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Chile y la escultura. Algunas ideas acerca de nuestro escenario.

por Oscar Bustamante
Artículo publicado el 04/09/2004

Artículo escrito para el libro «ESCULTURA CHILENA CONTEMPORANEA 1850-2004», editado por la editorial EDICIONES ARTESPACIO y con el auspicio de EMPRESAS AASA SA. Este libro es una inciativa de la Galería Artespacio Chile y obtuvo el premio de el Círculo de Críticos de Arte de Chile.

Una palma chilena en su ámbito natural es parte del paisaje, como una roca, una cascada o un estero. Esa misma palma ubicada en la Plaza de Armas de Santiago se asemeja a una escultura, vale decir, la voluntad de quien la ubica en un entorno la carga de voluntad estética. Un artista interviene, toma decisiones, utiliza elementos diversos para componer un cuadro, una escultura, una plaza o un edificio, según su voluntad.

La belleza de la naturaleza la recibimos sin análisis conceptuales, por así decirlo, gratuitamente, y en contraposición, la creación de los hombres será siempre un esfuerzo en pos de reconocer aquello que andamos rastreando, algo con la revelación de nosotros mismos. Al parecer el arte, aquello que quiere dar con la belleza, es la única manera de instalarnos en la dimensión eterna. Por lo tanto, no es un don de la naturaleza, como una palma de Ocoa inmersa en su entorno natural, sino una conquista del espíritu humano.

Miguel Angel Buonarroti ante el encargo de recomponer la obra de Bramante, San Pedro en Roma, sentenció que iba a construir el edificio más bello del cristianismo. Tal vez su aporte arquitectónico en esa obra no fue tan importante como en la composición del Capitolio de la misa ciudad, pero sí no hay discusión que su pintura de la capilla Sixtina, y específicamente la Creación de Adán, instala la inspiración humana en la cúspide de las posibilidades estéticas de su tiempo. Es decir, lo que el hombre en ese momento buscaba en materia espiritual, Miguel Ángel lo interpretó con su voluntad estética. El encargo radicaba precisamente en dar respuesta a la espiritualidad del mensaje del cristianismo y para que resultase conmovedor, se buscaba al artista con mayores argumentos creativos para realizarlo. En otras palabras, Miguel Ángel llevó al límite la expresión de su tiempo. Belleza de unos hombres, de un mundo, de una sensibilidad, de un tiempo cargado de sus circunstancias.

En ese mismo instante, en Isla de Pascua, otros hombres esculpían colosales tótems de piedra que observaban el océano, y, en Yucatán, el pueblo Maya construía templos de treinta metros de altura en medio de la selva. Toda una mágica voluntad de contrastar la naturaleza con obras simbólicas que, en su esencia, intentaban conmover el espíritu.
En todas partes la persistente búsqueda del hombre por su identidad.

Diego de Almagro desilusionado de un país sin riqueza, sin oro, sin arquitectura, belicoso, clausuró su empresa de conquista y dio media vuelta hacia Cuzco. Sólo montañas, cumbres nevadas, ríos violentos y nativos tozudos que defendían algo intangible, algo así como aferrarse a nubes que se deshacen en el cielo.
Poco después, García Hurtado de Mendoza, en su campaña de conquista de Arauco, intentaba mantener decoro en la vestimenta y tiendas de campaña de su ejército. Un imposible, algo así como servir una mesa a la redonda en un trasbordador espacial, mientras Miguel Ángel, más o menos por el mismo tiempo, en Florencia aceptaba el desafío del «David» frente al palacio de la Signoria y esculpía el mármol de cinco metros de altura de la figura más emblemática de Occidente.
Un paso adelante. Miguel Ángel, mediante la colosal escultura realza el espacio público existente al introducir un componente externo mágico cuya función consiste básicamente en maravillar. Todo el espacio enmarcado volumétricamente por la arquitectura que tenía sus raíces en Grecia helénica, hacía mil trescientos años, se modifica. Aparte de la perfección de la figura del «David», es sobre todo su escala, la dimensión, lo que Miguel Ángel modifica. Con ése gesto escultórico, señala el espacio urbano, lo realza, le da vida.

