EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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De la demolición de los ídolos en Nietzsche

por Juan Granados
Artículo publicado el 15/03/2025

Resumen
Este trabajo es un ensayo. Su construcción es fragmentaria. Me he tomado en serio el nihilismo. Asumo la devastación de los valores, la demolición de los ídolos, el nihilismo, la muerte de dios y la falta de orientación, como un supuesto, pero con ingenuidad. Quizás sólo describa o repita clichés, y estos ya son ídolos. Pero esto ya resulta provechoso. He descubierto algo: la demolición de ídolos es circular, como el eterno retorno. La transvaloración de valores se ha dado y se dará de nuevo. Esto puede demostrar la voluntad de poder como voluntad de conservación, la invención de los valores supremos que orientan la vida, pero, y esto he encontrado, en algún momento este ser humano, el moderno y el loco, sus dos facetas, se agotará, al punto de que la demolición será inútil, ya que ella misma se volverá ídolo.

Palabras clave: Dios, ser humano, mundo, metafísica, vida, voluntad, nihilismo, sentido

 

Abstract
This work is an essay. Its construction is fragmentary. I have taken nihilism seriously. I take the devastation of values, the demolition of idols, nihilism, the death of god and the lack of orientation, as an assumption, but with naivety. He may just describe or repeat cliches, and these are already idols. But this already pays off. I have discovered something: the demolition of idols is circular, like the eternal return. The transvaluation of values has occurred and will occur again. This may demonstrate the will to power as the will to conservation, the invention of the supreme values that guide life, but, and this I have found, at some point this man, the modern and the mad, his two facets, will be exhausted, to the point that the demolition will be useless, since she herself will become an idol.

Key words: God, man, world, metaphysics, life, will, nihilism, meaning

 

Esto es, tan sólo, un ensayo de construcción fragmentaria y reiterativa. Para él me he tomado en serio el nihilismo de F. Nietzsche (1844-1900). Hablo en primera persona. Asumo la devastación de los valores, la demolición de los ídolos, el nihilismo, la muerte de dios y la falta de orientación, como un supuesto, pero con ingenuidad, dejándome influir por los intérpretes. Quizás sólo describa o repita clichés, y estos ya son ídolos. Pero esto ya resulta provechoso. Quiero ver a dónde me lleva. Sin embargo no quiero aceptar del todo la que, se dice, es la parte positiva del nihilismo, la constructiva (mencionada al final), que viene de la aniquilación, de la destrucción, la que Nietzsche plantea cuando dice (en su libro póstumo La voluntad de poder) que “Todos nuestros elementos de conocimiento y nuestros sentidos sólo se desarrollan en relación con ciertas condiciones de conservación y crecimiento […] la confianza en la razón y en sus categorías […] acredita su utilidad para la vida. […] Nosotros proyectamos nuestras condiciones de conservación como predicados del ser en general”.

I
Para Nietzsche han de demolerse los ídolos. Entiendo al ídolo como una de las caras del símbolo, que normalmente es un signo muy especial, cargado de significado, rico en sentido. Como tal signo representa algo a alguien bajo cierto aspecto. Pero, a diferencia del ícono, el ídolo se representa a sí mismo. El aspecto bajo el que representa es absoluto. Lo es todo para quien refiere. Puede ser una idea, un concepto, una imagen, un valor o una persona. Nietzsche engloba los ídolos de la cultura occidental en lo valores. El nihilismo no es una doctrina, sino una consecuencia de la historia de occidente. A ojos del filósofo alemán es su destino. Cansado, agotado, por sus valores ficticios, se vuelve nihilista. El nihilismo es la devaluación de los valores supremos. Con él se desvanece el fin. Por él la existencia aparece como inconsistente, se pierde el derecho a establecer un más allá, un en-sí de las cosas, a Dios. El nihilismo, diría Hans Küng (en ¿Existe Dios?), es el convencimiento de la inanidad, la incoherencia, el sinsentido y la falta de valor de la realidad toda. Ya no hay metas, faltan los valores, dejan de haber respuestas sólidas.

