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El ensayo según Martín Cerda

por Carlos Ortúzar
Artículo publicado el 01/03/2021

Saber más de Martín Cerda (Chile 1930-1991)
ensayista chileno, autor de La palabra quebrada; ensayo sobre el ensayo
en MEMORIA CHILENA

 

El propósito de este trabajo es exponer y comentar la obra “La palabra quebrada” del autor Martín Cerda, que él denomina ensayo sobre el ensayo. No es mi intención describir la mecánica interna de esta forma literaria, sino exponer la aproximación del autor sobre el tema, exponiendo los diversos autores que han fijado su atención en el género desde el siglo XVI hasta nuestros días. Creo que el autor ha conseguido su objetivo plenamente y por ello me permito poner a disposición de los lectores una reseña de una obra que no es tan conocida, a pesar de haber obtenido, en su momento, el primer premio del género en los Juegos Literarios Gabriela Mistral en 1981.

Martín Cerda defiende este género, llamado ensayo por Michel de Montaigne. Montaigne tuvo que soportar las alusiones despectivas a sus textos por parte de los críticos de la época; actitud que se prolongó hasta mediados del siglo XX, cuando a una figura tan eminente como Ortega se le reprochaba ser “sólo” un ensayista.      

“De una selección de obras clásicas del siglo XX, que la prestigiosa revista Daedalus propuso en 1974, la mayor parte eran ensayos. Una proporción fundamental de las lecturas del siglo XX, hasta hoy, la han constituido los ensayos. Según Martín Cerda, en los países de habla castellana es claro el esfuerzo por disminuir la importancia de estos escritos; Julián Marías, en España, afirmaba que existía entre los detractores del ensayo una expresa voluntad de mal entender, aludiendo de paso, a la deficiente tradición formal en los países de lengua española, y Theodor W. Adorno se lamentaba de que en Alemania el género no hubiera alcanzado la altura que alcanzó en Inglaterra y Francia

Montaigne fue el primero en ser criticado por haber bautizado sus escritos como ensayos; sin embargo, fue el joven Georg Lukács, en 1911, quien, al subrayar la modestia del término, encontró en ella el rasgo esencial del ensayo: la “ironía”, nos dice Martín Cerda.

La historia de la filosofía muestra dos significados de esta palabra: la socrática y la romántica. Veamos la primera, en la que Sócrates, en un Diálogo de Platón, hace una devaluación de sí mismo en relación con los adversarios con los que discute sobre la justicia: “Yo considero que la investigación está fuera de nuestras posibilidades y que ustedes, que son hábiles, en vez de enojarse debieran tener piedad de nosotros”. A lo que Trasímaco, su oponente, le dice: “he aquí la habitual ironía de Sócrates.”

Lukács se preguntó si estos diálogos, de diferente índole pero compartiendo un principio formal, podían ser tipificados como una forma literaria; lo que hizo a través de su famosa carta a Leo Popper[1] en la introducción de “El alma y las formas”.

Esta obra representa el primer esfuerzo teórico para determinar la estructura esencial de estos escritos, que desde el siglo XVI han sido nombrados ensayos. Ya se había instalado en la época una cierta tradición de exigencias semánticas en la forma en que se abordaban los problemas desde supuestos epistemológicos, sometiendo los problemas a comprobaciones hasta ese momento ignoradas.

Este significado sobrevive desde Montaigne hasta hoy en el ensayo, quien así lo explica: “Nous ne sommes jamais chez nous, nous sommes toujour au del(a). La crainte, le désir, l’esperance, nous enlancent vers l’advenir” (en francés antiguo).  Martín Cerda, el autor de “La palabra quebrada”, hace un símil del escritor lanzado hacia el futuro, condición del ensayo, con el capitán de un barco que, después de pasar por las rutas conocidas, queda enfrentado a lo desconocido, y recurre al tanteo, palabra que sugiere ensayo. Tantear, dice Cerda, es una forma de orientarse hacia lo desconocido,  a lo no descubierto, como dice también Theodor Adorno.

Al hacer la evaluación de sus propios textos de crítica literaria, Lukács se vio en la necesidad de pesarlos, o sea tantearlos, lo que hizo en su carta a Leo Popper: “Sobre la esencia y la forma del ensayo”, texto en el cual evalúa cada uno de los escritos de su obra.

