Resumen
Ensayo acerca de la generalización de valores y conductas valiosas para el día a día, sin entrar en consideraciones sumamente técnicas. A partir de un texto cuyo contenido se encuentra alejado del contexto educativo oficial, se hacen reflexiones pertinentes acerca de actitudes que, sin importar el ambiente del cual se extraen, resultan éticamente relevantes para la construcción de la persona, por lo cual se propone su pertinente generalización.
Introducción
Todo proceso de enseñanza-aprendizaje conlleva una moral, y algunos incluso promueven una ética. La revisión de la didáctica de diversos contextos de enseñanza-aprendizaje puede ayudarnos a encontrar ciertas estructuras de tipo moral, que permiten al individuo tomar conciencia de las motivaciones morales de sus actos, para en adelante elegir más libremente sus propios modos de conducta no solo en el ámbito de la enseñanza-aprendizaje específico, sino también en el contexto cotidiano, donde finalmente ponemos en práctica lo aprendido.
En todo caso, el presente artículo expresa un ejercicio en este sentido, basándome en Las enseñanzas de don Juan, de Carlos Castaneda (edición del Fondo de Cultura Económica, México, 1974, y del que se extrajeron todas las citas). Elegí este libro por lo extraño del contexto que presenta. Me queda claro que el propósito del autor no es la ética, en todo caso andará tras una epistemología, pero el objetivo de don Juan, como maestro, sí parece tener mucho que ver con lo moral: “quien lo busque debe tener una intención y una voluntad irreprochables” (p. 106), dirá respecto a un aspecto del conocimiento, y lo repetirá con otros términos a lo largo de sus enseñanzas. De hecho, se negará a enseñarle a Carlos cualquier cosa mientras no compruebe la calidad de persona que es.
Así las cosas, tras una aclaración de mis razones (propio aprendizaje) para utilizar el texto de Castaneda y una breve noción de lo que se entiende por «ética» en filosofía, procederé a extraer de las prácticas de don Juan los aspectos morales en los que deposita los contenidos de sus enseñanzas.
En última instancia, lo que se persigue con ello es mostrar la validez que ciertos valores en la experiencia de Carlos tienen en nuestra propia cotidianidad, lo cual debiera movernos a sopesar su objetividad y justificar su desarrollo y práctica. Asimismo, invitar a extrapolar las circunstancias y rescatar los elementos que, en cualquier contexto cultural, por distinto que pueda parecernos, pueden ayudarnos a conformar nuestra propia ética.
Antecedentes
Durante muchos años de docencia con adolescentes, les mencionaba yo, como al paso, el texto de Carlos Castaneda Las enseñanzas de don Juan. Lo hacía de ese modo porque el contenido —el asunto de los alucinógenos—no se lleva necesariamente bien con la orientación de la institución donde laboraba, ni con la moral general de la sociedad. No podía recomendar abiertamente su lectura, pero me resultaba casi indispensable para la comprensión de lo que llamamos realidad, y es que yo impartía la clase de Lógica y hablar de la verdad, lo que era obviamente inevitable, requería de aquél concepto en cuestión. Por otra parte, la circunstancia en que se desarrolla el aprendizaje de Carlos, hacía del ejemplo algo entretenido, menos académico y filosófico, en principio.
Pero, además, si bien está claro que el libro trata principalmente el asunto del conocimiento, yo sabía que esa lectura podía ser provechosa para diversos tópicos de la filosofía —que a veces tocaba en otras asignaturas a mi cargo—, y también que parte de mi formación la debía en buena medida a ese tipo de literatura. Había tenido un primer acercamiento a ese texto a la edad que ahora tenían mis alumnos y, a la distancia que el tiempo da, podía ver lo que aprehendí de él. Sí, con ‘h’ intermedia puesto que en verdad había tomado e incorporado algunos asuntos en mi persona. Sabía, pues, que, si bien podrían abrirse posibilidades no recomendables en mis alumnos, tampoco conducía indefectiblemente a la práctica de ellas.
