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La ficción social especulativa

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 22/04/2024

los-nombres-olvidadosLa ciudad de los nombres olvidados
Olympia Frick
Estuario editora, 2023
Montevideo, Uruguay
394 páginas

 

El seudónimo de Olympia Frick, la autora de esta novela atípica —atípica en el reino de la novelística uruguaya, salvo algunas pocas excepciones como Ramiro Sanchiz (con la novela Trashpunk, pero tiene una veintena de publicaciones), Ana Solari (la novela Scottia, por ejemplo), Tarik Carson (El hombre olvidado, novela, y varios cuentos), Leandro Delgado Rey (Ur, novela), Carlos María Federici, con varias publicaciones entre policiales y de ciencia ficción, y el infaltable Mario Levrero con una prosa de ficción muy particular, además de Ruido blanco, una publicación regular de cuentos de ciencia ficción—, nos presenta a una escritora que, además, es ex senadora y doctora en ciencias políticas, la lideresa del grupo político Casa Grande, integrante del Frente Amplio, Constanza Moreira.

De todas formas podría llamar la atención que alguien vinculado a la política escriba sobre ciencia ficción, pero esto es engañoso, por dos razones: por un lado la política busca ofrecer soluciones a los problemas del hoy con la proyección al futuro, por lo que eso que está más allá, y que conforma la utopía, estará siempre presente y, por el otro, ¿acaso no escribimos para los lectores del futuro, puesto que estos leerán y pensarán después de lo que ya ha sido escrito? Por ello, lo que se escribe se leerá y tendrá sentido en el después.

Además, anotemos, esta novela también habla de lo político y desde lo político-social, por lo que podemos concluir que, en esencia, el escribir, en Constanza Moreira, es otra extensión de la política, el hacer política por otros medios.

Ya anteriormente, en setiembre del año pasado, la autora había ganado un premio por su relato Correspondencia, en un concurso de cuentos de ciencia ficción organizado por la editorial MM Ediciones. Además de ello, en el año 2001 había publicado Diez relatos fantásticos, todo lo cual nos lleva a concluir en que la ciencia ficción no es algo extraño a su escritura.

En cuanto al uso del tiempo que va a emplear, y que conformará una marca de estilo, dirá, en página 13: “No sabe que esto que ve es parte del pasado, porque no sabe que las ciudades se entremezclan sobre la misma trama y se espejan a sí en el corazón del tiempo. Un tiempo que no transcurre lineal hacia adelante, sino que late una y otra vez, y en cada contracción un mundo se construye y otro se destruye”.

Participante activa de los talleres del escritor uruguayo Mario Levrero, combina realidad y fantasía para intentar componer, o al menos atisbar, un (necesario) nuevo mundo.

Las ciudades gemelas
En el origen de la novela hay dos ciudades gemelas que funcionan como las dos caras de una misma moneda, anverso y derecho: Ohm y Oras. Algunos antecedentes se van deslizando en la narración: hubo una guerra, una primera secesión, los azules y los rojos. Hubo una elección y, particularmente, se dicen las mismas palabras entre los contendientes, los mismos discursos, “la ceremonia y los personajes eran tan parecidos a lo que los (que) habían presenciado del otro lado de la ciudad”, como una copia; los mismos argumentos, “hombres de similar estatura, de ojos claros, acompañados de mujeres menudas canosas y rubioblanquecinas, diciendo lo mismo”. (p. 15) Hay clones, dobles y, sobre todo, desmemorizados. Porque hay, y esto es un elemento fundamental, un Instituto de Desmemorización por el cual, con técnicas que podrían deberse a una tecnología superior (de allí, también, el elemento de ciencia ficción), se le extirpan recuerdos, vivencias, partes de su yo e información de eventos importantes, traumáticos. Ese mismo instituto es puesto en duda sobre su real capacidad: “No tenemos tantas herramientas para extraer recuerdos específicos. Sólo se pueden borrar áreas enteras de memoria. Y por ahí se va mucha cosa… incluyendo algunas habilidades (…) como manejar… cocinar… leer…”. (p. 98) La desmemorización contiene una “cápsula de la memoria” de lo que ha sido borrado temporalmente, por lo que esta sigue estando allí, por más que existan algunos impedimentos físicos para su restitución total. De allí la importancia, real, tangible, de la memoria en la historia de los pueblos.

La autora, con esa licencia creadora que podríamos pedir a quienes escriben ficción, incluye una cita sobre la creación de la mujer, en la versión de Nicole Krauss: “Dios creó a Eva a partir de la costilla de Adán (…) porque primero tenía que crear en él un vacío, un hueco que pudiera ser llenado por la experiencia del otro…”, porque la mujer, las mujeres que se asoman en esta novela ocupan un lugar preponderante. Después de todo el amor era “la paz y el fin de la soledad y el dolor”, ya que, como dicen las feministas actuales, “si duele, no es amor”, y el dolor no se refiere únicamente a lo físico.

La desaparición de uno de los personajes, masculino, sin embargo, Bruno, que es periodista y trabaja en un diario, dispara la pesquisa, pesquisa en cuanto a los hechos pasados, los antecedentes, y los sobre hechos que se suceden a raíz de ese incidente (del mismo modo que un hecho personal, asumido en determinado momento —como el caso Dreyfus y la participación de Zolá, que inauguró la intelectualidad— pueden ser un mojón en la historia, un parteaguas, un punto de inflexión. Bruno es, en su caracterización, un “hombre grande y fuerte, de mandíbula cuadrada y manos carnosas”, y aquí la fortaleza supone ideas e ideales firmes.

