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Estampas sobre el centro europeo

por Lilián Arzate
Artículo publicado el 24/08/2019

Praga
Existe un punto exacto, preciso, en el camino que te lleva de Brno (la segunda ciudad más importante de República Checa) a Berlín, en el que tienes que cruzar el St. Charles Bridge, en Praga para llegar a tu destino final, Alemania. Y es ahí, en aquel sitio remoto donde las luces citadinas de la noche dominan y doblan el tiempo, destruyendo todas las leyes conocidas por los hombres, leyes que hacen posible el transcurrir inevitable de las horas. Sin embargo, en el místico lugar iluminado, ese transcurrir toma eterna pausa, montándote en una escena sin fin, en la que el tiempo pierde su existencia y te encuentras únicamente tú frente a esas poderosas luces de artificio creadas por mortales.
Y aquellas luces, pareciesen provenir de un cuadro pintado por Monet, donde el color se funde con la luz de forma etérea y sublime, delineando el Río Moldava que atraviesas, el cual se pinta, creándose y recreándose vez tras vez. Luces que sólo encuentran sentido y significado al reflejarse de forma intensa y alucinante sobre aquel río milenario, en la penetrante oscuridad de una noche europea; noche en la que me hallé por tiempo indefinido, desconocido, en un instante puro y candoroso.
No basta con mencionar la luz pues esa luz sólo es posible dentro de una estructura aún superior de lo que ésta es. En esta imagen de luz está el castillo medieval de Praga (el más grande del mundo) el cual construye e inicia la historia de dicha ciudad de aspecto fortificado, compuesto por un conjunto de bellísimos palacios que conducen a callejuelas pintorescas, pequeñas y excelsas; los puentes, ¡oh, los puentes! Son el corazón de ese cuadro, puentes que unen la delicadeza y la rudeza de las aguas del río, estableciendo una conexión ultra terrenal entre ese elemento tan destructor y pacífico (el agua) y las manos de los cientos de hombres que montaron e hicieron posible esta impresión al llevar a cabo tal arquitectura incomparable y memorable, esta pintura que vive por sí sola, detenida en medio de un caótico mundo.
Y tú, entre tanto, entre todo ese recorrido previo al instante de tu vida, estás dormida. De pronto, en ese andar, en ese viaje profundo de sueños despiertas de manera súbita y extraña; como si algo o alguien hubiese destinado ese momento para ti, para nadie más. Hay un alto, no sólo en el transporte sino en el mundo, aquella imagen ante ti te posee, te envuelve en su suave existir. Cada destello reflejado y pincelado recorre tus entrañas, te muerde, te consume.El latir de tu corazón de sangre, tu corazón mortal, toma verdadera vida. Yendo y viniendo al ritmo del movimiento del agua, al ritmo de las luces vivientes que representan una suerte de danza en la que la música es ese latir tuyo, y el baile es repetido infinitamente por las luces que caen sumergiéndose en el agua; estableciéndose ahí sin aviso alguno, sin que logres percatarte de cómo lo lograron.
La mirada se engancha a dicha escena, la vida es ahí, ese momento es la vida, la de todos; finalmente lo comprendes. No son las luces por sí solas, tampoco lo son las construcciones, es la perfecta armonía que se forma entre unas y otras en la inmensidad de una noche veraniega que no te dice más de lo que te arroja en su impresión nocturna.
