Resumen
Se propone que la monumentalización en el espacio público ha sido cuestionada durante el estallido social chileno mediante prácticas corporalizadas de ajusticiamiento público. El análisis permite revisar los conceptos con los cuales se ha tratado de denominar al proceso, a lo que se formula la conceptualización tentativa de ajusticiamiento y se indaga en las consecuencias políticas que estos actos significan para el presente.
Introducción
Si nos damos el trabajo de revisar la prensa durante los últimos diez años, encontraremos que cada cierto tiempo se publica alguna noticia sobre la ‘vandalización’ de algún monumento público, específicamente de estatuas o bustos de personajes vinculados principalmente a la esfera política o militar y cuyas acciones en vida son evaluadas negativamente por ciertos grupos. Por ejemplo, en La Serena, vecina de mi ciudad natal Coquimbo y donde además desarrollé mis estudios universitarios, es frecuente que comunidades indígenas o grupos que los reivindican intervengan la estatua de Francisco de Aguirre con pintura roja o incluso quemándola. Similar destino ha tenido la estatua de Gabriel González Videla, pero esta vez desde grupos de izquierda, quienes aún recuerdan la persecución sufrida durante su gobierno. Estas acciones no suelen ocurrir en cualquier momento del año, sino que se realizan en fechas donde cierta efeméride dota de mayor significatividad social a la intervención, como el 11 de septiembre o el 12 de octubre.
Sin embargo, estas acciones que parecían ser solo escaramuzas de ‘grupos radicalizados’ o ‘vándalos’ realizadas para afectar la ‘paz social’ y ‘destruir el patrimonio de la nación cuya historia desconocen’[i], desde el estallido social comenzado el 18 de octubre se han convertido en una ola de destrucción de monumentos ocurrido a lo largo y ancho del país y realizadas, muchas de ellas, a plena luz del día, en medio de las manifestaciones, y con amplio apoyo ciudadano. Además, no ha sido una destrucción aleatoria, sino que, como puntualiza muy bien José Urrejola en un reportaje de la DW[ii], los manifestantes han atacado principalmente las estatuas que recuerdan a las figuras de la colonización española o a los militares chilenos. La Serena sigue sirviendo de ejemplo: en un museo al aire libre compuesto de alrededor de 50 estatuas, la única que fue derrumbada y atacada durante el estallido social fue la del conquistador español Francisco de Aguirre[iii]. Este ejemplo ilustra la focalización que han tenido principalmente los ataques a los monumentos públicos durante estos primeros meses.
La tesis de este ensayo es que la monumentalización, proceso de construcción simbólica del espacio público realizada en las ciudades chilenas, está siendo cuestionada mediante un proceso de desmonumentalización a partir de prácticas corporalizadas de ajusticiamiento público. Esta destrucción colectiva de monumentos obliga a repensar el sistema de analogías en el que asociábamos patrimonio = nación = ciudadanía como categorías lineales e inequívocas de lo patrio. Para el desarrollo de este ensayo, entiendo que este problema está compuesto de dos partes principales: la simbólica y la fáctica. La primera alude al cuestionamiento focalizado a ciertos personajes e hitos monumentales como representantes de lo patrio, mientras que la segunda remite al repertorio de acciones realizadas para enunciar ese cuestionamiento. El análisis permite revisar los conceptos con los cuales se ha tratado de denominar al proceso, a lo que formularé la conceptualización tentativa de ajusticiamiento. Finalmente, indagaré en las consecuencias políticas que estos actos significan para el presente.
¿Por qué usar la performance?
Diana Taylor en su ensayo El archivo y repertorio dice que las performances operan como “actos vitales de transferencia, al transmitir saber social, memoria y un sentido de identidad a través de acciones reiteradas” [iv]. Al reconocer a la performance como un sistema de aprendizaje, almacenamiento y transmisión de saber, desafía la preponderancia de la escritura en las epistemologías occidentales, dejando de reducir los gestos y prácticas corporalizadas a una descripción narrativa sino que pensándolos como escenarios[v].
Francisca Márquez en el libro Patrimonio: contranarrativas urbanas puntualiza que los cuerpos en presencia y movimiento son también posibilidades de apropiación y reversión de los emblemas monumentales que ordenan y narran la ciudad. Si los monumentos son huella de un pasado institucionalizado y naturalizado, los cuerpos se movilizan para actualizarlo y democratizarlo, una puesta en escena de los cuerpos en el espacio público[vi]. La cultura no se entiende como algo petrificado en el papel, la escritura o en los objetos, sino que es arena de disputa social, siendo la performance un gesto político y un lente metodológico que recupera las prácticas corporalizadas como formas de conocer y subvertir[vii].