En resumen, un aporte en el trayecto que se inicia con Platón planteando el deber ser de la conducta ética del hombre, hasta ese momento de Florencia en que Miguel Ángel intentaba volver a la pureza de artistas del medioevo, tales como Giotto y Masaccio. Un ir y venir de las ideas a lo largo del tiempo, eso de ir descubriendo velos para dar con la belleza, mientras en el confín de América, nativos bajo la lluvia defendían su mimetización con las cumbres de piedra, los ríos, los bosques, en el fondo, con su aislamiento.

La primera casa con cubierta de tejas de arcilla en Chile es del 1600.
El axioma arquitectónico de Miguel Ángel es dar un nuevo significado a algo ya existente y adaptarlo a una nueva función. Su axioma lo lleva a cabo a la perfección en el Capitolio de Roma. Incluso, llega al extremo de agregar un edificio para el cual aún no había un destino definido sólo para componer un todo armónico, y lo que él denominaba, «significativo». En ese mismo tenor, pero en el contexto de Nueva York, reconstituir lo que las Torres Gemelas significaban espacialmente viene a ser lo que Miguel Ángel se propuso ante el encargo de reconstituir el espacio público de Roma renacentista con la estatua de Marco Aurelio en el eje de la plaza del Capitolio.

Para el artista florentino, la arquitectura no tenía sólo una razón funcional, sino de composición armónica de todos sus componentes: edificios, esculturas, diseño de los pavimentos, escalas, gradas, columnas, en fin, eso de dar con lo que es perfección.

La perfección de un tiempo es parte de ese tiempo, con sus códigos y leyes que quedan estampados como emblemas. Sospecho que en el caso de las Torres Gemelas, también vale que se respete el espacio que ellas ocupaban. Lo que fue, vale en su ausencia. Puede que un espacio baldío resulte equivalente a lo que Miguel Ángel reconstruyó en el Capitolio de Roma. Por decirlo de alguna manera, la «palma»(Torres Gemelas) que alguna vez ocupaba ese lugar y lanzaba brillos sobre el agua, compone un espacio de nostalgia. Es posible que una escultura ocupe el espacio de la ausencia, o bien una plaza, o un nuevo edificio, pero en el entorno de Nueva York, hoy día la ausencia de las Torres Gemelas puede ser una escultura. Con esto se quiere enfatizar que las obras de los hombres son significativas en la medida de sus intenciones. Son siempre intelectuales y esta es la gran componente de la creación de Occidente impregnada por el pensamiento de Platón: el deber ser de la conducta humana, por qué estamos aquí, cómo debemos comportarnos, la ética. En resumidas cuentas, el bien y el mal.

Jugar con la ausencia, con la pérdida, con la derrota, quizás sea el componente más revelador de la literatura. Gran parte de las obras literarias de Occidente nacen de querer revelar la contradictoria conducta humana, las pérdidas, las vidas frustradas, en síntesis, revelar la trastienda del alma. En todas las artes de Occidente se busca enderezar lo que aparentemente está torcido, la constante búsqueda de dar con el deber ser que tiene su raíz en Grecia.

Tal vez la respuesta más lúcida a la búsqueda de belleza viene dada por el instante de mayor lucidez de Occidente contemporáneo: el Bauhaus. Agotados los intentos por codificar la belleza, finalmente se llega a declarar que ésta es una utopía, una ausencia, y que sólo se puede aspirar a la obra bien realizada, eso que Walter Gropius y Mies van Der Rohe proclamaban: la forma es el resultado de la función plenamente realizada. Omitían la palabra «belleza», pero en la frase aludida estaba implícito que esa era la fórmula más exacta para aproximarse a ella. De paso, además, es una respuesta a la voluntad de un dotado como Miguel Ángel, quien estaba seguro que podía diseñar la perfección.

