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Francisco de Miranda, mentor de O’Higgins.

por Francisco Martínez Hoyos
Artículo publicado el 20/09/2014

Miranda en La Carraca, pintura de Arturo Michelena, de 1896, con motivo de cumplirse ochenta años de la muerte de Francisco de Miranda, el 14 de julio de 1816, en la prisión de La Carraca, España. Fuente: Wikipedia.

A principios de 1811, Bernardo O’Higgins, inmerso en la lucha por la independencia de Chile, se hallaba en la 0hacienda de las Canteras, una vasta propiedad que había heredado de su padre, el virrey del Perú, Ambrosio, y que había convertido en un núcleo de la revuelta independentista contra España. Fue entonces cuando, en carta su asesor militar, el coronel de ingenieros Juan Mackenna, hizo memoria de quién le había inspirado sus ideales patrióticos, allá por el año de 1798. El “culpable” de haberle infundido tales inquietudes había sido un venezolano, el general Francisco de Miranda, radicado en Londres y entregado a las conspiraciones secesionistas. Desde entonces, alcanzar la libertad de su tierra había constituido la absoluta prioridad del chileno. Aunque habría que precisar, por supuesto, a qué patria se refería. ¿Al conjunto de América Latina, tal vez? De ser así, ello explicaría que tanto el maestro, Miranda, como el discípulo, O’Higgins, se consideraran compatriotas. Pero la patria común, América, no tiene porque ser incompatible con una adscripción nacional tal como se entiende en la actualidad. No en vano, el chileno preveía, como resultado de la emancipación, el surgimiento de nuevos pueblos y repúblicas, capaces de convertirse un modelo para los viejos estados europeos.

Como ha señalado Nelson Martínez Díaz, el Londres de principios del siglo XIX se convirtió en el centro de una verdadera internacional revolucionaria. En diferentes momentos, pero siempre con la compañía de algún correligionario, llegaron a la capital del Támesis fray Servando Teresa de Mier, José de San Martín, Simón Bolívar, Andrés Bello, Antonio Nariño y Bernardo O’Higgins. No eran muchos los jóvenes hispanoamericanos que en ese momento podían permitirse un viaje de estudios a Gran Bretaña: Miranda se impuso la tarea de contactar con ellos y captarlos para su causa.

El encuentro con el venezolano cambió para siempre la vida de O’Higgins. Años después, éste dio cuenta, en unos apuntes con recuerdos, del profundo impacto que le causó tan legendario luchador, al que se refiere en términos reverenciales, calificándole de “padre de los oprimidos”[1]. Fue gracias a “aquel inteligente e infatigable apóstol de la independencia”, que él se convirtió en un “resuelto recluta” de la causa de la libertad. De hecho, según confesión propia, llegó a convertirse en su discípulo predilecto. Le consideraba destinado por la providencia a convertirse en el George Washington de los territorios latinoamericanos. Al fin y al cabo, si en el norte del continente había surgido una nueva república, con más razón los territorios del sur debían desgajarse del dominio europeo.

Imbuido, con entusiasmo juvenil, de esta aspiración, O’Higgins se veía a sí mismo como heredero del espíritu libertario de Lautaro, el caudillo araucano que en el siglo XVI había vencido a los españoles. Sorprende, a primera vista, que un blanco, hijo ilegítimo de un virrey, juzgue tener algo en común con un líder indígena, hasta el punto ver en Arauco, la Chile prehispánica, su propia patria. Se ha escrito mucho, no sin ironía, sobre esta tendencia de las élites americanas a buscar los orígenes de sus republicas en los días previos a la conquista, estableciendo una filiación entre los aztecas y México o entre los incas y Perú.

En el caso de O’Higgins, cuando éste pide a Miranda que vea en él “tristes restos de mi compaisano Lautaro”, lo que hace es ofrecer un modelo de conducta para iluminar el presente. De la misma forma que en Europa se buscaban los ejemplos a seguir en la antigüedad clásica, nuestro hombre esgrime una antigüedad propia, la del pasado precolonial, de donde también es posible extraer la inspiración necesaria con la que sacudirse la opresión. Establece así una dicotomía antiguos-modernos donde los primeros cuentan con toda la ventaja: no en vano, O’Higgins se presenta como una pálida sombra de la figura mítica. Por tanto, hay que recuperar el heroísmo de los ancestros de cara a construir el futuro, esa promesa de esplendor frente a la mediocridad del tiempo presente.

Decididos a alcanzar el porvenir glorioso con el que soñaban, un grupo de jóvenes hispanoamericanos se reunía en el domicilio mirandino, con vistas a instruirse. Así, en la excelente biblioteca de su anfitrión, profundizaban en los vericuetos de la política internacional pero, sobre todo, adquirían una formación castrense. Podemos imaginar lo mucho que Miranda, un militar curtido en el arte de la guerra, un conspirador habituado a tratar con políticos de varios países, debió impresionar a aquel grupo de novatos. En sus recuerdos, O’Higgins evoca la tremenda experiencia de tratar, con tan sólo diecisiete años de edad, a personajes como el embajador ruso o el Encargado de Negocios de Estados Unidos. Gracias a su mentor, él, un muchacho inexperto, conocía de primera mano el gran mundo de la política, la diplomacia y la economía. En este último ámbito, llama la atención el interés de John Turnbull, el comerciante, por encontrar a un caballero chileno con el que charlar acerca de futuros tratos mercantiles. Este caballero tenía que ser el futuro libertador de Chile, al ser el único miembro de esta procedencia en el entorno mirandino[2].