Siempre evité hacer una apología del uso de sustancias —naturales o no— que modificaran nuestra percepción de una realidad y nos introdujeran a otra (espero que en este trabajo queden expuestos los motivos para esta postura, si bien no es lo relevante). Pero el libro me resultaba interesante entonces y útil ahora porque aparte de la perspectiva respecto a la posibilidad de otras realidades, el proceso de enseñanza-aprendizaje necesario para alcanzarlas implica consideraciones éticas que bien pueden generalizarse, por una parte, a toda posición de acercamiento al conocimiento, y por otra, más relevante incluso, a las posturas frente a la realidad cotidiana.
Cada realidad implica necesariamente unos criterios de comportamiento para sobrevivir en ella, para servirse de ella, para servirle a ella. Y, una vez que se considera seriamente la posibilidad de transitar entre diversas realidades, puede plantearse también la suposición de un trasfondo ético común a todas ellas. Y por ahí va la tesis en este texto: las enseñanzas que don Juan imparte a Carlos, requieren de una ética que funciona tanto en la realidad cotidiana de todos nosotros como en las otras realidades abiertas gracias a los procedimientos del benefactor o maestro, lo cual da pie a la objetivación de valores y principios.
Una acotación pertinente: desde un principio me ha parecido que el esfuerzo de Castaneda por categorizar “occidentalmente” sus aprendizajes es la parte más aberrante del libro. Considero que el esfuerzo es útil, pero no por lo que intenta, sino por lo que se manifiesta con ello: justamente la incompatibilidad del sistema con el material que pretende comprender, es decir, el intento por explicar una realidad con herramientas que no le corresponden (es como intentar medir la temperatura de un sueño con un lápiz). Pero lo que pretendo revisar aquí está justo entre dos realidades, es lo que hay que llevar de, por ejemplo, ésta para manejarse en otra. Enfatizar acerca de estos elementos comunes en ellas debe validar la tesis propuesta. Confío, para ello, no alejarme demasiado del significado original de ciertos términos.
Una noción de «ética»
En filosofía, particularmente en el acercamiento a la disciplina, suele hacerse la distinción entre los conceptos de «ética» y de «moral» diciendo que la primera es un estudio reflexivo, racional, de la segunda; la segunda, por su parte, es el conjunto formado por normas que, aprendidas como parte de nuestra educación —familia, escuela, sociedad, religión—, nos permiten distinguir lo correcto de lo incorrecto para elegir entre ello con vistas a mejorar como personas. Así, adquirimos la moral por la mera imitación de lo que las personas acostumbran hacer en nuestro entorno, asumiendo que esas conductas son valiosas; pero la ética la adquirimos a partir de reflexionar y elegir racionalmente nuestras normas de conducta, porque de ese modo hemos encontrado valores para ellas.
Ahora bien, cuando se entra en una relación maestro-aprendiz, el aprendizaje no se queda en la manera de utilizar instrumentos y materiales, también abarca la manera de hacer bien las cosas: un carpintero no sólo enseña a hacer sillas, enseña la manera correcta de hacer sillas (obviemos un momento la fuente de su criterio). Aquí tenemos un ejemplo de corrección técnica. Pero cuando, además, el carpintero enseña a hacer bien las cosas no solo para que cumplan su función, sino porque hacerlo bien es lo que se espera de quien produce, entonces vamos cruzando hacia lo moral. Y un paso más: cuando el aprendiz deja de simplemente obedecer, cuando reflexiona y comprende lo que se espera de él como nuevo carpintero, y finalmente elige cumplir con ello porque considera que es lo que debe hacer, incluso si su maestro no se lo ha inculcado, entonces construye su ética.
En todo aprendizaje se inculca, al menos, una moral, es decir, un criterio de corrección, generalmente implícito, acerca de las maneras de ejercer lo que aprendemos. Cuando, en la escuela nos enseñan, por ejemplo, matemáticas, si bien no se enfatiza lo que es hacer un buen uso de ellas, los profesores, con sus demostraciones, tampoco nos invitan a dañar a nuestros semejantes con el uso o abuso de ellas.