En ese sentido, considero que la performance resulta pertinente para estudiar el proceso de desmonumentalización porque durante el estallido social las personas han “hablado” mediante sus cuerpos. ¿Había otra forma de que se hicieran “escuchar” en nuestras “ciudades letradas”? Solamente el despliegue de sus cuerpos en los ejes cívicos de las ciudades logró contener y acoger dichos reclamos. Los cuerpos concentrados y a veces vociferantes o danzantes, con carteles u otros artefactos performados en la manifestación, son acciones que se saben cómo enunciativas, más eficaces para nosotros que la palabra hablada o escrita. Ocupar esos espacios con los cuerpos concentrados es una forma colectiva de comunicar. Esto también remite a prácticas habituales y aprendidas. El disgusto político, cuando se sabe compartido, se expresa sacando el cuerpo del hogar para el encuentro con los otros en estos espacios. Allí se saben comportar, son prácticas que se reproducen y se mantienen en la memoria colectiva. También la gente sabe dónde ir, ya han ido antes ellos u otros y seguirán yendo. Y es que los ejes cívicos, las Plazas de Armas, las Alamedas son lugares donde tiene presencia el poder o donde se le inquieta su normalidad. Y es también donde se materializan sus símbolos monumentales.
La monumentalización y su cuestionamiento simbólico
Se puede formular, sin estar muy alejado de la realidad, que casi toda ciudad latinoamericana, más allá de las diferencias cronológicas en que se pudo haber dado aunque generalmente asociada a los albores de la modernidad urbana, ha tenido lo que Mónica Lacarrieu denomina una “política de monumentos”[viii]. Esta consistió básicamente en la utilización y ordenamiento del espacio público para construir o embellecer monumentos ya existentes con el objetivo de legitimar personajes, acontecimientos, sitios y un ideario sociopolítico durante procesos de construcción de la nación. Su misión estuvo en conformar una ciudad museo ilustrada, erudita y culta, cuya vocación pedagógica fue referenciar y propagar la ilusión de una memoria común de carácter épico -basada en héroes y gestas nacionales- que representara el progreso o los éxitos de la nación para dar identidad y destino ejemplar a la comunidad, reproduciendo los valores dominantes e invisibilizando el conflicto. Esta tarea fue históricamente privilegio del Estado y su institucionalidad, tendiendo así a una narrativa monolítica y excluyente de la nación y de las utopías de lo patrio.[ix]
Sin embargo, como menciona Francisca Márquez, los herederos de este legado también pueden enfrentarse a él para interpretarlo y releerlo a la luz del presente, y no solo con la responsabilidad de resguardarlo y continuarlo, sino que también reconociendo en ese patrimonio su dimensión sospechosa y excluyente, por lo que requeriría ser intervenido, rechazado o transformado disputándole su autoridad para así salvar y reinventar aquellas zonas del pasado que constituyen heridas, ausencias y silencios[x]. O como dice de nuevo, aunque el patrimonio quiera responder a un programa político, satisfacer necesidades sociales o busque significar lo que quiera, siempre serán reinterpretados, siempre estará la subversión como posibilidad, porque del otro lado la masa está allí de todas formas. Es por eso que la significación que algunos sujetos e instituciones otorguen a la monumentalidad no tiene por qué coincidir. Hay una disputa siempre inacabada entre el relato histórico plasmado en la forma monumental y las prácticas que lo significan, moldean, reafirman o transforman[xi]. En ese sentido, la mayor o menor perdurabilidad y vigencia del monumento en tanto símbolo y testimonio de un tiempo histórico dependerá de su capacidad de reactualizarse a través de la práctica de los actores que lo celebran y conmemoran. Y el patrimonio, como toda expresión de la cultura, no se sustrae a la revisión y actualización de la historia[xii].
