EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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La carrera inmoral

por Fernando Franulic
Artículo publicado el 28/06/2021

Resumen
Este texto configura una antropología histórica: en él se sitúan reflexiones sobre los inicios de la civilización del Occidente, para terminar en la conquista de América. Después, el ensayo decanta en una antropología del presente neoliberal en dos sentidos: una crítica a las políticas sobre la pobreza y, después, una mirada sobre los individuos portadores de la ideología del consumo.

Palabras clave
Historia occidental, Historia de América, Esclavitud indígena, Políticas neoliberales, Hiperconsumo

 

Todo esto es verdadero al mismo tiempo
Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, 1978

 

 I.- Cuando aún creían en la aritmética: un simulacro[1] del poderoso en América Latina

 I.1.- Hijo de imperios
La tiranía de los grandes hombres duró más de dos mil años, desde las primeras explicaciones de Heródoto. Grandes hombres, grandes hechos. Inmensos imperios que tuvieron sus auges y sus caídas. Tuvieron la gloria y la desesperanza. El amor y la muerte. La épica y la elegía. Nunca se vio tal cantidad de batallas, de leyes, de obras del intelecto y del arte. Nunca. Solamente gracias a los grandes hombres. Debieron quizás libar vino en honor a la musa Clío, por lo imperecedero, lo grandioso, lo colosal.

Nunca he soñado con la antigüedad. Pero sí me he ensoñado con ella. Una ensoñación es bajar el nivel exigente del estado de vigilia, es una conciencia que se adormece, que se vuelca en sueños despiertos[2]. Me he sumergido en imágenes de los territorios sin fin, inmensidad del agua y la piedra, las ciudades eran el lugar soberano, donde radicaba lo civilizado y afuera, en cambio, estaban las bestias de carga y los buitres hambrientos, las rutas del comercio, por tierra y mar, eran también las rutas del encanto porque conquistaban el oro y la esmeralda. Siempre los altos sacerdotes y los máximos guerreros buscaron levantar los más preciados monumentos, pues la civilización requería la expresión de un poder supremo. El emperador y sus héroes: en las altas cúspides, con el mundo a su disposición.

¿Qué sucedió con los esclavos que construyeron los enormes monumentos a los dioses? Nacieron para el trabajo piramidal, sumatorio, aritmético. Según señala Deleuze y Guattari, los imperios eran básicamente aritméticos, en cambio, la Grecia presocrática, que indicó el camino de la filosofía, realizaba unos intercambios comerciales que eran líneas y planos, los griegos eran geométricos[3]. Esto facilitó el sendero para la reciprocidad y la ciudadanía. Pero ¿qué sucedió con los esclavos de los filósofos? Pues la filosofía era para los hombres libres. Y los esclavos, ¿habrán libado secretamente a Dionisio sin que sus amos se percataran, prometiéndole futuras ofrendas, frenéticas orgías?

La dinastía de los grandes hombres fue mucho más cruel y dogmática en el mundo medieval y postmedieval. Reyes y esclavos se miraron las caras, a través de un abismo que nadie podría imaginar en su vacío desmesurado. ¿Y las mujeres de los esclavos y las mujeres esclavas, tenían alguna diferencia? ¿Tenían el derecho al alimento y al ensueño? ¿Qué destino tuvo la mujer sirvienta, proletaria, campesina, mendiga? En la época medieval y postmedieval, muchas mujeres escaparon del dominio masculino: monjas, parteras, curanderas, entre otras.

Hijo de tradiciones antiguas, lo que sucede es mi propia aritmética: la he aprendido de los libros de historia, de las máximas conversacionales, de los silencios culturales. Es decir, soy hijo de una secuencia milenaria, particionada en épocas que penetran en mi imaginario y mi discurso. Por otro lado, mis ancestros directos los puedo imaginar, herederos, a su vez, de otras tradiciones, de otros territorios del saber y del poder, de la largueza de aquellas bellas almas de una Época Revolucionaria. Aunque sigo siendo hijo de esa historia fundamental, de la historia de la antigüedad, donde todo se conjugó: el páramo desnudo, sin solución de continuidad, donde quizá habría algún individuo que todo lo vio y todo lo guardó en el corazón.

I.2.- Tiempos merovingios
El hombre del páramo, seco en su interior, rasgado por la fuerza de su corazón maldito, se halla ahora rodeado de bosques supuestamente mágicos, el bosque y sus seres –como la ardilla y el mochuelo–, el verde sobre el verde; planicies vegetales que parecen contar otra historia: la caída espantosa del imperio romano. Caída de una estructura imperial, con su decadencia de emperadores y de sumos pontífices. La Roma occidental vivía una debacle total.

Siguiendo los planteos de un pensador audaz[4], la formación del reino franco en el siglo V podría considerarse una logotesis. La primera dinastía franca fundada por Meroveo, es decir, los merovingios, debía construir un lenguaje sociopolítico: distante del imperio y próximo a sus caracteres sociales más auténticos. Los reyes y las reinas merovingios fueron forjadores de un simbolismo, el que instituyó un modo compartido de construir un reino cristiano, entonces, desde cierto punto de vista se trata de una logotesis que para los otros grupos germánicos fue un legisigno.

Conjurados e inauguradores de la Alta Edad Media, los merovingios rechazaron el pasado romano y, con ello, posibilitaron una dinastía: reyes y reinas que configuraron la noción occidental de “reino”, más allá de la ya instalada concepción de “imperio”. Teniendo una ciudad galo-romana como centro urbano principal (París), el reino de Francia entraba a la historia de la oficialidad, a la historia del poder oficial, al poder de la casa y la corte; siempre bendecido por la cristiandad y sus instituciones canónicas. En este sentido, los merovingios fueron más allá que la simple enunciación del mensaje cristiano, ya que Meroveo se declaraba descendiente de Jesús.

El rey merovingio, desde Meroveo hasta Childerico III, tenía en sí mismo un estatuto sacro que era un carisma bien específico, el que luego se rutinizó. Sin embargo, la creación de un lenguaje regio pasaba por otras cuestiones centrales. Por ejemplo, la doble bifurcación que negaba los orígenes tribales de los francos: por un lado, la oposición entre nomadismo y sedentarismo; por otro lado, la oposición entre barbarie y cultura urbana. Estas oposiciones eran diadas simbólicas de alta importancia, puesto que en ellas podía emerger una dinastía digna de constituir una casa.

La casa de los merovingios era no solo el castillo o una prehistoria del castillo, sino que también la posibilidad de generar alianzas matrimoniales con los otros reinos germanos. Las doncellas merovingias entraban, de este modo, a un intercambio corporal que representaba la sacralidad del matrimonio.

