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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Resemantización de Latinoamérica: una lectura desde la postmodernidad.

por Jerónimo Alayón
Artículo publicado el 01/02/2003

La modernidad, con su carga totalizadora, había fundado las bases de un discurso unificador sobre un corpus de elementos homogeneizadores, a saber: la política, la historicidad, el nacionalismo, la industria cultural, la cultura urbana en oposición a la cultura tradicional y el progreso tecnócrata.

Visto así, Latinoamérica quiso vestir la camisa de fuerza de una intención estabilizadoramente unificadora, que provenía particularmente de los centros de poder político; curiosamente, la democracia, más que plural, se hizo unicidad impositiva de una fuerza centrípeta que adquirió el nombre de centralismo federal (paradójicamente), con lo que el Continente en cuestión dejó de aproximarse a su heterogeneidad innata.

Es el debate de la postmodernidad el que resemantiza a Latinoamérica, y le recupera legitimándola su dignidad plural; lo que había sido obstáculo para inteleccionar al Continente se convierte de este modo en herramienta para potenciarlo: Latinoamérica como una cultura híbrida.

La modernidad inicia su proceso de apertura con un cambio significativo de un orden divino de lo social por un orden humano como tal. Norbert Lechner lo sintetiza así:

Entendemos por modernidad el proceso de desencantamiento con la organización religiosa del mundo. La sociedad religiosa se caracterizaba por la anterioridad y alteridad absoluta de un principio divino como garantía inviolable del orden.

[…]

La modernidad consiste en la ruptura con esa fundamentación trascendente y la reivindicación de la realidad social como un orden determinado por los hombres.

[…]

La modernidad es ante todo un proceso de secularización: el lento paso de un orden recibido a un orden producido. (1)

En tal sentido, el nuevo orden social se instaura con el auxilio de la política, que deja de estar supeditada a la moral religiosa, para así articular una nueva moral, la del Estado. Surge de este modo el primer surtidor de discursividad totalizadora y homogeneizadora de la modernidad, de modo tal que la política pasa a convertirse en un distintivo de esos grandes espacios artificiales que son las ciudades. La primera marca de modernidad de Latinoamérica es, pues, un artificio que regirá posteriormente otros artificios: la ciudad capital (noción obviamente más política que geográfica o demográfica).

Esta ciudad capital se convierte así en el eje de una fuerza centrípeta, el centralismo federativo; sin embargo, esta noción revela en su interior el germen mismo de su afuncionalidad, pues derivándose de un discurso homogeneizador deviene en una realidad heterogénea e hibridizante. Por otra parte, lo político, que no la política, se convierte en asunto de las masas, mejor aún, del público (en términos de Carlos Monsiváis), con lo que se hace fervorosa esa noción del hombre común de las urbes latinoamericanas como un hombre eminentemente político, tanto así que se carnavaliza la noción y la acción de campaña electoral.

El paso resemantizador de esta noción moderna hacia el campus de la postmodernidad evidencia una ruptura con los anhelos consuetudinariamente cifrados en la política. El esquema paternalista de un Estado omnioferente comienza a diluirse en una suerte de doble juego: el Estado le reclama al ciudadano común una actitud más activa, y el pueblo deja de creer a fe ciega en el Estado y su instrumento homogeneizador. Así, en palabras de Lechner, surge un desencanto en los pueblos latinoamericanos que conviene analizar. De una parte, no se vive de cara al futuro promisorio que preconiza el discurso político; de la otra parte, se vive de espaldas al pasado glorioso de los tiempos fundacionales: sueño y evocación se diluyen en una actitud desintegradota del presente.

Los pueblos latinoamericanos, de esta forma, se revelan contra la larga cadena de innovaciones (las promesas electorales son siempre un cheque novedoso a largo plazo) que constituyeron los diversos programas de gobierno; en otras palabras, el pueblo ya no cree en el proyecto provisor de la política homogeneizadora, con lo que aguarda una novedad más radical aun que las novedades blandas con que se sintió emocionalmente estafado. La postmodernidad filtrada en el ámbito político latinoamericano está revelando algo más serio: la necesidad de quebrar el esquema totalizador de una forma abrupta.