Dios ha muerto. Se ha perdido la orientación de la existencia, de la vida, como auguraba el loco de La gaya ciencia: “No oísteis hablar de aquel loco que en pleno día corría por la plaza pública con una linterna encendida, gritando sin cesar: “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!”. Como estaban presentes muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron la risa. […] El loco se encaró con ellos, y clavándoles la mirada, exclamó: ¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la Tierra de la órbita del sol? […] ¿No caemos sin cesar? ¿No caemos hacia adelante, hacia atrás, en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío […]? ¿No hace más frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? […] ¡Dios ha muerto! […] ¡Y nosotros le dimos muerte! ¡Cómo consolarnos nosotros, asesinos entre los asesinos! Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. ¿Quién borrará esa mancha de sangre? ¿Qué agua servirá para purificarnos? […] La enormidad de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros?”

II
Dios ha muerto. Era un valor, una meta. La idea, el concepto y la imagen de él resultaron ser ídolos. Dios fue un ídolo, una fantasía, una ficción tirana. Comprender esto demanda como requisito haber sufrido una decepción y con ésta una ruptura en la fe y en la esperanza. Las verdades cristianas de fe son que existe un dios único, que es a la vez justo, misericordioso y providente; que trasciende el orden cosmológico; que creó libremente al mundo de la nada, y con él al ser humano, que tiene un principio de vida incorpóreo, el alma, que es inmortal, subsiste sin el cuerpo y lo hace libre. Dios, para el cristianismo, es fundamento, sentido del mundo, garante de las instituciones políticas, respaldo de la autoridad, insobornable sancionador de la moral, creador, mantenedor y rescatador de la dignidad del ser humano. Pero Dios se hace objeto de decepción. Se lo descubre un ídolo. Se efectúa una ruptura que atenta contra la fe, y caracterizada por la confianza. Se tambalea cuando la duda penetra. La fe nace ante lo superior en perfección,  entonces ininteligible e incognoscible, ante lo que rebasa al ser humano. Pero se duda de la justicia divina, porque hay ricos y pobres; de la misericordia de Dios, porque hay enfermos terminales; que es providente, porque hay quienes mueren de hambre. No hay respuesta al por qué de la maldad.

Si Dios es el sentido y el fundamento de la realidad, no parece tener el menor interés en el mundo. No es digno de fe. Los valores que lo acompañan, traducidos en valores culturales e institucionales, carecen de sentido, y por ello la dirección del mundo es hacia el vacío. Los valores tampoco son dignos de fe. La esperanza se caracteriza por pretender confiadamente una verdad fundamental desconocida y justificadora del mundo, de la realidad, de la vida, de la humanidad y de cualquier institución. Es una forma de confiar. Esta confianza es de tipo reactiva. Al perder la fe, al dar cuenta de la falsedad de los dogmas, aquel que se encuentra en proceso de decepción y rompimiento, en este caso esto significa pérdida de la esperanza, se lanza en búsqueda de nuevos sentidos, como hizo el moderno. No obstante, con la muerte de Dios todo sentido, toda fe y toda esperanza vanos se vuelven. Si Dios y sus valores son un invento, de nada vale esperar la verdad desconocida y salvadora del abismo.