Esta posibilidad de constituir casa iba casi siempre acompañada de una corte y, en este plano, los símbolos del poder regio fueron centrales: corona, cetro, globo, escudo, blasón. La casa se semiotizaba para transfigurarse en espacio simbólico, donde dominaba tanto el rito del poder y el objeto-signo, como la figuración de los títulos nobiliarios que se consolidará en la Baja Edad Media: paje, caballero, doncella, conde y condesa, duque y duquesa, entre otros.

No obstante, es tan poco lo que sabemos de los tiempos merovingios, una oscuridad de crónicas austeras nos separa de aquellos primeros momentos de la llamada tradición occidental, oscuridad que apaga todas manifestaciones de aquellos signos fabricados de guerras primarias, de amores aborrecidos, de reyes del delirio. También, nuestra ignorancia se debe que fue una época, como toda la Alta Edad Media, de rapsodas, quienes hicieron la épica, la ética y la estética del reino, sin dejar una traza escrita, sin regar ningún árbol del conocimiento del bien y del mal: bástenos los blasones de batalla y las escuetas genealogías del fuego que forjó las iniciales coronas doradas.

I.3.- Un execuátur para ciertas aves exóticas
Se viene a mi mente una Real Cédula que transcribí cierto día en la Biblioteca Nacional de Francia, mientras hurgaba entre libros antiguos. Dicha cédula es del 6 de mayo de 1678, y señala:

Previno SM al Virrey de Nueva España, Presidente de Guatemala, y al Governador y Capitán General de la Ysla de Cuba embiase el número que les pareciese de los nombrados turpianes, o tigres chambergos, mariposas, cardenales, cinzontes, gorriones, y otros de qualesquier canto, entregandolos al general, o almirante de la flota de Nueva España que los condugese a España (…).

Felipe IV era quien solicitaba a las autoridades del Nuevo Mundo el envío de aves cantoras, propias del área geográfica de América Central. No tengo mayores antecedentes de dónde fueron confinadas esas aves, aunque es claro que el envío tenía como destinatario al rey. Ahora bien, ¿eran animales que el rey requería para el disfrute personal? ¿O constituían un regalo para la familia real? ¿Quizá serían para la entretención de la corte? Por otro lado, no sé dónde se ubicaba la gran jaula o aviario. Este podría estar situado en el palacio del Buen Retiro, o en el palacio real de Madrid, o en otro reciento principesco; son incógnitas que habría que investigar con documentos históricos.

Felipe IV poseía la exclusividad de traer aves de América, mucho antes de la masificación de este circuito. Me parece que el rey buscaba el placer estético. Felipe IV comprendía la muerte que lo acechaba, no la muerte personal, sino la muerte de su dinastía: la endogamia entre los Habsburgo de España y los Habsburgo de Austria era una práctica matrimonial que producía enfermedades y problemas en los hijos.

En dichos años, una coplilla que cantaba el pueblo decía: “El Rey está malo; el Príncipe, enfermo; con dolor, La Reina; la Infanta se irá… ¿A quién esta casa se le alquilará?”. En una sociedad cortesana[5], como la que existía en esa época, la política interior de los reinos incluía a los problemas de la familia real, interesando tanto a la corte como al pueblo.

Felipe IV tomó en segundas nupcias a Mariana de Austria, su sobrina. La reina llegó a España en el contexto de una algarabía popular. Sin embargo, prontamente su vida se eclipsó. Como si fuese un pájaro encerrado, la reina estaba atada a las formalidades de la corte, a los rígidos ritmos del existir, a la moda insufrible; aparte del dolor encarnado en su cuerpo histórico: debía cumplir el rol social de entregar herederos al trono, a causa de lo cual la reina experimentó varios abortos y dio a luz a neonatos muertos.

Entonces, constituía un encierro que nacía de grandes convenciones, o sea, un encierro simbólico y sanguinario, aunque estuviese en cúspide de la monarquía administrativa. En tanto que era la reina, poseía el más alto estatus dentro de las mujeres de palacio, los símbolos de prestigio que tenía adscritos provenían de todos sus parientes muy poderosos. Bastaba reconocer su árbol genealógico, ahí se verificaban sus redes de poder y sus títulos de nobleza. Pero, igualmente, vivía sometida a una tradición macabra como puede ser el casamiento de un tío y una sobrina: el símbolo de la sangre es uno de los más altos signos de una dinastía, sangre que corre por los cuerpos de la familia real, asimismo sangre que impone un abismo entre la familia real y los otros, por tanto, la reina estaba constreñida a que la sangre de los Habsburgo continuase por los siglos.

Del mismo modo que el caso del rey, quizá ante el aviario de aves americanas –en el supuesto que dichas aves eran para la entretención del círculo de la familia real– Mariana de Austria podría encontrar el deleite de observar a unas aves muy diferentes de las que existen en la península ibérica; aves plenas de colores y de vida.

Por tanto, los reyes sabían del disfrute: quizá el goce de escuchar y de mirar a las aves; un placer, un juego, un divertimento que los separaba, en unos momentos magníficos, de la muerte: probablemente ellos no pensaban ya en los gélidos espíritus de los castillos y los palacios; quizá pensaban en un llano, en una playa, o en una selva, lugares donde los pájaros siempre son libres.

I.4.- Lo despiadado
La invasión española culminó, nuevamente, en los terrenos amplios, en las tierras baldías, en las esporas inauditas que nadan en ríos escabrosos y en bosques lunáticos. Todo era nuevo para el conquistador de América, aun así, el hombre blanco ni supo ni quiso admirar la belleza, solamente buscó el oro, buscó la mujer nativa, y otros tantos mitos: el Dorado, la Ciudad de los Césares, la Provincia Austral, hasta la abominación de la totalidad americana.

El poderoso en la Europa medieval era el potens: la potencialidad del derecho de usar la espada frente al pauperes; entidad inferior por constituir el campesino y el pobre, por ende, no portaban la espada en el cinto[6]. Quizás fue en aquella época en la cual se basó Nietzsche para estudiar el surgimiento de la mala conciencia y la culpa, de la inversión valórica que la casta sacerdotal realizó a los poderosos de la espada despiadada[7].

De rastros sobre rastros, el poderoso medieval dio un salto hacia la conformación imperial: la épica lacerada, malograda, colmada de maculaciones. El pobre era el indio, el pobre era un desconocido: rostros abigarrados y cuerpos desnudos; formas sin formas experimentadas; otros seres en el inventario de Tudores, Austrias y Pontífices, en las clasificaciones genuinas de los sirvientes que escuchaban, en los pasillos, las noticias selladas de la muerte indiana. La carne desenvolvía la invasión, porque el esbirro que conquistó solo deseaba el oro –carne ultrajada de la tierra– y el ano –sodomización que en sus terruños estaba prohibida.

