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Las huellas que quedan en el océano: a propósito del documental Tánana

por Fernando Franulic
Artículo publicado el 23/09/2022

tananaFotograma de Tánana


Resumen: 
A partir del documental Tánana. Estar listo para zarpar (Alberto Serrano y Cristóbal Azocar, 2016), este texto indaga las razones teóricas e históricas de que sitúan entre el genocidio yagán y las nuevas culturas de los yaganes, insistiendo que, a pesar de la historia cruel, no se trata de una cultura muerta, sino que en un vívido proceso de construcción identitaria.

El tiempo cruel y el tiempo luminoso[1]
La historia no es una disciplina que gira en torno a la escritura, aunque la involucra ampliamente. Es en su génesis grecolatina un asunto de ver, se relata aquello de lo que fuimos testigos. Testigos oculares, portadores de la experiencia que nace de la mirada, de la observación de unos acontecimientos que merecen el paso al texto escrito, al tiempo que vendrá, a la “posteridad”[2]. En la Edad Media cada documento es un testimonio, se considera que el documento es fiel a la observación del evento, pero los monjes copistas y los glosadores, que trabajaban para monasterios, para juristas o para prelados, ante las verdades textuales que constituyen fieles testimonios de la historia sagrada, comienzan a insertar glosas o comentarios al margen. Las glosas se hacen parte de la crónica histórica.

Así, el texto se emancipa de su relación con la visión testimonial del fenómeno. Surge, entonces, la historia occidental, como aquella cadena de sucesos que son narrados para elogiar la grandeza y la supremacía del soberano, las hazañas de los poderosos, la unidad histórica y territorial del dominio[3].

Tánana. Estar listo para zarpar (Alberto Serrano y Cristóbal Azócar, 2016) es un documental sobre algunos vestigios de la cultura yagana antigua, los que emergen del testimonio y la mirada sobre el fenómeno cultural. Es una historia, entonces, basada en la observación directa de la vida yagana actual, proceder que permite un reconocimiento de la parte ancestral que subsiste en la comunidad yagana de hoy. No obstante, esta búsqueda de vestigios no implica que el documental sea un comentario en los márgenes de la crónica terrible de los hechos que vivenciaron las y los yaganes en los siglos XIX y XX.

Es un filme, en cambio, que intenta una luminosidad frente a las tradiciones antiguas de las y los yaganes, es decir, una claridad (en el doble sentido de la palabra) sobre lo que constituye el caudal cultural de los yaganes. El filme propone un recorrido dirigido hacia la cultura ancestral y, en el camino, encuentra los vestigios: hallazgos que sostienen una memoria histórica que transita por las huellas que resisten en los mares, los mares que inundan canales y estrechos. Lo interesante de esta claridad se basa en que no se está integrando un conjunto de huellas ni a una “historia general” ni a una “contrahistoria”, más bien, a un “tiempo luminoso”.

La “luminosidad” no significa neutralidad valorativa –sino una luz que ilumina la tradición ancestral, tal y como ha resultado posterior a los eventos históricos de la colonización. Esta claridad implica una transparencia sobre esta cultura –en el sentido de la mínima injerencia y la máxima comprensión. Es un fenómeno de la luz, la luz de los cielos australes, que conforma una hermosa metonimia de la imagen actual de la cultura canoera (la parte contemporánea por un todo que sigue siendo milenario).

Por tanto, esta claridad es un campo de inscripción estética: el documental no muestra la noche, solo el día con sus trabajos y anhelos. La estética, a parte de estos elementos fundantes, se inscribe en una trama visual y narrativa en que lo antiguo emerge junto a una configuración cultural del siglo XXI.

La multiplicidad de planos que contiene la temporalidad social conduce a considerar, en este ensayo, varios niveles de historicidad. Uno de ellos trata sobre la historia que pasó rauda y destructora por estas comunidades, la historia trágica, la historia cruel.

Si bien es cierto que en el siglo XIX la historia comienza a dar pasos hacia una historia social y cultural, no es menos cierto que seguía atada al poder establecido y sus grandes hechos. Un ejemplo de estos intereses decimonónicos, en el plano de la historia cultural y la antropología, es la obra de José Toribio Medina, especialmente el título Los aborígenes de Chile (1882).

