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De lo sublime a lo siniestro. Lo repugnante en Halley de S. Hoffman.

por Enrique Jesús Rodríguez B.
Artículo publicado el 13/05/2021

Resumen
Lo repugnante en el arte ha sido poco tratado a lo largo de la historia de la estética, pero apoyado en otras categorías ya establecidas como lo sublime y los siniestro permitiría abordar obras recientes para su comprensión y su análisis. El objetivo del siguiente trabajo es mostrar y analizar lo repugnante dentro de lo siniestro como categoría estética a partir de la película Halley (2013) de S. Hoffman.

Palabras clave: repugnante, estética, sublime, siniestro, cuerpo.

 

El objetivo del siguiente trabajo es mostrar y analizar lo repugnante dentro de lo siniestro como categoría estética a partir de la película Halley (2013) de Sebastian Hoffman.

Se esbozará el tratamiento de lo sublime por Burke y por Kant para vincularlo con la categoría de lo siniestro propuesta por Eugenio Trías en su texto Lo bello y lo siniestro (2011). Posteriormente se describirán algunas escenas de Halley, opera prima de S. Hoffman que permiten entender la posibilidad estética de lo repugnante dentro de lo siniestro.

No hay una teoría general de lo repugnante ni en la estética ni en las artes. En la tradición del pensamiento estético es prácticamente inexistente la reflexión sobre el asco y lo asqueroso o lo repugnante. Si ha tenido un lugar ha sido en el ámbito las categorías de lo feo, lo cómico o lo grotesco, como una variable de ellas.

Ahora bien, la carencia teórica de lo repugnante no es debida a su novedad, ya que, lo repugnante o asqueroso ha tenido sus momentos a lo largo de la historia del arte, la literatura y, en general en la cultura, aunque con distintos sentidos y usos. Pero es indudable de que es la expresión sensación y emoción que ha acompañado al ser humano por un largo tiempo.

Lo asqueroso dejar ver una conducta donde en veces se muestra como repulsión, en veces como atracción, tiene un valor doble. La manera de conducirse ante lo asqueroso ha dado lugar diversas simbolizaciones. Por ejemplo, esta ambivalencia se manifestado en los cultos transgresores de la sexualidad en las fiestas dionisíacas del mundo griego, en el culto a las reliquias en la cultura medieval cristiana y en las culturas prehispánicas de Mesoamérica.

Sin embargo, desde inicios del siglo XX estos modos de expresión ocupan una parte importante en las artes y la cultura, lo cual pone de relieve un nuevo uso de estos valores, enfatizando su carácter subversivo y transgresor. En nuestra época, no es raro encontrarse con lo repugnante ante las pantallas cada semana, en series televisivas o plataformas de entretenimiento en línea o estrenos cinematográficos. Lo repugnante se ha mediatizado bajo la coartada del entretenimiento y la libre elección del espectador, tanto que se ha vueltos cotidianos.

En historia de la estética encontramos dos opiniones encontradas respecto a lo repugnante, una que le niega cualquier cualidad estética y otra que lo acepta bajo ciertas reservas. En general, no hay una teoría estética de lo repugnante, pero si se puede dar cuenta, en la historia de la estética, de dos categorías que acogen a lo repugnante en su seno: lo sublime y lo siniestro.

Lo sublime
Edmund Burke (1729-1797), en Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (1757), afirmó que lo sublime es todo aquello que resulta adecuado para excitar las ideas de dolor y peligro, es decir, todo lo que es de algún modo terrible o se relaciona con objetos terribles o actúa de manera análoga al terror. Sería un horror delicioso causado por una tensión anormal y de ciertas emociones violentas de los nervios.

Burke retoma el término de la traducción de Nicolas Boulieau de Sobre lo sublime, del siglo I, atribuida a Longino, el cual es uno de los primeros referentes estéticos sobre el tema. Sin embargo, en Longino, la matriz sublime es la retórica, donde lo sublime es entendido como una cierta majestad del lenguaje, el cual proviene tanto de la naturaleza como del arte, donde la disposición de las figuras, la nobleza en la expresión y el tono son fuentes de sublimidad que obedecen más al estudio que a la buena fortuna.

Lo sublime en Longino, va de lo humano hacia su máxima realización frente al enorme espectáculo del mundo, revela la angostura del mundo frente al constante e ilimitado afán del espíritu por intentar saltar los márgenes de la naturaleza hacia lo sobrenatural (Cruz, 2006).