En octavas reales, Alonso de Ercilla y Zúñiga poetizó el territorio chileno, su feroz guerra, nunca olvidada, nunca terminada. Obsequio preciado para los reyes que, desde grandes salones, veían lejanos estas hordas descivilizadas, estas salvajes grupalidades, más aún aquellos que nunca se rindieron: Arauco. Mas, Alonso de Ercilla sabía de la suntuosidad, de la fama y la fortuna: se cuenta que fue un paje en el matrimonio de Felipe II y María Tudor, antes de cruzar el charco. Se dice, también, que María Tudor, llamada la sanguinaria, tuvo una pelirroja hija de dicho aparatoso casamiento; la escondió bajo tres llaves, al modo de un misterio fabuloso: mezcla de engranaje documental y mitema mágico.

El mito de la hija perdida, la última Tudor, que sobrevivió por toda la Europa occidental, vino a concluir en Chile: se cree que fue la monja alférez, quien vino al primer Ejército profesional del Nuevo Mundo[8]. Una pasada incógnita y, al unísono, solaz, ya que su rostro de mujer nunca fue revelado, quedando en la memoria paradojal de sus superiores y de los mapuches (inclusive).

Sin duda alguna, era la institución de las encomiendas la más vil y aborrecible de las formas de trabajo obligatorio en el imperio hispano, a pesar de participar de la letra jurídica totalmente ajena y cínica –como eran las tasas de trabajo que los juristas establecían. Las encomiendas de indígenas en el Chile colonial estaban conformadas por masas humanas que trabajaban desde la botánica ignorante de sí misma, al menos en los términos del usufructo asqueroso del conquistador, o desde el metal, objeto del que sabían mucho, fue la perdición del nativo, pues en negros túneles sucumbieron en multitudes de huesos sin nombre. A cambio de esa fuerza de trabajo, el amo debía evangelizar a nombre de santos, vírgenes y cristos.

Así, Chile tuvo su nombre eurocéntrico: el Flandes Indiano; fue lo despiadado en la abstracción monárquica, con la noción de las dos repúblicas y el tratado de límites de 1642, sin embargo, cundía el miedo, la desolación, el corazón en la mano, frente al pueblo mapuche. Ninguna batalla ni tampoco ningún parlamento. Pero, a la sombra del canelo, se fundó Temuco.

I.5.- Cuerpos de la distopía
Te veo San Pedro de Alcántara, enjuto hasta los huesos, con tu mano suplicando la limosna, eres fiel retrato de ti mismo; aunque eres una madera policromada, con ojos de vidrio y greñas del castigo a una criada. Te veo cómo te vieron los mestizos: objeto simplemente, sin necesidad de trascendencia, sin posibilidad de creencia simbólica. No obstante, Pedro de Alcántara vales toda la fortuna de los Borbones: gracias a tu fealdad, las castas debían sucumbir al catolicismo que, en la realidad de la vida material, no implicaba una función conativa de ese lenguaje plástico. El pesado manto de tus filigranas doradas y plateadas posiblemente costaron el trabajo de otros seres, sobrevivientes de las fábricas de los pobres del Viejo Mundo. Y entonces desde tu posición acomodada en la España mística, quisiste ser pobre mendicante e hilvanar una vida humilde. Sin embargo, ahora eres la burla de cuanto mestizo existe: no prescribes, no inscribes, no seduces, a los idólatras y herejes en este cobijo de pícaros malditos.

I.6.- Necesidad de sangre
Supongo la situación histórica del Reino de Chile en el siglo XVIII, y pienso en la siguiente operación sociológica –la cual podría ser un ejemplo para nuestro presente[9]:

Carrera-inmoral-cuadro

II.- El pensamiento vengado

II.1.- Los buenos y los pobres: sobre el círculo virtuoso de la pobreza en Chile Neoliberal

Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé.
Siempre que una persona tiene una lata de nescafé
me doy cuenta de que no está en la última miseria;
todavía puede resistir un poco.
Julio Cortázar, El Perseguidor, 1959.

En el contexto de la sociedad chilena post-dictadura, la pobreza ha sido una pieza clave en la articulación de la transición democrática y en la institucionalidad político-social del Estado neoliberal. La pobreza se ha constituido en una base de la sociedad, la base necesaria para una estratificación social, la silenciosa base de una pirámide social. Esta base sirve para que los políticos, ya sean de la derecha conservadora o de la centroizquierda, establezcan un consenso amplio sobre la necesidad de su superación. Entonces, la pobreza se ha transformado en un argumento discursivo frente a la crisis chilena de los grandes paradigmas sociológicos, posibilitando un proyecto de país.

La pobreza vista como base estática de la sociedad no conforma una clase social, sino más bien un colectivo que padece un vasto conjunto de políticas enfocadas en la ayuda. La base pobre de la sociedad chilena neoliberal se visualiza, por ende, como pasiva: es el ganado que se encuentra esperando el turno para ser procesado en las industrias del neoliberalismo impecable chileno. No obstante, es una base que se rebela, puesto que posee una experiencia política y cultural que los discursos dominantes no logran capturar.

Posterior al gran terremoto del 27 de febrero de 2010 en la zona centro-sur de Chile, los estratos populares saquearon supermercados y multitiendas. Ante el impacto personal por dichos acontecimientos, nació el deseo de escribir este pequeño ensayo. Mi impacto no se refería al hecho mismo de los saqueos, sino al hecho de que todo aquello sucedía televisado en vivo y con los ejércitos en la calle. Represión y televisión: me parecía que la militarización del espacio público conjugada con una mediatización exagerada producía una población cautiva, un aprisionamiento de una población sobreexpuesta que, finalmente, era una categoría social en imagen y en movimiento. En estas notas, deseo analizar los mecanismos de formación de la categoría social del pobre en el Chile neoliberal, con el fin de criticar sus efectos ideológicos y sus cargas simbólicas.

Se podría plantear una pregunta básica respecto a la pobreza: ¿quiénes son los pobres? El discurso oficial permite dos respuestas científicas. Por un lado, la estadística socioeconómica chilena se articula en torno a la abundancia o la carencia de determinados bienes: es una línea de ingresos bajo la cual se está en la pobreza, es una fina y tensa línea que permite entrar y salir, caer y subir, estar arriba o abajo, pero siempre la diferencia es arbitraria y engañosa. Así, el pobre es aquel que ha caído por un salto manipulado. Por otro lado, los científicos sociales complejizan la mirada agregando análisis y conceptos que lograrían explicar el mundo de la pobreza desde un punto de vista sociocultural: así nacen y se aplican nociones como capital social, solidaridad de grupo, redes sociales, economía informal, etcétera. En este caso, el pobre es aquel que, prefigurado por una trama conceptual, habría de tener un comportamiento y una cultura que se separa (ampliamente) del resto de la sociedad.