Esta condición puede ser atingente también a las nacientes ciencias sociales. La sociología intentaba explicar la dinámica social de la historia americana, fuertemente influida por el positivismo y por las ideologías de la “cuestión social”. Y las ciencias antropológicas, con sus teorías importadas y su anclaje en la institución-museo, pretendían explorar las “costumbres” y las “mentalidades” de las sociedades primitivas.

La etnología de Martín Gusinde sobre los pueblos fueguinos podría ser considerada como la vertiente académica de otros procesos silenciados, quizá hasta hoy, que ocurrían en la región de Magallanes: el genocidio descarado de una parte de los y las fueguinas para ocupar su territorio; la evangelización forzada que los misioneros ejercían sobre los grupos fueguinos[4]; y otras prácticas de occidentalización, lo que implicaba un cambio en las costumbres ancestrales, por ejemplo, en la ropa que usaban dichos grupos.

A pesar de constituir una palabra de moda, la “posthistoria” es un término que puede aproximarse a la historia de Tánana. Para efectos de este escrito, la posthistoria tiene un uso cercano a la metáfora, puesto que el documental no se sitúa en los nudos del conflicto histórico, del drama cultural, del tiempo trágico que se aunó entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX. Se ubica después, mucho después: posterior a esa historia de la caída de las culturas antiguas del Estrecho de Magallanes, de la Tierra del Fuego y de las islas aledañas.

Así, quedan los residuos, es una historia residual, fabricada de vestigios de lo que fue el proceso colonizador, manifestación del poder y del dominio: “ruina, señal o resto que queda de algo material o inmaterial”, indica la Real Academia Española como definición de vestigio. Después de un siglo (y un poco más) de la destrucción de las sociedades fueguinas, la ruina emerge, por cierto, de esta posthistoria, la historia que pasó y que dejó residuos materiales y simbólicos. Dejó vestigios y huellas. Las huellas permitieron que esta cultura yagana antigua no haya desaparecido completamente.

El acervo cultural yagán es contemporáneo a lo que se podría denominar una “historia lumínica”, porque sobre todo esta historia es el presente de las comunidades yaganas, su búsqueda de la tradición ancestral y, al mismo tiempo, de la identidad cultural actual. Este proceso lo llamo simbólicamente como “luminoso”, puesto que las y los yaganes no constituyen un pueblo extinto, sino una sociedad que está en pleno proceso de transformación, y a medida que se descubre y redescubre la cultura material de su pasado milenario (por medio de la arqueología), la sociedad yagana experimenta una historia previa y contingente de lo que desean para el futuro. Es la luz que los grupos yaganes actuales derraman sobre sus propias condiciones históricas y sus posibilidades culturales.

En este sentido, el recambio generacional que ha ocurrido en la comunidad viene a plasmar una contingencia sociopolítica y una mutación cultural que ha surgido posterior a la tragedia, que es un fin posible luego del desastre: enfrentar un futuro de afirmación de la vida social y cultural. Porque “la tentación de encontrar en la historia algo de común con la vida personal es irrechazable. Pues de ello depende el que la historia no sea una pesadilla que solamente se padece, sino una tragedia de donde se espera que brote la libertad”[5].

*

A fines del siglo XVI, la Corona Española mandó a poblar y colonizar el Estrecho de Magallanes (conocido en esa época como Estrecho de la Madre de Dios). Una empresa colmada de peligros, azarosa y compleja, en el confín del imperio hispánico. En la provincia más austral –el Reino de Chile– se debía acceder al límite meridional, a la última frontera en el sur del orbe: allí donde se acababa el mundo conocido; allí donde los vientos y el frío eran los más fieros del planeta; allí donde tantas naves habían sucumbido a las marejadas y las infinitas olas.

Felipe II de España (El Prudente) deseaba tener un control de las naves que cruzaban los océanos, sobre todo cuando se trataba de piratas y corsarios, puesto que estos personajes causaban bastantes estragos en los puertos y ciudades costeras en la búsqueda de riquezas: en este contexto, el monarca y el consejo de Indias aprobaron la iniciativa colonizadora.

Se conformó una expedición a cargo del capitán general Pedro Sarmiento de Gamboa. En aquella región inhóspita se fundaron dos villas: Nombre de Jesús (11 de febrero de 1584) y Rey Don Felipe (25 de marzo de 1584). En su conjunto, las dos ciudades formaban una gobernación que se llamaba Reino de Jesús, la que estaba limitada de un modo natural por la presencia del Estrecho de Magallanes.