Una voz, la del narrador —de la narradora que, por momentos, se superpone a la autora, aunque tiene su voz propia—, nos informa que “Edna se estaba desmoronando”, aunque la voz, o el comentario, parece ser de Mara, otra de los personajes, pero pasado por el tamiz del narrador. Más adelante se da la relación entre Mara y Melanie. La primera es formal, “usa ropa clara, de hechura simple y recta”, y la otra es “aniñada, hosca, rebelde. Viste pantalones de cuero, lleva la cara llena de piercing, se junta con lo peor de la ciudad, consume drogas y alcohol, y nadie tiene muy claro de qué vive o dónde”, y anotará lo que tienen en común: “historias familiares poco claras, marcadas por la tragedia o el abandono. Y ambas haber estudiado filosofía”. (p. 180) Sin embargo, explícitamente, Mara dice que “la conocía desde que ella había llegado allí, hacía varios años. Era una mujer triste, de edad indefinida, con un aire de belleza antigua, y una voz gruesa fascinante que se arrastraba con una fonética clara y distinta. Había sufrido la muerte prematura de su esposo de una manera brutal y terrible y se había ido a vivir a la ciudad, en un programa que el Triunvirato habilitó para lingüistas interesados en la doble fonética del lugar”. (p. 20-21), de lo cual podemos decir que, en cuanto a la forma de gobierno se había adoptado la figura de un Triunvirato que, a simple vista, puede resolver y tomar decisiones sobre asuntos importantes, aunque sea en el dos por uno por cuanto dos voluntades suman más que una única pero que, aunque no lo dice, hemos de entrever que, en realidad, todos están de acuerdo en las medidas que se toman, las cuales, como podemos imaginar, algunas de ellas fallarán, aunque más no sea por una cuestión estadística (podríamos aplicar, en el caso uruguayo, la experiencia del Colegiado y sus dificultades de funcionamiento). Edna, por otra parte, en las particulares caracterizaciones que hace la autora, “tenía una boca gruesa y unos ojos marrones y oscuros, de expresión interrogantes”.

Se cuelan, cada tanto, trozos del cancionero popular y sus autores, Alfredo Zitarrosa, por ejemplo, hasta que aparezca Alcione, música brasilera, el pagode, la samba, en una mezcla heterógenea donde estará la absenta, la psicolina —una droga fumable, muy potente— y hasta un remedio llamado “mizraje”.

Hay algunas frases, sin embargo, que son lugares comunes: “nacer era un destino y morir era un accidente”, o “como si le hubieran desconectado los circuitos eléctricos del cerebro”. Las escenas se demoran unos instantes, se prolongan; los personajes parecen no reaccionar, se mueven con lentitud, como si tuvieran miedo a dar pasos en falso. Algunos personajes, como el suboficial Migues, no saben hechos que nosotros, lectores, sí sabemos, recurso que intenta que el lector pueda ir atando cabos y entienda los acontecimientos que van sucediendo.

Las cuatro palabras principales que una de las protagonistas, lingüista y, por tanto, ya desde el inicio se nos estará diciendo que hay un trabajo sobre las palabras y su (verdadero) significado, y que también usa a las palabras como puentes colgantes: “aún la intuición, que es un conocimiento sin interferencia, precisa palabras”. O, por ejemplo: “…no hay más palabras que cosas, y que cada hecho necesita una palabra que lo defina. Que las palabras sirven para guiarnos como faros de comprensión en medio de un mundo abigarrado y poderoso. Un mundo que necesita ser ordenado por las palabras para comprenderlo. Las palabras son un orden”. (p. 392).

Y esas cuatro palabras fundamentales son: patria, con su derivación correspondiente, que viene de pater (y de allí la referencia al padre, como el guía de una nación o el pueblo en el que nació el padre, ese lugar que, a todos, cada uno por su lado, nos ha tocado nacer y al que nos dicen que hemos de venerar, como si el hecho de haber nacido en un lugar determinado nos inaugurara, de un saque, el gentilicio, el ánimo y el ánima, es decir, las cosas supuestamente buenas que tiene el ser de un determinado lugar, la idiosincrasia); origen y dominio de todas las cosas, y que en Ohm es así pero en Oras no, porque “para ellos era la comunidad (…) un apego fundamental, un cemento de afectos que no emanara de autoridad alguna”. La muerte es otra de esas palabras fundamentales, como equivalente al fin de la vida. En Oras la muerte era el fin de algo, en Ohm, mientras tanto, era el cero absoluto, significado metafísico. El morir, allí, era algo accidental, sin consecuencias demasiado importantes. Dios era la tercera palabra. Este Dios “sobrevolaba la ciudad como un fantasma”. Estaba también, unido a esto, la nostalgia, como un “deseo doloroso del pasado”. La cuarta palabra es amor: “un verdadero misterio, en medio de la guerra, y la violencia, y la miseria”. “En Ohm la palabra amor viene de madre”. Y si, de algún modo, sintetizáramos la obra, esos cuatro elementos constituyen el eje de la novela.

Ambas ciudades tienen sus particularidades. Oras, por ejemplo, está en un lugar periférico, marginal, “muy a trasmano de las rutas del tráfico y el dinero” (y habrán descripciones, y comparaciones plásticas como sobre las aceras, “levantadas por las raíces de los plátanos correosos y manchados como el torso de un marinero”) y, por eso Oras tiene playas. Al norte de Oras se extiende el desierto rojo, al sur el mar. “Oras, la tierra prometida”, es presentada como un oasis. “La ciudad comienza, como tantas, con barriadas populares de casas de ladrillo y barro sin revocar, construidas de cualquier manera alrededor de la carretera, unas sobre otras. El paisaje de la ropa colgada, los niños, la basura, los perros es tan familiar a Marc como el paisaje de la guerra. La guerra y la pobreza”. (p. 175) Pero, en cuanto nos vamos adentrando en la narración, hay nombres de ciudades que nos son familiares. Está Dolores —con toda la implicancia que da ese nombre y su carga de sufrimiento aunque, en otra arista, pudiéramos considerarla como el alumbramiento, los dolores del parto, y, por ende, del nacimiento de algo que, a priori, será algo bueno.

