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Acerca de la inexistencia del arte latinoamericano

por Alfredo Fredericksen
Artículo publicado el 04/02/2022

Hay un consenso en caracterizar esta época como dramática; de hecho, los filósofos de esta primera mitad del siglo XX definen la concepción de la existencia como tal[1]. Los tópicos atraídos —existencia, angustia, decisión, acción, sufrimiento y culpa— traban una articulación dramática del individuo con la vida. Con todo, a pesar de que todos ellos pueden remitir a una constelación trágica, no necesariamente son descritos desde una concepción trágica de la existencia[2]. Jaspers constituye una excepción, al reflexionar sobre lo trágico como experiencia y saber, vinculándolo directamente con la percepción de la crisis de mundo en su época.  La crisis que describe en La situación espiritual de nuestro tiempo (1932)[3] tiene carácter social y espiritual, se manifiesta en la desdivinización y vacuidad del mundo y su rasgo más definitorio es convertirse en un atentado al ser sí mismo.

Es en este marco en que la existencia se vuelve problemática y se interroga por la posibilidad de sentido, dimensión que el filósofo explora en “Esencia y formas de lo trágico”. Desde este ángulo, y como es recurrente en momentos trágicos, aflora una nueva noción de la existencia a partir de la relación entre Existencia y Situaciones Límites —relación que Jaspers desarrolla en Filosofía—. Tal sería el caso del arte latinoamericano, ya que, como afirma Mosquera en su texto “Contra el arte latinoamericano”, “[l]a cuestión crucial en el arte hoy en día es el extraordinario incremento de su práctica y circulación regional e internacional a través de una variedad de espacios, eventos, circuitos, y por medio de comunicaciones electrónicas” (Mosquera, 1) y es que “[e]n esta explosión participa una vasta multiplicidad de nuevos actores culturales y artísticos que circulan internacionalmente y que antes, o no existían, o quedaban reducidos al ámbito local” (Mosquera, 1). De hecho, el mismo autor afirma la tensión entre tradición-contemporaneidad o cómo “ha proveído al arte de la frescura, del atrevimiento, del candor y de la espontaneidad propios de quien no arrastra la cadena de una evolución histórica” (Mosquera, 1)[4].

Con lo anteriormente señalado, quiero llegar a lo siguiente: cómo los artistas trascienden lo local, desplazando su repertorio de creencias. Porque, tal como establece Mosquera:

suelen estar informados sobre otros contextos, sobre el arte hegemónico, o [buscando] una proyección internacional. A veces, [moviéndose]  dentro, fuera y alrededor de espacios locales, regionales y globales. Usualmente su producción no está anclada a modernismos nacionalistas ni a lenguajes tradicionales, aun cuando basen su obra en culturas vernáculas o en trasfondos específicos. Los contextos mismos han devenido en contextos globales a través de su conexión con el mundo (Mosquera, 2).

Sin embargo, será precisamente la vastedad un problema del cual habría que hacerse cargo y que arroja a la inexistencia de un arte latinoamericano. De hecho, Mosquera alude a la importancia que tienen los curadores, porque su: “desafío es poder mantenerse al día ante la eclosión de nuevos sujetos, energías e informaciones culturales que estallan por todos lados. Ya no resulta posible para un curador trabajar siguiendo el eje Nueva York-Londres-Alemania —según ocurría hasta hace poco—, y mirar desde arriba enarcando las cejas” (Cfr., Mosquera, 3). De ahí que el autor llegue a afirmar que “el arte latinoamericano ha dejado de serlo, y ha devenido más bien arte desde América Latina. Desde, y no tanto de, en y aquí, es hoy la palabra clave en la rearticulación de las cada vez más permeables polaridades local-internacional, contextual-global, centros-periferia, Occidente-No Occidente a que refería la fábula” (Mosquera, 4)[5].