La primera ciudad se despobló rápidamente, producto del frío y el hambre. La segunda, en cambio, sobrevivió por unos años más, en la decadencia humana –canibalismo, violencia sexual, homicidio, fueron prácticas corrientes. En 1587, el corsario inglés Thomas Cavendish recaló cerca de Rey Don Felipe, donde encontró a un grupo de hombres y solo un tal Tomé Hernández accedió a subir a la nave. Frente a la desolación y a los relatos del rescatado, Cavendish llamó a la ciudad Puerto del Hambre.

Es en este contexto que se producen los primeros conocimientos de los pueblos fueguinos. Eran llamados Grandes, Gigantes o Patagones. Por ejemplo, en la Relación del Viaje de Bartolomé García de Nodal en el año 1618, se indica sobre los patagones que “eran muy apersonados, sin barbas ningunas, y pintados todos las caras de almagre y blanco, parecían muy ligeros en correr y saltar (…)”; esta es una de las primeras descripciones de los habitantes australes[6].

Ahora bien, el intento de poblamiento del Estrecho de Magallanes produjo tres fenómenos interrelacionados: primero, sacó a la superficie histórica de Occidente la existencia de unos grupos humanos que habitaban aquellas frías regiones, unos nativos y unas nativas llamados “patagones”; segundo, significó para los grupos fueguinos el fin de una larga era, ya que los contactos con los europeos comenzaron a ser más constantes, hasta la obligada aculturación en la segunda mitad del siglo XIX; y tercero, el drama de la primera colonización del extremo sur fue un factor que atrasó el destino fatal de las sociedades selk’nam, kawésqar y yagana, fatalidad sin escape y sin pausa, desgracia de la muerte física y de la muerte social.

*

Después de milenios de una vida cultural, al parecer, liberada de injerencias externas, existía entonces una plenitud en la doble frialdad de los pueblos fueguinos, dada tanto por los parajes sumamente fríos donde habitaban, como por la constitución fría de sus culturas donde los cambios se integraban en la estructura social sin producir grandes transmutaciones[7]. Era un tiempo pleno porque el mito gobernaba el universo social, el mito y, también, el rito: eran los lenguajes que integraban al grupo social, que convivían con las actividades de subsistencia, que los protegían de su fragilidad frente al cosmos infinito.

Es decir, el tiempo pleno no era tiempo en el sentido moderno, no era sucesión ni duración, sino que era una única amplitud que envolvía la totalidad social de un modo interminable, a la manera de un solo y gran movimiento, como es el mar, como son los océanos. Según Marc Augé, se trataría de un tiempo “puro”, es decir, más allá de las historias múltiples que pueden ocupar el espacio social, el tiempo puro es un tiempo sin historia “del que puede tomar conciencia el individuo y del que puede obtener una fugaz intuición gracias al espectáculo de las ruinas”[8]. Y podemos agregar: ruinas de carácter material o ruinas de carácter simbólico.

Los pueblos fueguinos tomaron su identidad canoera con la que fueron conocidos hacia 6500 años A.P.[9] Desde aquella época comenzaron a surcar los canales de la parte sur de la Tierra del Fuego (hasta el cabo de Hornos) en sus canoas, adquirieron sus hábitos alimentarios, iniciaron la pintura de sus cuerpos y el modo en que cubrían sus cuerpos. Vivían de la caza, la recolección y la pesca.

Los yaganes, pueblo milenario, ha vivido, durante la segunda mitad del siglo XX, una dispersión y un mestizaje en la sociedad moderna. Y a propósito de modernidad, las y los yaganes ya no pueden vivir en las islas aledañas a Puerto Williams, tampoco pueden navegar en sus botes libremente por los canales. Estos constituyen los últimos límites impuestos al pueblo yagán (desde la perspectiva de su cultura ancestral), prohibiciones que buscan neutralizar sus orígenes histórico-culturales y mezclarlos, simplemente, con la “ciudadanía”.

Tánana es un documental sobre el sueño –o más bien ensueño, porque es un soñar despierto, a plena luz del día[10]– de Martín González Calderón, descendiente yagán, de volver a navegar en libertad los canales del archipiélago fueguino.