UN ESPACIO ESCULTÓRICO DE AUSENCIAS
En el escenario culturalmente vacío de Chile, la ausencia es un punto de partida. La creación escultórica en Chile era su cordillera, aquello obvio, gratuito. Algo así como decir: «Ahí está, es suficiente…»
Postulemos entonces a que Chile es un espacio escultórico de ausencias, de lo obvio, lo gratuito.
Aún más, que es un espacio escultórico natural. Que la escultura es la cordillera de Los Andes. Y esto, que parece un lugar común evidente, es un escollo y lo fue también para sus habitantes primigenios avasallados por las columnas de cinco mil metros de piedra, perennemente presentes. ¿Qué hacemos? ¿Nos inclinamos ante lo majestuoso, nos estamos quietos, nos tranquilizamos luego de un temblor de tierra, nos hacemos aún más pequeños, nos embriagamos, bailamos…?
Desde este escenario sumamente modesto me atrevo a mirar la escultura en el país. La obra escultórica en Chile hay que rastrearla en nuestro contexto: en el respeto al escenario majestuoso. Dejemos de lado lo europeizante. Vamos en busca de lo escultórico. Aquellos artistas que se sitúan frente a las cumbres, en el fondo, lo mismo que Miguel Ángel frente al Capitolio, quieren señalar su existencia con un gesto revelador. Pero en Chile tardaron más de cuatrocientos años en abstraer las cumbres.

Una mañana observando la colección del museo Precolombino de Santiago de Chile puede resultar iluminadora. Nos enteramos de que desde hace dos mil quinientos años los habitantes de Mesoamérica sintetizaban la mirada sobre sus cuerpos desfigurándolos a tal extremo que lo aparentemente grotesco de narices y genitales revelan lo recóndito de sus identidades. Indudablemente una expresión tanto o más creativa que la reproducción de la belleza helénica. Es decir, esos artistas anónimos, los que seguramente no hacían análisis intelectuales acerca de lo que es arte y que tampoco intentaban racionalizar la belleza, respondían abstrayendo los rasgos más elementales para dejar una síntesis de lo que ellos eran, la gran respuesta a sus identidades.

Brancusi, Picasso, ¿acaso no fue eso lo que descubrieron?: que la abstracción es la única manera de dar con lo oculto, que hay que señalar lo obvio desfigurándolo, en otras palabras, mediante gestos artísticos, hacerlo presente. En el fondo, lo que hacían estos artistas de las culturas Tlatilco de Mexico y Chorrera de Perú y otras similares, resulta de verdad muy hermoso para observadores de nuestro tiempo, hermoso por la manera que está ejecutado, pero, sobre todo ello, por lo sorprendente. Para llegar a esa pureza, obviamente había que observar el mundo desde una perspectiva muy ligada a la naturaleza, aún sorprendida de la existencia del mundo. Tal vez por ello intentaban desentrañar lo que es esencial, y lo esencial en arte no es un esfuerzo de reproducir sino de dar con lo revelante. Para ello, abstraer, sintetizar, aquello que occidente tardó tanto tiempo en comprender.
La figura de treinta centímetros de una mujer encinta, cabeza plana, pechos diminutos, barriga prominente y un ombligo protuberante, inmensas caderas y brazos mancos a la altura de sus senos, nariz aguileña, sexo como señal de equilibrio de su cuerpo, es en esencia la figura de un mundo, una revelación, algo que todos sabemos que es así, pero que nunca antes lo habíamos visto así. En el fondo, es una conquista, la revelación de un tiempo.

El artista sólo tiene sentido si abre espacios para entender el misterio de la existencia. La respuesta a la precariedad. La respuesta de Miguel Ángel es básicamente cristiana. Deber ser: a lo que aspiramos. La de los artistas precolombinos es básicamente terrenal. Simplemente ser: lo que somos. Ello queda en evidencia en sus obras.
Sospecho que los habitantes primigenios de este país enmudecieron. La cordillera de los Andes era demasiado grande, repleta de misterios. Demasiado alta.

LA ESCULTURA Y SU ENTORNO
Lo volumétrico de la escultura no necesariamente la condiciona a la ciudad, sin embargo, es en ella donde puede encontrar mayor cantidad de coordenadas para expresarse y lanzar señales en el espacio comunitario. Un arte urbano, más allá de la intimidad, un arte que sale al paso de los ciudadanos.

Aquello que señalaba Miguel Ángel, de que la obra de arte debe guardar correspondencia con la «cualidad» del lugar donde se instala, en la ciudad cobra mayor relevancia. Esto lleva a una reflexión mayor:¿Cuál es la distancia entre lo estatuario y lo escultural. Tal vez Miguel Ángel nos puede dar la clave en el capitolio de Roma.