Así, entonces, la protagonista, Edna, se ve buscada por la policía. Ella, a la vez, busca a Bruno, y sus pesquisas levantan ciertas alarmas, sobre todo, después iremos sabiendo, de la policía secreta, instrumento del terrorismo de estado que, por medio del terror, busca controlar que las cosas no se salgan de cauce, en una combinación de la política y lo policial, sobre todo, en el mantenimiento del status quo. “El auto estaba codificado para andar por Oras, no por Ohm. Lo había olvidado. Su campo electromagnético sería rápidamente detectado…”, lo que sugiere una fiscalización fronteriza sobre todo por medios tecnológicos y un control excesivo. Edna, además, venía de otro país, “su tierra oscura y fría, cubierta de blanco nieve tantos meses al año”, entonces asoma, así, la conformación de un mundo, el adentro y el afuera, están esas dos ciudades y hay otros lugares, países, regiones; uno termina por tener esa representación mental tan incrustada en nuestra comprensión cerebral, superponiendo el mapa de esas ciudades con el mapamundi terrestre, donde hay lugares de nieves y otros de playas, luces y sombras y degradée.

Comenzará la persecución, pues, una persecución que se traslada a toda la novela, con lo cual esta entra en un terreno casi policial, y en la que cada uno de los personajes buscará, perseguirá, su propia respuesta, personal, y habrá, también, una búsqueda colectiva que inquirirá sobre su propia composición y que, cuando terminan confluyendo en áreas, en estamentos, en colectividades con intereses comunes y legítimos, se llega a la verdad.

Los personajes van en parejas, lo que plantea la dualidad, la dialéctica y una teoría acerca del doble (de que todo es pasible de tener dos caras, dos estados de ánimo, yin y yang), así como hay dos ciudades que, en última instancia, son una y la misma sólo que han seguido un desarrollo distinto. Porque la verdad, entonces, se encuentra en la sumatoria de todas las trayectorias humanas, se conozcan o no. Detrás de esto, quizá haya una visión particular, la de la autora, que entrevé como única salida lo colectivo antes que lo individual, la propiedad colectiva antes que la privada, la solidaridad y la sororidad.

Y cuando Edna, entonces, tiene que abandonar el auto y pensar en huir, huir antes que la puedan detener, “todo lo que puedo hacer es correr —pensó—, correr desesperadamente hasta que se me acabe el aliento, correr como los perros, como los caballos, como las liebres. ¡Ojalá corriera como las liebres!” Pero era menuda, tenía los pies pequeños…” (p. 31). “De pronto, siente que conoce el bosque en cada detalle de su territorio, cada piedra, cada árbol, cada claro de arena en medio del follaje, cada rama caída, la alambrada más allá de la ciénaga, el lecho barroso del manantial, la algarabía de los benteveos sobre el monte de ombúes. No sabe cómo lo sabe, pero lo sabe”, hay “una memoria activada de pronto, por algo más ancestral que el miedo”, es entonces que podemos intuir que hay algo más, algo más grande, más importante, que es anterior a lo que leemos y que refiere a la naturaleza, como un organismo vivo, porque entonces la historia, cuando cuadre, se desenroscará y mostrará, una a una, las piedras que fuimos dejando por el camino, para reconocerlo y no perdernos. Ahí hay otro misterio.

“La vida es puro dolor, de principio a fin”, dice la protagonista, llevada por la perspectiva negativa de lo que nos pasó en la vida, que, para decir la verdad, se nos presenta casi de inmediato, mientras que lo bueno, lo optimista, salvo dos o tres hechos paradigmáticos, y que nos conforman, son herramientas más escasas, casi olvidadas en el fondo del galpón. “Era el intento de empujar el borde con las dos manos hacia afuera hasta vencerlo. O hacerle una hendidura al muro invisible para sacar la cabeza hacia el otro lado y respirar el aire de otra vida”. (p. 35)

Y si dijimos policías, aparecerán en acción dos tipos distintos. El suboficial Migues, que entra en escena tras la desaparición de Bruno, cuya imagen es bastante deprimente: “los ojos inyectados en sangre, las ojeras violáceas, la barba azulando el mentón con la tonalidad propia de los cadáveres en la morgue”. Este suboficial admira a los ladrones que no cometían tropiezos, “pero eran cada menos”. El jefe de policía del departamento 20, mientras tanto, Antón, y la historia de la entrega de su querida (Laura) al pequeño Klaus, su jefe político, un hombrecito ruin, nos sumerge en conciliábulos de politiquería y corrupción. Y de ese modo, ese mundo del futuro ya no parece tan distinto al nuestro.

También aparecerá, dentro de la “fauna” citadina, como tribus urbanas, los borderos, como en un tiempo fueron “las termitas” de Ciudad Vieja o alguna otra banda que funcionaba por el Prado o en el Cerro y que, conocedoras del territorio, podían, hasta cierto punto, transitar y cometer una permanente actividad “ilegal”. Los borderos se reúnen en un local de una vieja imprenta anarquista, lo que nos remite a esas luchas obreras que siguen, en el tiempo, como una memoria vieja de algo que no puede ni debe morir nunca. Además, siguen la táctica de la acción directa (que es, claramente, una táctica anarquista que privilegia la acción), y tienen una radio clandestina. Los borderos son, como el nombre lo indica, quienes pueden cruzar los bordes, las líneas fronterizas, y lo hacen por túneles que, lo iremos viendo, se bifurcan y contienen, en uno de sus ramales, las instalaciones subterráneas y clandestinas del servicio secreto, donde detienen y torturan y donde su jefe, Miko, “un comedor de carne” (“así le llaman en Ohm”) despiadado, comete todo tipo de tropelías, incluso sexuales, y “que ha adquirido un placer del que no puede prescindir”: “le gusta violentar y torturar a los seres humanos”. “El hombrecito era irascible, violento y no le gustaba ser contradicho. Su vestimenta era un poco absurda: una suerte de chaqueta larga y pantalones negros símil cuero que seguramente consideraba el atuendo más adecuado para una apariencia feroz”. Es la expresión del torturador que termina satisfaciéndose en su “tarea” y que demuestra una personalidad esquizoide. En la labor de Miko, el jefe de la Policía Secreta, “…los niveles de perversión se habían agudizado con el tiempo”. Esos borderos “insisten en hablar esa media lengua incompresible que ellos creen que se parece a la lengua originaria”, no terminaban de desafiar los límites entre ciudades sino  que, por el contrario, al ocupar un lugar físico de hecho están consagrando la frontera. “Al final, el poder los había alcanzado a todos”.