En estas posibilidades de interpretación, apropiación y subversión que poseen los monumentos es que debemos ubicar el proceso de desmonumentalización ocurrido en los últimos meses. Ya desde la prensa se han publicado reportajes, entrevistas y columnas de opinión que buscan interpretar lo ocurrido desde el calor de la contingencia[xiii] [xiv] [xv] [xvi] [xvii] [xviii] [xix] [xx] [xxi] [xxii]. El concepto desmonumentalización justamente ha surgido desde esta cobertura mediática para señalar lo inverso a la monumentalización, la destrucción en principio concertada de estos monumentos. Pero la mayoría coinciden en que estos actos no constituyen simples acciones vandálicas sino que corresponden a actos simbólicos que, a manera de un revisionismo histórico, están cuestionando y repensando la propia historia y cómo esta ha sido instituida en el espacio público. Si se atacan específicamente algunas estatuas y bustos, es por lo que ellas representan. Como apunta Pía Acevedo en El Mostrador, los Monumentos Nacionales también están en medio de una grave crisis de representatividad y la responsabilidad es preguntarse lo que en la actualidad conmemorarían los chilenos, qué pretenderían mantener en la conciencia para las futuras generaciones o mediante qué estrategias deliberarían de manera colectiva la representatividad monumental[xxiii].
La monumentalización y los actos de ajusticiamiento
Durante el mediodía del martes 29 de octubre de 2019, se comenzaron a viralizar por redes sociales múltiples videos que mostraban el derribo del busto del capitán de conquista Pedro de Valdivia en la ciudad de Temuco[xxiv]. Además de las numerosas muestras de apoyo que recibía el acto en el espacio virtual, me llamaron profundamente la atención tres aspectos: que el busto fuera derribado utilizando una soga que rodeaba su cuello, que en el lugar había una presencia masiva de personas que daban vítores a quienes ejecutaban la acción y, finalmente, que el busto derribado fuera arrastrado por las calles de la ciudad en señal de deshonra mientras las personas lo pateaban, se subía encima, lo rayaban y le gritaban.
Esto despertó mi atención porque justamente unos días antes, el domingo 20 de octubre, personas derribaron la estatua de Francisco de Aguirre en el mismo escenario de las manifestaciones y con un equivalente repertorio de acciones. Luego, el 14 de noviembre, la estatua de Pedro de Valdivia correría el mismo destino en la ciudad de Concepción. Similar destino corrieron el busto de Cornelio Saavedra en Collipulli, la estatua de José Menéndez en Punta Arenas y los bustos de Pedro de Valdivia y Hurtado de Mendoza en Cañete, por mencionar algunos ejemplos de esta primera ola de intervenciones a los monumentos[xxv].
El uso de la soga, los rayados en las bases de los monumentos, las pinturas de color rojo o amarillo, las banderas que muestran la pertenencia o avenencia con ciertos grupos, los gritos, los puños alzados y otros más constituyen un repertorio de acciones que se puede ver en diversas intervenciones a los monumentos, ya sea en Chile o en otras latitudes, aunque se pueden ir agregando o restando elementos o sumándole matices. Individualmente, se reconocen en ellos más o menos ciertos significados y utilidades. Por ejemplo, la utilidad de la soga es el derribo del monumento, el color rojo indica la sangre que ha derramado, el amarillo la traición y así individualmente se puede reconocer el simbolismo de cada una de estas acciones. Sin embargo, mi atención no está tanto en sus significados individuales como en el escenario[xxvi] en el cual se realizaron durante estas movilizaciones. Justamente, al atender ese aspecto en particular, es que la tesis del ajusticiamiento[xxvii] se revela como posibilidad interpretativa.
El escenario del ajusticiamiento, asociado a la espectacularidad barroca del Antiguo Régimen, se configura para mostrar la ejemplaridad del castigo[xxviii]. Su ejecución es, de por sí, teatral. Está el ajusticiado en una posición de visibilidad para una audiencia atenta a su desenlace, mientras el o los verdugos deben ejecutar la orden. Para informar del debido cumplimiento de la ejecución, el escribano se desentiende de su etimología y se multiplica en múltiples cámaras de celulares que buscan registrar y viralizar el hecho. El pregonero aparece vociferante para gritar el delito del victimario, aunque también se convierte en rayado inscrito en la base que sostiene al cuerpo condenado. A veces, el mismo culpable sostiene orgulloso una placa con sus crímenes. Eso sí, falta un personaje: los representantes del poder y la autoridad no hacen presencia, ni tampoco envían delegados. O más bien, su presencia ya no es para sancionar, sino que para ser sancionados. Los signos de autoridad ya no son los mismos. Los símbolos del poder real y eclesial son reemplazados por banderas chilenas y mapuche. Y es que la ceremonia ha sido invertida: la autoridad ahora está en la comunidad y no en sus líderes.