Hay que entregarse a Praga. Insólita. Espléndida. Alucinante. A quien haya vivido ahí e intencionalmente haya decidido huir,le juzgo. Le juzgaré eternamente y me cegaré a su voz. Praga es fuente de éxtasis visual. Tan solo el empedrado húmedo es ya virtud aislada. Ya solo el aroma a trdelník te eleva al primer toque. Apenas escuchar el nombre, repleto de significaciones, exacerba de emboques. Pequeño centro indefinible. Majestuosidad inminente. Estación de autobuses que te transporta a la India. Sales de ésta y en la avenida nadie habla inglés, ni siquiera checo. Te empeñas en conseguir taxi. Amarillo y compacto. Conductor checo con quien apenas te entiendes a través del móvil y el mapa. Entre silenciosas calles llegas al reducido hotel cercano al centro. No te subas a los arbitrarios taxis pues saldrás perdiendo coronas demás. Una tradicional habitación con un dúo de ventanales será tu morada. Once de la noche y tu estómago exige alimento. Nueva lluvia vieja detona exquisitos aromas del suelo praguense y te empapas de la penetrante noche vivaz. Has perdido terror y ya te retratas con ligereza a lo largo de las celestiales calles. Realmente eres libre de caminar deleitándote y depositando la mirada en la inmensidad arquitectónica.Has perdido la manía de pasear tu mirada en rededor tuyo como acto de protección. Cien o más pasos serenos te acompañan a lo largo de las larguísimas avenidas paralelas a las de capitalismo. Noche húmeda, exquisita. Un disimulado restaurante te invita a tomarlo en el medio de la noche mientras sus comensales descansan del mundial de soccer. Palabras mudas. Nuevos días te incitan a abrir los ojos para salir a explorarte allí. Incontables turistas extasiados, irradiados. Reloj astronómico que es todo un espectáculo. Barrio judío. Recorridos que no agotan. Recorridos que te impregnan del aire místico de Praga, espacio de hierofanías. Parte de ti se adhiere a la perenne belleza praguense. Todo praguense, cielo praguense, autos de viento praguense; empedrado praguense, cerveza praguense, catedral praguense, puentes, puentes, imponentes puentes, praguenses; rostros praguenses. Y es que Praga es el discreto corazón de la Europa central. Es color. Es opacidad. Es detonante de existencias plenas, realmente plenas. St. Charles Bridge, punto de unión entre la ciudad vieja y la pequeña ciudad; recórrelo todo, atraviésalo, vuelve una y otra vez, vuelve siempre. Ignora el cansancio, ese siempre vuelve. Precipitadamente te inclinas a la orilla y ahí está: Kafkamuseum.
No hay cabida al hambre, aunque la sacias. La otra, la otra te muerde, ya que para hartarla habría que residir allí. El aroma es insistente y asombroso. Praga, elevada, envolvente, sana. Para hablar de Praga hay que traerla a nombre a cada cinco. Pues Praga se construye y deconstruye tal cual su dancing house. Un hombre de edad se pasea en los alrededores de ésta. Periódico en mano. Einstein paseante. Blanco cabello, largo. Fresca vestimenta en medio de la azarosa lluvia. Escena deslumbrante. Es tuya, esa sí es tuya, y la guardas en tu película de 35 mm.
Sol en su punto. Sombras sesgadas, generando contrastes impetuosos. Y a cada día naciente, la primorosa capital se agudiza. Piel erizada, como si se tratara de un amante, es lo que obtendrás al primer instante en que descubras Praga.
Fin de la travesía. Problemas de transporte. En medio de la primorosa calle la oscuridad vacía te angustia. Ningún taxi cercano que pueda llevarte a la central antes de las 11:45 pm. Son las 11:35 pm. Ahí no esperan. Ahí la puntualidad es puntual. De pronto un hombre pequeño, de bigote oscuro sale de una taberna que escaneaste sin ver. Te apresuras hacia él,con un florido inglés desconocido por ti, salido, quizá, de tu apurada alma viajera. Te auxilia y en menos de dos minutos un servicio con chofer te está recogiendo. Alexander Fedorovski, doctor en filosofía te ha rescatado.