La razón ha muerto. Era un valor, una meta. La idea, el concepto y la imagen de ella resultaron ser ídolos. La razón fue un ídolo, una fantasía, una ficción tirana. En el momento en el que las ciencias demostraron la falsedad de muchos principios sostenidos desde la antigüedad, como la pretensión geocéntrica aristotélica, más los descubrimientos geográficos, el escepticismo invadió las conciencias. ¿Cómo confiar de nuevo? ¿Cómo saber si lo nuevo, lo descubierto, era verdad? Dios mismo se manifestaba inestable. Descartes, primer moderno, esperanzado como Arquímedes y su punto de equilibrio, exigía una única verdad inconmovible y resistente a las embestidas de la duda. La encontró en el Cogito. Con esta verdad vino otra: Dios existe, es bueno y no sería capaz de engañarnos. Dios se convirtió en el significado de nuestro lenguaje, la posibilidad de un conocimiento organizado, las leyes de la naturaleza y las de la lógica, conservador de la estabilidad en la existencia de las cosas y de la identidad personal. Apareció esto, la identidad personal, el sujeto fuerte y autoclaro, sin límites y racional. Y aunque para el ser humano fuera su razón, tan sólo, un instrumento, si el mundo justificado por Dios, el de los filósofos, era cognoscible, alcanzaba, ésta, un nivel por encima de quien la contenía. Dios mismo tenía razón y la razón era Dios. Los modernos esperaron, se esmeraron, y alcanzaron lo que querían, un fundamento nuevo, aun cuando ello significase la desnaturalización de la naturaleza al quererla encuadrar en el modelo matemático.

III
La metafísica, otro ídolo, ha condicionado al ser humano. Ha hecho con él, lo que ha hecho con el mundo: dividirlo, separarlo, crear otro mejor. Pero tanto a la metafísica como el ser humano están agotados. El agotamiento es causa del pesimismo, y éste es el primer grado de conciencia de la voluntad de poder en medio del nihilismo.

Según José Luis Pardo (en su libro La metafísica) “es metafísica toda forma de expresarse que presuponga y alimente el dualismo ontológico “mundo sensible/mundo inteligible”, y que dibuje este “mundo sensible”, como pálida copia del inteligible, único mundo verdadero y continente de la realidad genuina”. Esta división de mundo pone en un predicamento al ser humano: ¿por qué si hay dos mundos y uno es mejor que otro, estamos en el peor? El cielo se aleja de la tierra. Nietzsche entiende que el problema de los modernos (racionalistas, empiristas, idealistas, etc.) fue su afán, heredado del Renacimiento, de todo lo que es hacerlo imaginable. Durante la Edad Media se mantuvo en suspenso el desarrollo de las ciencias explicativas, mientras Dios fuera garante de la realidad, tránsito insalvable para alcanzar la vida eterna. En el Renacimiento con la re-creación de la humanitas, invento de Cicerón, se trasladó, por poco tiempo, al ser humano, como individuo, el poder de dirección de su vida. Según Luis Villoro (en El pensamiento moderno) “era entusiasmo, alborozo de un mundo en sus comienzos”. Las ideas de antaño, endurecidas por el paso del tiempo, ya no explicaban adecuadamente la nueva realidad. La Tierra, en manera alguna, podía ser plana. Los desencuentros culturales dotaron al humanista de elementos para cuestionar la primacía de la cultura europea-cristiana. Pero fue un esfuerzo vano, un malgaste de fuerzas. El humanismo promovido, la reconsideración del ser humano, no dejó de ser cristiana, religiosa, dirá Eugenio Ímaz (en Topía y utopía). Se luchó contra la tiranía eclesial dejando al peor de los tiranos, Dios. Nietzsche se dio cuenta de ello. En su Voluntad de poder, respondiendo a la pregunta ¿qué demuestra el renacimiento?, Nietzsche señala que “el reino del individuo sólo puede ser corto. La disipación es demasiado grande; falta incluso la posibilidad de acumular, de capitalizar, y el agotamiento sigue nuestras huellas. Son épocas de dispendio de todo, en las que se malgasta incluso la fuerza con la que se amasa, se capitaliza y se amontona riqueza sobre riqueza […] Incluso los enemigos de tales movimientos se ven obligados a un insensato malgaste de fuerzas, ellos también se agotan pronto, se desgastan, se vacían”.