Si la construcción ilustrada de la nación elevó en pedestales a sus héroes para persuadir desde la visibilidad pedagógica de las estatuas, ahora sus herederos los juzgan mirando desde abajo su altura. Pero ya no es la asimetría del poder, ahora es la exposición de la vergüenza. Su visibilidad ya no es para educar en las utopías de lo patrio, sino para exhibirse como culpable de esos mismos crímenes que antes le trajeron elogios. Ya antes habían sido pintados de rojo por la sangre derramada y por su visibilidad no pudieron esconderlo. Quedaron marcados, y se presentaron testigos sabedores de sus hechos para declarar en nombre de las víctimas. La sangre derramada también señala su destino. El escenario en el que se encuentran es el de la horca. Irónico destino: la sangre derramada fue para obtener y defender sus privilegios, pero ahora se les juzgará como a un plebeyo. La inversión de la ceremonia también es la inversión de las posiciones y modifica la ejecución. Si la horca buscaba subir al culpable a las alturas para exhibición pública, ahora ellos, que pensaban ser eternamente exhibidos, su castigo es desprenderse de esa ilusión.
La ceremonia ya no es para manifestar el poder que tiene el monarca a través de su sistema de justicia, su inversión también opera en la posesión y demostración del poder. El rey ya no alecciona para evitar la desestabilización del orden establecido, sino que son ajusticiados quienes produjeron heridas al pueblo. Eso significa que las personas vuelven a verse como pueblo, y comienzan a ver a los que ya no están como si fueran sus propios muertos. Si estos héroes fueron considerado garantía de la existencia y unidad de la nación, ahora son su amenaza. Si su sola presencia inspiraba honor, ahora inspiran oprobio. Como el pueblo es quien ahora juzga a sus victimarios, los verdugos abundan. El verdugo representa y es la realidad del castigo. Si eso antes alejaba a las personas del oficio de ejecutor, ahora las atrae. Se tira de la cuerda y cae la estatua o el busto monumental. La ceremonia aún no termina. Ahora corresponde el fin de su exhibición aleccionadora. Para mayor infamia del condenado, el cuerpo desprovisto de monumentalidad es puesto a disposición de la audiencia en un recorrido post mortem e incluso es arrastrado por las calles aledañas. En ese tránsito, es vilipendiado por los asistentes, quienes incluso le siguen marcando su cuerpo con pintura, le patean y pisotean. Finalmente, como en Valdivia, el busto arrancado es exhibido durante horas colgado del cuello, hasta que algún representante del municipio o de alguna institucionalidad cultural lo recupera del lugar para darle sepultura. Ha perdido toda su autoridad y ha dejado de ser una referencia edificante. El ajusticiamiento se ha realizado.
En todas partes donde se realizó el derribo de una de estas estatuas, una variación del escenario fue repetida y registrada. Como dice Taylor sobre el escenario del descubrimiento, en este caso también el acto fue realizado para ser presenciado y registrado: los movimientos del repertorio actúan para el archivo[xxix]. El aquí también estaba siendo escenificado para un allá. La escena se legitima apelando a una tradición existente. El paradigma quedó establecido: una multitud que presencia el acto, el pregonero manifiesta el delito, el cuello es atado por los verdugos, el monumento es derribado, el vilipendio final. La rápida difusión de los registros favorece el establecimiento de cierto modelo. La ceremonia termina legitimando el acto. Lo efímero de la performance es excedido por su viralización. La audiencia es ampliada, ya no son solamente los testigos presenciales. Por redes sociales se transmite en vivo, se suben videos y fotografías, se convierte en trending topic, se hacen memes.
La comunidad ha oficiado el acto: ella dispuso el escenario y generó el espectáculo. El ajusticiamiento fue realizado. ¿Pero para intimidar a quiénes? ¿A la misma sociedad? Pudiera ser, pero no parece probable. La monumentalidad intervenida fue aquella que se vanagloriaba en el poder, que narraba una historia de la nación basada en muchos olvidos y silencios, y que intentaba legitimar un orden sociopolítico actualmente en controversia. Aunque puede resultar evidente que los juicios a estos monumentos tienen que ver claramente con las biografías de los involucrados, pareciera que también tiene mucho que ver con una advertencia a los otros que, aún no estando in situ en la escena, gracias a la conversión del repertorio en archivo viralizado se terminaron igualmente enterando. El público presente fue audiencia legitimadora del acto, pero el espectáculo fue dirigido principalmente hacia quiénes estaban actuando como los ajusticiados en sus actuales posiciones de poder. O como escribió el periodista Carlos Aznarez citando a un “cabro” que se encontraba junto al monumento del general Baquedano: “tarde o temprano van a caer como le pasará a Piñera”[xxx]. Basta recordar las pancartas y consignas que acompañaron estos actos desmonumentalizadores, que eran básicamente mensajes contra el gobierno, contra la clase política, contra diversas instituciones del Estado y contra el gran empresariado[xxxi].