El trabajo de estadísticos, tecnócratas, policías y científicos sociales ha creado, desde los inicios de la transición democrática, un conocimiento del mundo de la pobreza que permitió y permite ordenar (teórica y prácticamente) a los pobres en curvas, gráficos, relaciones sociales, imaginarios, redes vecinales y barriales, entidades locales y estatales, entre otros modelos.

En este sentido, ¿cuál es la atracción que ejerce la pobreza para los investigadores sociales y los políticos modernizados? Más ampliamente –lo que constituye la pregunta central de este escrito–, ¿cuál es el atractivo ideológico de la categoría de la pobreza en la sociedad chilena neoliberal? Y creo que las respuestas a estas preguntas no se resuelven solo indicando que se trata de populismo, que se debe salir del subdesarrollo o que son los mandatos de la OECD.

El pobre como objeto: punto de arranque metodológico
Georg Simmel, en un lúcido ensayo de principios del siglo XX[10], establece dos situaciones sociales que contribuyen a definir a los pobres dentro de la comunidad societaria. De un lado, el pobre se constituye en pobre en tanto que es objeto de una asistencia social; la limosna cayendo en las manos de un pordiosero transforma al individuo que la recibe en un simple receptáculo de unas prácticas o de una institucionalidad. De otro lado, el pobre participa limitadamente en la sociedad, tiene el derecho a pedir las migajas, a acogerse en el asilo, a suplicar por la justicia celeste y terrestre, pero su sitial político se limita solamente a esa demanda de las sobras de la sociedad dominante, y, por tanto, no existe el reconocimiento de cualquiera de sus acciones políticas y sociales.

Estas afirmaciones de Simmel, claramente, son anteriores a la construcción histórica del Estado de compromiso, donde el bienestar social y económico se constituyó en un derecho. Sin embargo, las conclusiones de su estudio bien valen para la caridad neoliberal. La asistencia social dada a los pobres tiene el objetivo político de paliar o de subsanar las distorsiones sociales que produce el capitalismo, por lo que se trata de un mecanismo estratégico para la mantención global de la estructura social[11].

El pobre es aquel que experimenta la ajenidad en el seno de su propia sociedad, como si fuera un extranjero o un maldito; entonces, los pobres han sido, a lo largo de la historia, sometidos a diferentes regímenes de asistencia (y también a otros regímenes jurídicos y políticos): constituyen la población de esas instituciones, y es el modo, por tanto, en que se visibiliza y verbaliza la pobreza.

La pobreza puede ser interpretada como una objetivación a partir de estrategias institucionales, donde, en primer lugar, se encuentra la asistencia social. Una asistencia social que no cambia la estructura socioeconómica, sino más bien la reifica. No obstante, durante el Medioevo, la primera modernidad y la época colonial americana (y, también, más allá), la transformación en pobre que realiza la institución produce una inversión temporal y, en todo caso, simbólica del lugar social de los pobres: los individuos que constituyen la población periférica de la sociedad (masa anónima, rústica, arrabalera, miserable, minoritaria, etcétera) entran, por medio de las aparatos institucionales, al centro de la sociedad, sin dejar por ello de pertenecer a la periferia. Y dicho centro de la sociedad está marcado sagradamente: es el sitio de los grandes discursos jurídicos, políticos y religiosos que los poderosos y los ricos utilizan en esos momentos de inclusión para dar cuenta de su bondad.

Centro y periferia: crítica a la bondad
Las acciones políticas sobre una población periférica que se termina categorizando como pobre ha sido una constante en la historia de la sociedad chilena, basta considerar la época de los conventillos (es decir, la cuestión social de principios del siglo XX), donde las familias proletarias eran constantemente intervenidas por la policía sanitaria y la caridad extramuros, por tanto, eran convertidos en el populacho insalubre y delincuencial. Sin embargo, es en el período postdictadura donde aparece clara y nítidamente esta dinámica, producto de las políticas deliberadas del mercado y de los poderes sociales.

Posterior a las políticas de erradicación de los barrios marginales desarrollada por la dictadura, cuyo objetivo era limpiar los barrios burgueses de aquellos elementos distorsionadores y, luego, a la privatización de los programas de vivienda social, se ha consolidado espacialmente una periferia en Santiago de Chile. Se trata de comunas del Gran Santiago, dentro de las comunas se trata de barrios, dentro de los barrios se trata de block de apartamentos o de casas (ambos construidos como vivienda social). Entonces, se podría decir que la población periférica habita en una doble clausura[12].

Una clausura tiene que ver con la evidente segregación socioespacial: la población periférica vive en ciertas comunas y sectores urbanos. La otra clausura es, a la vez, sutil y brutal: es la inseguridad y la violencia, es decir, una obligatoriedad del encierro (sobre todo nocturno) en el block o en la casa. De este modo, estas clausuras permiten hablar a pleno título de una población cautiva: un conjunto humano identificado espacialmente y que no tiene otra salida socioespacial, y que se considera, entonces, como algo dado, por tanto, plausible de intervenir política, social y territorialmente. Son las ardillas del laboratorio. Son los objetos del gran laboratorio de la superación de la pobreza.

Esta población periférica constituye, según Doris Cooper[13], la masa de los pobres, los bolsones de pobreza y la desigualdad social: es la pobreza creada por los aparatos neoliberales. Quisiera destacar cuatro aparatos que producen esta asociación entre periferia y pobreza, los que, finalmente, generan los pobres como categoría y clasificación social.

Trozos mediáticos de pobreza. La pobreza es algo que se ve. Aparece recurrentemente en los noticieros: son los casos de superación, las mujeres que adquieren la casa propia, los niños que integran una orquesta infantil, los jóvenes que dejan la droga, los vendedores ambulantes, los férianos, las abuelitas, y un largo etcétera. Los noticieros con sus nuevos formatos de reportajes que todos los días nos impactan con un periodismo de investigación con bajos niveles de ética nos entregan, constantemente, trozos de vida de pobres. Entonces, los medios de comunicación, y, específicamente, la televisión, se constituyen en un andamiaje ideológico para relacionar aquellos trozos de vida con una situación estructural: la pobreza. Y en este accionar mediático, la investigación periodística, junto con los efectos de la imagen, difunden una visión de la pobreza, ayudando no solo a categorizarla, sino también a defender los valores de la ayuda y la superación. La gente humilde es troceada para inventar una épica, donde aparece el que ayuda a superar y el que se supera como los complementos perfectos de un sueño político.