En Burke, por otro lado, lo sublime deja de ser una cualidad exclusiva del lenguaje. Para él, el terror, la sensación y la idea de amenaza y de dolor es el estado más intenso de la mente, con el cual se puede llegar a padecer la sublimidad. Lo sublime se presenta como una amenaza relativa a la conservación del individuo y no hay nada que ponga más en peligro que la muerte, fuente directa o velada de todos los terrores. Para Burke todas las privaciones generales son grandes, porque todas son terribles; la Vacuidad, la Oscuridad, la Soledad y el Silencio.

Pero el deleite de lo sublime que proviene del terror es por el asombro (astonishment), la suspensión de todos los movimientos del ánimo en la forma de un terror lo que atrae. La fuerza de los animales salvajes que excede toda utilidad, el poder del soberano, de la naturaleza o de la divinidad que crece en la imaginación mientras nos hacemos cada vez más pequeños; las formas o espacios de grandes dimensiones, hacia arriba o hacia abajo, como las viejas catedrales, las montañas o los precipicios; las cosas que parecen infinitas saturando la mente de ese horror delicioso que constituye la señal más efectiva de lo sublime.

En general, la idea de sublime en Burke pertenece a la conservación y si esta se ve eliminada, no habrá deleite, éste da cuenta del impulso natural hacia aquello que nos repele y a la vez nos proporciona placer. Dolor y placer son dos movimientos autónomos que pueden surgir de la indiferencia y volver a ésta al cesar una o la otra; el dolor no es la ausencia de placer, ni el placer la ausencia de dolor. La pena y el peligro son causa este deleite. El terror es la forma común de esta situación, implica dominio de algo o alguien sobre nosotros, de un otro absoluto frente al cual estamos perdidos, pero conscientes de nuestra carencia y finitud. Este poder se presenta como la sensación de sublime mientras no dañe, si dejamos de ser espectadores, desaparece la sublimidad, solo habrá terror puro, pura pena negativa. La cercanía y proximidad de la pena o el peligro impiden el deleite y son terribles simplemente; pero a cierta distancia y con ciertas modificaciones, son deleitosos.

Kant (1724-1804), en sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (1764), influenciado por el empirismo inglés y por Burke, aborda el tema de lo sublime, donde lo caracteriza como lo absolutamente grande, lo que sobrepasando al contemplador le causa una sensación de placer y displacer a la vez, puede darse únicamente en la naturaleza ante la contemplación acongojante de algo cuya mesura sobrepasa sus capacidades.

Posteriormente en la Crítica del juicio (1790), vuelve a trabajar la noción de lo sublime, donde explica que el sentimiento de lo sublime se da, sobre todo, frente a la naturaleza, ejercitando distintas facultades. Ahí distingue entre la experiencia ante lo absolutamente grande como lo sublime matemático y ante lo poderoso como lo sublime dinámico. Ambos tipos dejan una herida en la imaginación, un sentimiento de dolor, angustia o temor, unido a la conciencia de nuestro ser diminuto.

En general, Kant va más allá de Burke, no acepta que el placer negativo dependa solo de las cualidades del objeto o las emociones que este genera. En la “Analítica de lo sublime”, en la Crítica del Juicio, es donde realmente entra en juego esta categoría, abriendo la perspectiva de la estética a lo infinito y traspasando los límites de lo bello.

Eugenio Trias (1942-2013), en Lo bello y lo siniestro (2011), presenta lo sublime de Kant de la siguiente manera:

  1. Como aprehensión de algo grandioso que sugiere lo informe, indefinido, caótico, ilimitado.
  2. Como suspensión del ánimo y sentimiento de angustia, temor, terror, dolor.
  3. Como conciencia de nuestra insignificancia frente a lo inconmensurable
  4. Como reacción al dolor mediante el placer al aprehender lo informe por la vía de la Razón -que establece las ideas-límite de Mundo, Alma y Dios.
  5. A través del deleite, que es el sentimiento de lo sublime, se realiza la síntesis entre Razón y sensibilidad. Lo infinito se hace finito, lo divino se hace presente mediante el sujeto humano, poniéndose de manifiesto el destino del hombre.

Trías traduce el desinterés estético kantiano como la distancia necesaria para que el objeto pueda ser contemplado y se puede ser mero espectador. En lo sublime, el sujeto está desbordado por el espectáculo de lo sublime reconociéndose impotente, pero se sobrepone al miedo y la angustia por un sentimiento de placer que le proporciona la razón.