Lukács dice: “la posición del ensayista es diferente a la del poeta, el dramaturgo y el novelista, quienes tratan siempre de alcanzar la forma que les permita configurar la materia informe que intentan abordar. Según Lukács el destino particular del ensayista consiste en ser un hombre que no tiene otra vivencia más íntima que la vivencia de la forma, y cuando decimos vivencia nos referimos a experiencia vivida o experiencia vivible, con lo que se designa toda actitud o expresión de la conciencia. Lukács dice que el momento crucial del crítico es aquel en que las cosas devienen formas, “que es el instante místico de la unificación de lo externo e interno, del alma y de las formas”. ¿Por qué, se pregunta, leemos ensayos? Pregunta que parece ociosa, pero esta apariencia inicial desaparece cuando se constata que el interés, más exactamente la fascinación que produce el ensayo, no reside en su valor educativo o informativo, sino algo que Roland Barthes llamó el “placer del texto”.

La valoración que se hace hoy de los trabajos de ensayistas como Lessing o Nietzsche, y de los temas que ellos tratan, es muy distinta a la de sus tiempos. Sin embargo, seguimos leyendo sus ensayos con fruición e interés; en consecuencia, nuestro aprecio por esas lecturas no depende de su valor histórico o científico, sino por su valor formal.

Primera conclusión muy valorable de Cerda. No es que él no considere o haya renunciado a discutir la relación que tiene el ensayo con la verdad, sino que muestra que la forma ha sido siempre, desde Montaigne hasta nuestros días, esencial a todo escrito concebido y ejecutado como ensayo. Es su dimensión formal; leerlo una y otra vez, aun cuando el contenido de sus proposiciones haya sido superado, recusado u olvidado por el desarrollo ulterior de la llamada “industria cultural”, las ciencias o la historia.

Hoy día asistimos a la proliferación de una falsa ensayística favorita de la llamada “Industria cultural”, señala Cerda, y agrega “que esta producción en masa, para una masa de lectores, constituye la permanente perturbación mental en que vive el hombre de hoy”. Theodor Adorno describe a estos lectores como “cursis analfabetos de la cultura.” El ensayo es siempre un gesto disidente. Lo que distingue los escritos de Benjamin, Cioran o Barthes es su “forma” o lo que este último llamó “la responsabilidad de la forma”.

Más allá de que el ensayo esté ocupado de la lectura de otro texto, de la contemplación de una obra de arte o de una idea ajena, se piensa que debe estar siempre explicándolos, comentándolos o juzgándolos, olvidando que el ensayista debe trabajar consigo mismo. En palabras de Montaigne,”Ainsi lecteur, je suis moy-mesmes la matiere de mon livre”. Lo que Lukács llamó la ironía esencial del ensayo, que consiste en estar aparentemente ocupado del tema del ensayo cuando en verdad está siempre hablando de esas “cuestiones últimas” de la vida que son verdaderamente las que le preocupan, inquietan o atormentan.

La ironía es, de este modo, la estrategia o recurso que emplea el ensayista para enmascarar sus preguntas más radicales, bajo el aspecto de una glosa o digresión ocasional, y por eso, según Lukács, se constituye la “ironía”, que fue para los griegos lo que hoy llamamos disimulo, o como lo define el diccionario “el arte de preguntar fingiendo ignorancia”. Es lo que le dice Lukács a Leo Popper en su carta: …es posible que Montaigne sintiera esto cuando titula ensayos a sus estupendos y sabios escritos, ya que la simple modestia de la palabra es una “cortesía orgullosa”.

Cuando Lukács llama a Platón el más grande ensayista que jamás ha vivido o escrito, quiso subrayar el hecho que, a diferencia de los ensayistas modernos, tomó sus preguntas de la vida misma, y por eso sus diálogos son tributarios de Sócrates, puesto que éste se ocupaba siempre en ir preguntando, lo que se presta admirablemente para orientar las preguntas que el ensayista ha dirigido siempre a la vida. Tuvo, sin embargo, el cuidado de que el ensayo estuviera siempre orientado hacia la verdad, pero le está vedado que la suya sea “la” verdad. Muchos se esforzaron en establecer la figura de Goethe (Grimm, Schlegel o Dilthey). Cada uno de ellos ofreció una visión del mayor escritor alemán, pero ninguno de ellos pretendió que ella correspondiera al “verdadero”, porque ese objeto-Goethe, como observó Lukács, es una figura utópica.