En tal sentido, ha resultado curiosa una extraña nostalgia por regímenes autoritaristas que ha comenzado a recorrer el Continente, y que ha quedado evidenciada en la ola de intentos golpistas, de golpes consumados y de procesos como el peruano. Pareciera, pues, que el hastío generado por el desencanto, según lo conceptualiza Lechner, estaría abriendo una fuerza más centrífuga que centrípeta en el campo político, por una parte, puesto que el término clave de la política latinoamericana de los últimos años ha sido la descentralización, y por otra parte, el pueblo, o sectores autoritaristas del mismo, estarían pretendiendo una ruptura violenta del esquema centrípeto, con lo cual se abre el compás de una ficticia centrifugación, dado que apenas se estaría operando un cambio de protagonistas totalizadores.

Pareja a la política, la historicidad ha sido otro de los reductos homogeneizadores de la modernidad latinoamericana. La mitificación de personalidades históricas como la de Bolívar, a veces rayana en la deificación, evidencian un proceso totalizador que nace de un correlato de la institución política latinoamericana: la academia. No pocas veces la academia ha legitimado las actuaciones de la política.

Monumentos históricos, esquelas históricas, reseñas históricas y una vasta gama de aparejos históricos convierten las calles de la ciudad en una suerte de aula abierta, desde la que se imparte omnímodamente el catecismo de la unidad social. En tal sentido, se descubre que la historicidad está más al servicio de otra fuerza aun más totalizante y homogeneizadora: el nacionalismo, que en Latinoamérica cobra matices diferenciales bastante más amplios que los de Europa y Norteamérica.

En tal sentido, el nacionalismo integra bajo una denominación geográfica un conjunto de elementos disímiles, pero que el Estado necesita cohesionar. Carlos Monsiváis como una opción frente a la carencia de derechos democráticos:

El nacionalismo no es solo la vestimenta oficial del Estado; sobre todas las cosas es identidad rápida que cohesiona los fragmentos de la vida cotidiana de las mayorías compensándolas en algo por la falta de derechos democráticos.

[…]

El nacionalismo producto de una lucha armada se prestigia o redime pregonando la excepcional calidad de su experiencia y sus frutos singulares. (2)

Este nacionalismo, producto de un ascenso armado, se carga de gloria en la memoria histórica de los pueblos latinoamericanos, al punto de que la industria cultural, por una parte, masifica posteriormente su marca portentosa bajo la cual deberá el pueblo someterse, y, por otra parte, la cultura urbana de corte aurático (esa que se regodea en la autoría) lo plasma en pinturas, murales y toda suerte de obras intelectuales, las que contribuyen a su vez a instaurar su homogeneidad.

Otra asunción nacionalista dentro de la modernidad latinoamericana es aquella que, según Lechner, entiende que “…una identidad nacionalista enfoca las diferencias fundamentalmente como una división (internacional) de enemigo y amigo”.(3) Esta noción, totalizadora del espacio Nación, pero desintegradota del espacio Globo, encierra en sí misma, como tantos postulados de la modernidad, una paradoja que la hace avanzar más de cara a la postmodernidad.

En su camino hacia la postmodernidad, el nacionalismo va cambiando sus patrones de homogeneización ideológica por otros de homogeneización consumista: el nacionalismo no se vive, se consume. Esto que pudiera parecer una paradoja dentro de la postmodernidad no lo es, dado que el nacionalismo, abordado desde un esquema utilitarista, se desintegra, se hibridiza en sus continuas amoldaciones mercantiles, y termina por ser un orden producido y no recibido, pero no en los términos en que la modernidad entendía el producto social (planificación antropocéntrica del acontecer social), sino en los términos del orden postmoderno: bien mercantil = producto industrial. Con un ejemplo rudo, el nacionalismo es una calcomanía de bandera fácilmente desteñible al sol.

En Latinoamérica, la industria cultural y su manifestación citadina, la cultura urbana, aunadas a los medios masivos de comunicación, operaron en la modernidad uno de los ejes más importantes de la homogeneización totalizadora. En tal sentido, la cultura urbana se erigió en legitimadora de artes y saberes, al punto de que se constituyó en centro de tal sistema. La consecuencia inmediata: todo arte popular o artesanal pasó a ser desplazado hacia el margen, la periferia.

