, se encuentra el Libro de gastos extraordinarios que era tenido por el prior y los padres consiliarios. Por otro lado, los ingresos y los gastos fueron fiscalizados por la visita al hospital que comenzó en 1791, a cargo del gobernador Ambrosio O’Higgins. Así, frente a una gestión financiera dudosa, se puede tener entonces una certeza de las cifras.

Si se realiza una comparación entre los gastos totales en vestuario y en ropa de cama para los enfermos con los gastos en telas de Ruán y en telas de Tocuyo, se puede reparar que los gastos en telas corresponden a un margen reducido de los gastos totales en vestuario y en ropa de cama para los enfermos. Se puede decir, por cierto, que existían otros gastos en esta estructura. En promedio, las telas de Ruán representan el 28,1% y las telas de Tocuyo representan el 13,7%.

Si se calcula la diferencia de precio entre una vara castellana de tela de Ruán y una vara castellana de tela de Tocuyo, se repara que en 1788 la diferencia fue de 2 reales, en 1789 fue de 2 reales, en 1790 fue de 1 real y en 1791 fue de 1 real. Así, la tela de Ruán costaba un 8% más cara que la tela de Tocuyo. Se trataba entonces de diferencias de precio muy pequeñas.

Ahora bien, se puede reconstruir el precio promedio de una cama de enfermo español y de una cama de enfermo indígena para los años 1788 y 1789, dado que para esos años se encuentran muchos datos desagregados. La diferencia de precio promedio por cama fue de 1 peso y 3 reales en 1788 y de 2 pesos y 2 reales en 1789. Así, en promedio la cama de enfermo español costaba 11,5% más cara que una cama de enfermo indígena. Se trataba todavía de diferencias muy pequeñas.

Este análisis tiene por objetivo señalar la débil diferencia de valor entre las telas de mejor calidad (Ruán) y las telas bastas (Tocuyo); señalar también la débil diferencia de precios promedios para las camas de españoles y de indígenas, que era en promedio de 2 pesos.

Pero, por tanto, dada la relativa igualdad de precios de telas, ¿por qué el convento-hospital continuaba en adoptar esta distinción de telas?

El período que se ha estudiado corresponde a un momento en el cual la baja de los precios de telas conmocionaba las antiguas certezas del siglo XVII y de gran parte del siglo XVIII, sobre una jerarquía social clara a partir del vestuario. El vestuario era un vehículo de signos que permitía, a las y los individuos del entorno, obtener información relevante sobre la posición socioeconómica y, de este modo, iniciar una interacción social con la o el individuo observado. En este sentido, las clases altas debieron utilizar telas más caras y exclusivas, para así diferenciarse de las castas que podían vestirse con telas de calidad, por ejemplo, para asistir al culto. Se trataba entonces de una lucha por el estatus social.

Por lo tanto, adoptando las distinciones de telas, el hospital no actuaba como un reflejo de la realidad social, más bien el hospital proponía y creaba una realidad, que era la de una separación neta al interior del establecimiento tradicional: separación de la sociedad y separación en el hospital.

Se trataba de una comunidad social y política que tenía para cada uno un lugar bien definido: la república de españoles (más perfecta) y la república de indios (más imperfecta y, sobre todo, más miserable). La idea de dos repúblicas bajo una misma monarquía se apoyaba en las teorías jurídicas del siglo XVI, las que habían encontrado su apogeo en la obra de Juan de Solórzano y Pereira (1647).

Así, el uso de telas diferenciadas respondía a esta exigencia de renviar a cada uno a su estatus social y jurídico apropiado. Esa es la base de la apropiación social: inscribir las situaciones sociales y jurídicas de estatus para cada grupo social, creando de esta manera una realidad sociocultural al interior de los espacios de separación colectiva –una experiencia social que define el rol del establecimiento tradicional, de su adentro espacial, de su espesor simbólico, de sus lenguajes morales.

El fin de la postmodernidad: la sociedad cruel
Los signos verbales constituyen el objeto de estudio de la lingüística, en tanto que los signos objetuales son materia de análisis de la semiología, aunque el signo objetual requiere, a veces, de una traducción al lenguaje para que pueda expresar su sentido. Sin embargo, el paradigma analítico de la lingüística –que ha sido, paradójicamente, el modelo de la cientificidad de la semiología– se muestra débil en el derrotero interpretativo de los objetos semióticos, puesto que los signos no-verbales conforman, dentro de la lingüística estructural, las impurezas que desecha la lengua: desperdicios que no caben en la epistemología de las ciencias del lenguaje, como indicó Barthes en su lección inaugural. Así, por tanto, el gesto, el cuerpo, la distancia, la voz, la mirada, entre otros aspectos del intercambio verbal, han sido catalogadas como áreas menores en el conocimiento de la comunicación humana –han configurado la llamada paralingüística.

En esta misma línea, los objetos que utilizan los individuos también configuran una significación, no obstante, la lógica de la lengua rechaza este signo y, además, emerge como insuficiente para dar cuenta de sus códigos culturales. El signo objetual ha surgido, al interior del panorama de la semiología, de una manera extraña y discontinua, pero con una fuerza conceptual considerable y creativa. Anteriormente, los objetos no eran vistos en tanto que signos, salvo cuando eran artefactos artísticos. Bajo este descubrimiento del signo objetual, Barthes declara: “desde que existe sociedad, todo uso es signo de ese uso”.