El mar de los símbolos
Volvamos al tema del léxico. La palabra vestigio proviene del latín “vestigium”, significando literalmente “planta del pie”, “suela”, “huella”. En su etimología, el vestigio trata de las huellas que puede dejar el pie desnudo o calzado. Por otro lado, el étimo de ruina significa “derrumbe, desmoronamiento”. Entonces, entre el vestigio y la ruina existe una distancia semántica importante, a pesar de participar de un mismo campo léxico: el vestigio es una huella que nos conduce al ser que ha dejado la marca, pero no solo a un ser, también puede referirse, por extensión, a las huellas de una cultura, de una civilización; en cambio, la ruina es la caída evidente de un orden social completo: corresponde, entonces, a las piedras que han quedado inmutables posterior a la debacle. Aunque también la ruina puede estar relacionada con un discurso o un imaginario sobre la caída: son las ruinas simbólicas.

Es así que solamente una mujer habla la lengua materna yagana, una mujer llamada Cristina Calderón Harbán, quien, de pequeña, según su propio relato, decidió que no se iba a casar con un yagán porque estaban estos siempre en los canales cazando nutrias. Entonces, no enseñó la lengua a sus hijos porque “no estaba con un paisano suyo”. Cristina Calderón es la tía de Martín González Calderón, quien de pequeño surcaba los canales del archipiélago fueguino, sin embargo, es una experiencia que, hasta la filmación del documental, no había traspasado a sus parientes. Martín es hijo de José González, “mestizo”, según nos dice el protagonista, y de Úrsula Calderón, yagana, la “abuela Úrsula, por todos conocida”.

A pesar de estas ausencias culturales, las y los yaganes han salido de su existencia indicial y vuelven a vivir colectivamente según su visión de mundo. De ahí que la ensoñación de Martín sea tan importante: regresar a los canales navegando de la manera que le enseñó su padre y cruzar el falso Cabo de Hornos (Cabo Punta Goleta); pero no se trata solo de aventurarse en el mar, también es una experiencia la construcción del bote y, como tal, implica la transmisión de un saber para terminar con la “pobreza de experiencia” que marca a las sociedades abatidas por guerras o por genocidios[11].

Es, por esta razón, que la construcción del bote es altamente importante, porque Martín saldrá de la soledad de sus conocimientos y hará participes a algunos parientes en la fabricación artesanal del bote; un bote similar al que usaban con su padre para navegar por los canales, dicho bote se llamaba Pepe, entonces, el nuevo bote tomó el nombre de Pepe II.

Más allá del deseo de Martín, el viaje es un remontarse por las huellas más pretéritas que indican la presencia yagana en las islas fueguinas. Es un viaje donde sí será posible ubicar no solo huellas, sino, más bien, signos que interpretan dos historias entrelazadas: la historia yagana del siglo XX, sobre todo de la segunda mitad, dando cuenta de un modo de vida que ha desaparecido, producto del traslado obligatorio y arbitrario de la población yagana hacia Puerto Williams, cuestión que mermó la ya mermada cultura antigua de las y los yaganes.

La otra historia es la historia de vida de Martín, su biografía, puesto que en cada lugar Martín encuentra los restos de lo que fue su vida en ese entonces. Podríamos señalar que, a través de la biografía de Martín, emerge la historia de toda una sociedad.

*

En el viaje que se concreta por los canales, el documental tiene un segundo conjunto cohesivo de imágenes, siendo el primero el referido a la construcción del bote. En este segundo grupo de imágenes, se ponen a prueba las nociones relativas al vestigio, más aún cuando, muchas veces, las “culturas en ruinas” invitan a quien observa a colmarlas con sus propias fantasías del pasado, contenidos que nacen de ese vacío que contienen los vestigios[12].

Es importante señalar que los yaganes tuvieron una presencia en las exposiciones coloniales que se realizaban en el Jardín de Aclimatación de París: en dicho espacio, en pleno auge del colonialismo europeo, se exhibían los modos de vida de las sociedades llamadas “primitivas”, es decir, se reconstruían las aldeas y los nativos debían, para el público, ejecutar sus rituales y sus actividades diarias. En el caso de los yaganes, estos no fueron llevados a París con sus costumbres, pero el Estado chileno invirtió para que una colección de fotografías fuera expuesta en el Jardín de Aclimatación[13]. En pleno genocidio fueguino, esas fotografías mostraban el carácter primitivo de estos pueblos, una suerte de justificación de la violencia en el extremo sur de Chile.