Lo siniestro
Eugenio Trías, en Lo bello y lo siniestro (2011), señala que la estética previa a Baumgarten sólo pudo sugerir lo siniestro como ausencia, quedando la representación restringida al marco limitativo, formal y familiar de lo bello. Por ejemplo, El nacimiento de venus de Botticelli, muestra esa belleza primera desnuda, sin velos, surgiendo de la Unidad, como primera y originaria manifestación de lo inefable. Pero, aún en su desnudez la belleza de Venus es recubrimiento de algo tenebroso, abismal: la castración de Urano. Venus, proviene de la simiente de los testículos de su padre arrojados al océano, de la espuma marina de carácter familiar, sustraída de la irracionalidad, maldad, fealdad de la materia.

Trías se pregunta
¿Cuál es el estatuto ontológico de ese «velo» que es la belleza? ¿Qué es lo que se da a la visión cuando se descorre el velo, qué hay tras la cortina rasgada?

Tras la cortina está el vacío, la nada primordial, el abismo que sube e inunda la superficie (abismo es la morada de Satanás). Tras la cortina hay imágenes que no se pueden soportar, en las cuales se articulan ante el ojo alucinado del vidente visiones de castración, canibalismo, despedazamiento y muerte, presencias donde lo repugnante, el asco, ese límite a lo estético trazado por la Crítica kantiana, irrumpen en toda su espléndida promiscuidad de oralidad y de excremento. Ese agujero ontológico queda así poblado de telarañas de imagen que muestran ante el ojo atónito, retornado a sus primeros balbuceos visuales, las más horribles y espeluznantes devoraciones, amputaciones y despellejamientos. ¿Puede el arte mostrar, sin mediación, en toda su crudeza de horror y pesadilla esas imágenes? ¿Cómo, bajo qué condiciones, mediadoras, transformadoras, puede hacerlo? (2011, pág. 59)

La respuesta de Trías será que la belleza es siempre un velo ordenado a través del cual debe presentirse el caos. Lo bello, sin referencia metonímica a lo siniestro, carece de fuerza y vitalidad para poder ser bello. Lo siniestro, presente sin mediación o transformación, elaboración y trabajo metafórico, metonímico, destruye el efecto estético, siendo por consiguiente límite del mismo.

Una de las condiciones estéticas que hacen que una obra sea bella, según Trías, es su capacidad de revelar y, a la vez, esconder algo siniestro. Algo siniestro que se nos presenta con rostro familiar: de ahí el carácter hogareño e inhóspito, próximo y lejano, que presenta una obra verdaderamente artística, comunica algo evidente y vela el misterio. El arte es un velo, es ilusión; pero, a la vez, es revelador.

En general, la propuesta de lo siniestro en Trías se deriva de la idea de lo siniestro de Freud (1856-1939) quien dio cuenta categóricamente de esta experiencia. Lo siniestro se da cuando algo sentido y presentido, temido y secretamente deseado por el sujeto, se hace, de forma súbita, realidad. Lo siniestro es la realización de un deseo escondido, íntimo y prohibido, entre en la fantasía inconsciente y lo real; en el intersticio entre ese deseo y ese temor se cobija lo siniestro potencial, que al efectuarse se torna siniestro efectivo. Lo fantástico encarnado es lo siniestro.

El sentimiento de lo siniestro tendría lugar gracias a la inscripción de experiencias inconscientes reprimidas, su retorno produce en el sujeto el sentimiento de horror y de espanto, cosas que su momento fueron familiares y cuya reaparición causa ese sentimiento.

La belleza se circunscribe a lo familiar y a lo delimitado, a lo que repugna todo exceso y toda desmesura. Lo siniestro halla su fundamento en lo que habiendo sido familiar ha dejado de serlo, retornando en lo cotidiano bajo la forma de lo inhóspito y desasosegante. En esa infinitud que la razón aprehende no se solo halla la presencia de lo divino sino los deseos arcaicos, ancestrales y fundamentales, expulsados de nuestra conciencia, retornando como presencias espectrales.

Trías recuerda como Freud aborda el tótem desde el término latino ‘sacer’ que significa a la vez lo excelso, lo sagrado, lo sublime, lo eminente y venerable, así como lo reprobable, lo horroroso, lo horrendo, lo siniestro y execrable. Así el tótem aparece como una figura tutelar amada, paterna, pero evocadora de emociones agresivas u homicidas hacia ella, que sólo en las fiestas obtendrían un libre curso permitido, sin traer consigo otro castigo que el restablecimiento del orden.

