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El precio de mi propiedad. Por una crítica del liberalismo

por Carlos Almira Picazo
Artículo publicado el 06/01/2023

A Charlie

 

Dos axiomas fundamentales del sistema capitalista actual son: que la propiedad privada es un derecho natural, sagrado e inviolable, cuya vulneración conlleva inevitablemente la destrucción de la libertad humana; y que esta propiedad y esta libertad, que se refieren indistintamente a los individuos, permiten instituir un ámbito privado frente al orden político que es el orden del Estado. Corolario de todo esto es, en un sentido negativo, que el sistema capitalista moderno es la expresión en el orden económico, de la propiedad privada, de las libertades individuales y de la aparición de la esfera privada fuera del orden político del Estado, del señor feudal, etcétera. Así, nuestro capitalismo contemporáneo es una de las conquistas materiales y espirituales más avanzadas y preciosas de la humanidad, de la civilización humana, en su estadio final de independencia de la naturaleza y la violencia.

Ni que decir tiene que todo lo anterior supone, dicho de otra manera, que el capitalismo moderno es incompatible con la esclavitud; que convive en una relación precaria y de conflictividad perpetua, con el poder y la esfera de lo público, del Estado; y que es el único sistema económico y social conocido que garantiza porque las exige, no sólo la libertad de los individuos sino la prosperidad material legítima de estos, y el desarrollo humano, ético, tecnológico y cultural de todos.

Propiedad privada natural, libertad privada individual, y prosperidad general son pues, tres axiomas inseparables. La familia ideológica surgida del racionalismo de Locke y de la Ilustración Francesa, que mejor articula este relato desde sus diferentes versiones, es el liberalismo. La crítica del orden actual de cosas, entendido como un orden político, pasa pues por la crítica de este relato liberal y de sus tres postulados articulados así. ¿Pero es necesaria una crítica semejante? Sí, si no se admite la bondad incuestionable del sistema capitalista liberal actual, motor de desigualdades y de destrucción de la Naturaleza, etcétera. Y si, con independencia de todo lo anterior, que supone una carga moral de la crítica, se sospecha además que tales axiomas no son sino postulados falsos e ideológicos, formulaciones teóricas destinadas a justificar y legitimar precisamente este orden de cosas presente.

La crítica arranca pues, precisamente, de la redefinición de la propiedad privada como concepto ideológico que está en el corazón del sistema y que permite articular la triada liberal, a saber: más propiedad privada es más libertad humana individual y más progreso y bienestar social general. Que después la propiedad privada es definida con fórmulas distintas a lo largo de la historia y en los diferentes lugares. Aparece formulada en el Derecho Romano como una relación de dominio de un sujeto sobre un objeto entendido como su bien. Esta relación es diferente jurídicamente, de la que puede establecerse entre dos sujetos de derecho, o imperium. Reviste desde el punto de vista formal tres aspectos fundamentales e inseparables: primero, la exclusión del disfrute del bien de todo otro sujeto diferente que su propietario, a instancias de este; el uso, dentro de unos límites que pueden ir de uso pleno libre y soberano del bien al uso bajo determinadas regulaciones, como el interés social o el interés común, de dicho bien por su propietario y todo otro sujeto, a instancia de este; y por último, la enajenación libre del bien por parte de su titular bajo las fórmulas legales que establezcan a tal efecto: venta, donación, herencia, alquiler, etcétera.

La propiedad aparece así como un derecho privado, garantizado por un orden jurídico-político determinado, y en última instancia por el orden público coercitivo legítimo que lo establece y lo resguarda. Como un nivel más de su capacidad legítima de coacción. En otras palabras, yo puedo decir que algo es mío, dentro de ciertos límites, cuando se me reconoce y se me garantiza la libre exclusión del bien de terceros, así como mi propio disfrute y mi derecho pleno del mismo, mi derecho a enajenarlo dentro de las condiciones que el orden político jurídico vigente me reconozca y establezca.

