EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
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Preceptivas contradictorias. Recuerdos inolvidables.

por Edmundo Moure
Artículo publicado el 27/08/2017

Don Severo Valderrama instó a mi padre para que yo ingresara en el Liceo Experimental “Manuel de Salas”, a la sazón dependiente de la Universidad de Chile. Como ya se ha contado, don Severo era radical y masón (le faltó ser bombero, para completar aquella famosa trilogía republicana). Hombre de vasta cultura humanista, procuró atraer a mi padre hacia el hermetismo activista de la masonería, pero no lo consiguió. En cambio, sí le traspasó el convencimiento de dar una buena educación, laica y librepensadora, al segundo varón de la familia Moure Rojas… No fue fácil, porque en nuestro hogar materno prevalecía el catolicismo tradicional, como base de comportamiento moral e ideológico y era obligado cumplir sus rígidos y periódicos rituales. Mi madre aceptó, finalmente, la proposición de Cándido, con una expresión que me parece escuchar de nuevo hoy: -“Lo único que me faltaría: tener un hijo ateo y comunista”.

Fui matriculado a inicios de 1951. Tenía yo diez años al comenzar el primero de humanidades. Mi colegio de preparatorias fue el Welcome School, establecimiento que funcionaba en una vieja casona de Macul esquina de avenida Grecia, a cargo de dos alemanes exiliados de la II Guerra Mundial, doña Eduvigis y don Alfredo. Allí trabé amistad con Juan Ramón Méndez, Camón, mi primer e inolvidable amigo y vecino de barrio en Ezequiel Fernández. De ese ambiente familiar y hogareño pasé al bullicioso y libertario liceo de calle Irarrázaval, donde tuve como maestros nada menos que a María Maluenda y a Roberto Parada, consolidando mi temprano amor por las letras.

El Liceo Manuel de Salas poseía un campamento de vacaciones en El Tabo, junto a la quebrada de Córdoba, al que fui en el verano de 1952. La única exigencia de mi madre fue que asistiera a misa en los tres domingos que permanecería en el lugar. Nunca me apersoné al sacramento dominical en ese pequeño templo a orillas del Pacífico, menos durante esas jornadas de sol, playas y senderos boscosos que se internaban junto al arroyo de Córdoba, donde disfrutábamos la tibieza de sus aguas cristalinas en grandes pozas.

Cenábamos a las 9:00 de la noche y a las 10:00 en punto cerraban el barracón de varones. No se podía salir de los dormitorios sino al alba, pues en la entrada dormían y acechaban dos inspectores del colegio, al parecer incorruptibles (aunque nunca se sabe). Dentro del enorme recinto de treinta camarotes no había servicio de baño ni excusado. Una noche, en que me excedí en beber la coloreada y dulzona Bilz, desperté a eso de las 3:00 de la madrugada, con deseos irreprimibles de orinar. Yo dormía en la cama de arriba, que daba a una estrecha ventana, susceptible de abrirse poco menos de un palmo, pero mi chisme de orinar no alcanzaba la curva elíptica necesaria para verter por allí el apremiante líquido…

Descubrí, sobre el pequeño estante que hacía de velador, el vaso plástico que usaba mi amigo y compañero de camarote, el gordo Oyarzún, para su aseo dental; era mi salvación. Extraje su cepillo de dientes y el tubo dentífrico y usé el recipiente como providencial bacinilla; repetí la operación dos o tres veces, hasta sentir ese alivio incomparable de la vejiga que tanto se parece a la felicidad…

Al comenzar la segunda semana, recibí un paquete de encomienda de mamá Fresia, que contenía un bizcochuelo, tres barras de chocolate, algunos billetes y un misal. Cuando por la tarde siguiente regresamos de una excursión a Isla Negra, donde pudimos observar desde fuera la mítica morada de Pablo Neruda, sin ver al poeta ni a ningún habitante, habían desaparecido la plata y mis vituallas. Solo estaba sobre la repisa el negro misal, cuyas páginas no iban a ser abiertas ese tórrido febrero.

De regreso de aquellas memorables vacaciones, lo primero que mamá me preguntó fue si había cumplido con el sacramento de las tres misas. Titubeando, le dije que sí. Ella me miró, con esos bellos y grandes ojos que no se tragaban ninguna mentira. Pareció quedar conforme con la respuesta, pero por la noche, mientras yo acompañaba a mi abuela Fresia en su rezo nocturno del rosario, en la cama contigua, entraron a dar las buenas noches mi madre y el primo Juan Vega (en aquel tiempo, aún no le decían “Juan Carlos”, nombre compuesto que se puso en boga para él desde el traslado de su familia a Vitacura). Pues bien, ambos se sentaron en mi cama, el primo a los pies y mamá Fresia a mi vera. Entonces, ella me cogió las manos, preguntándome: -“Dime la verdad, ¿fuiste a misa todos los domingos?”. La mentira se me deshizo como mantequilla bajo el sol… -“No, mamá, no fui nunca”. Juan Carlos Vega abrió con desmesura sus ojos azules y lanzó un agudo suspiro, como un familiar del santo oficio ante una confesión horrenda. Sentí sobre mis mejillas dos sonoras palmadas de mi madre y me eché a llorar, desconsolado.

–“Te quedarás un mes sin ir al biógrafo” –sentenció ella, rotunda y justiciera. No recuerdo otra ocasión en que mi madre me hubiese golpeado, pues ella no precisaba refrendar su autoridad mediante la violencia física, como sí lo hacía mi padre, nacido y criado bajo el aserto: “La letra con sangre entra”. Por lo demás, sus manos eran suaves y de escasa fortaleza, aunque esas dos palmadas me dolieron hasta más allá de la piel.