En la composición de lo urbano, la estatua de Marco Aurelio trasciende la rememoración de su propia lectura. La estatua ecuestre está ahí para evocarlo en ese lugar de privilegio, pero más allá de ello, trasciende la memoria en cuanto su volumen realza espacialmente lo urbano, marca un hito y se abstrae, en resumen, se mimetiza con algo mayor. La escultura tiene una escala que ya no depende de sí misma sino del espacio en la que se enmarca y al que debe ayudar a construir, cualquiera sea su tamaño. En contraposición, la estatua no considera más condiciones que las propias de su evocación. En resumidas cuentas, se trata de un fenómeno de voluntad creativa. La escultura en su esencia tiende a la abstracción y la estatua a la recreación.

Tal vez Miguel Ángel es el primero que entiende este fenómeno. Carga a sus obras con la voluntad de trascender la evocación, cambia la escala y lleva la escultura a un escenario mayor. Incluso en sus obras interiores, como en el caso de la Tumba de Lorenzo de Medicis, la composición toda trasciende lo evocativo para dar forma a una obra en que todas las partes componen lo mayor. Pero el aporte trascendental de Miguel Ángel, más allá de la perfección de La Pietà, o la Tumba de Julio II, es insertar la escultura en lo urbano, ese escenario que él consideraba «el nuevo escenario», incluso llevándolo a condenar a figuras como Leonardo por constreñirse a interiores y añadir figuras en telas no comprometidas con el volumen espacial.

Dibujos de la Plaza de Armas de Santiago de la época de la Independencia nos muestran una plaza baldía, un lugar de barro en el que, a lo más, el palo de la horca era el único elemento destacable, circundado por los edificios públicos y religiosos. Vale destacar que no había un espacio que se asemejara ni remotamente al escenario en el que Miguel Ángel rediseñó el Capitolio. Dentro de la catedral de Santiago, sin embargo, sí había estatuas de santos, y otros esfuerzos alusivos a la religiosidad santuaria. En resumen, las únicas manifestaciones escultóricas de este país estaban ocultas en ese Chile profundo de la Araucanía, en los tótems y rehues araucanos alusivos a la muerte, que sólo los descendientes de nuestro pueblo originario respetaban. Pero ésta era una manifestación religiosa. En ellas no había afán de descubrimiento estético explícito. En retrospectiva las alabamos, aún más, artistas como Picasso y Brancusi miraron hacia Africa y América y descubrieron en los objetos cotidianos de aquellos artistas primitivos la mirada que haría cambiar el arte de Occidente.

Vale repetir, el componente intelectual que observa y codifica es el verdugo y a la vez el inspirador de la cultura occidental, y en lo que concierne al arte, para muchos, su cruz. En cuanto a la escultura, tal vez la expresión más antigua del hombre, definitivamente la racionalidad helénica -siempre en referencia a la reproducción perfeccionista de la figura humana que predominó hasta fines del siglo XX en Occidente- castró su posibilidad de creación.

La escultura es una expresión de la ciudad. La ciudad, el espacio comunitario donde los ciudadanos se expresan, tardaría en Chile siglos en adquirir la conciencia de que requería estímulos estéticos comunitarios a los cuales referirse. Tal vez Benjamín Vicuña Mackenna haya sido uno de los primeros en promoverlos, aquello de realzar el espacio urbano con señales artísticas, lo que tiene que ver con detenerse un instante frente a la ilusión de la belleza.

El dolor, la tragedia, son ingredientes de la composición, pero no son su finalidad. Revelar, esa es la verdadera búsqueda del artista. Traspasar la barrera de lo sensible, iluminar. Más que conmover, inquietar, descubrir.

Postulo a la ausencia de la escultura en Chile hasta la década de los treinta del siglo XX. Estatuas habían, lo que no había era escultura, en el sentido de la abstracción, de la búsqueda de identidad creativa. Había escultores y muy buenos. Cabe mencionar especialmente a Virginio Arias. Sus obras, Dafne y Cloe y Descendiendo de Cristo, son perfectas analizadas bajo los cánones parisinos anteriores a Rodin, pero no aclaran el panorama de identidad, un tema que luego Samuel Román y Marta Colvin buscaban desesperadamente cada vez que la cordillera de Los Andes se les aparecía bajo las narices. Es que aquí no puede haber disquisición: el arte es una respuesta de la sensibilidad a un tiempo, a sus circunstancias, pero en un juego de espejos entre el artista y las personas a las cuales busca sensibilizar. La obra nace de la soledad del artista, de alguna revelación que brote de sus manos, que luego expone para recibir el reconocimiento de su trabajo. En este juego, en Chile la escultura tarda hasta la segunda década del siglo diecinueve en instalarse en la ciudad, mejor dicho, se instala en la medida en que la ciudad comienza a ser propiamente ciudad y no una prolongación del campo en una acumulación de casonas aglomeradas precariamente y con escasísima voluntad de participar de lo público.