Lo siniestro es la instantánea realización de un deseo que el sujeto se prohíbe formular, cuando fantaseado y deseado de forma oculta, velada y autocensurada se produce en lo real o cuando lo real asume enteramente el carácter de lo fantaseado.

Repugnante en la pantalla
Lo repugnante a través de la pantalla y otras presentaciones, como el performance, abre la dimensión vital de lo inmediato en su ambivalencia repulsión-atracción, horror-fascinación, como posibilidad de acceder a al peligro desde la comodidad del asiento y desde la seguridad ambivalente que ofrece la pantalla, distancia y cercanía virtual. El espectáculo de lo repugnante se ofrece como disolución y fragmentación de lo orgánico, pero donde el miedo originario de ser dañado o contagiado queda contenido en la pantalla y el cristal inocuo, la fascinación es dada por el poder de transgredir sin ser dañado, como el acceso a las entrañas del peligro y lo monstruoso con toda seguridad.

La cámara nos ha vuelto cómplices y voyeristas que atraviesan las fronteras y penetran orificios, sin el peligro de oler o ser manchados por sangre, semen, excrementos o alguna purulencia. El cine, la televisión y las plataformas de entrenamiento han abrazado una estética donde la repugnancia ostenta un rol sobresaliente y distinguido.

Alberto García (2018) afirma que estamos ante un “retorno afectivo”, donde las emociones incluyen aspectos culturales y cognitivos, así como evaluaciones y cambios psicológicos, generando disposiciones prácticas que van acompañados de placer y dolor. Lo repugnante no puede ser fácilmente modificado sin perder sus cualidades repugnantes, pero el lente y la pantalla han hecho de lo repugnante un ente diáfano, con lo cual pierde su potencial de provocar asco y lo convierte en una emoción light. La pantalla salva al espectador de vomitar de aborrecimiento, ya que la pantalla no produce olor, ni sensación al gusto ni al tacto, lo cual permite una intensidad tolerable para escenas que, de otro modo, resultarían insoportables.

García (2018) señala que las series de televisión combinan en sus tramas rasgos admirables (profesionalidad, astucia, valor) con otras características menos agradables (violencia, codicia, crueldad, engaño), ello indica que están emocionalmente prediseñadas para que los espectadores simpaticen y se identifiquen con los personajes, reclamando del espectador se enganche, generando así, una “estructura de simpatía”. Esta estructura de simpatía de hace las escenas asquerosas más tolerables, puesto que restaura el buen gusto o la moralidad del espectador en las escenas posteriores. En otras palabras, en la serialidad o el relato expandido o el hábito o la costumbre de ver escenas similares repugnantes se restituye la simpatía hacia el relato y el buen gusto de manera cíclica, precisamente por la singularidad de la forma, la duración y las necesidades dramáticas del relato televisivo.

La atracción y la repulsión forman una constante, un estira-afloja donde las escenas repulsivas ostentan un propósito estratégico en el relato, canalizando la intensidad emocional. El empleo de imágenes inaceptables proporciona un atractivo, generando controversia e interés público de la mano del gancho afectivo.

Una las estrategias clásicas de la retórica de lo asqueroso, según García (2018), ha sido la de presentar escenas donde la cámara se inserta entre tejidos dañados, huesos rotos, músculos desgarrados o sangrientos, procesos biológicos y donde lo repugnante se envuelve en una estética antiséptica y hospitalaria, escéptica y distanciada por la objetividad científica, anti-emotiva.

Otra estrategia, según García (2018), ha sido dotar moralidad al personaje que ejecuta o expone lo repugnante, pero su ejecución o técnica no dejan de aparecer como bellas formas, accesibles a través de la sangre u otros fluidos corporales. Por ejemplo, los zombis purulentos y corrompidos, son aniquilados estéticamente, por un lado, porque no hay infectados capaces de ejercer el bien y, por otro lado, por espectáculo que ofrece el bueno al aniquilar al malo.

En varios casos, la inserción de lo repugnante en la pantalla está acompañado por una justificación moral o sentimental, por la belleza en su ejecución técnica, ejerciendo cierto contrapeso para la repulsión.

La estética repugnante de Halley
En las últimas dos décadas del cine mexicano hemos presenciado la propuesta del cine de autor. En particular, se pueden distinguir las propuestas venidas de la casa productora Mantarraya (2007), responsable de las películas de directores como Carlos Reygadas, Amat Escalante y Sebastián Hoffman; directores que se caracterizan por ofrecer una representación del cuerpo turbulenta, disfuncional, disyuntiva, descontrolada, ante el cual y con el cual se realizan conductas de riesgo o extremas. Respecto a esto último, en general, se deja ver a un cuerpo que ya no obedece a la mente, se autonomiza y se escapa al control del sujeto.