En el Derecho Romano el bien objeto de mi propiedad podía ser otro ser humano, y en este caso dicho ser humano se consideraba, no una persona o sujeto posible de derecho, sino un bien material, una cosa, objeto de dominio como un animal de carga o una parcela de tierra. Así se mantenía la ficción jurídica de que la propiedad recaía sólo en el ámbito del dominio, es decir en el ámbito de las relaciones entre sujetos y cosas, del poder de un sujeto sobre un objeto, y no en el ámbito del imperio o dominio de un sujeto por parte de otros sujetos, reservado a la política. Tal era el régimen de esclavitud antiguo. Andando el tiempo la cultura y las religiones antiguas fueron sustituidas por otras cosmovisiones con una vocación universalista, cuando el Cristianismo transformó la separación antiguo-clásica de la humanidad en propios y bárbaros, por la unidad ideal de la especie humana como humanidad cristiana. La ficción jurídica en la que se basaba el derecho de propiedad de unos seres humanos sobre otros, y que incluía la reproducción biológica y que la descendencia e in extremis, un derecho de vida y muerte sobre el esclavo (propiedad soberana), empezó a agrietarse y a resquebrajarse. Con todo, durante la Edad Moderna y hasta bien entrado el siglo XIX legalmente y hasta nuestros días de hecho, la esclavitud ha seguido y sigue existiendo, aunque ya no como fuerza principal de producción de la sociedad, como en el esclavismo antiguo, sino como una fuerza accesoria de trabajo, en la Edad Media pre y feuda y en el capitalismo comercial, comercio extraeuropeo, en economías mineras o de plantación asociadas a los grandes descubrimientos y viajes y a los dominios geográficos estatales y de grandes compañías monopolísticas, definidas políticamente por las metrópolis, en las tierras descubiertas en África, Asia, América, etcétera.

Ahora bien, en el capitalismo actual contemporáneo la triada propiedad-libertad-prosperidad, es incompatible con la propiedad esclava, con la apropiación de unos seres humanos por otros. Esta incompatibilidad aparece cuando, junto al orden económico basado en la propiedad privada, surge el orden social y político que pretende la libertad de los individuos y una mayor prosperidad para los pueblos y para la humanidad. En su conjunto definida en estos términos, pero no en el Derecho Romano antiguo, la propiedad privada es incompatible con el esclavismo; y en este sentido, el capitalismo liberal contemporáneo, pero no el capitalismo comercial pre e industrial, que se desarrolla en y desde Europa entre los siglos XV y XIX, es incompatible con el esclavismo, que así es rechazado desde posturas morales y éticas, así como por su ineficiencia técnico-económica. Desde estas mismas posturas liberales, suele describirse a grandes rasgos como una de las transiciones claves del mundo antiguo al mundo medieval y moderno en Occidente, la marginalización progresiva que no la desaparición completa de la esclavitud, por parte del modo de producción basado en la servidumbre: el siervo, a diferencia del esclavo antiguo, ya no es una cosa sino una persona; puede y debe ser bautizado; puede casarse y participar como miembro de una comunidad aldeana por ejemplo, en acciones y obligaciones importantes de ésta como sujeto de derecho; aunque su libertad esté limitada por la potestad del Señor y por la sujeción a la Tierra. Y en países como Rusia la servidumbre pervivió hasta los años 60 del siglo XIX.

En general en todas partes, las relaciones basadas en la servidumbre adscrita a la tierra y al derecho del señor, será sustituida por las relaciones asalariadas libres, las únicas eficientes y moralmente tolerables y coherentes con la propiedad privada que establece el liberalismo decimonónico, como motor de la Prosperidad Social, y que reconocerá el capitalismo contemporáneo. Para esta ideología o teoría política y económica, el trabajador asalariado, como factor de producción junto al capital y la “tierra”, no pierde en ningún momento su libertad, esto es, la calidad de sujeto o persona jurídicamente libre. Contrae y contrata así, sus obligaciones laborales a cambio de un salario con su patrón, dueño o representante de los otros dos factores económicos. Pero es libre de no hacerlo o incluso de romper el contrato, eso sí, asumiendo en tal caso las responsabilidades y consecuencias legales que esto pueda suponerle.

El trabajador asalariado no es, pues, como el propio Marx reconoce, un esclavo en el sentido antiguo y moderno (comercial) de la palabra. Desde el punto de vista jurídico-formal esto es incuestionable. Tampoco el siervo de la gleba era ya un esclavo, como tampoco el campesino liberado de las relaciones de servidumbre era ya, en la Rusia de finales del siglo XIX, un siervo aunque perviviesen en otro plano, fáctico, las relaciones de dependencia (ya económicas y no extra-económicas). La cuestión sin embargo, para una postura crítica con el capitalismo liberal contemporáneo, no es saber si el trabajador asalariado es un siervo o incluso un esclavo, sino si es libre. Pues si no es libre, aunque ya no sea un esclavo ni un siervo, quedará en entredicho la triada del capitalismo liberal: propiedad privada-libertad individual-prosperidad y progreso común.