Los enemigos son los “medievales”, religiosos, teólogos, filósofos religiosos, y los “modernos”, “sabios entre los sabios”, racionalistas, empiristas e idealistas. Los primeros intentaron sostener el monopolio ya antiquísimo, conservando en la cima los valores supremos por todos conocidos: Dios, bien, mal. Los segundos inventaron nuevos valores conservando esa “cima”, aposento de aquéllos. Los modernos sacaron de sí la razón “epistémica” y comenzaron a medir, a hacer el mundo mensurable. Nietzsche dio el nombre a esto de voluntad de Verdad, como aquello que impulsa y enardece. Y ésta no es otra cosa que el intento por doblegar lo que es a la voluntad. Tanto Dios como la Naturaleza encontraron convergencia en el ser humano, en ese animal racional que los moldeaba a su imagen y semejanza. La asignación de la probabilidad a lo existente no indica nada más que la duda, la duda del nuevo ser humano por el mundo. La inhospitabilidad mundana (guerras, pestes, fenómenos naturales que hacen del planeta un sitio inhóspito y regido por el azar) era razón suficiente para buscar una razón y un fin. El objetivo del moderno fue crear un mundo que reflejara lo que se quería de él (un mundo-verdad frente a un mundo aparente) un mundo merecedor del título de ídolo ante el cual se pudiese arrodillar, “última esperanza, última embriaguez”. La metafísica moderna fue la epistemología. Pero, como Nietzsche ve, el moderno se agotó y desesperó en su intento. No logró conocerlo todo ni dominarlo todo. Previa a la metafísica y la epistemología está la voluntad de poder, inagotable y creadora. De ésta surgió esa distinción entre mundos. Es así como se puede afirmar que la verdad es una ilusión, un invento, un ídolo moderno ante el que se arrodillaron sus dioseros.

IV
Pero para descubrir el porqué de la división de mundos y el porqué de la invención de una verdad, es menester atender y voltear a quien cree en ellos y a quien los creó. Nietzsche aduce como causas para la creación o distinción de mundos, para la metafísica, la fisiológica, la psicológica y la mistagógica (para recuperar la terminología de Derrida en su obra Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía). El ser humano es cuerpo, cuerpo viviente, vida. Y como vida, voluntad de poder. La vida quiere, lucha por conseguir y lucha por conservar lo ganado: impulso original (causa fisiológica). Sin embargo, ese mismo ser humano, que es cuerpo y vida, que quiere y lucha, no puede creer que él sea la causa de sus logros (causa psicológica), por lo que busca (internándose en sus pensamientos) encontrar una razón por encima de él, una razón justificadora que degenerará en ídolos: la Idea de Ser, de Dios, de Razón. Este ser humano olvidará que él mismo buscó esa razón por encima de sí y creerá en su verdad, que es una ilusión, un ídolo, obligándole, a partir de este momento, a interpretar su vida y su actuar desde él. Habrá quienes tomen ventaja y se declaren los portavoces del Ser, de Dios y de la Razón. Capitalizarán, como sacerdotes, al ídolo, al invento, que no es sino mentira, para “gobernar”. A falta de fuerza, para dominar a los otros, harán creer que ellos tienen la verdad y sólo ellos pueden iniciar y hacer llegar a esa verdad. Estos son los mistagogos. La voluntad de poder inventó los valores supremos, posteriores regentes del ser humano. Dicha invención hace ver que la historia de la metafísica es la historia del nihilismo, entendida como una historia en la que causa, fin y sentido, justificadores de este mundo, pero habitantes de otro, más real, más verdadero, han sido impuestos por el ser humano, cuya esencia es la voluntad de poder, según dice Nietzsche en su libro Así habló Zaratustra.