Así, un maestro que está consciente de la imposibilidad de transmitir conocimientos sin una formación moral aneja, y me parece que don Juan lo está, se preocupará por la calidad de ésta; llegado el momento, dejará de indicarle al aprendiz qué hacer en concreto, más bien le invitará a pensar constantemente en sus actos y en las consecuencias de éstos, le propondrá discernir entre lo correcto y lo indebido, le mostrará su propia libertad —la del aprendiz—, le dejará solo con ella. Y le dejará elegir.
Las actitudes para el aprendizaje
En el libro que nos ocupa, el hecho de que Castaneda y don Juan llegaran a conocerse, deriva del interés del primero por averiguar acerca del uso de plantas medicinales en las comunidades indígenas (p. 31). Esta circunstancia los colocará, llegado el momento, en una relación de maestro-aprendiz. Pero, si bien Carlos pensaba que guiaría el aprendizaje con su forma de investigar (es estudiante de Antropología), antes de que éste comenzara fue don Juan quien estableció sus normas para la enseñanza (p. 33).
Aquí deseo resaltar lo siguiente. En el momento en que para llegar a saber se hace uso de un maestro, éste es el que, idealmente, puede y debe establecer las normas de la enseñanza, por la simple justificación de que se le ha reconocido su conocimiento acerca de aquello que se desea saber, se le ha autorizado. Así, las normas de la enseñanza quedan establecidas, en principio, por el tipo de objeto de conocimiento al que se aspira, así como por la experiencia del maestro con ello. Ambas cosas están más allá, por lo pronto, del control del aprendiz, el cual puede preguntar y curiosear lo que se le ocurra, pero quien sabe si las cuestiones son pertinentes o no, si las respuestas son pertinentes o no, es el maestro.
No basta con poder preguntar para entrar en una relación de enseñanza-aprendizaje provechosa. Por supuesto que es la puerta de entrada para, por lo menos, hacer la solicitud de ser enseñado, pero hay razones para, en adelante, saber guardar silencio y ser paciente: en principio sería irresponsable, en el sentido de inconsecuente, no hacerlo. El aprendiz debe evitar interferencias propias en el proceso; debe dejarse enseñar, y sólo después de adquirir familiaridad con lo aprendido, y siempre dentro de la estructura de ello, podrá inquirir al maestro o, mejor, a sí mismo. Cuando en cierto momento Carlos encuentra dificultades para organizar lo aprendido con su maestro, se percata de que era “obvio que el saber de don Juan debía ser examinado como él mismo [su maestro] lo comprendía; sólo en esos términos podría manifestarse en forma convincente” (p. 39). En este punto, Carlos todavía deseaba aplicar una metodología “occidental” a unos conocimientos que simplemente no iban a cuadrar; aún tenía que familiarizarse con las estructuras correspondientes al conocimiento en el que se hallaba inmerso. ¡Era obvio!
La paciencia de Carlos para aprender no puede sino ser reflejo del compromiso con su propia búsqueda, si bien no sabía que tendría que sacrificar toda su estructura científica universitaria para comprender aquello por lo cual se había hecho aprendiz. Según las fechas que proporciona, pasó aproximadamente un año desde que se presentó a don Juan hasta que éste lo aceptó, no sin antes ponerle una prueba (yo diría su ‘examen de admisión’): debía encontrar «su lugar» (pp. 48-55). Le dijo que era un sitio “donde uno podía sentirse feliz y fuerte de manera natural” (p. 48), le señaló sin mucha precisión un área donde debía buscar y, sin más explicaciones, lo dejó resolver el problema. La prueba verificaría tanto sus habilidades como su disposición para hacerlo. Una vez que don Juan se marchó, Carlos no pudo sino guardar silencio y ser paciente en la búsqueda hasta resolver el acertijo. Él no tenía a quién preguntar, y don Juan no tenía prisa.