Es rico dejar de ser pobre. Desde el punto de vista de las políticas públicas y de los partidos políticos (y también de la iniciativa privada), existe un acuerdo ampliamente aceptado de que la pobreza es efecto de la falta de desarrollo. El capitalismo neoliberal que impera en Chile rompió con el modelo de bienestar social e impuso un modelo de focalización: dentro de la población periférica, los aparatos gubernamentales (como el FOSIS) establecen criterios de elegibilidad para incluir individuos o grupos en las estrategias de erradicación de la situación pobre. Parecida mecánica ocupan también ciertas instituciones privadas. Aquellos grupos que son elegidos constituyen objetivamente los pobres, también son unos trozos de la población pobre, porque la focalización impide tomar a todos los grupos. Existen criterios estandarizados para elegir, donde se conjugan carencias económicas y condiciones sociales. Así, el tecnócrata define a un individuo como pobre. Luego, viene la intervención social: el pobre es sometido a un conjunto de lenguajes técnicos, referidos a lo que se denomina “economía y negocios”. Los grupos aprenden de mercadotecnia, de contabilidad y finanzas, de gestión de negocios, entre otros modelos. La idea de la superación de la pobreza, en su concreción de política social, se traduce en la incorporación de un lenguaje técnico en unos grupos elegidos en tanto pobres, lo cual vendría a cambiar la superficie tanto económica como lingüística de estos grupos: de artesanos de su destino material pasan a ser microemprendedores con conocimientos del mercado. Por otro lado, la institucionalidad gubernamental prevé diferentes etapas por donde pasan los pobres: de microemprendedores pueden llegar a convertirse en microempresarios. Insisto que es la superficie, podríamos decir más generalmente “semiótica”, que se modifica en este paso de pobre a emprendedor pseudo-integrado: de un carrito hechizo (improvisado y artesanal) de venta de completos a otro carrito más moderno e higiénico, con algo de capital que se registra en un cuadernillo. La superación de la pobreza cae como en un gotario: caen las palabras del capitalismo, y a quienes tocan entran a una pobreza estandarizada, próxima a disfrazarse del éxito y del boom chileno.

¿Donaría tres pesos a una Fundación? Respecto a la caridad y la beneficencia, y ahora también llamada “responsabilidad social empresarial”, bastaría repetir los puntos tratados en la primera parte de este escrito. Sin embargo, hay que hacer algunas salvedades: el modelo neoliberal ha traspasado las prácticas de la caridad. Ya no es la limosna que ritualmente se daba a la salida de la iglesia, sino que se trata del supermercado que, en convenio con las empresas y las fundaciones, piden una limosna electrónica: ¿donaría “tantos” pesos a la fundación “tal”? La máquina registradora del supermercado computa la limosna sacada del cambio de la compra del consumidor. Dicha limosna se dirige a la empresa y, luego, descontando los beneficios tributarios, aquel dinero llega a la fundación de asistencia social. No sé si siempre fue así, pero los valores de cambio se separan de los valores escatológicos. La limosna electrónica impide la visión del “marginado” (un mendigo, por ejemplo), en ese sentido es aséptica, distante, informatizada. Esta asepsia, finalmente, arriba como financiamiento a una institución donde concretamente están los individuos, están con su corporalidad que repugna a la sociedad, como lo fue desde siglos y siglos: las abuelitas, los niños huérfanos, los vagabundos, los mendigos, los drogadictos, entre otros ejemplos que nos hablan que la caridad privada sigue siendo, y lo fue en Chile durante todo el siglo XX (pese al Estado de bienestar), una estrategia reproductora de la pobreza, de la llamada “desvalida”, o sea, la que no le queda valor.

Investigadores en busca del eslabón de la pobreza. Los investigadores sociales y los grandes teóricos sociales producen una de las categorizaciones de la pobreza con mayor peso, la que surge por el andamiaje teórico y metodológico que aplican a las poblaciones cautivas. La división académica del trabajo implica, por un lado, la investigación social, donde se desarrolla una encuesta o una historia de vida, que en tanto metodologías, hacen emerger los detalles de la pobreza, aquellos detalles (o pequeños datos) contribuyen a una descripción de los pobres, y, por otro lado, las descripciones metodológicas ingresan a la teorización: es la conceptualización de la pobreza, la que se preocupa del porqué, ¿cuáles son los eslabones perdidos que permitirían explicar el fenómeno de la pobreza? La búsqueda de los eslabones (explicaciones, interpretaciones) de la pobreza son fundamentales para la reproducción de las ciencias sociales, es una manera de legitimación, y, a la vez, es un modo poderoso de separar de la sociedad a una población (cautiva), a la cual se le asignan comportamientos y experiencias diferentes: ¿una etnología de la periferia?

Entonces, televisión, intervención social, caridad privada e investigación social, constituyen potentes aparatos neoliberales para categorizar, catalogar e intervenir a la población periférica. La acción de categorizar y clasificar socialmente a los pobres emerge de un conjunto de estrategias institucionales donde se conforma una población específica y concreta, social y políticamente señalada e identificada, que realiza una función ideológica en la sociedad; dicha población o grupo humano sirve para algo en la sociedad (dominante).

La transformación en pobres en la sociedad chilena postdictadura mantiene, ampliamente, las características que ese proceso tenía en las sociedades premodernas: la relación entre centro y periferia, aunque ahora modernizada y capitalista. La población estacionada y controlada en la periferia entra en el centro, producto de las estrategias institucionales: el pobre está discutiéndose en los pasillos de la CEPAL, está en un alto de carpetas de un funcionario del FOSIS, está en el noticiero central, está en las cátedras de la universidad, está en los centros de estudios sociales, está en las tesis de los estudiantes, está en las campañas de ayuda caritativa, está en la gerencia de una fundación.

Los vericuetos institucionales (medios, trabajo social, fundaciones de ayuda, ciencias sociales) permiten esta entrada a las instituciones centrales, es decir, oficiales y, obviamente, no administradas por pobres. El pobre puede incluso aparecer en el discurso del Presidente a la Nación. El pobre se pasea por las oficinas de La Moneda. Y pese a todo sigue habitando y viviendo (experimentando) desde la periferia. La categoría de pobre se podría definir, entonces, como una población periférica que ingresa al centro para algo.