En su ciudad no existían los animales claros. Todos eran oscuros, los caballos, las gaviotas, negrísimos los gatos. Hay una fotofobia que sufren los de Oras, una fobia a la luz.

También hay una duplicación en los personajes, dijimos. Marc, amigo del desaparecido Bruno, fotógrafo que trabaja en el mismo diario que él, se relaciona con Aisha, y por su intermedio continuará el relato y la búsqueda. Hay una guerra en alguna parte (siempre hay una guerra en alguna parte) y una definición sobre esa ciudad: “Oras era un lugar imposible. Una ciudad bloqueada, suspendida en el tiempo, incomprensible”. Marc estaba “asqueado de la guerra”, porque es despiadada, con  muertos por todas partes, pero “lo que más había visto era mujeres llorando. Niños con los labios apretados, tragando rabia y saliva. Y ese aire de desesperanza de los hombres y mujeres pobres, curtidos, descartables, que eran iguales a tantos otros…” (p. 49). Hace un comentario sobre las elecciones, donde “habían ganado en la ley”, donde se puede suponer que “podía ganarse fuera de ella”.

Aunque debiéramos ubicarnos en un escenario otro, las frases nos traen a una realidad conocida: “Dice mi padre que ya llegará desde el fondo del tiempo otro tiempo” y “en mi país qué tristeza”, y, en  mayúsculas, “la única lucha que se pierde es la que se abandona” que refieren, respectivamente, a Zitarrosa y al Ché Guevara. También hay una referencia a “Picnic extraterrestre”, novela de ciencia ficción de los hermanos Strugatski, “prohibida en los primeros años de la secesión, y hoy objeto de culto”, donde un grupo de hombres buscan comprender la basura alienígena que otros dejaron, encontrar la “bola dorada” que cumplirá todos nuestros deseos, y que plantea la posibilidad de que no estamos solos en el universo pero, a la vez, que los seres humanos no somos, en realidad, nada importantes.

Y según dice Marc, Bruno estaba investigando la huelga de una cementera, y, en su visión, Edna “era pálida y silenciosa”, en tanto Bruno era “un gigante bullicioso y alegre”, por lo que hay una unión de los contrarios, dialéctica. Las descripciones, que es una forma narrativa que utiliza con precisión la autora, por la que nos sugiere otras maneras de aprehender la realidad, es concretada. En palabras de Marc sobre la ciudad de Oras, la Ciudad Roja, dice: “un balcón de rejas entrecruzadas refrescado por la sombra de una higuera, la línea del mar en el horizonte, un gato negro dormitando encima de un sillón desvencijado”, donde se nos muestra algo retro, vintage, en esa visión. “La cementera había sido desguazada poco a poco, por sucesivos dueños, y en cada desguace, decenas de trabajadores habían perdido el trabajo, y luego sus hogares. Habían ido acampando alrededor de la cementera. Ahora que prácticamente todos estaban sin trabajo, la cementera estaba ocupada, salvo una pequeña área que habían dejado operativa con la esperanza de que aquellas máquinas pudieran funcionar algún día”. (p. 148-149)

En la historia, Marc se queda en la posada El Ceibo (muy uruguayo el nombre, por supuesto, su flor es la flor nacional) y el árbol correspondiente estaba en la plaza céntrica: “Su ventana daba al árbol de la plaza, y en su pequeño balcón se amontonaban las aterciopeladas flores del ceibo, púrpuras y negras, granates y verdes, mostrando su belleza reservada” (hay hermosura en los contrastes del cromatismo que expone la autora). También Marc cuenta cuentos, y en uno de ellos están los aspectos claros de la ciencia ficción al referir “el cuento de los astronautas cuya nave estalló en el espacio”.

Otro aspecto de ficción (con-ciencia): “El Guardián es un ser extraordinario, ya que proviene de la raza de los guardianes. Los antiguos filósofos dividían a la Ciudad en tres clases (¡atención!): la clase trabajadora, la clase de los guerreros y la clase de los guardianes. Cada clase tenía una función específica y un lugar en la sociedad (…) A la armonía entre estas clases sociales se la llamaba justicia (…) La clase productora estaba dominada por el alma del bajo vientre, que es la que guía las pasiones humanas: el hambre, el sexo, los placeres de la carne (…) A ella pertenecían los campesinos y los artesanos, los zapateros y los carniceros, las modistas y los cocineros, los peluqueros y los empleados de las tiendas de expendio de tabaco (…) Los guerreros tenían el alma del valor, que se ubica en el centro del pecho (…) Se entrenaban militarmente desde la infancia, y la fuerza y el coraje eran sus virtudes (…) Los niños y niñas con defectos no podían pertenecer a la clase de los guerreros (…) Las muchachas amaban a los guerreros, y para  un hombre común, casarse con  una guerrera era como tocar el paraíso (…) La clase de los guardianes estaba definida por el alma de la cabeza, el alma racional. La única alma que te vincula a Dios (…), podían engendrar sacerdotes como políticos (…) El alma de la cabeza estaba desprovista de pasiones (…) estudiaban filosofía, física, matemática y lógica. También dominaban muchísimas lenguas. Los entrenaban duramente desde la infancia a soportar el frío, el dolor el hambre, para que sobrevivieran en cualquier circunstancia”. (extractos de las páginas 119-121)

Y “El Guardián está al servicio de Ohm, como los perros cuidan y guardan a su amo” (y aquí hay, es inevitable, una referencia al programa El Guardián, que se utilizó y se utiliza para las intervenciones telefónicas, en Uruguay, siempre y cuando sean expedidas por un juez). “El Guardián no juzga a Ohm, pero la ve. La ve exactamente como es”. Y, además, “…los obreros de la ciudad siguen siendo obedientes y serviles, sus amos siguen siendo orgullosos e inútiles, sus policías coléricos”. (p. 121) “Los amos se cuidan de dar órdenes al Guardián”, puesto que solo cumple órdenes. Pero claro, “la única pasión que se le había dado al Guardián era la de conocer” y por eso era capaz de registrar todos los recovecos.