Hubo un tiempo –en la llamada modernidad temprana– en que el signo era obligado, no circulaba libremente por la sociedad, poseía un circuito restringido y normado, sobre todo en su dimensión de objetos lujosos, como era el caso del carruaje y del vestuario. Esta situación implicaba un modo de inscribir en los intercambios el estatus y el poder del individuo y su clase social. El signo se encontraba articulado para producir diferencias socioeconómicas, pero sobre todo culturales: a medida que los grupos adscribían a los signos, estos realizaban la función político-cultural de separar a la población en distintas categorías sociales, entre las cuales no existía la posibilidad de confusiones.

Una categoría social es una porción de la población que comparte un atributo (edad, género, profesión, etc.), lo que no significa que ese fragmento poblacional constituya un grupo ni una clase sociales, más bien las categorías cruzan esas nociones. Tampoco se debe considerar a las categorías sociales de un modo unitario y uniforme: los individuos que comparten el atributo presentan trayectorias en el espacio social muchas veces disímiles, a pesar de poseer unas características comunes de base. Por otro lado, no solo las trayectorias individuales pueden ser divergentes, sino que además las culturas, que constituyen los acervos de saber de los individuos, de ninguna manera responden a una misma ideología social o discurso cultural. Entonces, la noción de categoría social tiene relación con cualidades compartidas, pero a nivel de recorridos individuales y de acervos culturales, los individuos conforman un conjunto desaglutinado de realidades sociales.

Sin embargo, este carácter desaglutinado de las categorías sociales no impide que funcionen política y culturalmente en la sociedad, constituyen formas de designación y de ordenamiento que ayudan a clasificar y reconocer a la población. Hasta el siglo XX, pero sobre todo en las sociedades preindustriales, las categorías sociales eran reconocibles por los signos objetuales que, muchas veces obligadamente, utilizaban las personas. Según la sociología de Max Weber, se trataría de las sociedades estamentales. Esta afirmación no quiere decir que en este ensayo se sigan los planteamientos weberianos sobre la estratificación social, sino que la noción de estamento social posee un valor heurístico para entender la relación entre categoría social y signo objetual.

El estamento social nace de sanciones jurídicas –orales y/o escritas– que aseguran una posición dentro de la estructura social, lo que trae aparejado un aprovechamiento reglamentado de los bienes culturales del mercado: de este modo, se produce una estética característica de cada estamento y dicha estética se actualiza en objetos, los que, gracias al código cultural, poseen una significación.

Fue con las revoluciones burguesas, cuando las sanciones jurídicas se liberalizaron y, entonces, ocurre una crisis de las categorías sociales: muchas distinciones sociales desaparecieron y la estética quedó a merced de la moda en tanto que industria. En este sentido, me atrevería a decir que de las sociedades tradicionales y sus categorías sociales únicamente quedaron residuos. No se trata de que ya no existan las categorías sociales, sino que su reconocimiento se ha tornado sumamente difícil, lo cual incide en la percepción social: en la sociedad tradicional el traje que portaba el individuo decía bastante –o casi todo– sobre el lugar en las clasificaciones sociales, en cambio, en las sociedades actuales, a partir de la industria de la moda y del ocio, las categorías sociales se difuminan.

No obstante, quedan espacios sociales donde la relación entre categoría y signo aún se mantienen aunados: por ejemplo, en ciertas instituciones totales el vestuario es indicativo de la jerarquía y la función dentro de la organización: en la Iglesia, en los Hospitales, en el Ejército, en las Escuelas, los trajes son fundamentales.

Por lo tanto, los lazos que anudaban la relación entre categoría social y signo objetual fueron desatados, y este proceso, según los planteos de este ensayo, genera el paso de las categorías sociales a los segmentos semióticos. El segmento semiótico supera a las categorías sociales, aunque mantiene la trasversalidad de estas últimas: no constituyen ni grupos ni clases sociales. Pero, tampoco conforman atributos desagregados de un fragmento poblacional. Se trata de un fenómeno que subrepticiamente divide la sociedad según el uso de signos objetuales: son referentes socioculturales que sirven para percibir y para imaginar.

Es el espectro del signo lo que está en juego: el objeto semiótico se percibe factualmente, para luego implicar a la imaginación. Una imaginación que pretende ser parte de una identidad solapada, solamente distinguible para los que usan aquellos signos objetuales, lo que tiene asociado el carácter de un habla –realización concreta– donde los objetos se articulan en el exterior de la lengua –sistema de diferencias significantes. Por ende, la pregunta por el segmento semiótico tiene relación en que se establece una clasificación social implícita, ya que las identidades se ocultan y en el proceso de percepción-imaginario emergen como la posibilidad de un estilo de vida que, a futuro, será norma social: en esto se podría plantear que constituyen corrientes sociales, sintagmas a la deriva, pero con deseos de inscribirse socialmente: aquella es la psiquis del no lugar, vale decir, del Chile como zona de sacrificio.

Fernando Franulic

Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