Se ha esbozado que la historia de la metafísica es la del nihilismo. Son dos los mundos que la metafísica impone. Una llama al mundo: “el sentido de la tierra”; la otra eleva al éter: “deseo de salvación”. Al romper la metafísica con el mundo, rompe (fractura) al ser humano. Se crea una tensión insalvable mientras no se recuerde que en algún momento sólo hubo una voluntad, creadora, apetente y con vistas a conservarse. Esta tensión demuestra el agotamiento del ser humano. Nietzsche dice (en La voluntad de poder) que “Este antagonismo –no estimar lo que reconocemos y no poder estimar ya aquello sobre cuya naturaleza nos gustaría engañarnos– trae como resultado un proceso de desintegración. […] Vemos que no alcanzamos la esfera en que hemos situado nuestros valores, con lo cual la otra esfera, en la que vivimos, de ninguna forma ha ganado en valor: por el contrario, estamos cansados, porque hemos perdido el impulso principal. “¡Todo ha sido inútil hasta ahora!”. La ruptura del ser humano provocada por él mismo, desde una peculiar forma de pensar, la metafísica; el no poder ubicarse, el no saber qué hacer, a dónde ir; el saberse roto, el reconocer las partes y el percatarse de que todo eso es inútil, como inútil ha sido todo, conforman el agotamiento metafísico de cualquier ser humano. La anécdota del loco, la que cuenta Nietzsche en La gaya ciencia, puede servir para aclarar estos asuntos. Un ser humano que grita, en primera persona, buscar a Dios, pone en escena a los metafísicos que siguen a la saga de la verdad y a los ser humanos concretos que no encuentran sentido a su vida, si no es la otorgada por un dios.

V
Desde la perspectiva heideggeriana, la historia de Occidente es –como acontecimiento antropológico particular– la historia de la Metafísica y esta es ontoteología. Haciendo caso a esto, no resulta descabellado aseverar que toda metafísica, todo pensamiento metafísico, trae consigo, por un lado, la caracterización de dos mundos, el sensible y el inteligible (platonismo); y por otro, la imposibilidad de llevar a cabo una distinción clara entre el ser y el ente. La Voluntad de Poder, dice Nietzsche, impuso, supuso y sobrepuso “ideas”, los valores supremos, por encima del ser humano para justificarse y justificar este mundo: apareció el sentido, sentido de vida –aunque no lo requiriese–. Esta imposición, sujeta a la psicología y a la fisiología del ser humano –la vida como Voluntad de Poder– fue un dar características del ser humano al ente o dándole, también, la posibilidad de estar por encima de su mismo “creador”. Pero “nada” había, hay, que justifique (le haga justicia), como fundamento, al ser humano si no es él mismo. Nihilismo u olvido del ser, no importa cómo se le llame.

La metafísica al proponer un “ente”, garante y fundamento del “mundo”, proporcionaba, al mismo tiempo, ya desde la “época” filosófica de los presocráticos, un principio y un fin: un arjé del cual parten “las cosas” y al cual regresan. He aquí el sentido “de las cosas que son en cuanto que son, y de las que no son en cuanto que no son”. La “religión natural”, metafísica al fin de cuentas, creyó ver en ese “principio-fin-sentido” un “otro” no contento con el ser humano, necesitado de “sacrificios”, ritos y cultos capaces de apaciguar su ira, causada por los “pecados” humanos. Así es como el sacrificio llegó a ser un elemento –a la vez que un fenómeno– primordial en el desarrollo de las “culturas”, de los pueblos. Sin él, el disenso hubiese sido constante, hubiese sido extenuante y sin más cada pueblo hubiese desaparecido. Pues, como nos demuestra René Girard, la combinación de “chivo expiatorio” y sacrificio lograron la unificación –mimesis– aunque haya sido de manera violenta. Por supuesto esta violencia estaba justificada, tenía sentido. La victima sacrificial, siendo un excedente, respondía por la culpa de todos a la vez que en su sacrificio la “gente” se unía”.