A Antón, policía, le llueven los problemas: “Habían reportado la desaparición de un periodista, y ahora la mujer del periodista estaba inubicable. Se habían denunciado al menos tres entradas ilegales de las autoridades a casas de borderos, radios comunitarias, asociaciones de derechos humanos y gremios de meretrices. Estas habían protestado vivamente y habían amenazado con acampar en la comisaría si no eran protegidas en sus derechos. La huelga de la cementera se había derramado como cal viva sobre el descontento del pueblo de Oras, solidarizando al gremio de los transportistas y a buena parte de los de la construcción”. (p. 53) Y Antón sufre “la culpa como un tizón encendido; y a su alrededor, cenizas”, porque Laura “se había ido para no volver”. Y aquí está la culpa como algo mortificante, y que no cesa nunca.

Por otra parte, y mostrando los contrastes entre las dos ciudades, “las traiciones, la ambición, la indiferencia, la desidia, habían sido los males más comunes” de cuando el gobierno de Oras caía exhausto “presa del cansancio de los materiales que urdían su trama”. El contraste y la rivalidad, pero también el puente, permanente, invisible, que los une en un destino común: “y aunque Ohm era una ciudad pujante, de calles limpias y geométricas, con enormes casonas color arena y prolijos jardines, muy muy en el fondo, los azules no querían a Ohm. Hubieran querido vivir en otra parte. En los grandes centros del mundo, en las capitales señoriales del antiguo Imperio, o en las nuevas ciudades erizadas de rascacielos de vidrio y de titanio que dominaban los centros financieros donde se fabricaba el dinero. En cualquier lugar menos allí, compartiendo tierra con los hombres y mujeres de Oras, con su desidia y su fatalismo, con sus calles irregulares y polvorientas, con su lenguaje entreverado, su pasión por el mar, su natural pereza”. (p. 55) Los azules siempre “se habían atribuido más funciones de las que por ley les competían”, lo que demuestra un gobierno limitado, donde de un lado estaba Oras versus las bondades de las monarquías. Pero había un compartir el gobierno, en los papeles, un Triunvirato que era, en realidad, una ilusión.

Porque ellos, los de Ohm, eran, después de todo “señores respetados que mantenían a los bárbaros a raya. En el mundo no eran nada. Una escama de su periferia”, y en esa expresión de “bárbaros mejor vestidos” (hay un eufemismo, en contrario, a lo que los argentinos –algunos– dicen de nosotros, los uruguayos, como iguales a ellos pero peor vestidos) que es el pensamiento de Antón, la autora tuvo que escribirlo para evitar la ambigüedad, ergo: quiere ser precisa. Dice, y es una breve y sintética explicación de una de las técnicas narrativas que usa la autora: “Todo esto es el pensamiento de Antón que quien escribe ha puesto en su cabeza…”. (p. 55)

Otros de los personajes que aparecen en esta obra, son los rescatistas (en la figura de Lou), y son quienes rescatan cosas o gente de un lugar en el que están ocultas, o que fueron robadas; de alguna manera están emparentadas con los borderos. Y en el pensamiento de Marc sobre estas mujeres, dirá que “de jóvenes eran casi todas hermosas). Y estos personajes surgen para poder encontrar a su amigo, Bruno, puesto que son capaces de rastrear por los vínculos que tienen. Lou, en este caso, se ocupa, también, “de casos vinculados a la violencia de género”.

El tema de la violencia de género, poco a poco, va ganando espacio, y ya conocemos de la defensa que hace la ex senadora Constanza Moreira en ese sentido desde la agrupación política que dirige: Casa Grande. Las consignas, actuales, resuenan aquí, amplificando el mensaje: “Tocan a una, tocan a todas”, por ejemplo. Hay mujeres trans y una Asociación de Meretrices de Oras, organizadas y combativas. La policía secreta de Ohm, los “diagonales”, habían estado “limpiando” de prostitutas la ciudad, como antes había sucedido con los vagabundos, los extranjeros, y los “gais”. Se evidencia que hay síntomas de malestar social y en cualquier momento pueden estallar manifestaciones más o menos violentas, y, también, la represión. En ese marco, Marc, el amigo del periodista desaparecido, intenta averiguar su paradero a la vez que consigna, como “registrador” de la realidad que es, la real situación de Oras.

Hay una cuota de azar, como si fuera la fuerza que mueve el mundo (¿o es el destino?). Hay ofrendas en la playa, como vestigios del Iemanjá: flores, velas, puñados de maíz, rodajas de sandía… O expresiones curiosas: “los seres humanos eran unos bichos extraños cuando se enamoraban”, o “una niñez truncada que hace difícil calcular el tiempo” y que refiere a la pobreza que, en realidad, existe en ambas ciudades, aunque en Ohm no parece hacerse visible.