Pasemos, pues, a una primera generalización de lo que el maestro requiere de su aprendiz: el silencio y la paciencia pertinentes, y el compromiso con la tarea planteada. Cualquiera en la posición del maestro requerirá esto como mínimo. Posiblemente se reduzca el silencio y la paciencia a la idea de prestar atención, pero es evidente que nada se puede enseñar a quien no cumple con un mínimo (y a eso me refiero con ‘pertinencia’) de cada una de las tres actitudes. El silencio, en principio, proporciona el ambiente propicio para que las palabras de quien enseña suenen con claridad; y en un segundo momento, para la reflexión personal acerca de la enseñanza. La paciencia refleja el reconocimiento de la importancia del tiempo en la comprensión de las enseñanzas, lo que les permite enraizar con profundidad, desarrollarse, madurar, dar fruto e, incluso, morir si es necesario. El compromiso nos vincula con las enseñanzas de modo que valoremos y soportemos el silencio y la paciencia necesarios para llevar a cabo el proceso, de lo cual se adquiere el respeto por ello y por nosotros, pues nos estamos construyendo.
¿Cuánto silencio?, ¿cuánta paciencia?, ¿hasta dónde el compromiso? Eso es lo que se aprende con el ejercicio orientado por el maestro. En cierto momento de la primera prueba, Carlos espera que don Juan valide su respuesta, pero, a pesar del esfuerzo realizado, aún no puede concederle eso, si bien le reconoce que está en camino: “Don Juan debió notar mi profunda amargura. No rio: dijo con mucha seriedad que, si yo quería aprender, debía ser inflexible conmigo mismo” (p. 52). Y le dejó nuevamente, para que terminara la tarea encargada y que, finalmente, realizó satisfactoriamente.
Se trata, pues, no de guardarse absolutamente todas las propias dudas e ideas, ni de esperar sin encaminar nuestros esfuerzos, ni de morir por ideas erróneas; sino de mejorar como personas. Y puesto que nuestra condición de seres humanos nos coloca constantemente en la posición de aprendices, con o sin maestros concretos, estas actitudes son válidas en nuestro proceso de aprendizaje cotidiano. Convertirlas en hábitos ayuda en nuestra mejora como seres humanos y facilita nuestro tránsito por el día a día. Motivo más que suficiente para inculcarlas en quienes estén a nuestro cargo.
La voluntad y los enemigos
Lo que don Juan desea es que, ante la ayuda que Carlos le ha solicitado para aprender, éste muestre las actitudes arriba descritas, como condiciones mínimas. Ciertamente se trata de pautas de conducta que no aprenderá, en sentido estricto, de su actual maestro, sino que debe hacer uso de su voluntad para desarrollarlas como hábitos, puesto que fue su voluntad lo que le permitió, en principio, acercarse a don Juan. Debe permanecer en el marco de esas actitudes, si desea ser enseñado. Ello implica que algo de esas maneras de comportarse ya ha sido asimilado previamente por Carlos, en algún momento, de algún modo, durante su existencia previa al encuentro entre ambos. La única enseñanza de don Juan en este punto es la insistencia en que no se aparte del camino que le mandan estas actitudes. Y justo esto es lo que deseo rescatar del texto: los contenidos de cualquier aprendizaje requieren una formación actitudinal mínima, previa, sobre la cual se pueda trabajar. En caso contrario es como sentarse a comer sin preparar la mesa (¿con qué tomaremos la sopa si no hay cubiertos?). La prueba a la que don Juan somete a Carlos va justamente en ese sentido. No podría empezar sin esa base, que no ha podido enseñarle, pero que le resulta indispensable para comenzar con sus enseñanzas.
Indispensable porque, todo aprendizaje es un acercamiento a lo desconocido, lo cual implica riesgos de la más diversa índole, desde lo físico hasta lo espiritual, y hay que tener las habilidades propicias para enfrentarlos. Para don Juan, y en particular para la enseñanza que imparte a su aprendiz:
“Un hombre va al saber como a la guerra: bien despierto, con miedo, con respeto y con absoluta confianza. Ir en cualquier otra forma al saber o a la guerra es un error, y quien lo cometa vivirá para lamentar sus pasos. […] cuando un hombre ha cumplido estos cuatro requisitos, no hay errores por los que deba rendir cuentas” (p. 72).