La propiedad privada se presenta pues, como un derecho natural, sagrado e inviolable; y como la condición histórica, antropológica, de nuestra libertad humana individual. Entre otras cosas porque nuestro cuerpo es algo personal que no pertenece, al descubrirnos una conciencia individual propia (cogito ergo sum cartesiano), ya ni a la Naturaleza, ni a Dios, ni a la Comunidad Humana de la que formamos parte. Desde el momento en que nosotros nos realizamos y participamos y partimos de él, de nuestro cuerpo-conciencia privativos, es con nuestro trabajo y con nuestro talento que pasamos de nuestro cuerpo al mundo de nuestras relaciones con los otros y lo otro, con los frutos del saber y el trabajo es como podemos decir que estos últimos son nuestra legítima propiedad (como si esto equivaliera a decir, somos nosotros).

La riqueza individual y social presupone y exige así, la propiedad libre de los frutos de nuestro trabajo y nuestra actividad personal, a partir de nuestra conciencia y nuestro cuerpo como soberanos naturales (John Locke) frente al otro soberano (político o particular). Por ende supone y exige la plena propiedad sobre nuestro cuerpo, o cuando menos, que nuestro cuerpo no puede pertenecer a ninguna otra instancia, institucional o individual, que nosotros mismos. Somos así dueños, y no sólo sujetos activos, de nuestra conciencia subjetiva.

Ahora bien: ¿cumple nuestro cuerpo, como esfera exclusiva de acción de nuestra conciencia y actividad, los requisitos definitorios que hemos visto desde el Derecho Romano para toda otra propiedad privada, a saber, es un bien privativo del que podemos excluir a cualquier otro sujeto, sobre el que tenemos el derecho exclusivo de dominio y disfrute, y que podemos enajenar libremente? Si somos los dueños de nuestro cuerpo y nuestra conciencia, así supuestamente emancipada, ¿por qué no había de cumplir estos requisitos como nuestra propiedad?

¿Y el cuerpo de los otros seres humanos? Entramos, así, en un terreno ambiguo y resbaladizo, de paradojas, desdoblamientos, y contradicciones: si mi cuerpo es de mi exclusiva y positiva propiedad, ¿dónde está el propietario que dice yo?; si este propietario, que se autoafirma así frente a todo lo otro, no es una parte del bien mismo que él se adjudica como su propiedad, ¿qué es y quién es y dónde está?; ¿dónde está el individuo que se constituye en su propietario, en señor de su propio cuerpo, como en la Antigua Roma lo era del esclavo (cuerpo de otros), como propietario de pleno derecho del mismo? Y si puede serlo y concebirse así, ¿porque no podría ser propietario de otro ser humano como lo es de una mascota que comprara en una tienda o que recogiera en un albergue? ¿No se basa el Derecho Natural, base de la propiedad privada, en el derecho de propiedad sobre uno mismo (anterioridad de la conciencia y del cuerpo a la sociedad humana y la Historia, al Estado)? ¿Y no es el cuerpo siquiera una parte fundamental de uno mismo, y por lo tanto de su propiedad?

La condición de nuestra libertad individual ¿no es entonces un bien que es a la vez parte del sujeto que se erige en su propietario y señor exclusivo, el sujeto mismo donde termina el bien y dónde empieza el señor de éste, cuya relación aparece así como el fundamento natural y sagrado de nuestra libertad?