Brno
Verano helado. Cajón francés. Horarios cortos. Pequeños niños ocupando los transportes en solitario. Rostros viejos enfadados. Rostros juveniles ansiando conocerte. Habitar ahí es sueño. Caminar sus estrechas y pulcras calles ocre es querer no volver a ningún otro hogar. Una tarde en su centro contemplando el murmullo de voces checas en su diario andar. Una tarde bebiendo té de 30 coronas checas servido por una monumental mesera que hace juego a cien más. Un hermoso señor encargándote a su perro amigo para ocupar el retrete de la cafetería estilo vienés. Cafetería que hace juego a otras, donde las viejas almas se reúnen para compartir el periódico o apaciguar sus antiguos estómagos. Euforia erasmus. Centros nocturnos, recónditos, en donde es necesario tocar una, dos, tres veces para completar el código secreto de entrada al mundo nocturno en Brno. La puerta se abre y un enorme hombre blanquísimo te coloca el sello de entrada y atraviesas por un largo pasillo de piedra hasta llegar aún más abajo. Repiqueteos de boom musical en las paredes del búnker. Olor a masa humana danzando. Litros incontables de sustancia líquida que eleva al éxtasis. Oscuridad y luces nocturnas. De vuelta a la calle. Cuatro a.m. La vida converge ya entre las magnánimas construcciones. Heladerías siempre abiertas. Catorce coronas checas por un helado de sandía. Recorres nuevamente cada esquina apartada de la exquisita ciudad y nada sucede. No te han despojado de tus pertenencias o de tu vida. Qué tranquilidad de ensueño. Una pareja adulta se ama mientras cruza a la estación de tren. Otro día. Tu compañero no hace más que ansiar gastar su dinero en centros comerciales que son los mismos aquí que en México. Túdeseas entrar a esa librería antiquísima en la calle principal, pero no puedes cruzar. Otras semanas. Cientos de rostros sombreados por el calor agobiante de Brno. Miles de recorridos a través del pintoresco camino a Kalvodova. Recorridos nocturnos, vespertinos y matutinos. No duermes pues deseas absorber toda esa belleza mientras puedas. Compartes tranvía con una maestra de lengua española que te invita a visitar su Universidad para conversar con sus estudiantes. El lago y el centro.
Dos compañeras de Azerbaijan, dúo cómico. Días cansados, mucha caminata. Jovencitos checos se juntan cerca de la colina de Petrovpara compartirte su atardecer, pero tú quieres llegar a la Catedral de San Pablo y San Pedro. Preciosa construcción. Un grupo de turistas orientales con sus indispensables cámaras fotográficas. Policía checa alejando al vagabundo que grita—to, to— señalando tu cartera.
Desniveles en donde locatarios orientales e infaltables venden al mayoreo. La misma señora del centro, con su traje tradicional cantando con un acordeón y su maletín de piel. Ya te conoce y tú a ella, nuevamente le sonríes y depositas veinte coronas checas en su cuarteado equipaje.
Una suerte de bruma opaca envuelve cada mañana los prados siempre verdes y perfectamente cortados entre cada poblado; y tú los admiras a través de las ventanillas abiertas que refrescan el interior del transporte. Un día te pierdes en una localidad alejada de la ciudad en medio de la noche y esperas a que algo bueno suceda mientras disfrutas el silencio nocturno juntos a dos viajeros más. Son socorridos y los días siguen sucediendo con tal complacencia.
Mil doscientos retratos perdidos. Mil doscientas panorámicas de larga exposición que pudiste guardar. Pero la película la tienes tú, en tu interior y te es imposible extraer las lúcidas escenas para colocarlas en papel sensible a la luz. No cabe rebobinar ninguna película. Qué bien te habría caído entonces saber sobre diafragmas, ISO e ASA, profundidades de campo y la necesidad de captar.
Tu Olympus, tu Yashica del 65 o tu básica Canon se habrían dado vuelo y quizá allá se habrían aferrado a vivir.