El malestar que manifiestan estas producciones es un síntoma que deja ver rastros del inconsciente, pero que pone en operación acciones y conductas del sujeto para contener o expulsar esos impulsos. Sin embargo, hay una fuerza y peligro del cuerpo que es incontenible, el mismo tiene poros, fisuras y orificios por las que este peligro escapa constantemente. El peligro no es solo que lo interno se haga externo, sino que en su exteriorización se disuelve la unidad e identidad que el sujeto se esfuerza por mantener. Según Gérard Imbert (2010), este tipo de propuestas se pueden entender desde el horror corporis, término que alude cuerpo visto y vivido como un extraño en su deformidad, donde se acontecen transformaciones hasta llevarlo a la monstruosidad.

Halley (2012), es la ópera prima de Sebastián Hofmann (director y guionista). Halley cuenta la historia de Beto (Alberto Trujillo), un hombre que dice estar severamente enfermo, está demasiado cansado como para continuar su trabajo como guardia de un gimnasio. Trabaja sin necesitar comer, observando como otros construyen su cuerpo, mientras que él se muestra perforado por abrasiones grotescas y lleno de costras. Después de un tiempo, el espectador puede darse cuenta de que estar muerto no sirve de mucho cuando la piel es comida por los gusanos, los tejidos blandos empiezan a exponer su putrefacción. La eternidad y la putrefacción no son buenos compañeros.

Beto no quiere hablar y no le interesa la interacción, prefiere la repetición y la rutina interminable del aseo de su cuerpo: retirar gusanos, despegar la tela de la piel llena de yagas, disolver coágulos y unir algunas partes de su cuerpo con tela adhesiva.

La publicidad comercializó la película como una película de terror, y aunque hay similitudes en el tema de las películas de zombies, esta es más bien una instancia del llamado cine ‘lento’ con tomas largas, marcos estáticos, representando el cuerpo de un hombre en descomposición.

Beto dice cuál es su mal o padecimiento, y uno como espectador tampoco se entera. Lo que se podrá ir viendo, poco a poco, es como está sufriendo la descomposición de su cuerpo, que ya parece ya muerto.

La imagen del cuerpo de Beto contrasta con otros cuerpos borrosamente saludables, que intentan ponerse en forma: mujeres, hombres gordos y ancianos, inhalan y exhalan ruidosamente, enfatizando otra forma de cuidarse de la amenaza de la descomposición constante. Beto aparece tras un cristal que deja ver esos cuerpos que intentan olvidar que terminarán pudriéndose y siendo alimento de gusanos. Beto aparece como el destino de todo cuerpo vivo, la imagen contrasta entre la aceptación y el rechazo.

El silencioso de cada escena se yuxtapone con imágenes cotidianas, más o menos contrastadas con la imagen que cada uno intenta dar ante los demás. El espejo de Beto, en casa, tiene un propósito similar, pero en un grado extremo, le permite el examen y la preparación de un cuerpo que es capaz de funcionar de manera mínima, que puede mantenerse bajo control solo con esfuerzo paciente y preciso.

Desde las primeras tomas de la película, aparecen signos de lo repugnante, moscas aleteando lentamente en un frasco, larvas subiendo por las paredes también de un frasco, como anunciando con su zumbido y aleteo, lo pútrido, la transición entre la vida y la muerte. Su aleteo torpe y su fracaso al intentarse pararse en las paredes de un frasco de cristal muestran del carácter gracioso y monstruoso que tienen los seres que se alimentan de lo que entra en proceso de descomposición.

Poco a poco y a regañadientes el espectador se puede ir identificando con Beto, con los ritos de limpieza, con prácticas mediante las cuales manejamos diariamente nuestros propios cuerpos en constante descomposición. La cámara se detiene cuidadosa y lentamente en cada uno de estos cuidados: la aplicación de gasas, el lavado de costras, la instalación de un goteo intravenoso, la eliminación de gusanos y el recorte de pelos y telas.

En varias escenas Beto aparece en un vagón del metro, se dirige a su casa o de su casa al trabajo. Ahí Beto se enfrenta con otros cuerpos. En una de estas escenas un niño se come un helado en barquillo, derretido y embadurnado en sus manos y en su rostro. La imagen contrasta la repugnancia y ternura. En otra escena, aparecen mujeres con facciones toscas y desagradables, maquillándose.