Esquizofrenia, desdoblamiento, apertura del horizonte de la esclavitud humana. Pues si mi cuerpo es mi propiedad, ¿por qué no podría yo hipotecarlo y negociar sus capacidades, por ejemplo para trabajar contra un préstamo, como su garantía última? ¿Por qué no podría yo alquilarlo como un autómata, prostituirlo “libremente” y con plena conciencia de ello? ¿Vender sus órganos? ¿Cederlo temporalmente a cambio del disfrute de otro bien, como su precio? ¿Alquilarlo como campo de pruebas para la investigación científica, por ejemplo? Y sin embargo nadie, ni tampoco quien escribe esto, negaría seriamente que mi libre disposición para actuar, para pensar y expresarme, para reunirme con otros, para ir y venir libremente, etcétera, constituyen otros tantos jalones y el fundamento, la fuente preciosa de mi libertad. Lo que ocurre es que todas estas cosas no exigen ni implican, sino más bien todo lo contrario, mi posición de propietario sobre mi cuerpo, como no exige ni implica mi propiedad sobre otros seres humanos, sobre sus cuerpos y sus conciencias. Es porque no soy propietario de mi cuerpo, sino que soy mi cuerpo, por lo que soy libre y por lo tanto estoy obligado a desarrollar y a defender en él mi dignidad humana, así como también la de todos los otros, que tampoco son propietarios de su cuerpo ni su conciencia, sino el resultado de ambos.

Este argumento podría extenderse quizá incluso a todos los seres vivientes, no humanos, y por qué no al conjunto de la Naturaleza incluida la Naturaleza inanimada, de la que hemos resultado cada uno de nosotros, y de la que forman parte también nuestros cuerpos; como la tierra, el aire, el agua, las montañas; o incluso el mundo artificial y cultural creado por la sociedad, por el trabajo y la capacidad humana (espiritual y material), por la necesidad humana de constituir mundos; y por las fuerzas de la naturaleza; el capital acumulado por la generaciones pasadas y vivas que están plasmadas en estas obras, y el derecho a él de todos los seres vivos futuros;  una de esas obras ¿no soy por cierto yo mismo, que no he inventado ni una sola de las palabras ni de las expresiones con las que escribo esto?

Así, yo no puedo erigirme en mi propietario ni en mi propiedad sin renunciar a mi libertad ni sin amenazar, de raíz, la libertad de todos los otros seres humanos y de todos los seres vivos aquí insinuados, la viabilidad de la sociedad humana y la Naturaleza. Soy pues, libre, porque no soy mi propietario ni mi propiedad. Entonces, el segundo término asociado por el capitalismo liberal a la propiedad individual, desde el Derecho Natural (Filosofía del Derecho) afirmado por Locke, hasta los principios jurídico-religiosos y los derechos humanos estampados por las revoluciones liberales y burguesas, la norteamericana y la francesa, es la constitución de un mundo privado, privativo de los individuos libres y su propiedad, del ámbito privado de la vida (social, económica), que empieza en el propio cuerpo y en la propia conciencia, y que se extiende desde ahí, desde esa intimidad que ciertamente sólo puede sacrificarse y destruirse en los regímenes totalitarios, y que se extiende a las relaciones libres entre los individuos, por ejemplo en la esfera de la economía. Parece así que el ámbito de la vida privada, como el ámbito de la libre producción e intercambio económicos en el mercado, sólo pueden fundarse desde esta libertad individual de propietarios individuales, que a su vez es el resultado de la propiedad privada y libre, pero como derecho, incluso como Derecho Natural.

Siempre que se dé, deberá estar garantizado para poder realizarse material e idealmente, por un orden jurídico-político con poder para ello, esto es, desde alguna forma de Estado u organización política. Si la aparición y el desarrollo de la propiedad privada libre exige e implica la separación de dos mundos, hasta entonces intrincados, entremezclados y confundidos, a saber: el mundo privado de los propietarios libres, y el mundo público, del poder político instituido. No es menos cierto que para que el primero pueda constituirse y desarrollarse, el segundo tiene que ser reformulado, pero pervivir, persistir como su garante último, su núcleo jurídico-práctico eficaz.

La propiedad privada es así, una creación histórica de alguna forma de lo político institucionalizado en las relaciones sociales, como fue el Imperio Romano o el Estado Moderno europeo. La propia autonomía y realidad de la esfera económica puede pensarse también así, como la obra maestra del capitalismo moderno y contemporáneo alumbrada, primero, por el Estado Moderno bajo la forma del capitalismo comercial, antes de elevarse históricamente a la sede del poder público y político con las revoluciones liberales, a partir del capitalismo industrial y post-industrial desde finales del siglo XVIII.