Lo helénico es Grecia. Los Andes son nuestra Grecia y los escultores en este país tardaron demasiado tiempo en reconocerlo. La respuesta reside en que, tal vez, la ciudad no lo era aún, vale decir, no se reconocía como entidad compleja de individuos dispuestos a compartir el entrecruce de vitalidades diversas.
Hagamos una analogía con la Araucana de Alonso de Ercilla. El canon literario de Ercilla es lejano, retórico. Los guerreros están idealizados, esos guerreros araucanos no son creíbles, al menos no lo son para entender de verdad quienes éramos, qué sangre derramaban, qué estaban perdiendo, por qué se inmolaban. En resumidas cuentas, estereotipos. Buena literatura, no sé. Tendría que aparecer William Faulkner con novelas como «Desciende Moisés» para señalar la ruta hacia la intimidad del lenguaje y lo que se está narrando sea un reflejo de la verdad. Algo que luego Juan Rulfo entendió y escribe «El Llano en Llamas» para dejar al descubierto el «ser» mexicano. En Chile, aparte de los cronistas de la colonia, que no hacían comentarios y sólo contaban, hubo que esperar cuatrocientos años para que Gabriela Mistral se introdujese en la sangre de este país para dejarlo a la vista. Algo parecido ocurre en el panorama musical cuando Violeta Parra nos abre los ojos y saca desde los canastos de mimbre y las tinajas el lamento que luego sorprenderá al mundo y más tarde a nosotros, los habitantes amodorrados de esta tierra telúrica. Una nueva belleza, una que no existía hasta que estos poetas la cantaran. Vale repetir: la belleza es una creación.

En escultura no se puede ser tan categórico como en poesía. Es que la escultura, ya se dijo anteriormente, viene apareada a la ciudad, al ciudadano, aquello que en Chile, país dormido -tal vez ahí radicaba su encanto- no tenía aún la necesidad de adoptar, o bien de descubrir, tal vez porque su naturaleza, sus cumbres, sus palmares escondidos, cascadas de agua, alerces, todo aquello era suficiente. Pero ya no es así. Hay una nueva naturaleza: la ciudad. Y un nuevo hombre: el habitante de la diáspora del paisaje que se alejó del rincón dormido y habita las urbes con toda su complejidad y necesita desesperadamente de artistas que lo ayuden a dar con la nueva identidad. En resumen, hay un nuevo escenario: la ciudad.

Hay que hacerse cargo de que miles de ciudadanos los domingos recorren las plazas, los parques, malls, en busca de solazarse, de sentirse partícipes del lugar que sienten que les pertenece y al que quieren ser integrados. Y, en esos lugares la escultura debe aspirar a la armonía del espacio, pero sobre todo a maravillar.
De la ausencia escultórica sobrecogida por la majestuosidad del paisaje, en Chile, los escultores deben adoptar una conducta estética frente al nuevo escenario, algo así como dejar nacer la semilla de la ciudad: la fusión de la naturaleza primigenia y el vigor del mundo urbano. En palabras más sencillas, los hombres de Chile adoran las cumbres de la cordillera, las empanadas y el dieciocho de septiembre y al mismo tiempo ocupan buena parte de su tiempo a bordo de microbuses y los domingos en el mall del barrio. Alguien tiene que darles una respuesta de identidad. Y es que ahora la ciudad está en las veredas, en las plazas, en los cafés, los estadios, y no cómo hasta hace poco tiempo en las casas de varios patios que eran una prolongación del campo en la pretendida ciudad. Y, qué extraño que la mayoría de lo habitantes de la periferia urbana quieran un patio para instalar el parrón… El estereotipo es la ansiedad que sólo los artistas pueden romper: la flecha en la dirección correcta. En este contexto, ¿porqué el ayuntamiento de Bilbao encargó un edificio emblemático -museo Guggenheim- en el fondo, una escultura para hacer renacer la ciudad? Y Nueva York, ¿porqué se desvela por el destino del espacio que ocupaban las Torres Gemelas?, ¿por qué los mecenas de Roma llamaron a Miguel Ángel para reconstruir el Capitolio?, ¿por qué Francia quiere dar una señal de la nueva escala de la ciudad en París y ejecuta el colosal arco de La Defense?