Cracovia
Encanto antiquísimo. Se respira a viejo, cientos de generaciones se pueden oler ahí. Construcciones olvidadas y dejadas al tiempo. Centro medieval impresionante. La Plaza del mercado en donde te deleitas con las carrosas turísticas dirigidas por hermosos caballos te arrulla bajo la lluvia, mientras disfrutas de tu ginger tea. Te sumerges en sus callejuelas desconocidas y el silencio te ensordece. La tristeza de hace setenta y cinco años perdura como entonces y puedes percibirla también. Disfrutas del insaboro pan tradicional que venden en los pequeños carros cristalinos. Grupos de polacos históricos realizan al ritmo del heladísimo aire sus tradicionales partidas de ajedrez a la orilla del Vístula. Los admiras. La colinaWawel no cesa de ser visitada por turistas tenaces. Un espíritu extraño te abraza y te obsequia escenas cinematográficas a la son de las voces de antaño.
Auschwitz está en el mapa. Después de un par de horas de haber dejado Cracovia llegas al desolado sitio. El camino también se puebla de verdes, de brumas y pueblerinas casas. Rostros pálidos descansan en sus pórticos y te observan pasar. Y aquellos caminos guardan el estridente ruido que aún rebota de los trenes de carga que transportaron miles de almas para después ser destrozadas. Los viajeros llegan. Felices y risueños como si fuese unDisney World. Y la lluvia comienza. El recorrido también. Te hundes en lo que en tiempos pasados fue un centro de muerte. Y sientes inmensa pena. Junto a eso, el frío del voluble clima veraniego se cuela entre tus entrañas y sólo piensas en salir de allí. Las aterradoras barracas de Birkenau, rayadas sin respeto por paseantes, continúan ahí cada noche, cada generación. Y dado el “paseo” todos se reúnen a comer en el único restaurante cercano. Un gran salón alfombrado en donde sirven pizza. Hay un olor en el ambiente que hace pesada la respiración. Y los sonidos son callados. De vuelta al transporte, reflexionas e imaginas las mil y unvidas que se deleitaron con aquel paisaje milenario, intacto, siglos atrás. Y recorres la historia. Los paisajes ahí perduran y perdurarán a lo largo de nuestro recorrido en este mundo. Y nos iremos. Y el verde seguirá en verde cada verano. La gente seguirá falleciendo bajo el mismo sol de hace un millón de años. Nada de eso cambia. Nosotros sí.

Berlín
Pulcritud y movimiento. Taxis de lujo. Edificios cincuentones. La historia se limita a los pedazos de muro y a la iglesia Kaiser Wilhelm que resguarda las tragedias del siglo anterior. Oficinistas trajeados ocupan las calles en finas bicicletas frente a ti. Cientos más de ciclistas citadinos consumen también las avenidas. Se les respeta. Un resfriado inoportuno te toma por sorpresa en tu estancia berlinesca, pero no te impide ver. Tu bolsillo ahora en euros te hace jugadas con las conversiones y vacías tu capital en un solo día. Una comida, panecillos y artículos necesarios fueron suficientes para el fin de semana. Tendrás que sobrevivir con ocho euros por un día. También llueve. Lluvia a cántaros. Te abrigas en un restaurante de concurrencia mundial y de sonrisa amarilla. En los sanitarios una mujer afgana con burka se comunica contigo en lenguaje improvisado de señas para invitarte a no pagar dichos sanitarios, revelando su ingeniosa táctica para saltarse las barreras. Te solaza verla y te limitas a sonreírle también.
Un hotel a las orillas de la ciudad. A las once p.m. todos juntos salimos a saborear el Berlín estrellado. Un metrobus sofisticado resguardando esas voces alemanas pasa frente a ustedes. Has perdido tu papeleta que te permite usar el transporte público y un oficial sube a inspeccionar. Susto. Te inmutas muy cerca del hombro de un rubísimo hombre que se divierte con tu situación. Se hace tu esposo, tu esposo alemán por uno, dos o tres minutos, engañando a la ley.Con undanke schön es suficiente. Bajan en una aterradora estación a mitad de la noche. Cinco viajeros en medio de un camino alemán cubierto por un bosque de altos pinos de olor celestial. Carretera infinita, paradisiaca y verde, magistral. Una mirada al cielo, estrellas pintadísimas que se funden abajo entre ramas apenas pintadas de tanta oscuridad.Estación techada entre esa nada de ensueño, más ensueño.