Más adelante, en la morgue, aparece el cadáver de Beto, se dejan ver las llagas en todo el cuerpo. El médico comienza a lavarlo; Beto, repentinamente, abre los ojos. Acto seguido, aparece sentado en una mesa, el médico saca una sopa instantánea del horno de microondas y comienza a sorberla, le pide disculpas y le ofrece sopa a Beto. El forense le pregunta

–¿Llevas mucho tiempo así?
–Sí –responde Beto–, es como si siempre hubiera sido así.
El médico se ríe.
–El enfermo se convierte en la enfermedad, es la costumbre (…) Yo sabía que esto era posible, eres muy afortunado –dice el médico.
Pero Beto insiste en irse, el médico le pide que no se vaya:
–Te puedes lastimar, mutilar, te puedes convertir en cenizas y seguir existiendo.

Al final aparece en escena la imagen del mar polar y una nave. Aparecen grandes bloques y témpanos de hielo. Aparece Beto desnudo en ese gran frigorífico; una situación que recuerda al final de la novela de Frankenstein.

En general, podemos decir que Halley muestra no solo aun cuerpo putrefacto, una violencia que ya no puede ser contenida, los fracasos de los rituales de control y purificación han perdido toda su eficacia.

La película no solo muestra es aspecto siniestro de lo repugnante, para lo cual recurre a los contrastes con otros cuerpos que intentan mantenerse alejados de la idea de la muerte; sino también cierto barroquismo. La sensación que deja la película es un vacío, pasamos de horror corporis a un horror vacui. El cuerpo de Beto nos muestra la ausencia de muerte, la paradoja de vivir muriendo y morir viviendo, pero en su extremo, sin vivir plenamente pero tampoco muerto. Halley es siniestra por que se materializa en imagen el deseo de no morir, de ser eternos, pero no es una eternidad con vida plena.

Conclusión
El arte hoy, según Trías, se encamina, difícil y penosamente, a elaborar estéticamente los límites mismos de la experiencia estética, lo siniestro y lo repugnante, lo vomitivo y excremental, lo macabro y lo demoníaco, todo el surtido de teclas del horror. Quizá como forma preventiva y de defensa respecto a amenazas internas y externas que acosan por todas partes: sótanos del psiquismo y de la sociedad que cuanto más escondidos queden más efectos inesperados, crudos, intempestivos, dolorosos producen. Elaborar como placer lo que es dolor es el humanitarismo del arte, hijo del miedo.

Sea cual sea la intención del realizador, un eructo general espetado contra la humanidad toda, filantropía o cobardía, el arte produce siempre, cuando es arte, un efecto benefactor, placentero: linda el límite de lo soportable y de esa fuente de horror que extrae beneficios que producen intensificación vital, elevación de poder propio en el agente y el paciente.

Sólo el arte, según Trías, es capaz de producir verdadero consuelo en un mundo sin religión. Lo fóbico, lo terrible-trágico es un arte sublimado que no exige la creencia como la religión. El arte es ritual, promueve un descenso al infierno, un viaje a lo imaginario y al horror, pero ese viaje reconduce de nuevo a lo cotidiano, de manera que el sujeto queda, a través del recorrido, transformado.

El arte transforma y transfigura esos deseos semisecretos, semiprohibidos, eternamente temidos: les da una forma, una figura, manteniendo de ellos lo que tienen de fuente de vitalidad.

 

Referencias
Burke, E., (1987), Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello. Madrid: Tecnos.
Cruz, F. (2006). Estética de lo sublime. Analecta: revista de humanidades, (1), 135-142.
García, A. N. (2019). Placer estético y repugnancia en Hannibal: identificación dramática, prolongación temporal y puesta en escena. Cuadernos. info, (44), 209-224.
García-Martínez, A. N. (2018). La estética del asco. Lo repugnante en la serialidad contemporánea.
Hoffman, S. (2012) Halley, México: Mantarraya producciones
Kant, I. (2001). Crítica del discernimiento. Madrid: Mínimo Transito
Kant, I. (1990). Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime (No. 1444). Madrid: Alianza Editorial.
Pseudo-Longino (2007). De lo sublime. Tr. Eduardo Molina y Pablo Oyarzún.
Santiago de Chile: Metales Pesados, 2007.
Trías, E. (2011). Lo bello y lo siniestro. Debols!llo.

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