También, otra idea que sirve cuestionar la existencia de un arte latinoamericano es la apropiación cultural y se vincula directamente a la “hibridez cultural”. Según Mosquera, “todas las culturas se ´roban´ siempre unas a otras, sea desde situaciones de dominio o de subordinación. La apropiación cultural no es un fenómeno pasivo. Los receptores siempre remodelan los elementos que incautan de acuerdo a sus propios patrones culturales, aun cuando se encuentren sometidos bajo estrictas condiciones de dominio” (Mosquera, 7). Además, está el concepto de apropiación intercultural, donde “lo que interesa es la productividad del elemento tomado para los fines de quien lo apropia, no la reproducción de su uso en el medio de origen” (Mosquera, 8). Todo esto se entronca así con el arte latinoamericano: se lidia con una cultura impuesta desde el poder. Lo cual, finalmente, nos lleva a preguntarnos por el uso propio de este arte, los cánones y la autoridad de sus lineamientos centrales. Tal y como escribe Mosquera, “no se trata sólo de un desmontaje de las totalizaciones en el espíritu posmoderno, pues conlleva además la deconstrucción antieurocéntrica de la autorreferencia de los modelos dominantes y, más allá, de todo modelo cultural” (Mosquera, 9).

Ahora bien, como nuestra cultura es híbrida, “un problema con las nociones basadas en la síntesis es que desdibujan los desbalances y tienden a borrar los conflictos. Peor: pueden ser usadas para crear la imagen de una fusión equitativa y armónica, disfrazando no sólo las diferencias, sino las contradicciones y flagrantes desigualdades bajo el mito de una nación integrada (…)” (Mosquera, 11-12). Desde esta cita, inferimos lo siguiente: el arte latinoamericano a partir de conceptos como: la antropofagia, transculturación, la apropiación y resignificación como elementos propios de la identidad latinoamericana (mestizaje, sincretismo e hibridación), puede replantearse.  De hecho, según Mosquera, la hibridación “oscurece la creación cultural propia que no es necesariamente consecuencia de la amalgama, sino de la invención o del uso específico, diferente, de elementos no hibridados” (Mosquera, 12). Es más, “tiende a asumir todos los componentes culturales como abiertos a la mezcla, dejando de considerar aquellos que no se disuelven, y la resistencia a la hibridación fruto de asimetrías difíciles de compatibilizar” (Mosquera, 12). Además, otro problema es que “los sujetos subalternos apropiadores reinscriben el modelo occidental del sujeto soberano de la Ilustración y la modernidad, sin que se discuta la falacia entre estos sujetos centrados y, más aún, en qué medida los sujetos subalternos son ellos mismos un efecto del poder dominante y sus discursos” (Mosquera, 13), lo cual, coloca en tela de juicio lo extranjero como propio.

Por otro lado,  conviene destacar la genuina transformación epistemológica que nos dirige a la inexistencia del arte latinoamericano propiamente tal, porque “en lugar de apropiar y refuncionalizar de modo crítico la cultura internacional impuesta, transformándola en beneficio propio, los artista están haciendo activamente esa metacultura en primera instancia, sin complejos, desde sus propios imaginarios y perspectivas” (Mosquera, 15), o sea, se transita desde una incorporación creativa a una construcción internacional directa medida por distintos sujetos, experiencias y culturas. Así, tal como afirma como Mosquera, “muchos artistas hoy en día, más que nombrar, describir, analizar, expresar o construir contextos –personales, históricos, culturales y sociales– en términos internacionales” (Mosquera, 16), o sea, hay una globalización cultural que establece multilateralmente una codificación internacional. De hecho, “los artistas se ´des-extranjerizan´ en cuanto ciudadanos del ´país´ cosmopolita de los circuitos internacionales, cuyo lenguaje hablan, y que es para ellos propio y compartido. A la vez ´extranjerizan´ ese espacio y lenguaje al diversificarlos desde sus diferencias contextuales de origen, experiencia y posicionamiento” (Mosquera, 17). Todo esto, lógicamente, incide una praxis del arte mismo, porque hay prácticas artísticas vinculadas más por la manera de hacer textos que proyectar contextos.