Precisamente esta inversión de papeles por la que se pretenderá y se realizará el sueño del liberalismo político: que toda la sociedad sea organizada a partir de relaciones y contratos libremente otorgados y adquiridos por los individuos desde la esfera privada, fundamentalmente (pero no sólo, económica), de su acción; desde las relaciones económicas libres, definidas como relaciones mercantiles liberadas de la “coacción extra-económica”. Esta inversión de papeles llevará al olvido y al desprecio del origen histórico, a saber: a renegar de la paternidad del Estado Moderno, sin el cual nada de esto habría ocurrido así; sin cuya supervivencia, metamorfoseada por las posteriores relaciones de fuerza, ni la propiedad ni la vida privada sobrevivirían tal y como las conocemos. Si el argumento es válido y correcto entonces la propiedad privada, la vida privada, e incluso el individuo moderno es una obra política ad origen (a partir de los materiales de derribo supervivientes del mundo antiguo).

El Capitalismo Liberal va a renegar de todos sus orígenes, aquí sólo apuntados, en nombre de su propia originalidad histórico-natural. Pero negar algo, aunque sea a los propios padres, no hace que este algo desaparezca. La superación de la esclavitud antigua y moderna funciona, así, como la superación del desprendimiento y la trascendencia religiosa del cristianismo y el Estado: sólo los pobres entrarán en el reino de los cielos; por qué acumular riquezas que serán pasto del tiempo y de los gusanos aquí abajo, en vez de preparar el alma para la eternidad con Dios, que acaso también esté aquí abajo, como el Reino de los Cielos; más sencillamente, de qué te sirve ganar el mundo si pierdes tu alma.

El Capitalismo Liberal se presenta a sí mismo como la superación de todos estos residuos del pasado, de todas las antiguallas que han trabado el libre desarrollo humano en el mercado, de un largo proceso histórico de superación y lucha, de secularización, de liberalización de los individuos, no solo de la tutela del grupo sino de los implacables lazos de la Naturaleza del progreso material y tecnológico etcétera. El mundo de libertad y de bienestar que se abre así, nuevo, por primera vez en la Historia, que conocemos ahora, sería el fruto último o penúltimo de esta liberación fraguada desde las revoluciones burguesas contemporáneas.

Llegamos así al último eslabón articulador de la triada del liberalismo: propiedad privada-libertad individual-progreso material y cultural de la humanidad. Fin de la historia.

Hay que distinguir progreso y libertad. Lo que aquí se cuestiona no es el crecimiento económico y la prosperidad material (asimétrica), conocidos por los países industrializados y por sus herederos post industriales, desde el final del siglo XVIII en Inglaterra. Occidente. Incluso si se admitiese que tal progreso en la producción, la tecnología y las formas de organización del trabajo es compatible con la libertad de empresa, o incluso inseparable de ella, por no hablar del ecosistema, de la Naturaleza como condición de su sostenibilidad, esto no es lo mismo que hablar de la libertad humana. Si pudiéramos medir, cuantificar la riqueza creada por la humanidad industriosa bajo la fórmula jurídica de la propiedad privada individual y la libre empresa, (autonomía del ámbito económico y heteronomía respecto a él del político que lo sustenta), y comprobar su crecimiento espectacular a lo largo de los últimos dos siglos largos, eso no demostraría aún que dicho progreso esté relacionado con un incremento de la libertad humana (como dignidad humana), o incluso del bienestar humano entendido en un sentido no exclusivamente material, a saber, como enriquecimiento de sus relaciones con los otros y con la Naturaleza, de su conocimiento y su sensibilidad no reductibles a un saber técnico-científico; de su disfrute estético y ético de la vida; de su capacidad de bondad y belleza, etcétera, etcétera. Nada de esto quedaría demostrado.

La esencia o al menos uno de los rasgos fundamentales del capitalismo liberal, es la bondad innegable del trabajo asalariado frente al trabajo esclavo y a las relaciones de servidumbre. Esta bondad no estriba sólo en su aspecto moral superior (universal), sino también en su mayor eficacia económico-técnica: el trabajo asalariado no solo es más justo y más defendible éticamente que el trabajo no libre (siervo o esclavo), sino también más productivo. Quien escribe esto no lo pone en duda de ningún modo.

Lo que está aquí en cuestión no es la mayor eficacia ni la mayor productividad del Capitalismo Liberal con respecto a las formas de producción anteriores, sino la triada que aquél exige se le reconozca como su aportación original: propiedad privada/libertad individual/progreso social, en lo que se refiere al valor, articulador del conjunto, de la libertad humana.