¿Qué es ese algo en el modelo neoliberal? Es la representación de lo bueno y lo deseable. En este sentido, no existe una verdadera secularización en la sociedad chilena. Pero, analicemos un poco ese algo bondadoso que el pobre sirve para llenar. Giacomo Todeschini conceptualiza muy certeramente la pobreza[14]: la pobreza se ha relacionado, a los ojos dominantes, con la falta, con la ausencia, con la minoridad, con la debilidad, con la carencia. Al pobre siempre le falta algo para participar plenamente de la vida económica y social, para ser tratado horizontalmente. Es un sujeto carente y menor frente a la institución. Al pobre le falta algo y, simultáneamente, el pobre entrega algo. Ese algo que le falta al pobre las estrategias neoliberales intentan suplir, así es la ayuda, el conocimiento, la superación, la educación, el capital, la dignidad, el respeto, los valores. Y, por tanto, en esta acción de suplir, el tecnócrata, el interventor, el investigador, el político encuentran un leitmotiv: es un acto bondadoso, o al menos, un buenismo, es decir, seguir las convenciones para participar de la buena sociedad, la establecida.

Esta es la ideología que está detrás del gran proyecto de superación de la pobreza: un nudo ideológico que permite conjugar la modernización capitalista y el conservadurismo católico y, así, hundir el mercado en las profundidades valóricas y simbólicas pertenecientes a una historicidad tradicional, proto-industrial, más arcaica. Producir, en definitiva, un mercado bueno que necesita de unos pretextos. Dicho pretexto se busca y se selecciona en la cautividad de la población periférica urbana que, por los recovecos institucionales y mediáticos, se vuelve una población central, investida simbólicamente y, en este ejercicio categorial, la ideología del buen mercado – o economía social de mercado, como dicen los especialistas neoliberales – se cumple y se efectúa. Del texto (mediático, tecnocrático, sociológico) que habla de los pobres, arribamos al pretexto que son los pobres para el Chile neoliberal y post-dictatorial.

II.2.- Seres que piden mercancías para ser

 Me dan lo mismo el trueque y el abuso,
Valores de la carne y la carroña…
Paz Molina.

El verbo “pedir” proviene del verbo latino peto-petitum, el que denota diferentes tipos de acciones: a) intentar llegar a, dirigirse a o hacia; b) atacar; c) acercarse a; d) proponerse, obtener, buscar; e) solicitar, pedir; f) exigir, reclamar. En términos etimológicos, entonces, el acto de pedir implica no solamente el sentido restrictivo de demandar a alguien que entregue cierta cosa o que haga cierta acción, sino que también incluye en su campo semántico una intencionalidad y una direccionalidad de la actividad, la que se expresa en dos sentidos: por un lado, el significado de movimiento y de la fuerza del movimiento, que se configura como una dimensión espacial del obrar; y por otro lado, el significado volitivo de querer, apetecer y buscar, lo que puede transformarse fácilmente en un requerimiento y una exigencia. Aunque, para los efectos de este escrito, el plano físico y el plano psíquico de esta palabra se confunden metafóricamente.

Así, el pedir entra en una trama semántica donde el individuo queda direccionado; el que pide es un sujeto que se encuentra en curso de llegar a un destino, a un objetivo: el sujeto emprende un camino para llegar a un lugar, y ese es un lugar impregnado de deseos. Por tanto, el pedir tiene una importante relación con el buscar, pero mientras el pedir es un acercamiento hacia un espacio donde otros otorgarán aquello que se reclama, el “buscar” es un proceso de acercamiento autónomo y la entrega de aquello que se necesita es independiente, no implica de forma tan urgente a los otros.

En un caso tenemos una lucha orientada para alcanzar lo deseado, en el otro hallamos una acción instrumental para encauzar las búsquedas y así obtener lo ansiado. Quizá debería haber comenzado este texto con la etimología de “buscar”, sin embargo, es una palabra de origen desconocido, probablemente proviene de una voz celta. Ahora bien, si vemos este inicio del texto en perspectiva el problema no es tan fundamental, ya que el pedir y el buscar con dos caras de una misma moneda: a veces se está en un plano, otras veces en el plano alternativo.

El lugar de este individuo demandante y voluntarioso es también un lugar social: el sujeto que pide se mueve, se desplaza, desea y quiere, puesto que el lugar al que se propone llegar está valorado socialmente. En este punto, salgo de la consideración semántica y entro en la interpretación sociológica. Puede darse el caso, sin duda, de que un individuo busque un lugar social totalmente marginal. Sin embargo, la masa de individuos comparte unos objetivos, unos deseos, unas direcciones que, a causa de la sociedad dominante, se han transmutado en estatus y en poder.

Me gustaría llamar el sistema de los pedidores-buscadores al conjunto de individuos que se conduce según los parámetros de la sociedad dominante: el poder del consumo y la cultura hipermoderna. Es decir, aquellos sujetos que el lugar social a que se dirigen está marcado por los rasgos más imperantes y representativos del contexto cultural: ellos constituyen los pedidores-buscadores de la sociedad actual. Ahora bien, para realizar la crítica a este sujeto social dividiré este breve texto en tres partes: la primera, tratará del carácter de la sociabilidad en el sistema de consumo; la segunda, de las implicancias culturales de esta sociabilidad; y la tercera, intentará cerrar conclusivamente con una reflexión política.

El simulacro de lo colectivo
La o el individuo de la sociedad del consumo es aquel que desenvuelve sus acciones en el marco de un sistema capitalista, y este le permite avanzar en su búsqueda voluntariosa y deseante. El objetivo es acceder al mundo de las mercancías. Me parece que el punto fundamental es el siguiente: es a través de la mercancía que se cumple y se cierra el ciclo del movimiento del pedir y el buscar. Pero ¿por qué el pedidor tiene que realizarse en el universo de las mercancías? En la respuesta a esta pregunta está la clave para entender este fenómeno sociológico: la sociedad de los pedidores mantiene una relación profunda –existencial, se podría decir– con la mercancía. Será necesario, entonces, desenmarañar esta relación.

¿Cuál es el lazo que podría existir entre la sociabilidad y la mercancía en el contexto chileno contemporáneo? La sociabilidad es un conjunto de eventos cotidianos que permiten observar tanto las implicancias espontáneas de las acciones sociales, como ciertas configuraciones sociales que tienden a pervivir al instante fugaz. La noción de sociabilidad se define en un vínculo claro con la esfera interaccional que experimentan las y los individuos, donde la dualidad entre lo privado y lo público cobra especial interés y releva las características de la vida sociable. El espacio de los actos sociables es público, en el sentido de que el individuo se halla fuera de sus márgenes privados y debe actuar frente a otros y otras, ya sea dentro de un establecimiento cerrado o ya sea en el espacio urbano.

La sociabilidad presenta la característica de que no solo se desarrolla en presencia de otros individuos, sino que también posee la particularidad de que las acciones repercuten recíprocamente, es decir, se ejercen con otros, para otros y/o contra otros[15]. En principio, este fenómeno se constituye a través de lo que podríamos llamar los “contenidos” de las relaciones sociales, o sea, los deseos, los saberes, las ideologías, etc., que se insertan en los intercambios sociales brindan una marca sociocultural a dichas acciones, funcionan como una suerte de libreto en las relaciones.