También, habría que volver a pensar sobre la existencia del arte latinoamericano que estaba dejando de serlo. Porque, según Mosquera “por un lado, [está] la superación de la neurosis de la identidad entre los artistas, críticos y curadores. Esto ha  traído una paz que permite una mayor concentración en la labor artística” (Mosquera, 22) y, por otro, “el arte latinoamericano comienza a apreciarse en cuanto arte sin apellidos. En vez de exigírsele declarar el contexto, se le reconoce cada más como participante en una práctica general, que no tiene por necesidad que exponer el contexto, y que en ocasiones refiere al arte mismo” (Mosquera, 22). Además —siguiendo a Mosquera—, el término arte latinoamericano remite a una problemática totalización, toda vez que, se resalta la vastedad de la producción simbólica del continente. Debe hablarse de “arte en América Latina” en vez de “arte latinoamericano”, porque coloca en tela de juicio la construcción de una América Latina integral. Sin mencionar que, no hay un lenguaje latinoamericano, porque: “los artistas tienden a participar ´desde aquí´ en las dinámicas de un ´lenguaje artístico nacional´, expandiendo su capacidad para significar de modo denso y refinado con vistas a lidiar con las complejidades de sociedad y culturas donde la multiplicidad, la hibridación y los contrastes y el caos han introducido contradicciones al mismo tiempo que sutilezas” (Mosquera, 23). Y es que, los artistas construyen sus obras desde los contextos: no los representan. Pienso que sería importante colocar una línea de tiempo para demostrar empíricamente cómo desde el área de la lingüística, inclusive, se puede hablar sobre cómo no hay un lenguaje latinoamericano propiamente tal:

ALFREDO-IMGLINEA-DE-TIEMPOElaboración propia

Finalmente, bien podríamos afirmar la inexistencia del arte latinoamericano a partir de la expresión de Mosquera: que está dejando de serlo. Esta última expresión tiene un dictum vitae que nos remite Nietzsche, porque para él la contemplación de la destrucción es una forma de afirmar la existencia, diciendo sí a la vida. La afirmación nietzscheana es un equivalente a la autoaseveración del ser a la que según Jaspers conduce el saber trágico. Esta relación entre afirmación de la existencia y conocimiento trágico es una de las filiaciones que es posible advertir entre el pensamiento de ambos filósofos —no en vano Jaspers identifica el pensamiento de Nietzsche como una de las formas históricas que adquiere el saber trágico—. Lo que Nietzsche caracteriza como lo dionisíaco, en la formulación jasperiana es la redención: esclarecimiento que adopta la forma de visión en la tragedia y para el espectador. De hecho, una de las formas de redención de lo trágico es descrita en términos muy semejantes a la disolución de la individualidad en el todo, como señala Nietzsche en OT.  Pensemos, sí, nuevamente en el arte latinoamericano.

Alfredo Fredericksen

Referencias Bibliográficas
Jaspers K. (1960). Esencia y Formas de lo Trágico. Buenos Aires: Ed. Sur.
Mosquera, G. Contra el arte latinoamericano. Disponible en internet “https://www.dropbox.com/home/Diplomado%20en%20Historia%20del%20Arte%20PUCV%20Santiago%202017/02%20-¿ %20Historia%20del%20Arte%20Latinoamericano%20(Prof.%20Pablo%20Garc%C3%ADa)”  [última visita: 10-08-17]
[1] Para ello véase el capítulo II “La concepción dramática de la existencia humana” de Introducción a los existencialismos de E. Mounier (1967).
[2] Ejemplos de ello encontramos en Heidegger y Sartre quienes, en su reflexión existencial, no dan cabida para una mirada trágica ni de la existencia ni del mundo. En el caso de la corriente existencial cristiana, Gabriel Marcel tampoco posee una visión trágica de la existencia y lo mismo ocurre con la filosofía de A. Camus, en que la resistencia del absurdo rechaza de plano una visión trágica. Menciono estos cuatro autores en particular, considerando que tres de ellos son dramaturgos y en ninguno de ellos la tragedia como forma artística, o lo trágico como experiencia, tiene cabida.
[3] Traducida también como El ambiente espiritual de nuestro tiempo. Barcelona: Labor, 1933. Si bien en la original: Die gestige Situation der Zeit (1932).
[4] Las cursivas son mías para enfatizar la idea.
[5] Las cursivas son mías para insinuar la inexistencia del arte latinoamericano.
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