Como podemos ver, la influencia del Precursor venezolano en nuestro héroe difícilmente puede minusvalorarse. Pablo Neruda, en su Canto General, lo supo captar magistralmente con la magia de su poesía: “y un elegante pobre, errante incendio de nuestra libertad, te dio consejos de águila prudente y te embarcó en la Historia”.

La formación del chileno se enriquecía gracias al testimonio personal del gran hombre, que aprovechaba las largas noches del invierno para relatar sus propias experiencias. Según O’Higgins, sus anécdotas sobre la revolución francesa constituían sabias reflexiones encaminadas a un fin, evitar que en América se repitieran los desastres de la época del Terror. Un periodo trágico, a ojos de Miranda, en el que la violencia había aplastado “la libertad de que debía participar el mundo entero”.

0’Higgins era hijo ilegítimo de Ambrosio O’Higgins, un irlandés que había llegado a España huyendo de las persecuciones religiosas; una vez en América, su brillante carrera militar y política culminó en 1796, cuando Carlos IV le otorgó el cargo de virrey del Perú. Decidido a que su hijo no fuera un provinciano, le envió a estudiar a Europa, como hacían tantos bien nacidos, pero se desentendió por completo de él, sin molestarse siquiera en responder a sus cartas. Cierto que le concedió una generosa asignación económica, pero la mayor parte del dinero se lo embolsaron los intermediarios, de forma que su hijo vivió en medio de considerables apuros económicos. A los que aludió Neruda al referirse a cómo aquella etapa sombría marcó la vida del muchacho: “y en la Universidad de las calles de Londres la niebla y la pobreza te otorgaron sus títulos”.

Finalmente, O’Higgins abandona Inglaterra con destino a España, para instalarse en Cádiz. En la ciudad andaluza comparte los proyectos fraguados en Londres con sus colegas de la Gran Reunión Americana. A excepción de las cuestiones más delicadas, que no eran para los oídos de cualquier miembro. Tales secretos se trataban en la Comisión de lo Reservado. Poco después, varios conspiradores partirán hacia América con propósitos subversivos. Bejarano se dirige a Guayaquil y Quijo, Baquijano, a Lima, O’Higgins, a Chile.

Antes de que abandone la capital del Támesis, Miranda le dirige un escrito con una serie de consejos que nos iluminan no sólo el pensamiento del venezolano sino también el más íntimo sentir del chileno. Vale la pena, por tanto, que nos detengamos en este crucial documento.

El Precursor comienza advirtiendo que, fuera de Inglaterra, sólo hay una nación en la que se pueda hablar libremente de política: los Estados Unidos. En las demás, este tipo de conversación exige que el interlocutor sea una persona de probada lealtad. Por ello, es necesario elegir bien las amistades para evitar la traición: “Elegid, pues, un amigo, pero elegidle con el mayor cuidado, porque si os equivocáis sois perdido”. Hay que desconfiar de aquellos que sobrepasen la edad de 40 años porque ya no queda a esperanza de que cambien, a no ser que sean aficionados a la lectura “y particularmente de aquellos libros que hayan sido prohibidos por la inquisición”. En cambio, la juventud, una edad en la que florecen los sentimientos generosos y ardientes, será más receptiva a la causa de la libertad. Sin embargo, así como es preciso evitar la timidez de los viejos, debe temerse la indiscreción y los actos temerarios de los jóvenes.

En la lucha, es preciso no dejarse abatir por las dificultades. Miranda recuerda a O’Higgins que no le aguarda un camino de rosas: “no pasará un solo día, desde que volváis a vuestro país, sin que ocurran sucesos que os llenen de desconsolantes ideas sobre la dignidad y el juicio de los hombres”. Aunque los problemas le parezcan insolubles, el chileno no debe permitir que se apodere de su espíritu el disgusto y la desesperación, pues tales sentimientos le inutilizarían para servir a su país. En medio de obstáculos invencibles, sólo el más ardiente amor a la patria podrá sostenerle en su esfuerzo: “Amáis a vuestra patria! Acariciad ese sentimiento constantemente, fortificadlo por todos los medios posibles, porque sólo a su duración y a su energía deberéis el hacer el bien”.

Miranda reconoce que no tiene demasiados conocimientos sobre Chile; fuera de O’Higgins, el único chileno que tratado, su única referencia es lo que ha leído acerca de su historia. Guiado por este conocimiento libresco, piensa que los campesinos, en especial los del Sur, deben ser particularmente aptos para la lucha armada. Respecto a los españoles, cree que lo mejor es mantenerse alejado de ellos porque su orgullo y fanatismo son incorregibles. ”Ellos os despreciarán por haber nacido en América y os aborrecerán por ser educado en Inglaterra”. Uno de los más temibles instrumentos de su tiranía es el tribunal de la Inquisición; por ello, el Precursor no olvida alertar sobre sus peligros: “Leed este papel todos los días durante vuestra navegación y destruidlo en seguida. No olvidéis ni la Inquisición, ni sus espías, ni sus sotanas, ni sus suplicios”.

Concluía así una relación decisiva para el futuro del libertador chileno, quien encontró en el experimentado caraqueño a un mentor, iniciando así un aprendizaje político que marcaría su vida.


[1] Epistolario de D.Bernardo O’Higgins, tomo I. Madrid. Ed.América, 1920, pp. 29-32.

[2] ARANCIBIA CLAVEL, ROBERTO. “Tras las huellas de Bernardo Riquelme en Inglaterra (1795-1799)”. Revista Libertador O’Higgins. Edición conmemorativa del Bicentenario. Santiago de Chile, 2010, pp. 87-118.

 

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