Sin embargo, esta cultura de ciudad y la industria cultural buscaron distintivos culturales de la nacionalidad, proceso que se volvió tanto más ficticio y falso cuanto que los parámetros de cultura nacional que se han manejado son más abstracciones sucedáneas de lo propio que concreciones firmes de lo autóctono.

Inclusive, no lo auténtico, pero sí lo primigenio de cada país pasó a ser más curiosidad antropológica o turística que natural concepción de las raíces: lo indígena, cuando no fue empleado como emblema de una discursividad reivindicatoria, fue manejado como periferia cultural.

Los medios de comunicación latinoamericanos, de la mano con una suerte de moral preceptiva del Estado, sirvieron fielmente a la totalización de las masas bajo motivos y aspiraciones idénticos, con los que el Estado ejercía, por intermedio de la Academia que a ello se prestaba, un control unicista de las masas. La modernidad renunció con el arte urbano y la industria artística masificada a la noción aurática de la obra, a la par que establecía parámetros competitivos de homogeneidad.

La sociedad consumista postmoderna parece no alejarse mucho de los patrones conductuales anteriores; sin embargo, es importante precisar que la desintegración de ciertos esquemas alcanza fundamentalmente a la cultura de consumo; por ejemplo, la actitud frente a los comerciales pasa de ser compulsivamente adquisitoria a ser racionalmente apreciativa. Cabe advertir, no obstante, que esta no es más que una de las caras de la cultura de diversión que comienza a flotar sobre la concepción postmoderna de los medios masivos de comunicación.

Pareciera que la radio, el cine y la TV, en su afán moderno de homogeneizar ansias consumistas asociadas a la programación divertente, consiguieron saturar, y por consiguiente anular parcialmente, una actitud cautiva ante los medios, como si el desencanto por lo moderno también actuara en dicho ámbito.

Así, el consumo masivo no solo de la cultura, sino del mercado en general, no es ya tan homogéneo en Latinoamérica, con lo que se aprecia una hibridación de los mercados, que deben recurrir extrañamente a la fórmula de la globalización como antídoto ante el caos financiero. ¿Dónde comienza la postmodernidad en Latinoamérica y dónde termina la modernidad? Pareciera que ambas se solapan mutuamente, con lo que daría la impresión vaga de ser caras diferentes de una misma moneda. ¿Diferenciación homogeneizadora o igualdad heterogeneizadora?

Finalmente, la Resemantización de Latinoamérica pasa por el progreso tecnócrata, que guarda estrecha relación con todos los puntos ya citados; por allí pasa la nervadura central de la postmodernidad latinoamericana. El progreso se mide como un índice desigualador, puesto que no está homogéneamente distribuido en las distintas capas sociales. En Latinoamérica, es fácil contrastar el equipamiento casi futurista de una clínica privada con la precariedad casi medieval de un hospital público.

Por una parte, el progreso tecnológico hace crisis en su propio objetivo: generar bienestar, un objetivo superior de vida. En tal sentido, Lechner apunta muy bien cuando advierte que una marca de la postmodernidad es la negación por hastío del futuro y del pasado: vale más vivir y negociar el presente. El pasado heroico que nos homogeneizaba tanto como la promesa de un futuro edénicamente tecno-científico pasan a segundo plano, y la tenencia de tecnología es lo que establece los patrones definitorios.

Visto bien, la postmodernidad y la modernidad en Latinoamérica no parecen oponerse ferozmente, sino complementarse. No se excluyen, se simultanean ocasionalmente; no se oponen totalmente, sino de manera parcial, lo que les permite más diálogo que monólogo de confrontación. Quizá, más que nunca, Latinoamérica haya legitimado su propia voz en el eco de una polémica internacional, nacida en el ámbito de la filosofía y la estética.

Jerónimo Alayón Gómez
Caracas, 12.07.1995
NOTAS Y REFERENCIAS ________________________
LECHNER, Norbert: “Un desencanto llamado postmodernidad”, en Punto de Vista, Nº 33, sept-dic/1988, p.26.
MONSIVÁIS, Carlos: “Cultura urbana y creación intelectual”, en GONZÁLEZ, Pablo: Cultura y creación intelectual. México, Siglo XXI, 1984, p.29.
LECHNER, op. cit., p.26.
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