VI
Cuando se dice “mundo contemporáneo” se presuponen circunstancias, acontecimientos, hechos, descubrimientos y situaciones mundiales. Se cree, en esas dos palabras, encerrar un mundo inagotable, caótico, enigmático y abismal. Cualquier caracterización se ve frenada por su contradictoria. Sale la incapacidad de conocer con seguridad lo acaecido, lo que está acaeciendo. Se siguen presentando intentos de unificar, de ordenar en un uno que explique la multiplicidad. El devenir se escapa. Sin embargo, decir, volver a decir, “mundo contemporáneo”, busca cristalizar, nunca endurecer, los acontecimientos para así entenderlos, explicarlos y justificarlos. La cristalización no es duradera, basta regresar al mundo y sufrir la imposibilidad de detener el movimiento. Así como Heráclito no podía bajar dos veces al mismo río, lo dicho aquí dos veces, no será lo mismo. Para un mundo contradictorio, hace falta una mente contradictoria, no una mente justificadora o racional endurecida y endurecedora que manifieste lo no-manifestable. En este sentido intentaré dilucidar la situación contemporánea del valor y los valores.

Jesús Conill en El crepúsculo de la Metafísica, cuando caracteriza la crítica nietzscheana a la metafísica, habla del origen de ésta desde el “enigma de la experiencia”. “¿Cómo resistir el peso y el insoportable sufrimiento que acarrea la experiencia –enigmática, abismal- del devenir y del sufrimiento?”. Lo desconocido, la falta de un fondo y las contradicciones mundanas amedrentan y atemorizan. El origen de la metafísica está en el intento de comprender el devenir, cosa que se cree conseguir con un principio ordenador, unificante, con una lumbrera que ilumine la oscuridad patente y caliente, cobije del frío palpable de la soledad humana. El enigma de la experiencia, en tanto causa, permite la creación de valores. El motor de ello es la voluntad de poder, dice Nietzsche, según Heidegger (en La metafísicade Nietzsche). Lo que impulsa y enardece a los más sabios entre los sabios es la voluntad de verdad, la voluntad de imaginar el ser, dice Zaratustra: “Todo lo que es, queréis hacerlo imaginable”, pues el mundo se escapa. Hay dudas acerca de la unidad del mundo. La multiplicidad y el devenir se presentan como en caos. Es menester doblegarlo a la voluntad, pulirlo y someterlo, unificando la realidad con un valor supremo, para crear un mundo ídolo ante el cual se pueda arrodillar el “creador”. Todo esto es obra de la voluntad de poder, que Nietzsche encuentra donde hay vida, hasta cuando se habla de bien y mal, como términos reguladores de una moral inventada.

Con el bien y el mal se asume la transparencia y el secreto. Lo visible, lo explicable, adquiere la esencia de bien –quizás tenga que ver con lo apolíneo-, mientras que lo secreto, lo oculto, que se demoniza, se entiende como mal –quizás lo dionisiaco-. En una sociedad empeñada en que todo vaya bien se transparentan los errores y desaciertos. El bien, como único principio ordenador y unificador se rompe, desvelando la maldad, el mal. El desorden y el caos se presentan de nuevo. Lo enigmático-abismal del mundo espanta, por eso hace falta algo que lo encuadre, lo arregle y lo ilumine. La voluntad de poder, cuya esencia es la creación, la expresión del ser del ente, creó la antinomia de bien y mal, reducidas al bien, para explicar, para justificar lo que sucede, aunque ello trajera consigo normas de comportamiento.

La inversión metafísica de Nietzsche, explicada por Heidegger, pretende dar con el qué de la creación de las verdades. Es la voluntad de poder, no individual, no personal, sino colectiva. La voluntad de poder no es hacer lo que se quiera, sino el motor que da origen a los valores supremos, establecidos históricamente, cuya pretensión unificadora permite intercambiar los individuos. Si se han colocado valores inamovibles, lo cambiante serán los sujetos. Pero esos valores supremos también han cambiado: de Dios en la Edad Media a la razón en la Modernidad. Tales cambios, eterno retorno de lo mismo, se deben a la voluntad de poder “insatisfecha”, lo cual sólo deja claro una cosa: la historia del nihilismo. En la sociedad contemporánea ese “mundo suprasensible de las metas y medidas ya no soporta la vida. Ese mundo ha perdido a su vez la vida: ha muerto” (Heidegger en “La frase de Nietzsche <<Dios ha muerto>>”). La manifestación del nihilismo transparenta lo acaecido actualmente, y que ya Nietzsche, según sus circunstancias, sospechaba: una desvalorización y una transvaloración de valores, con las que los valores cambian el tipo de intercambio.

