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Los tiempos muertos del cine (y la literatura).

por José Sabater de Montfort
Artículo publicado el 18/10/2013

Me pregunto a dónde van los sueños que no se recuerdan
Édouard Levé, Autorretrato

 

Los ilusos (2013), el último film de Jonás Trueba, es una cinta de tránsito, una pausa y una (re)elaboración que comienza ya con el mismo título, apropiación de una novela de Rafael Azcona de 1958, que a su vez tuvo una segunda reescritura en 2008, pocos meses antes de morir Azcona y que publicó Ediciones del Viento, con los mismos dibujos originales, eso sí, de su gran amigo Antonio Mingote. El tema de la novela, al igual que el de la película, es el de esa cierta bohemia madrileña, los así llamados “ilusos”, gentes del mundo de las artes (actores en Trueba, poetas en Azcona) cuyo trabajo es, en realidad, su tiempo libre; ese que precisamente no dedican a crear, interpretar, rodar, sino a especular con la creación, la interpretación o el rodaje. El tiempo de la espera, pues. Los ilusos, escribe Trueba en su cuaderno de trabajo Las ilusiones (Periférica, 2013) son “jóvenes artistas que quieren dedicarse al cine, al teatro, a la pintura, a la música, pero no lo consiguen. O tan sólo en el ámbito doméstico, casero”. Y sigue: “pasan mucho tiempo sin trabajar […] Su tiempo libre, de alguna forma, es su trabajo”. Ese entretiempo es el que intenta retratar Los ilusos: los tiempos muertos en los que el cine es cine, aunque no se ruede una toma; el tiempo de los ensayos, los bosquejos, las vacilaciones, la preparación de una escena, el pensamiento del cómo será el guión, etc.

De alguna manera, se puede decir que también estos ilusos eran el tema central de la primera película de Jonás Trueba, Todas las canciones hablan de mí (2010), y que Los ilusos funcionaría así como la destrucción de la tesis propuestas allá. Si Todas las canciones… era una oda al inmovilismo, Los ilusos funciona como una flecha que mira hacia delante e ironiza con el pasado, especialmente con la tan manida idea de la muerte del cine. En su primera cinta, Trueba parecía preconizar un estar bien como se está, una suerte de conformismo, un regodeo, por así decir, en ese latir potencial de la creación (el protagonista es un ex-poeta adolescente que decide publicar su primer libro de poemas), ese ingenuo e interminable compás de espera. La precariedad de Los ilusos (rodada con una vieja cámara de 16mm, con rollos prestados de cinta sobrante de otra película de Javier Rebollo e incluso usando material caducado), por contra, se convierte en un banco de pruebas, en un documento de trabajo que se quiere beneficiar del ensayo y el error y de su propia fragilidad. Y esto tiene su traslación formal, si en Todas las canciones… el estilo se sostenía en una melancolía afrancesada, en un marco impuesto por la palabra medida, la cita y la referencia, en un estilo muy nouvelle vague y cuya estructura es la de los capítulos, siguiendo un influjo literario, en Los ilusos la palabra se libera y se hace discurso y no diálogo, la película se quiere tiempo real de vida y sigue el modelo eustachiano post-nouvelle vague. Se incluye, además, la intención de cinema verité, en el sentido de que la película documenta las vidas cotidianas de unas personas (especialmente los secundarios) que son allegados del director y todos los alrededores de la grabación: los ensayos, las pruebas de cámara, la preparación de una escena, el momento previo a la toma misma, etc. Así, se trata de una película de fragmentos y anhela ser, como dice su director en Las ilusiones, “la demostración de que las películas se hacen hablando, sobre todo hablando”. Ese hablar, esa palabra que dice, es aquí el cine entendido como opuesto de la literatura. Si la literatura es palabra que calla (por guarecerse en el silencio de la lectura), el cine, o así lo parece en Los ilusos, es palabra que habla (por encontrar acomodo en el alboroto de la imagen en movimiento), pero no palabra que narra o exhibe, sino que es gusto y placer por el conocimiento, por la búsqueda individual y, por ello, camina inevitable hacia su (auto)destrucción. El cine habla cuando la literatura calla, y viceversa. La literatura nace y se perpetúa en el silencio. El ruido es el cine. El vacío que hay tras ese ruido es la literatura. Así el cine sería palabra que habla y la literatura palabra que calla. El cine vacila y la literatura asiente. La literatura es falla y el cine volcán. El cine es pasión y la literatura deseo. Pero hay entre ambas un nexo irrenunciable: la palabra. La ilusión de las palabras. Las palabras ilusas.

A este respecto, al de la relación entre literatura y cine, podríamos decir que el tiempo muerto del cine es aquí el intervalo de la exégesis, el momento en el que la materialidad narrativa del cine se interpela a sí misma, a su propio vacío. De otro lado, el tiempo muerto de la literatura sería justamente aquel en el que la escritura pierde el estilo y se deja contagiar. Lo interesante, para mí, de Trueba, y me refiero en particular a Los ilusos, es que consigue que su cine represente el tiempo muerto de la literatura, ese momento en el que esta se vuelve transparente; “escritura blanca”, como decía Edouard Levé (autor fetiche de Trueba) en su Autorretrato. Esto se consigue a través de lo que Pozuelo Yvancos llama “figuraciones de un yo narrativo personal”, ese personaje que pone más énfasis en el discurso narrativo que en el aspecto (auto)biográfico. Así: una deriva de lo que se conoce como autoficción, pero que denota una voz personal, una voz reflexiva y que Jonás Trueba cede a su alter-ego, el también director y protagonista de Los ilusos, León, como garante de libertad y que no requiere de una responsabilidad testimonial y se convierte en un yo “necesariamente imaginario”, una trasfiguración literaria, pero que se sirve aquí de los recursos de la narratividad cinematográfica, siendo el tiempo muerto de la literatura. Parafraseando a Manuel Alberca, Los ilusos sería “un experimento de reproducción cinematográfica asistida”.

La yuxtaposición de cine y literatura es constante en el cine de Trueba y no solo como marco, sino también al modo de la cita o el homenaje e incluso aparece la presencia física de libros (Kundera, Martín Gaite, Paolo Cherchi, Vila-Matas, Chusé Izuel, Levé), pero también se introduce como elemento constitutivo de la trama la lectura que de ciertos pasajes de los tales libros realizan los personajes. La imbricación de ambas (de literatura y cine) sirve en Los ilusos para conformar una especie de “comunismo visual”, en el sentido de lo que Levé escribía en Suicidio (verdadero libro talismán de la película), pues que se trata de un lugar donde las cosas “pertenecen a quien las mira”. Y añadiría yo: “y a quien las lee”. Y es que incluso le sucede esto mismo a Trueba cuando practica el arte literaria. Y así su libro Las ilusiones se quiere novela, pero no lo es, en verdad. Es justamente el tiempo muerto de la novela, siendo así cuaderno de rodaje, dietario de notas, diario de esbozos, soliloquio entrecortado y testimonio de vida. Una re-elaboración, o acaso destilación o juntamiento o selección de notas sobre el deseo de filmar su película Los ilusos. La lección que nos muestra la obra toda de Trueba, incluyendo su pieza Miniaturas, me parece (y esto lo emparenta con su admirado Jonas Mekas) es que el arte se hace de la vida, y el mismo arte es vida, a su vez, y por ello contiene adentro múltiples tiempos muertos, compases de espera, sueños soñados que acaso no siempre se recuerdan (o cumplen).

 

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