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De cómo viví el 11 de Septiembre de 1973

por Iván Ljubetic
Artículo publicado el 11/09/2020

Martes 11 de septiembre de 1973. En Temuco, capital de Cautín, la mañana se presentaba fría, pero con sol. Ya se advertía la cercanía de la primavera. Era un bello espectáculo matutino.

El cerro Ñielol, con sus faldeos colmados de árboles y vegetación, parecía un majestuoso centinela resguardando la ciudad que despertaba. Hacia el poniente corría el río Cautín. Era un nuevo amanecer de pueblo laborioso y sufrido.

La vida se deslizaba tranquilamente. Trabajadores y estudiantes repletaban las micros de la locomoción colectiva. Muchos otros iban a pie a sus labores.

Ese día se celebraría el Día del Maestro. En los establecimientos escolares tendrían lugar actos en homenaje a aquellos que han dedicado su existencia a la difícil pero hermosa misión de educar a las nuevas generaciones.

Los martillos habían iniciado su cantar en las construcciones. En la Fábrica de Aceite de Padre Las Casas, ya estaba laborando el primer turno. Tecleaban máquinas de escribir en las oficinas. En las iglesias, creyentes oían servicios religiosos. En hospitales y clínicas se escuchaba el gimotear de los recién nacidos. En las escuelas, los niños comenzaban sus lecciones. En las tres universidades bullía la actividad juvenil. En los campos, hacía rato que el hombre de la tierra sembraba el trigo de primavera.

La gente vivía, trabajaba, comía, educaba, estudiaba, amaba, rezaba, compraba, discutía, se enojaba y se reconciliaba, cantaba, prometía, sembraba, producía. Vivía. Simplemente vivía. Pero su existencia tenía un hermoso motivo: forjar un Chile mejor.

De pronto todo eso se rompió. Un latigazo eléctrico recorrió la Cordillera de los Andes. La bestia fascista habían sacado las garras.

Desde hace días una fuerte gripe me tiene postrado en cama.
Son las nueve de la mañana del martes 11 de septiembre de 1973. Hace ya rato que Marcia, mi compañera, se ha ido al Liceo de Niñas Gabriela Mistral, donde ejerce de directora. Hoy debe hablar en un acto del Día del Maestro.

Le he pedido que llame a Guillermo Chandía, director de Radio La Frontera, y le diga que no podré ir a grabar el programa “La Firme de la Historia” y que repita el programa del sábado 8 dedicado al antifascista checo Julius Fucik.

Son las nueve y media de la mañana. Golpean la puerta. Gritan:

-Compañero, ponga la radio.
-¿La radio, por qué?, me pregunto sorprendido.

Lo hago. Marchas militares en vez de los programas habituales.

¡Mierda! grito y salto de la cama. Pronto con mi hijo Iván, que también estaba agripado, estamos en la vieja citroneta, que esta vez no hubo necesidad de empujarla. Partió de inmediato.

De acuerdo con las instrucciones de la CUT de permanecer en los sitios de trabajo en caso de una intentona golpista, vamos a la sede de la Universidad de Chile, donde soy profesor. Allí reina la actividad y la confusión.

Se reúne el Frente de Trabajadores y Estudiantes Patrióticos para estudiar medidas para defender la Universidad. No tenemos ningún arma, pero estamos dispuestos a jugarnos por el Gobierno Popular. Los teléfonos no funcionan.

Un compañero se dirige al local del Partido para obtener información. Regresa con noticias alarmantes.
La sede partidaria, ubicada en Bulnes esquina Miraflores ha sido asaltada por soldados del Regimiento Tucapel, que se dedican a destruir todo. Prenden una hoguera en la calle donde quemaban libros, banderas, retratos. Audaces camaradas de las Juventudes Comunistas, ante las mismas narices de la soldadesca, aprovechan el fuego para quemar documentos comprometedores. Hasta el momento, al parecer, no hay detenidos.

Ante la imposibilidad de oponer resistencia alguna en la sede universitaria, acordamos abandonarla.

Salimos de la Universidad, en la leal citroneta, con el compañero Guillermo Quiñones y mi hijo, justo cuando llegaban vehículos con milicos. Nos dedicamos a recorrer las casas de varios compañeros.

En una de ellas escuchamos parte del dramático último discurso del Presidente Salvador Allende. Conocemos del bombardeo de La Moneda. Comprendemos que la cosa va en serio. Nos despedimos con Quiñones.

Vamos a buscar a Marcia al Liceo de Niñas. Por las calles sólo patrullas militares. Los semáforos no funcionaban.

Ya en el hogar, y habiendo comprobado que la casa donde debía ocultarme en caso de una emergencia no está disponible, Marcia va donde nuestra amiga Yolanda Solís a pedirle que me permita esconderme en su domicilio. Ella, una profesora, de la cual nunca supimos su posición política, acepta de inmediato. Solidaria y leal amiga, está dispuesta a correr el riesgo de proteger a un conocido comunista.

Debo resolver el problema de la Citroneta. No puedo dejarla al lado de nuestro departamento en calle Tolhuaca de la Población Llaima. Tampoco abandonada en cualquier lado. Converso con la compañera Haydée Ramírez. Acepta guardarla en su patio. Allí la dejo.

Me dirijo a mi escondite. Falta poco para las 15, horas en que comienza a regir el toque de queda.

Se hace larga la tarde. Sin comunicación con la familia y los compañeros. Intentando tener noticias sintonizando radios extranjeras.

Esa, es una noche llena de sobresaltos. Se escuchan el paso de las patrullas militares, ahí al lado, no más. Gritos. Disparos. Nos parece que en cualquier momento golpearán la puerta… Es la víspera de mi cumpleaños.

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Requerido.

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