Sin embargo, la vida sociable tiene una finalidad en sí misma, más allá de los contenidos interaccionales: es la experiencia de lo social por medio de lo social, vale decir, las y los individuos quieren participar de los momentos colectivos, ya que es un modo de compartir y contribuir. La sociabilidad, entonces, es un proceso complejo, sobre todo cuando se está en presencia de las sociedades contemporáneas, porque es en estos modelos societales –sociedad del consumo, sociedad de la hipermodernidad, sociedad del espectáculo– donde la mercancía adquiere una relevancia fundamental con relación a la sociabilidad.

En el marco de la sociedad chilena del hiperconsumo, los espacios para comprar se multiplican, existe una pluralidad de lugares para consumir, y es en este contexto donde el mall tiene una preponderancia esencial. En el caso de Santiago, el mall está ubicado en sectores estratégicos de la ciudad, en las comunas de altos y medianos ingresos abundan los centros comerciales, y en ellos la dinámica del consumo puede desenvolverse en estos espacios que concentran una gran cantidad de tiendas al interior de una arquitectura que privilegia los vidrios y los espejos. Entonces, el mall es la expresión mayor del mercado de bienes y servicios que se instaló en Chile en plena dictadura cívico-militar: en el centro comercial, las y los individuos acceden a los bienes económicos, los cuales son consumidos porque, además, constituyen bienes simbólicos.

La mercancía, en la sociedad hipermoderna, sufre una escisión y un desdoblamiento: se paga un valor de cambio al tratarse de un bien económico, pero a nivel del valor de uso, en la mayoría de los casos, no se busca la necesidad práctica, el cubrir una utilidad práctica, sino que se trata de adquirir un prestigio por medio del objeto, un estatus por medio del consumo. En este sentido, ¿existe una sociabilidad ligada al hiperconsumo? La sociabilidad consumista, cuyo eje se halla en el mall, se articula en torno a la mercancía en tanto que bien simbólico, pero esta propiedad simbólica que entrega prestigio y privilegio no puede desarrollar su condición sin relaciones sociales que sirvan de espejo a lo consumido.

Por tanto, en el proceso de consumo las acciones sociales repercuten recíprocamente, especialmente en la forma de interaccionar contra otros u otras. Siempre se da una rivalidad frente a otros u otras, más aún en el mall donde los espejos y los vidrios permiten reflejar aquellos objetos simbólicos, al mismo tiempo que dan cuenta de lo comprado por los otros y las otras. Por ende, la sociabilidad no es completa en la sociedad del hiperconsumo, es una sociabilidad trunca, malograda, particularmente cercenada: los actos sociables preponderantemente asumen la forma de la lucha y la competición.

Así, el mall produce una proliferación de miradas y de juegos comparativos, en el marco de la adquisición de mercancías con valor simbólico: en este sentido, el mall es un simulacro de lo colectivo, una simulación de lo que ocurre en la sociedad más amplia. La mercancía es el núcleo de lo colectivo, producto de las dinámicas del mercado que penetran en las sociabilidades, además, luego de la instalación del mercado en las décadas dictatoriales y postdictatoriales se ha generado una subjetivación de la población, por ello, el mercado está integrado dentro de las matrices subjetivas; como reza el título del libro de Fernando Blanco: privatizar lo público, mediatizar lo íntimo y administrar lo privado[16].

También, la mercancía genera una seducción, lo que finalmente viene a contribuir a la acumulación del capital comercial y financiero. Las estrategias de acumulación se basan en la seducción: bienes que se pueden adquirir y que están marcados por la personalización, la mercancía no solo es estatus, también es seducción que se desarrolla en relación con los deseos psíquicos de las y los individuos[17] –en este sentido, la personalización (psicologización) seduce porque remite a bienes que hacen sentido en el plano íntimo.

Entonces, en la acción del pedidor-buscador se produce un nivel profundo de la individualidad: es la elección existencial que se anuda entre el Yo que pide y la acción de pedir. Esta relación profunda está relacionada con la posibilidad de engendrar una identidad por medio de las mercancías. El Yo desea ser, por tanto, emprende acciones que le permitirán serlo: estas acciones buscan unas mercancías que serán definidas por un proyecto o una concepción de identidad.

Los límites mercantiles y normativos de la identidad
Adelantemos algunas conclusiones, como una forma de asentar lo ya expuesto. La sociedad capitalista del hiperconsumo produce la cultura necesaria para que los individuos desarrollen sus acciones hacia la posesión y el consumo, y, a la vez, los individuos establecen la posesión y el consumo para una proyección de ser, para una fantasía de identidad. Entonces, el resultado será una identidad fabricada con los mismos materiales históricos del capitalismo.

Así, la sociedad todo lo engloba, todo lo colectiviza, todo lo mercantiliza, aunque entremedio se produce un pliegue interior: es la existencia, es el movimiento psíquico, es la dirección profunda de la elección individual, pero la cual se encuentra anudada –íntima y colectivamente– a la historicidad del capitalismo.

Ahora bien, existen otras razones que inducen al individuo a embarcarse en la competencia y en el beneficio –o sea, en el pedir y el buscar. Se trata de la posibilidad de experimentar una identidad codificada, es decir, aprehensible, reconocible y admirable por los otros, no obstante, cerrada sobre sí misma, imposible de desestructurar, ya que, como ha señalado Jean Baudrillard[18], toda mercancía es, a la vez, un signo: el signo siempre responde a un código “ausente”, es decir, del que solo conocemos sus manifestaciones exteriores. Así, la identidad codificada implica no solo mercancías de valor simbólico, sino que también emergen los signos de aquellas mercancías, por lo que se produce una articulación, al parecer, difícil de quebrar. Según Roland Barthes: “desde que existe sociedad, todo uso es signo de ese uso”[19].

Sin embargo, el ensueño de una identidad totalmente codificada, exógena a todo tipo de devenir, diferenciada respecto a las otras identidades similares, es prácticamente imposible. Como se trata de signos colectivos que se ofrecen en el mercado, la repetición del sentido y la frecuencia del uso significante, permiten que no exista la deseada identidad única y diferencial. Se requieren acciones para traspasar el juego de significantes, para poseer una identidad especial. De esta manera, es posible entender también la acción ineludible, de parte del sujeto, de la acumulación de significantes y de mercancías: es el modo de intentar fijar su identidad.