Eran mensajes que cuestionaban la represión del Estado de Chile, ahora contra los manifestantes de la movilización social pero que permanentemente hacen contra comunidades indígenas en el sur. Que cuestionaban el rol histórico que ha desempeñado el Ejército, pero también a la represión que realizaba en ese mismo momento. Las pancartas o los rayados en las paredes son como la pintura roja que señala a los culpables de dañar al pueblo y, que por lo tanto, deben recibir un juicio. El ajusticiamiento no es solo para juzgar a antiguos criminales que, aunque vigentes simbólicamente en el entramado urbano, ya no pueden responder por sus actos. Más que en el revisionismo histórico, la efectividad de esta performance radica en amedrentar a sus destinatarios vivos.
Discusión final
La instauración de lo monumental conlleva siempre una disputa por su significación patrimonial. Como ha quedado demostrado, aunque el patrimonio sirve para unificar a la nación, las desigualdades en su formación y apropiación exigen entenderlo también como espacio de lucha material y simbólica[xxxii]. Si el emplazamiento, la presentación escénica y el discurso de los monumentos estaban asociados a un proyecto civilizatorio, su
des-emplazamiento sería un cuestionamiento a dicho proyecto[xxxiii], o por lo menos, un síntoma de su debilitamiento. La eficacia simbólica de los monumentos se revela en sus posibilidades interpretativas que, en las reactualizaciones que de ella realizan los actores, han sido reinterpretados y subvertidos. Pero no ha sucedido siguiendo el calendario ritual de lo patrio, sino que ha resultado ser principalmente situacional y coyuntural a partir de las circunstancias contingentes que posibilitaron, en este caso, los actos performáticos.
Si en el ensayo se propuso interpretar a la desmonumentalización, ocurrida durante los meses de octubre y noviembre principalmente, no fue solamente para probar las posibilidades que otorga otra perspectiva de análisis. Sino que en su formulación como actos performáticos de ajusticiamiento, también está la intensión de discutir y problematizar algunos de los conceptos con los cuales ha sido nombrado este proceso de destrucción monumental.
En algunos artículos de prensa o seminarios académicos ha aparecido el concepto de iconoclasia[xxxiv]. Este no me parece pertinente por tres razones. En primer lugar, aunque etimológicamente la palabra refiera a la destrucción de imágenes, el surgimiento del término y su uso en diversas experiencias históricas alude a la negación del culto a las imágenes sagradas, destruyéndolas y persiguiendo a quienes las veneraban. Mientras que lo ocurrido en Chile no se acerca necesariamente a esto, no solo porque no fue una destrucción generalizada de las imágenes, sino porque no se ha dado un movimiento de persecución o condena hacia quienes sí apreciaban esos monumentos. En segundo lugar, la destrucción de las imágenes estuvo focalizada sólo a la que representaban a ciertos personajes o instituciones cuestionadas. Es decir, no fueron actos que, de por sí, rechazaran a las imágenes monumentales. Si algo caracteriza a la iconoclasia, es su incuestionable rechazo al uso de las imágenes. Mientras que en estas movilizaciones, lo que hemos visto es justamente un gran uso de imágenes. Y respecto a la monumentalización, no solo hemos visto destrucción, sino que también sustituciones, como la estatua de Milanka en La Serena o la del “perro matapacos” en el metro Salvador de Providencia. Esta última, incluso, hecha con una materialidad que busca “permanecer” en el espacio público[xxxv]. Considero que existe un cierto cuestionamiento a ciertos elementos de la cultura que se encuentra monumentalizada, pero no al hecho de monumentalizar. Se siguen construyendo estatuas u otros soportes materiales de la memoria como murales para conmemorar a diversas personas o situaciones, pero ahora con un mayor abanico de posibilidades que excede los límites del relato político tradicional. En tercer lugar, considero que es un concepto que pierde operatividad si se usa para nombrar y describir experiencias históricas distintas entre sí. Usar el término iconoclasia iguala las acciones ocurridas en Chile con las realizadas contemporáneamente por Estado Islámico. Estos últimos sí tienen un rechazo a cualquier imagen y por eso las destruyen, además de perseguir a los “idólatras”. Mientras en Chile, como se ha dicho, no hay un rechazo a la cultura de las imágenes o a los monumentos, sino que a ciertos monumentos por lo que representan y por el uso político que permiten.