Nunca hubo en todos los siglos anteriores de la historia, sociedad con más medios y bienes económicos a su disposición de tan amplios grupos de población, como la nuestra. De esto sin embargo, no se puede inferir ni que la causa de este enriquecimiento material haya sido la articulación de la propiedad privada con la libertad de los individuos, ni que esta última haya sido su consecuencia. Lo cual no quiere decir tampoco, que el contexto institucional cada vez más planetario, donde esto se ha producido, no haya incentivado y favorecido, impulsándola, la actividad y la iniciativa empresarial en pro del lucro, (sobre la seguridad jurídica de la propiedad privada), ni que la búsqueda de los beneficios crecientes, obtenidos así por las empresas, no haya favorecido el crecimiento económico y la actividad, con independencia del elemento central de la triada.

Hay que precisar además, una cuestión importante: cuando alguien contrata el trabajo de otra persona entabla con ella una relación anterior a la producción de cualquier bien económico; lo que se contrata, a diferencia por ejemplo del domestic system o de los sistemas de pedidos preindustriales, o del mecenazgo, o de la compra por encargo, de productos de taller, etcétera, en el mundo de los gremios, lo que se contrata aquí no es la adquisición del bien económico a priori, producido descontado los costes en materias primas, materias elaboradas, herramientas, locales etcétera, que pueden correr por cuenta del pagador del salario; quien contrata a un obrero asalariado en una fábrica, o a un administrativo en un banco o una compañía de seguros, no le anticipa el sueldo descontados todos estos costes e inversiones, que corren de su cuenta, a cambio del bien que dicho asalariado va a producir, como si se tratara de una compraventa por anticipado; lo que contrata a cambio de un salario no es el derecho sobre ese bien, aún no producido, sino la capacidad general del trabajador para producir este bien económico u otro; es decir, se paga un salario por una cualidad y potencialidad humana, por una capacidad inseparable de la persona del trabajador, y no por el bien económico a producir; la propiedad final del bien se da por descontada por el empresario.

Aquí se establece una relación “libre” de compraventa o de alquiler, no entre un sujeto de Derecho y un bien u otro sujeto de Derecho similar, que se apropia de él a cambio del precio o salario, sino la compra de una capacidad humana. No se trata, pues, de una relación de dominio, salvo que se admita que el trabajador asalariado durante el tiempo en que cede su capacidad de trabajo a cambio de un precio (salario), no es un sujeto sino un objeto, como lo era el esclavo (el esclavo es una cosa porque él no es de su propiedad); sino una relación de imperio, de subordinación de una persona a otra.

Visto así, y con independencia del valor final del salario o de las condiciones del trabajo, etcétera, el trabajador asalariado no aparece gracias a la libertad humana, simétrica, del trabajador y de quien lo contrata, sino por la capacidad, garantizada jurídica y políticamente, que tienen ambos como propietarios de sí mismos, para usufructuar en exclusiva y vender su propio cuerpo, el trabajador como propietario y señor de sí mismo (a diferencia del esclavo), en virtud de su conciencia emancipada de lo otro (comunidad y Naturaleza), y el empleador, como propietario además de su cuerpo, del dinero con el que compra la capacidad de trabajo inseparable del empleado, como persona, como ser humano viviente.

Así, la separación entre trabajo esclavo, servidumbre y trabajo libre o asalariado, no es cualitativa sino solo de grado, entre dos extremos históricos. Entonces la propiedad privada no es, como quiere el capitalismo liberal, la condición imprescindible e histórica de la libertad frente a la esfera del dominio extraeconómico del poder político, del Estado, el señor feudal, etcétera, sobre los individuos; sino la condición jurídico-política que, sin la presencia de una forma institucional, política, no se dirimiría sino por la pura fuerza Hobbesiana. El Estado permite el dominio de unos sujetos por otros a partir de la servidumbre de cada uno como su señor y su propiedad. Así es posible que los propietarios de los medios de vida y producción, de sus bienes, puedan adquirir libremente el trabajo como capacidad humana anterior a la producción. Pero el trabajador solo puede vender su capacidad para producir tal o cual mercancía en tales condiciones, porque no es un esclavo, sino su propietario y a la vez, su propiedad. Para su pagador, el patrón, esta “libertad” del asalariado es imprescindible. Lo que hay es un desdoblamiento originario, como un pecado original, anterior incluso al contrato, tanto del que compra como del que vende.