Pongamos un ejemplo para aclarar estas ideas: un joven deportista que sigue la moda de la musculación. En primer lugar, buscará unos bienes económicos que posean ciertas cualidades simbólicas. Así, comprará un bolso grande deportivo, cuyo valor de uso consiste en la posibilidad de guardar muchos objetos en dicho bolso, pero a nivel simbólico tiene relación con la connotación de “un joven que va al gimnasio”, lo cual está altamente valorado en una parte de la población. En este sentido, lo que he llamado “propiedades simbólicas” o “valores simbólicos” se definen como signos cargados de un sentido compartido por la sociedad. Con un símbolo se hace difícil la equivocación respecto al significado.

Y, en segundo lugar, este joven usará otras mercancías en su objetivo identitario: anabólicos, quemadores de grasa y nutrición deportiva. En este contexto, ¿qué significa un músculo anabolizado? Al parecer, no existe una significación única, puesto que se trata de signos que responden a un código. El músculo –y también la moda deportiva masculina– nace de mercancías, pero una mercancía es un signo de esa misma mercancía: son los signos objetuales y corporales. Este joven usará su cuerpo y su vestimenta con una estrategia acorde a sus recursos culturales, no obstante, los observadores podrán interpretar de muchas formas aquellas estrategias identitarias. Es más, en la sociedad del hiperconsumo se produce una escisión que vuelve frágil y quebradiza a las identidades: los observadores solo ven precios (en lugar de mercancías) e imágenes (en lugar de signos).

Entonces, la fragilidad de la identidad y su intento de fijación lleva a lo que se podría denominar la normatividad de la identidad: el individuo debe, a cada momento, a cada instante, establecer límites normativos, puesto que la frágil acumulación de sus significantes puede desestructurarse. Entonces, la normatividad que establece el individuo es, ciertamente, poner barreras, pero no en lo que respecta a su propia identidad, sino en lo que concierne a la identidad de los otros: el individuo se arroja el derecho de evaluar la identidad de los otros, como una manera de defender y de controlar la frágil acumulación que lo define y lo constituye.

Es en este contexto, donde cobran importancia los aprendizajes mediales: la televisión y las redes sociales (virtuales). Las y los individuos proceden, en general, con dos técnicas interrelacionadas y colectivas, técnicas usadas en este afán normativo: primero, existe una opinología social, la que se ejecuta en los grupos de pertenencia (por ejemplo, familia y pares) como un modo de justificar la desacreditación de cierto individuo y/o grupo; al igual que en la industria de la farándula, el conjunto de argumentos conduce finalmente a un “de acuerdo” o en “desacuerdo”. Y segundo, encontramos una simplificación de la opinología, la que toma la forma básica del “me gusta” y del “no me gusta”, alternativas surgidas de las redes sociales, pero que el sujeto aplica en la vida cotidiana de un modo generalizado, sobre todo en lugares de aglomeración masiva (el metro, las calles céntricas, el mall). Entonces, estas técnicas de poner límites al poseer un uso masivo conducen a una sobrenormatividad de la vida social, especie de situación fatalista donde no se ven rasgos de libertad.

Así, el sujeto procede estableciendo la equidad, una equidad relativa a la manera por la cual el resto de los sujetos han construido sus identidades: él es el que acredita y desacredita. Y, también, es el que desacredita de forma absoluta, es decir, frente a aquellos que no participan de este mercado, por tanto, que presentarán tachas, marcas y señales, todas ellas no deseadas por la sociedad de los pedidores[20].

Es una cultura que no acepta la diferencia y la divergencia, que constantemente expulsa a aquellos que presentan una identidad indeseada, que incesantemente controla las identidades para decir qué es lo aceptable; cualquiera, además, puede ejercer este rol de reglamentación cultural: hablamos, por ende, de una cultura muerta, o sea, que se basa en la muerte –factual y simbólica– de aquellos que no piden, de aquellos que son el contrario, de aquellos individuos “silvestres”.

Fernando Franulic

vineta-pie

NOTAS
[1] Plantear el método del simulacro, en este caso, no se basa en las teorías postestructurales de Jean Baudrillard, lo que sería quizá ir demasiado lejos en el percance de la postmodernidad. Sobre este punto, me gustaría situarme en la más simple de las ideaciones de la semiótica: Roland Barthes señala que un simulacro constituye una posición observadora de primer grado, donde el semiólogo se instala, sincrónicamente, a reconstruir el engranaje de una estructura social. Ver Roland Barthes, Elementos de semiología, 1977.
[2] Gaston Bachelard, La poética de la ensoñación, 1960.
[3] Gilles Deleuze y Felix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, 1991.
[4] Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola, 1997.
[5] Norbert Elias, La sociedad cortesana, 1969.
[6] Carmen López, La pobreza en la España medieval, 1986.
[7] Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, 1887.
[8] En este sentido, Michel Foucault se equivoca al señalar que unas de las líneas genealógicas de la sociedad disciplinaria es el establecimiento en el siglo XVII de las maniobras militares en el marco del Ejército francés. En cuanto a esto, habría que aclarar que el Real Situado que llegaba a la Capitanía General de Chile, permitía fraguar la Guerra de Arauco de un modo profesional, es decir, con maniobras y estrategias claras. Cf. Michel Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, 1975; y Álvaro Jara, Guerra y sociedad en Chile. Ensayo de sociología colonial, 1971.
[9] Aunque hubiese preferido evitar el dualismo estructural, lo interesante es que en el esquema incluyo una perspectiva semiológica y, también, de la cultura jurídica de la época moderna. Cf. Fernando Franulic, Apuntes sobre una lectura sociológica del concepto de paradigma. El caso del pensamiento de la Cepal, Seminario de Grado, Licenciatura en Sociología, Universidad de Chile, 2000 (de próxima aparición en Editorial Arcaica)
[10] Georg Simmel, Les pauvres, 1998.
[11] Cf. Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como ideología, 2010.
[12] Sobre la doble periferia, ver Fernando Franulic, “El Pejesapo: Sobre los márgenes estigmáticos que (no) se ven”, Bifurcaciones, Revista de Estudios Culturales Urbanos, N° 9, Julio 2009.
[13]Doris Cooper, Delincuencia y desviación juvenil, 2005.
[14] Giacomo Todeschini, Visibilmente crudeli. Malviventi, persone sospette e gente qualunque dal Medioevo all’età moderna, 2007, pp. 205-240.
[15] Georg Simmel, Cuestiones fundamentales de sociología, 2008.
[16] Fernando Blanco, Desmemoria y perversión, 2010.
[17] Gilles Lipovetsky, La era del vacío, 1986.
[18] Jean Baudrillard, Crítica de la economía política del signo, 1985.
[19] Roland Barthes, Elementos de semiología, 1964.
[20] Erving Goffman, Estigma. La identidad deteriorada, 2003.
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