VII
Para Nietzsche hay tipos de nihilismo: 1. Nihilismo pasivo; 2. Nihilismo reactivo y 3. Nihilismo activo. El nihilismo pasivo es el de quienes viven bajo la tutela de dogmas impuestos vía enseñanza familiar-cultural. Nietzsche se refiere a las personas cuyas actitudes son pasivas con el nombre de camellos. Así como estos los creyentes llevan a sus espaldas una carga demasiado pesada, la tradición, inventada por los despreciadores del cuerpo. Con la muerte de dios el mundo se quedó vacío, sin sentido, sin dirección. La justicia, la misericordia y la providencia de la vida postrera ya de nada valen ante la evidencia, ante el cadáver del único capaz de otorgarlas. El paso al nihilismo reactivo se lleva a cabo cuando se cuestionan los dogmas de fe, cuando lo dicho ya no satisface a una mente curiosa, cuando se pretende alcanzar la libertad, pero sin dejar del todo el sentido anterior. Es el nihilismo de quienes buscan una nueva justificación del y para el mundo. La figura representativa de este nihilismo es el león, que dice “yo quiero”, sin darse cuenta aún que no es suficiente.

En el momento en el que ocurre la segunda ruptura, la pérdida de la fe y de la esperanza, cualquiera puede acercarse al nihilismo activo. El niño, última transformación, es el creador de valores nuevos. Consciente de la ausencia de sentido es inventor de sí mismo. El niño dice sí. El niño es el superser humano. Para el niño la tierra y el cuerpo son lo más importante. El cielo ha quedado lejos, muerto. Tanto el cielo como el infierno, el bien como el mal, para él desaparecen. La realidad-realidad, la tierra, nuevamente, se manifiesta eterna, como algo que no necesita justificación. El mundo se revitaliza y la vida se vuelve mundana. La vida carece de explicación He aquí el sentido del sin sentido. Porque del cuerpo el ser humano inventó un instrumento, su razón; un acompañante, su espíritu; una diversión, la vida postrera. Hubo un momento en el que lo olvidó. Para eso vino el antiprofeta que sin anunciar habla del superser humano, para recordar lo olvidado, es decir, para pasarlo de nuevo por el corazón. El cuerpo, el inventor de sí mismo y de sus instrumentos, toma el control de nuevo. Control sin más, control creativo, de poderío.

Cierre
Dios, siendo fantasía, era la realidad. Sin embargo, murió. Dejó de existir; quizás nunca existió. Lo que nunca existió deja entrever una nada. La nada se transparenta. Así la historia humana (y la de la metafísica) se manifiesta como la historia de la nada. A esto se da el nombre de nihilismo.

La demolición de ídolos es circular, como el eterno retorno. La transvaloración de valores se ha dado y se dará de nuevo. Esto puede demostrar la voluntad de poder como voluntad de conservación, la invención de los valores supremos que orientan la vida, pero, y este es mi planteamiento final, en algún momento este ser humano, el moderno y el loco (¿el posmoderno, el contemporáneo?), sus dos facetas, se agotará. Incluso, la demolición es inútil, ya que ella misma se vuelve ídolo. Como escribiera Georg C, Lichtenberg: “casi todos los ser humanos fundan su escepticismo respecto a una cosa en la fe ciega en otra”.

Juan Granados
Artículo publicado el 15/03/2025

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