Del mismo modo, aunque en un sentido poético y amoroso, el viaje con Martín es una exposición de los restos más simples de lo que fue la vida de él y sus allegados y allegadas en el siglo pasado; una exposición, puesto que la memoria de Martín es casi fotográfica. Martín conoce isla por isla, como si fuesen sus reductos, sus hogares primigenios, en suma, su espacio onírico, donde abraza sus sueños más íntimos, sus emociones que revelan su amor por las islas y los canales. Tanto es así que sabe que hay una ballena que está en descomposición: los años pasan y los restos siguen ahí, a la manera de un indicio de que todos los biografemas de Martín pueden desestructurarse, pero las trazas elementales siguen presentes.

Watauinewa, a quien canta y agradece Úrsula Calderón, es la deidad que entrega la vida y que también permite la muerte. El nombre de esta deidad mítica significa: “el antiguo, el viejo, el eterno, el invariable”. Por ende, ni huellas ni signos, ya que, si existe una memoria que reconoce a Watauinewa, aquel mundo indicial se transmuta en un mundo con historia –aunque sea una historia oral– porque los símbolos son signos cargados de historicidad, colmados de la historia cultural de un pueblo.

En este sentido, la comunidad yagana del presente que mantiene y cultiva la memoria ancestral, también realiza acciones que serán guardadas en la memoria colectiva y el discurso político-cultural: la pequeña sociedad yagana lucha para que no sea considerada como una cultura extinta, sino viva y plena de proyectos; en el año 2017, actuaron colectivamente para evitar la instalación de la industria salmonera en el extremo austral, una lucha donde triunfaron, un episodio que quizá inaugura aquel “tiempo lumínico”.

Ahora bien, el Occidente ha forjado una visión de la historia que, a diferencia de otros grupos culturales, se basa en la gloria y la tragedia; la humanidad tendría una historia de auges y caídas, todas las civilizaciones habrían vivido aquella dinámica de, finalmente, derrumbamiento y pérdida. Pero los y las yaganes antiguos y antiguas constituían unas sociedades sin historia escrita y con historia oral y, según lo que se conoce, no esperaban ni una edad dorada ni un momento trágico. Así, esta es otra visión de la historia: no hay gloria, no hay sufrimiento. Sin embargo, no podremos saldar ahora esta amplia discusión, aunque dejo planteada una pregunta: ¿las cosmogonías más increíbles y fantásticas, que los mitos rescatan y los ritos ratifican, no constituyen acaso una historia más verdadera y primigenia, o sea, aquella que es imposible de verificar y que es posible leer entre líneas?

Fernando Franulic

Notas
[1] Agradezco los comentarios de Alberto Serrano en relación a la construcción de este texto. Cualquier problema conceptual es, sin embargo, de mi responsabilidad.
[2] François Hartog, Évidence de l’histoire. Ce que voient les historiens, Paris, Éditions EHESS, 2005.
[3] Michel Foucault, Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976), México, FCE, 2010.
[4] Alberto Serrano y Carolina Pardow, La Casa Stirling: misiones anglicanas entre los yaganes de Tierra del Fuego, Santiago, Dibam, 2012.
[5] María Zambrano, El hombre y lo divino, Madrid, Siruela, 1992, p. 68.
[6] Viage al Estrecho de Magallanes por el capitán Pedro Sarmiento de Gamboa, en los años 1579 y 1580. Y noticia de la expedición que hizo para poblarle, Madrid, Imprenta Real de la Gaceta, 1768, p. XVIII. 
[7] Hipótesis de que las sociedades fueguinas eran unas “sociedades frías”. Sobre las sociedades frías, ver Claude Lévy-Strauss, El pensamiento salvaje, Buenos Aires, FCE, 2001
[8] Marc Augé, El tiempo en ruinas, Barcelona, Gedisa, 2003, p. 47.
[9] Grete Mostny, Prehistoria de Chile, Santiago, Editorial Universitaria, 2011.
[10] Sobre las características del ensueño, Gaston Bachelard, La poética de la ensoñación, México, FCE, 1982.
[11] Walter Benjamin, “Experiencia y pobreza”, Escritos políticos, Madrid, Abada Editores, 2012.
[12] Francine Masiello, “Los sentidos y las ruinas”, Iberoamericana, año VII, N° 30, 2008, pp. 103-112.
[13] Christian Báez y Peter Mason, Zoológicos humanos, Santiago, Pehuén, 2016.
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