Yo me iba caminando, de lunes a viernes, desde nuestra casa ubicada en Exequiel Fernández 690 hasta el colegio. Serían doce cuadras de distancia, trayecto leve para mis pies de caminante compulsivo. A veces, en calle Eduardo Castillo Velasco, me encontraba con mi amiga, Sarita Valderrama, hija menor de don Severo, y charlábamos animadamente, como dos noveles peregrinos. La jornada escolar se extendía entre las 8:00 y las 14:00 horas. Solo el día miércoles iba yo al liceo por la tarde, para cumplir con los ramos optativos de “crecimiento personal”, entre los que recuerdo: artes plásticas, artes manuales, jardinería y literatura. Perseveré –como entenderás, caro lector- solo en el último de los señalados.

De vuelta de aquel taller que dirigía el gran Roberto Parada, me distraje rememorando algunas de sus acertadas y hermosas observaciones sobre la palabra. En la esquina de Irarrázaval con Exequiel Fernández, inicié el cruce de la principal arteria mirando solo hacia la derecha (siempre la amenaza viene para mí de ese lado)…

Sentí un fuerte golpe en la espalda y me vi, literalmente, volando un trecho para caer sobre la gravilla junto a la vereda. Escuché frenazos, gritos femeninos de terror, imprecaciones varias… Alguien me levantó del suelo, preguntándome cómo me sentía. Fui golpeado por un trolebús que iniciaba su marcha, sin sufrir ninguna herida ni conmoción aparente. Llegué casa aterrado, pero jamás conté aquel suceso. Por las noches, despertaba en medio de atroces pesadillas, para levantarme y deslizar mi espalda por las paredes, como buscando una protección imposible.

Yo era el más joven y el más pequeño en el primero de humanidades. Mi mejor amigo de entonces fue Arturo Palma, flaco y espigado muchacho, tres años mayor y repitente por segunda vez, quien sobrepasaba el metro noventa de estatura; era un verdadero gigante. Intercambiábamos libros y revistas. Arturo siempre llevaba plata consigo y me invitaba a comer berlines o camotillos, acompañados de Coca Cola fría o de sorbete Letelier. Todo un lujo inaccesible para mis medios económicos. Arturo se constituyó en mi tácito protector y nadie se atrevía a ponerme la mano encima. Una tarde de miércoles, el guatón González, otro de los grandotes y retrasados (didácticamente hablando) del curso, con el que también trocaba yo revistas y chucherías, me invitó a jugar golfito (golf en miniatura) en una feria que funcionaba al costado oriente de Plaza Ñuñoa. Fui, encantado. Luego de un par de horas y de haberse agotado los recursos pecuniarios, nos dirigimos al baño del recinto (lo de meón no se me ha quitado nunca). Entré en uno de los casilleros y cuando iniciaba la forzosa irrigación sentí a alguien que me tocaba por detrás… Era el guatón González. Me pidió que le mostrara mi pene, agregando: -“Déjame tocártelo”-. Reaccioné con presteza, empujándole con mis menudas pero decididas fuerzas. Experimenté inmediata repulsión, sin saber a ciencia cierta en qué consistía aquello. El guatón me aferró por los hombros. La emprendí a golpes de puño y de pies, hasta que logré salir, despavorido, mientras González me perseguía. En el umbral de la puerta, casi tocando el dintel, surgió la figura desgarbada de Arturo Palma. Cogió al guatón de las solapas y lo derribó de un recio empujón. Mi dignidad estaba a salvo.

Nunca narré en casa estos sucesos humillantes. El temor de que las acusaciones se volviesen contra uno, en la forma repulsiva y enigmática del pecado, sujetaba la lengua y reprimía los impulsos de hablar. Asimismo, nos repugnaba cualquier tipo de delación y, más aún, denunciar hechos que involucrasen a compañeros de estudio, parecía impropio de machitos cabales.

Quizá el último recuerdo que atesoro del Manuel de Salas sea el suceso acaecido en una temprana noche de diciembre, del último año en sus aulas. Era la fiesta anual del colegio. Apelando a todas las reservas de mi coraje, abordé en un rincón a mi compañera Silvia Mazzei, un año mayor que yo, menuda, grácil, de bellos ojos verdes y una sonrisa cálida que te hacía temblar las piernas… En una especie de susurro, le pregunté: -“¿Quieres pololear conmigo?”. Me miró, tierna y elusiva a la vez. –“Cuando tengas cinco años más, hablamos” –me respondió, dejándome clavada la primera espina del amor no correspondido.

Pasaron raudos esos tres años en el liceo de Ñuñoa. Regresamos a La Cisterna, desde donde habíamos partido a fines de 1943, a morar en otras casas. Nos esperaba el colegio Don Bosco, en la Gran Avenida, oscuro reducto salesiano donde culminaría mi paulatino proceso de descreimiento.

Aulas en penumbra, sotanas negras, formaciones de rasgo militar, oraciones repetidas hasta el hartazgo en el inicio de la mañana, compulsiones sin tapujo para que nos confesásemos los viernes “santos” (todos los viernes lo eran en aquellos años) y luego recibiésemos obligada comunión en la liturgia vespertina; misas dominicales refrendadas por una cartilla con fecha y sello conminatorios; revistas de la curia española repartidas gratuitamente, elogiando a Franco y maldiciendo a judíos, protestantes y marxistas por igual. Religión única, sólida, verdadera, con el Cristo de las bienaventuranzas ausente, trocado en implacable monarca autoritario del reino de este mundo.

-Entonces, a la postre, su madre estaba en lo cierto: ¿comunista y ateo?

-Ni tanto ni tan poco.

 

Edmundo Moure
Agosto 2017
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