Y por eso, por ejemplo, el capitalismo liberal acabará rechazando el trabajo infantil, pues los niños aún no son los dueños de su cuerpo y sus capacidades, por lo que no pueden venderlas ni enajenarlas, si no es con la aprobación de su familia. Ellos no son sus propietarios y, por ende, no pueden disponer de sí mismos como cosas (como su bien). Pero cuando existía el trabajo asalariado infantil, en los comienzos de la Revolución Industrial, eran los padres precisamente quienes validaban y disponían de esta compraventa, como en el caso extremo de los padres que vendían a sus hijas a prostíbulos en el Japón o en la Corea (período Meiji). Puesto que los adultos sí que son dueños de su cuerpo y de las capacidades de éste, y legalmente son reconocidos como responsables y usufructuarios de sus actos, y sí pueden vender no solo su trabajo sino también las capacidades de aquellos otros que están bajo su tutela y a su cargo, como en aquella época eran los propios hijos. Así ocurría con el trabajo infantil cuando éste se desarrolló en los albores de la Revolución Industrial, por no hablar del abuso sobre las mujeres (consideradas como menores dependientes del marido, el hermano, el padre o el hijo varón, a efectos legales, económicos). Sólo el propietario pleno de su cuerpo, como portador de una conciencia individual y libre, emancipada de lo otro, puede perseguir en el mercado su propio beneficio, y está en condiciones de hacerlo, porque es propietario libre de otros bienes y capacidades, ya sean de recursos naturales, animales, plantas, etcétera, como de otros seres humanos, también “libres”. Para el capitalismo liberal así, la propiedad privada de uno mismo es la base y el origen de la libertad individual y de la prosperidad humana, una vez que las instancias políticas, extraeconómicas, la reconocen, la protegen y permiten su libre desenvolvimiento, haciéndose a un lado, manteniéndose al margen, dando un paso atrás en nombre de la libertad y el progreso. Hasta el soberano es un sujeto privado.

Para no vulnerar la libertad individual, el individuo adulto se convierte así en un sujeto del Derecho y, desde su conciencia y su cuerpo, como propietario exclusivo de ambos, puede lanzarse a la concurrencia, el pacto, la apropiación pacífica de toda clase de bienes, en un mundo de individuos propietarios. Una vez separados el poder político y el ámbito económico privado, ya que el mismo se instituye a partir del desarrollo histórico del Estado Moderno.

El primer bien sobre el que cada individuo libre instituye su dominio como propietario, es él mismo. Quien no es dueño de sí no puede ser dueño de nada. De este modo, la libertad individual y la libertad económica que propugnan los liberales, tiene su punto de partida, su carta de nacimiento, en el mismo punto donde firma su acta de defunción. En este mismo acto constituyente de la propiedad sobre uno mismo, es su propietario y su propiedad.

La triada liberal, que articula propiedad privada/libertad individual/y progreso general, nace así muerta en su mismo principio, pues en cuanto yo digo refiriéndome a mí mismo, que soy libre como propietario de mi cuerpo y de sus capacidades, por poseer una conciencia libre (emancipada de lo otro), y que me pertenecen como un bien del que puedo excluir a todos los demás si así lo deseo, y que puedo disfrutar en exclusiva solo,  dándole un uso u otro, y que puedo enajenar vendiendo temporalmente, donando por ejemplo sus órganos, etcétera. En cuanto hago esto, dejo de ser un ser humano libre y me convierto en el individuo (indiviso) objeto ideal de mi propiedad. A partir de ahí, el resto del mundo, la sociedad, la naturaleza, el conocimiento, el arte, la cultura material e inmaterial, que me han hecho lo que soy (y no otra cosa cualquiera), en suma, todo lo otro, desaparece como parte de mí y a la inversa, muere mi humanidad: deja de ser el ámbito de mi libertad, mi vida, mi dignidad como persona. Pues yo ya no puedo pertenecerles como mi propiedad.

Que el progreso económico, técnico-científico, la riqueza, la capacidad de producción y destrucción de una parte de la humanidad, a partir del triunfo del capitalismo liberal, sobrepasa al de cualquier otra sociedad del pasado, es quizá una de las grandes verdades del liberalismo político y económico. Pero el precio de todo ello ha sido la libertad humana. El liberalismo no ha alumbrado sino enterrado esta libertad como mi propiedad.

 Carlos Almira Picazo

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