Domingo en la mañana. El resfriado ha empeorado. Más visitas, más vistas. La catedral de Berlín, impresionante. Aún más sus verdes jardines frontales en donde cientos de turistas descansan bajo el amable rayo solar. También decenas de gitanos peliculescos se reparten entre sectores para abordarte y debes tener precaución, dicen.
Te sumerges un par de horas bajo ese delicado sol que no logra atravesar tu sombrilla berlinesca, aquella grama suavísima te provoca inconexos sueños. Un jaloneo insistente te despierta de tu deliciosa siesta. Tres pequeños niños gitanos jugueteando frente a ti. Te hablan en castellano.Un oficial los ahuyenta.
De vuelta a las calles y a los monumentos memoriales. Las personas pasan como viento. Bebederos de agua cristalina en medio de la noche, impecables. La noche le va mejor a Berlín, la noche te acoge más en Berlín.

Viena
Lujo incandescente. Magnánimas construcciones de refinados acabados. Sus calles desfloradas de mercantilismo diamantesco son la mejor parte. Huyendo del capitalismo que forra la calle Kärntner aún puedes hallar las cafeterías vienesas con sus infaltables lectores voraces. Y llegas a la fachada del Café Central tan querido por Zweig, pero tu horario exprés te arranca de ahí, dejándote únicamente con el placer de olerlo a escasos metros. Cómo desearías la soledad. Prometes volver. Catedral terriblemente asombrosa, enorme, radiante. Una calle trasera que esconde un mercadillo te recibe entre babilónicas voces. Logras huir del grupo robotizado para sumergirte en el sueño vienés. En solitario te pintas al son de los violinistas callejeros que alumbran a los viajeros. Aquellos días vieneses son de tremendo calor veraniego en donde quizá sería bueno arrancarse la piel para refrescar el alma en llamas.
Un Carlton Hotel vienés te hospeda en sus añejas suites. No buscas lujos, pero es el único sitio vacío. Diez de la noche y la luz todavía cubre la exacerbada ciudad. Arrastras un pequeño equipaje con mapa en mano para llegar al hotel. Una señorona como de retrato se refugia en la periferia de un remoto café bajo, una sombra diagonal esconde la mitad de su rostro romboide y te guía para llegar a tu descanso.
Un extraño portón se abre para recibirte frente a un antiquísimo elevador ruidoso. Olor a viejo, entre agrio y poroso. Finalmente llegas a la punta del olvidado edificio para descubrir que nadie más que tú ocupa las suites. Madera decadente. Paredes que guardan voces. Ventanal asfixiante que incrementa tu terror. Hambre feroz. Sales a cazar, aunque sea una máquina expendedora de comida, pero no hay nada. Como es común en Europa, la vida tiene un tonto distinto a tu México. Cómo deseas la infaltable garnacha nocturna de tu tierra. De vuelta al hotel, aceleras la noche y te hundes en la absorbente oscuridad.

Bratislava
Qué lío se imputan los eslovacos y los checos. No le hables a uno del otro. No confundas a uno con el otro. Sin embargo, se pintan con el mismo primoroso pincel. Hablan de las mismas formas y sabores. Los mismos rostros blanquecinos. Mismas construcciones con sus brevísimas variaciones de espacio. Es prolongación irremediable de República Checa, pero de qué hablo, ¡si nacieron juntas! Ese no es el tema. Luces rebotando en el Danubio. Igualmente, exquisitas. Una y otra vez las calles, las callecitas, las callejuelas. Qué delicadas, qué complaciente es caminarlas. Arcilla eslovaca. Figurillas sencillas que se venden en carritos del centro histórico. Apenas y estuviste. Apenas una tarde entera contemplando a los viajeros de paso. Una niña de la mano con su pequeño hermano, ambos rubísimos, cruzan la plaza de lado a lado mientras sus amorosos padres beben vino y gustan de su goulasch. Visita rápida.

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