Edna y la fiebre que sufre en un momento permite hacer que el relato sea inconexo, como las vivencias de los sueños. El ser, estar, en abandono, es estar, también, abandonado de todo, fuera del tiempo y del espacio. Edna está en una casa en el desierto, esperando que su pierna sane y que su dolor pase. “La casa es pequeña, construida con la misma greda roja del desierto. Las ventanas están permanentemente abiertas, y la puerta es solo un tablón que se empuja contra un marco destartalado, sin cerradura alguna. Hay una silla, y una mesa pequeñísima. Un sillón grande con los almohadones contrahechos. Al lado de su cama, cubierta con un viejo colchón de muelle, hay una mesa de luz. Y encima una mesa de queroseno. Y velas por todos lados…” (p. 103), con un perro (como única compañía) que se parece a un lobo. El desierto, por cierto, está fuera de la jurisdicción tanto de Ohm como de Oras, es un terreno neutral en el que nada puede desarrollarse. El amor duele, piensa Edna que va tras las huellas de Bruno, pero también tras de Marc, que le mostró otra faceta, más carnal, del amor.

La desaparición de Bruno y el cambio de gobierno parecerían estar conectados, como si fueran dos extremos de una misma situación. “Había que prestar atención a dos hechos simultáneos”, y eso es lo que se expone aquí.

No puedo escapar de hacer una traslación a nuestra realidad nacional, dicho sin encono, solo como constatación: “No se vería bien que un jefe de Gobierno (como el de Ohm, y valga la aclaración, por los que puedan ofenderse) ande corriendo olas como un muchacho”; no hay manera de no percibir el equívoco: “El jefe de Gobierno se ha sentido un muchacho la mayor parte de su vida. Uno bastante infeliz. Y por eso ha desarrollado ese carácter duro y un poco intratable. Su pequeña estatura lo ha ayudado, también. Siente que tiene que levantar la quijada todo el tiempo para mirar más arriba”. (p. 125)

El aspecto social, en esta novela, cuestión que hemos mencionado, y cuya situación estaba por explotar, es, en primer lugar, un conflicto sindical que puede afectar a ambas ciudades, pero “en Ohm no hay huelgas”, y es una realidad alterna (y es alterna porque en Oras sí las hay, o las ha habido, y eso significa que hay, y hubo, un conflicto social, un conflicto de poder. Algo que anda mal). Y en otro de los costados del aspecto social, hay un niño pobre de Ohm, que podría ser “de cualquier parte”, y eso significa que, en él, están todos los niños pobres, que se revuelven como pueden para no sucumbir del todo. Ese niño pobre “no tiene nada. Pero vive. Y la vida se aferra a él como las plantas del desierto”. En Lou y Edna el niño es punto de unión entre ellas dos. Pero Edna, que es lingüista, “seguía estudiando las palabras y la lengua, porque eran lo único fijo y asible en medio de tamaña zozobra e inquietud”. (p. 253)

Y en ese marco, hay una particularidad que se anota sobre el uso de las eses: “Funciona en casi todos los idiomas, se espesan, se empujan lengua abajo con su silbido de serpiente. Malevos que fuerzan las eses hasta transformarlas en ches, autoridades de todos los rasgos que las espesan y las prolongan en frases altisonantes pronunciadas por lo alto en los micrófonos, mujeres que vuelven espesas sus eses como sangre o vino y las cantan en tabernas y palcos abandonados”. (p. 248)

La mujer del jefe de gobierno, en una caracterización psicológica y sexual: “Quizá no tiene inclinación al amor ninguna, y la falta de deseo es lo que la vuelve anodina, superficial, descartable”, por eso mismo la califica de estúpida (la autora pinta las intenciones, el pensamiento interior, de los personajes y, de esa manera, nos muestra sus facetas, amén que “era tan bella que resplandecía”. Su padre dice, con respecto a su madre “que no es ninguna estúpida”, “le ha sido tan infiel, ha sido tan violento y despiadado con ella que ni siquiera él, que la ama, ha podido respetarla”. Hay demasiadas explicaciones, uno puede perderse, aunque caracteriza al personaje, a uno de ellos, ni siquiera el principal). Y le ha sido infiel muchas veces, dice, “tantas que no puede ni recordarlas”. “Casi todas las mujeres bellas y estúpidas de las clases altas les son infieles a sus maridos”, sentencia.

De pronto parece retrotraernos en el tiempo con motivo de la muerte del padre del actual jefe de gobierno, “la muerte del rey”, el primer gobernante de la ciudad de Ohm, y nos dice que “es mejor morir que fracasar”, y en ese cuadro cae una lluvia “mansa y quieta, pero copiosa, al paso del cortejo de vuelta, después del entierro”. Y sin embargo una pintada, en el muro lateral del palacio, dice “Asesino”, con unas letras “del tamaño de un edificio” que refieren a su padre (el Tirano) que, según su madre, fue tan débil que consintió en instaurar un estado de terror. Le dice: “Tu padre montó la maldita Policía secreta cuando fuimos gobierno, hace veinte años. No la precisaba. Pero le daba placer tener el control total. Y, además, era paranoico. Vivió toda su vida imaginando enemigos y creándolos. Luego, los exterminaba. Le daba placer hacerlo. Pero antes, los humillaba”. (p. 138)

En torno al aspecto lingüista, que desde uno de los personajes se nos remite, evidenciamos que los dos idiomas “se parecen muchísimo”, y aquí veo, o quiero ver, una duda, un “engaño”, al hacernos creer que las dos ciudades son distintas y, en realidad, parecen espejo una de la otra y, si bien no son idénticas, por cuanto no están en la misma posición en el plano geográfico, ni político, deberemos esperar el momento de enterarnos que, como han debido ser una misma ciudad, se han partido en dos. Y esa partición, ficticia pero documentada, se lleva a cabo para que nazca una frontera y se dé la duplicación de los códigos, las virtudes y los cometidos, una especie de yin y yang arbitrarios, donde la cúspide del poder permanece en las sombras pero manipulando la realidad desde una ciudad sobre la otra, así como de una clase sobre la otra. Aunque tienen —y eso puede llevar a equívocos, como si hubiera sido un experimento sociológico—, una fonética diferente, las mismas palabras pero con una pronunciación distinta. “La idea de que las dos ciudades hayan sido una sola es una idea de los borderos” que, sin embargo, no pueden demostrarlo.