La posesión de las actitudes antes descritas concede al aprendiz un punto de apoyo desde el cual asomarse a lo ignoto con cierto grado de seguridad, que dependerá a su vez del grado de desarrollo de aquéllas; ello le permite avanzar y solidificar dicha base, sobre la cual podrá finalmente sostenerse con confianza y confrontar, sin sucumbir, los nuevos conocimientos. Para nuestros propósitos, lo que Carlos aprenda como contenidos carece de relevancia, puesto que se trata de aspectos concretos respecto a la manipulación de la realidad (algo así como una tecnología) con fines prácticos; mientras que el objetivo de nuestro texto se centra en mostrar la pertinencia de ciertas conductas para cualquier contexto, particularmente el que conforma nuestra cotidianidad.
Así, entonces: ante el mundo hay que estar bien atentos, hay que abrir todas nuestras facultades capaces de otorgarnos información de nuestro entorno y de nosotros mismos, así como aquéllas que nos permitan interpretarla y decidir; andar con un temor protector, no autorrepresor, fundado en el conocimiento de las propias habilidades y capacidades, que permita calcular nuestros alcances sin arriesgar gratuitamente nuestra integridad; mostrar el respeto que merece, en principio, todo lo que nos rodea y toda nueva forma de comprenderlo; confiar en nuestra persona, porque la hemos formado desde lo más profundo. Sólo así podremos decir que no hemos errado en nuestra manera de existir. He aquí otra parte del marco ético sobre el que trabaja don Juan.
Las primeras actitudes, que cultivan nuestro interior, ahora se presentan como preparación para enfrentarnos a lo externo. Siempre me ha gustado la imagen del músico que se ha ejercitado teórica y prácticamente, y que ha afinado su instrumento antes de ejecutar su obra: siempre cabe la posibilidad de que falle, pero ha trabajado para que ello no suceda por su propia dejadez.
A estas alturas debe ser evidente que, para don Juan, ser «hombre de conocimiento» no es algo que se logra una vez y se conserva, como podría ocurrir con un grado académico; es algo que se trabaja constantemente si no quiere perderse. Se trata, pues, del ejercicio constante de lo pertinente: ser virtuoso. Pero hasta aquí sólo hemos revisado la forma en que deberíamos conducirnos; requerimos todavía una manera de verificar que nuestro comportamiento concreto es el adecuado, un criterio de evaluación, por así decir.
Don Juan habla de vencer a cuatro enemigos: el miedo, la claridad, el poder y la vejez (pp108-112). Y conseguir esas victorias permite a quien lo consigue llamarse «hombre de conocimiento». Éste es el objetivo de comportarse continuamente conforme a las actitudes ya mencionadas, es decir, de ser virtuoso conforme a ellas. Para don Juan, ser «hombre de conocimiento» es la cúspide de todo el proceso de enseñanza que está recorriendo Carlos, de modo que, si se pierde la batalla frente a cualquiera de los enemigos, no se cumple el objetivo, y ello implica que no se ha sido virtuoso, esto es, se ha fallado en el cumplimiento recurrente de las actitudes.
En qué consiste la victoria sobre cada uno de ellos, don Juan lo explica a su aprendiz dentro del contexto de sus enseñanzas, pero nuestro propósito es rescatar esas victorias para la vida cotidiana. Aquí debo reconocer el riesgo que implica interpretar los conceptos fuera de su ámbito original, pero confío al menos en que lo justifique el objetivo del artículo.
El miedo del que habla don Juan se refiere particularmente al momento del descubrimiento de las otras realidades. Nuestro ejercicio, por fortuna, no nos somete a semejante circunstancia. Sin embargo, nuestra falta de comprensión o las diversas interpretaciones de la realidad cotidiana con las que podemos enfrentarnos, sí que podrían ponernos en situación de crisis. Cerrar los ojos del entendimiento ante ello no hará que el malestar desaparezca, uno debe enfrentarle intelectualmente y no detenerse; ser paciente, estar bien despierto, tener respeto por lo que nos ha sorprendido y confianza en uno mismo. El enemigo poco a poco se retirará. Y lo mejor: “Una vez que un hombre ha conquistado el miedo, está libre de él por el resto de su vida, porque a cambio del miedo ha adquirido la claridad” (p. 109). La claridad para tomar las decisiones adecuadas, para moverse en este mundo como si nada se le ocultase.