El otro concepto instalado mediáticamente es justamente el de desmonumentalización. Aunque etimológicamente es pertinente, al incluir el prefijo des para indicar una acción inversa, creo que resulta insuficiente. El concepto desmonumentalización permite ubicar las acciones de destrucción de monumentos como un cuestionamiento a la historia oficial materializada en el espacio público, pero no logra abarcar las causas de esa destrucción. La desmonumentalización se queda en un ámbito de revisionismo histórico que, como he intentado demostrar, resulta insuficiente para explicar lo ocurrido durante estos meses. De hecho, pareciera que describe un proceso paralelo a la movilización social, sin considerar que nace justamente en el calor de las movilizaciones. Esto no significa que le niegue operatividad al concepto. Considero que existen ciertos sectores que reivindican una desmonumentalzación del espacio público, y eso explica que cada cierto tiempo nos enteremos de la destrucción del algún busto o el ataque a una estatua. Por ende, es un proceso anterior que durante el estallido social cobra vigencia y deriva en lo ocurrido. Analizar el detalle entre este proceso de larga duración de acciones de desmonumentalización y su actual ebullición es un tema que a quienes estudian el patrimonio cultural nos debiese interesar, pero no es materia de este ensayo.
En este sentido, considero que resulta apropiado el concepto de ajusticiamiento. Por un lado, describe la destrucción de los monumentos ocurrida durante estos meses. Pero a diferencia de la iconoclasia, limita esa destrucción solo a quienes fueron juzgados en función de sus biografías. Es un concepto que reconoce el contexto en el que surge la destrucción, donde la sociedad se vuelca a ocupar el espacio público en un momento de cuestionamiento al Estado, sus figuras y sus instituciones, siendo algunos de estos monumentos, presentes justamente en ese espacio ocupado, representantes de aquello en crisis. Antes que un movimiento ciudadano de desmonumentalización, el objetivo estuvo puesto en la apropiación del espacio público. Y apropiarse del espacio público es también apropiarse de los monumentos. Y si me apropio de ellos, a algunos los reivindico, a otros los incorporo y a otros los juzgo. Además de situar la destrucción de monumentos en un escenario de movilización social, fija la destrucción de los monumentos en pleno diálogo con objetivos políticos situados en el presente, esto es, señalar a las autoridades su destino inevitable de seguir en sus conductas. A diferencia del concepto desmonumentalización, el ajusticiamiento indica que el pueblo juzga a quienes les dañan, y que por ende, las actuales autoridades también podrían ser juzgadas. Paralelo a la destrucción de monumentos, está la acusación constitucional al Presidente de la República y a su Ministro del Interior, la solicitud de destitución a una gran cantidad de ministros y ministras, el cuestionamiento a la represión realizada por el Ejército y Carabineros, e incluso la solicitud de renuncia hacia al Presidente. Como ya he mencionado, la destrucción de monumentos también es acompañada de rayados, cantos y carteles que atacan a las autoridades y las señalan por sus actos. El concepto de ajusticiamiento permite ubicar la destrucción de monumentos dentro de este contexto de disputa e interpelación a la autoridad política en el presente. Hay cuentas que no están saldadas con el pasado ni con el Estado.
Según Francisca Márquez, la monumentalidad contemporánea está caracterizada principalmente por el movimiento y la disputa más que en la instalación definitiva de una verdad[xxxvi]. Está en la confrontación con la historia republicana actualizando su herencia simbólica mediante su ocupación e intervención. El uso de los monumentos en la protesta implica reconocer su condición de hito urbano y aparecer visible en el espacio público. Si aquello constituía un elemento del proceso monumentalizador realizado en las ciudades, también está la posibilidad de que se aproveche esa posición y visibilidad para utilizarlos como lugar de enunciación reivindicativa. Si prima la indiferencia, la visibilidad del monumento permite a los no escuchados expresarse mediante su posición privilegiada. Si puedo hablar desde el monumento, es porque reconozco que el monumento también habla. Es parte del consenso respecto al monumento que permite al disenso tornarse posible. Lamentablemente para la institucionalidad patrimonial, la eficacia simbólica del monumento que preservan radica justamente en la posibilidad de que sea intervenido.
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