Las palabras —las denominaciones— nos revelan la procedencia de Oras u de Ohm, como “can”- perro, que son palabras olvidadas ya en una como en otra ciudad, porque si cambiamos los términos podemos transformar, o borrar, el pasado, y asignarle otro a nuestra conveniencia. Las palabras, definen.

Hay metáforas que sintetizan una idea, “como la sombra de un beso”, que no es un beso propiamente, pero tiene su latencia, o “pensamiento mosca”, que es un pensamiento impertinente, que va y vuelve, molesto.

“La paranoia es la realidad a una escala más fina”

La geometría de la ciudad demuestra dos estilos diferentes de planificación: “…el trazado de Oras es prolijo, coherente y detallado. Están las principales calles, iglesias, puentes, ríos. El trazado de Ohm es fantasmagórico y mucho menos detallado. Oras es una cuadrícula, y Ohm, un círculo central y varios círculos concéntricos”. (p. 186) “Ohm es una ciudad bellísima, con amplias avenidas y jardines cuidados. En cada plaza, en las veredas, se cultivan los tulipanes. Los hay rojos, amarillos, blancos. Enhiestos, duros, de colores rutilantes, esta flor dice mucho sobre la naturaleza de Ohm. Se le parece. Tanto como los ceibos y las buganvillas se parecen a la naturaleza de Oras”. “Allá, donde se alza la capilla, una llama ardiente recuerda a los feligreses de Ohm el sufrimiento de sus mártires caídos. Tiene algo solemne. Todo Ohm tiene un aire solemne, religioso, contenido”. (p. 190) Las cualidades de cada ciudad se extiende a la psicología de sus ciudadanos, por extensión. El territorio vertebra el modo de relacionarse de los individuos, lo planta en una geografía determinada, lo planta en la realidad concreta.

El maquillaje, la transformación de la persona en otra, que sugiere una intención de no ser reconocida —y de clandestinidad por la necesidad de salvaguarda—, la de Edna en Ohm y sus comparaciones con Oras. “El pelo ha sufrido varias decoloraciones, y de noche lo siente como paja seca al tacto y sueña que despierta con un montón de pelo en la mano que se le ha caído durante la noche. Pero el pelo ha aguantado todos esos trastornos, y luce perfecto. A veces siente un poco de escozor en el cuero cabelludo, pero no más. También se ha pintado las cejas. Usa en la cabeza un pañuelo de varios colores, de seda. Se lo ha comprado acá, y el precio es exorbitante comparado con cualquier cosa que hubiera comprado en Oras. Lleva pollera plisada y tacones. Y grandes lentes negros” (p. 191), una figura femenina moderna, los zapatos con tacones le dan cierto estatus.

La marca de los colores que hay en Ohm, los de Oras los “rechazan instintivamente”, como si hubieran sido configurados para rechazarlos, quizá como consecuencia de la desmemorización u otras técnicas ultramodernas, del mismo modo que, dicen, se utilizan las descargas de ciertos agentes químicos desde aviones para provocar ciertas conductas colectivas.

Las redes del drenaje, las alcantarillas por donde se puede pasar de Oras a Ohm, que son usadas por los borderos, tienen ramales diversos y me hacen pensar en la utilización de los mismos a como fue en Uruguay durante los tupamaros. Lo general y lo particular de la construcción subterránea se nos muestra así como lo que está oculto de la superficie, del gobierno y las instituciones: el Servicio Secreto “estaba en la misma estructura de manzanas centrales de la ciudad donde estaba el Ayuntamiento, la Catedral, el Palacio de Gobierno y la Plaza de los Mártires” (p. 192-193), es decir que tiene una presencia de importancia, y a otra construcción anterior, un piso más abajo. La policía secreta “debía tener sus calabozos bajo tierra”, para que no fuera evidente el destrato. “La violencia puede transformarse en un afrodisíaco poderoso, adictivo”, y eso resume la actitud del sadismo desenfrenado de Miko y su preferencia por los muchachitos, como el amigo del niño pobre que ha sido detenido y usado como su mascota sexual para hacer de él alguien totalmente sumiso, como un muerto en vida (de la misma manera que las perversiones sexuales infligida contra los presos del torturador ex coronel Manuel Cordero durante la última dictadura en el marco del Plan Cóndor, condenado en Argentina a 25 años de prisión por su paso en Automotoras Orletti en Buenos Aires).

Pero a la sombra de la represión, y como grupo de defensa, surge un pequeño grupo de ayuda, de autodefensa, que ha comenzado la acción a lo que vendrá, de suyo, la reacción, que será feroz. Ahora se medirán las fuerzas y para ubicar al muchacho —por el que se ofrecía recompensa, ya que se lo catalogaba de “peligroso delincuente”—, diez policías, “vestidos de negro avanzan con sus caretas de plástico transparente, armados de pistolas, cuchillos, gases lacrimógenos y granadas…”, son los diagonales que no tienen compasión alguna. Sin embargo, se necesitará una víctima para la expiación: “Su cuerpo queda solo allí, un buen rato. Nadie lo toca. Nadie lo llora. Está solo, completamente solo, como todos los muertos”. Para el muchacho, la vida “había sido un círculo de fuego”. Y las consecuencias no se harán esperar.

La revuelta
En la tercera parte veremos, en primer término, el punto de vista de Bruno que, como hubimos de suponer —y lo suponemos por ciertos indicios, el principal de ellos es que no está muerto, ha podido sobrevivir— está preso, detenido en un calabozo, en una celda que no tiene ventanas. “La ventana de su memoria es lo que lo salva de la locura del encierro”. Recordar es todo lo que le queda, y el dolor, porque es la señal “más poderosa” porque nos demuestra que aún estamos vivos, “sabe que los humanos no dominan la química de sus cuerpos sino al revés. Es la química de sus cuerpos la que los domina”. Así, la fábula de las ranas que, descontentas, matan al rey pero entonces necesitan entronizar a un nuevo rey, y Dios, “que pasaba por allí” les tiró un palo y finalmente llegaron a la conclusión de que el palo era el rey, y lo adoraron. La conclusión, entonces, es que “las ranas tenían merecido el gobierno que tenían”, pero, en realidad “…los pueblos no tienen el gobierno que se merecen (…) Se merecen más, mucho más”, idea que sale al cruce de esas frases que pretenden justificar las (reprobables) acciones de los gobiernos de turno y culpa a los pueblos de los desatinos del poder y su sed inconmensurable de dominio.