El problema con la claridad es que puede cegar a quien la ha conseguido, si no se conduce con la prudencia que deben darle la paciencia y la atención. Mirar con claridad no significa verlo todo; en buena medida es un engaño: la confianza que se adquiere al mirar claramente puede fácilmente desbordarse hasta la autocomplacencia; el valor que se siente, convertirse en osadía absurda. Si el sujeto sucumbe a los encantos de la claridad, no avanzará más; si la vence, entonces conocerá el poder.
Desde la perspectiva de don Juan, este poder ya no será una ficción, como la claridad. Quien lo alcance, en verdad habrá conseguido un admirable control de sí y de lo que le rodea… mientras el poder no lo sobrepase. Pero lo sobrepasará si no ha logrado ser virtuoso, en los términos arriba descritos. Entonces ocurrirá lo que ya se sabe, el poder le corromperá. Un sujeto que no controla el poder es un esclavo de éste; por lo general se dejará conducir por la exigencia de sus pasiones. Poder hacerlo todo, no implica hacer lo correcto. ¿Cómo se vence a este enemigo? “Debe tenerse a raya a todas horas, manejando con tiento y con fe todo lo que [se] ha aprendido” (p. 112).
Para cuando se consiguen todas y cada una de estas victorias, se presenta la vejez: el deseo de descansar. En el caso de doblegarse ante él, el sujeto perderá todo lo ganado; debe mantener una actividad constante al cuidado de sus victorias, no dejar de ser virtuoso.
La vida cotidiana
Como ya hemos señalado, el propósito de este trabajo no tiene que ver con los aprendizajes concretos de Carlos, sino con su formación. Así, se ha hecho énfasis en las conductas que debe adoptar y lo que debe conseguir con ello, justamente porque ello no se restringe al ámbito del conocimiento que pretende adquirir, sino a cualquier ámbito. En última instancia, lo que don Juan desea de Carlos es que sea suficientemente capaz de seguir aprendiendo por propia cuenta, es decir, trasladado a nuestro contexto de lo cotidiano, que sea suficientemente libre como para decidir y construir su propia existencia. Una vez adoptada la disciplina, entendida como orden en el proceder, uno tiene el suficiente control de sí mismo como para involucrarse activamente con el mundo.
Vayamos terminando. En primera instancia, se ha querido hacer hincapié en el hecho de que el aprendizaje —todo aprendizaje— requiere una serie de principios que permitan y promuevan el desarrollo dentro del mismo. Y ello sólo será posible si son lo suficientemente estrechos para garantizar seguridad, y suficientemente amplios para conceder libertad. En segundo término, es necesario reconocer que el ser humano frente al mundo que le rodea —siempre y cuando su cotidianidad no sea exageradamente monótona—, se encuentra en el papel del aprendiz. Si bien le va, contará con un maestro que le indique cómo proceder; pero si le va aun mejor, habrá logrado prescindir del maestro y estará tomando las riendas de su propia existencia. Una tercera observación consiste en que la realización continua de dichos principios conducirá a la virtud, a la excelencia, que se verá reflejada justamente en la manera en que el sujeto conduce su vida, sin arrepentimientos y con un mínimo de fallos, de todos modos inevitables en la convivencia social.
Finalmente, la formación que don Juan comparte con Carlos puede verse como una ética porque no se refiere a conductas que sólo funcionen para lo que pretende enseñarle, por ejemplo la consecución de las hierbas o la preparación de las mezclas, ni siquiera para la conducción dentro de las otras realidades, todo lo cual quedaría en una especie de moral profesional; la formación que don Juan imparte se refiere a conductas cuya forma de cumplimiento deja en el entendimiento —razonamiento e intuición— y decisión —libertad y responsabilidad— de Carlos. Eso es lo que don Juan desea: la autonomía del aprendiz. Sobre todo, porque en el caso concreto de Carlos está en juego su propia supervivencia, literalmente. Así de serio es todo este asunto. Se trata de aprender a ser libres intelectual y moralmente. En nuestro caso lo que está en juego —y no es menos relevante—es nuestra integridad como personas.
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