Arquitectos y escultores, los artistas del espacio urbano deben tomar en sus manos el desafío de la ciudad, el lugar del nuevo hombre, hombre urbano, complejo, cruzado de violencia, y en su intimidad, necesitado de la paz que sólo emana de estar en armonía con su entorno. No es un asunto fácil.

LA NUEVA ESCALA ESCULTÓRICA
El edificio Telefónica, en Plaza Baquedano de Santiago, por su tamaño y ubicación resulta imposible de obviar. Es el prototipo de la nueva gran escala escultórica. Un edificio de ese tamaño tiene obligaciones estéticas con la ciudad, más allá de sus funciones programáticas. Vale lo de Louis Sullivan: form follows function, pero desde que formuló el concepto por los años 1890, y que más tarde el Bauhaus convertiría en la corriente artística más lúcida de Occidente, ha corrido agua bajo los puentes y habría que reformular la idea y agregarle el componente siempre complejo de que la estética no se resigna a ninguna idea preconcebida, eso de la libertad de la composición. La pregunta es: ¿Puede un edificio incorporar la libertad de la abstracción a sus componentes funcionales? Aún más, ¿someter la función a la diáspora de la estética? Sospecho que este es el nuevo desafío. Es decir, ya no es suficiente con el Bauhaus. Los hombres necesitan cargar a sus utensilios, incluso los más estáticos en el tiempo, con algo de la magia de lo escultórico, de lo que maravilla, de lo sorprendente. Es lo que se lee en edificios como el museo Guggenheim de Bilbao: la voluntad escultórica, y de hecho su creador, el arquitecto Frank Gehry confiesa querer fundir la escultura a la arquitectura, dando lugar a una nueva manifestación artística. De ser así, estamos ante una nueva escala de la escultura, la que debe también hacerse cargo de la función programática, y en cuanto a la arquitectura, por su parte, debe reconocer las aspiraciones abstractas de la escultura. Es algo nuevo, diferente a lo que Miguel Ángel diseñó en el Capitolio, llegando al extremo de agregar un edificio al que luego se le buscaría una función sólo para componer un espacio. El nuevo escenario urbano compromete lo escultórico con lo funcional en un todo que tendría como aspiración agregar magia a la función. Con ello la escultura gana un nuevo escenario y la arquitectura agrega un componente liberador a su quehacer.

Lo de Frank Gehry toma cuerpo. ¿Arquitectos-escultores, o arquitectos amalgamados con escultores? Ello está por verse. En todo caso, el actual escenario de edificios aislados en el espacio urbano luego de la diáspora de la ciudad de fachada continua resultante de la aparición de la vía de alta velocidad y de las nuevas tecnologías constructivas del acero y hormigón, someten sin duda a la ciudad a un mosaico de oportunidades escultóricas en manos de edificios cada vez más omnipresentes. Y, para ellos no hay escapatoria de un juicio estético cada vez que se elevan treinta y más pisos en el horizonte sin respuestas acerca de la belleza, algo que Gaudí sí tenía absolutamente claro cuando diseñó la Sagrada Familia en Barcelona y la inoculó de magia.

Nadie discute que Gaudí es un icono cultural en Barcelona y que el templo de La Sagrada Familia es aquel componente urbano, que de ser borrado de su escenario, como las Torres Gemelas, sus habitantes probablemente recurrirían a la ausencia, a la nostalgia escultórica, a aquello que en su tiempo fue la belleza. Es decir, lo más probable que en ese lugar no construirían un edificio. Lo más probable es que instalasen algo que signifique la pérdida, una señal de ausencia que en el espacio público sólo la escultura puede alcanzar. Así de misterioso. Así de fascinante.
En Chile habría que imaginar la ausencia de la Cordillera de Los Andes.

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