En el capítulo 28, El reencuentro, retoma el hilo, diez años después de la primera historia, la de Laura y Antón, el policía; es evidente que entramos en el tercio final, aunque falten, aún, 160 páginas. Ella ha cambiado, él, en cambio, sigue siendo el mismo si es que alguien puede seguir siendo el mismo que fue a través de los cambios que ha experimentado. La descripción de Antón, para hacernos recordarlo y que no lo olvidemos, parece estereotipada: “…había perdido pelo y ganado kilos” (todos cambian pero, extrañamente, están “igual que siempre”, con una autopercepción que, como se manifiesta de modo lento, no hace percibirnos de ella). “A ella le asoma una sonrisa pequeña como un rayo de sol en el costado del labio”, está un poco mejor, sobre todo en comparación, aunque se culpa de la muerte del joven.

Mientras tanto, Bruno, preso, a pesar del dolor, la tortura, “lenta, sistemática, prolongada”, logra reflexionar. “Siente que preferiría vivir en la oscuridad que todo el día bajo la luz eléctrica de esa bombita permanentemente encendida. Reflexiona sobre eso. Sabe que hay seres que viven en las fosas de los océanos sin ver jamás la luz”. Sentirá sensaciones de ansiedad al intentar comunicarse. Es Zack, su amigo del diario, preso también, por lo mismo, sea lo que sea y que es, en definitiva, querer saber lo que se oculta, escudriñar en las entrañas del poder, develar el misterio de la realidad “real” de las cosas. Quizá el hecho de que se comuniquen mediante clave morse resulte poco original, aunque se busca algo que parece comprender a otra época; de todas formas apenas les da para más o menos adivinar sus nombres (una vez mi madre me contó que, estando presa, silbaba algunos tangos para comunicarse y expresar ciertos estados anímicos con su compañero de entonces que también estaba preso, además, era una manera de manifestar que seguía viva).

El lobo como lobo del hombre
Lo primero que debe hacer un hombre, y eso es lo que lo debe guiar, es: triunfar, competir, aniquilar. En ese orden. Por eso nos dirá: “con el paso del tiempo olvida su vida anterior, ya no recuerda más la picana del amo, la resistencia del arado y el mismo paisaje repetido de la tierra roturada” que, como si fuera un animal y se lo sometiera al yugo brutal, él, de igual forma, se siente embrutecido hasta el punto de ya no tener voluntad ni fuerzas para rebelarse. La muerte, sin embargo, ronda, como fin y como escapatoria.

Y es allí cuando aparece la emperatriz, mero adorno que cobra un interés creciente en la historia que nos están contando —y nos preguntaremos por qué no surgió antes, puesto que tiene un papel para nada secundario, sobre todo en el desenlace, y nos ofrece ciertas claves, ciertas respuestas a preguntas que nos vamos formulando, sobre todo por qué sucede lo que está sucediendo, y eso no es menor—, y salió a la luz de estas páginas bebida, beoda, alcohólica ya, una emperatriz que “va durmiendo ese sueño sin sueños, ese tobogán oscuro hacia el vacío” en que ha quedado luego de la muerte del marido, el emperador. Y ahora queda su hijo, como si fuera una dinastía, y ella pasa a ser la madre del jefe de gobierno y cree que debe tener cierta ascendencia sobre él.

Las fechorías que se desatan, porque los hechos siguen una línea de consecuencias violentas, unas de otras, y la situación en Oras se resuelve en pequeños delitos porque “no abundaba el dinero, y a nadie parecía importarle la suerte de la ciudad”: así habrá “robos, crímenes, violencia doméstica y, cada tanto hechos inexplicables que la Policía simplemente archivaba. Como autos robados que aparecían a cientos de kilómetros de allí. Personas que declaraban haberse perdido en el río y aparecido en otro lado. Borrachitos que aseguraban que su cerebro se había apagado como una vela. Fallos eléctricos espontáneos y, por supuesto, los inefables avistamientos de ovnis y los cuerpos sobre las cabras que aparecían sin vísceras, fruto del llamado chupacabras, una leyenda local”. (p. 266) Aquí hay una concordancia con algunas manifestaciones actuales que, como es lógico, no nos parecen extrañas, pero sugieren que algunos mitos trascienden épocas históricas y se retroalimentan en el misterio y la superstición.

Es entonces, de la mano de una tecnología desconocida para los de Oras —y aquí vemos otro elemento clásico de la ciencia ficción, el avance tecnológico—, donde aparecen seres supuestamente intergalácticos.

Tendremos que recordar que Olympia Frick —o Constanza Moreira— escribió esta novela cuando el virus de Coronavirus (el Covid 19) se cebaba en el mundo, por lo que no nos extrañará lo que se cuenta en la última parte, donde se develan todos los enigmas. Es más, si nosotros, lectores, no hubiésemos pasado durante tanto tiempo a merced de ese virus —y todas las dudas, todos los muertos, los estragos económicos y un largo etcétera del padecimiento universal—, nos parecería un final totalmente literario, puramente ficcional. Pero detrás de ello está la realidad, eso tan esquivo y poco aprehensivo en que se nos torna la realidad, apenas oculta, como si dijéramos que la lucha de clases se pudiera detener —como pretenden algunos—, como si esta pudiera dejar de existir (en las condiciones actuales de nuestro estadio histórico) por la aparición de un virus.
El virus que es el de todas nuestras miserias.

Sergio Schvarz
Artículo publicado el 22/04/2024

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