Martín Cerda sostiene que la relación del ensayista con la verdad que busca es tan paradojal como la relación que hay entre un retrato y el hombre “real” que representa. Por su parte, Lukács decía que en ambos casos existe una lucha por la verdad, por lograr la corporeización de la vida. La obligación del ensayista con la verdad es develar lo esencial de cada objeto que lo ocupa, sin afirmar dogmáticamente que su palabra es la “última palabra”, sino, como afirma Barthes, “la palabra exacta” libremente producida y responsablemente conducida.

Entonces no es que el ensayo sea solamente un discurso bien escrito, ya que sus paradojas no están destinadas a divertir a aquellos que al comienzo del siglo XVII despreciaban la admirable prosa de Montaigne por estimarla vulgar y ruda. Bacon, el lord canciller, afirmaba que algunos desean el elogio de su ingenio, más que el juicio para discernir lo que es verdad, lo que según Platón: “Verdadero es el discurso que dice las cosas como son, falso lo que las dice como no son”. Esto explica que el ensayista, cuya vida se encuentra siempre apremiada por urgentes desequilibrios y contradicciones, parece solo ocupado en comentar ideas e interpretar obras, estilos y formas.

Esta perpetua polémica con la cultura instituida, sacralizada o doxolizada arrastra, sin embargo, un pleito más radical con la sociedad. Por eso toda crítica cultural involucra, de un modo u otro, a la sociedad, y ésta, a su vez, estigmatiza, sanciona o margina al ensayista; como decía Adorno, “por puro miedo a la negatividad”. No es nihilismo, sino que, como este mismo dice, es “pensar más de lo que se encuentra ya pensado”.

No es casualidad entonces que el ensayista trate siempre, antes que de otro asunto, de problemas que no son abstractos, frívola o melodramáticamente, como se hizo durante el siglo XIX y siguen haciéndolo los cientistas sociales, algunos intelectuales y la prensa. Es lo que decía Lukács en su carta a Leo Popper: “Cuando algo se ha vuelto problemático, la salvación no puede venir más que de la radicalización de la misma problemática, de un marchar hacia un final de toda problemática”. Lo que se suele llamar “problemas teóricos” no son realmente abstracciones, sino, al contrario, cuestiones siempre urgentes para todo hombre cuya vida esté orientada al reconocimiento del “origen problemático de toda realidad humana”.

Esta permanente conducción a su “máxima tensión” y hasta sus últimas consecuencias, opone al ensayista a la cultura instituida, al conformismo de la opinión o creencia y a lo pensado anteriormente. A esta radical disidencia, Adorno la calificó de “herejía”. Es lo que fue desde el principio: “la forma crítica par excellence”. Sin embargo, se produce, especialmente en la crítica moderna, una contracorriente que tiende a frenar el pensamiento crítico, retrotrayéndolo a lo pensado anteriormente.

Estas contradicciones y contramarchas son frecuentes, no sólo en la historia del ensayo moderno, sino también en la historia de las ciencias, y ellas se producen donde el pensamiento disidente amenaza los últimos supuestos epistemológicos de lo pensado anteriormente; o sea, al sistema cultural instituido. Lo que Bachelard llama el obstáculo epistemológico. Por eso el ensayista comprueba en cada escrito su posición y, fiel a las preguntas, rectifica el rumbo las veces que sea necesario y continúa la búsqueda utópica del sistema, que es la meta de sus esfuerzos.

Lo nuevo que encontraron los primeros lectores de Montaigne fue la mesura, la tolerancia y la confianza en la razón, gestos que diferían del brutal extremismo de las luchas civiles y religiosas que tuvieron lugar en Europa durante el siglo XVI. La mesura de Montaigne contrastaba con el “ánimo frenético”, como llamó Ortega al tono imperante en toda Europa, presa de esa “epilepsia de las ideas” que siempre ha sido el fanatismo.

Montaigne se distancia de las facciones en pugna: “Je ne sais pas m’engager si profondément et si entier. Quand ma volonté me donne à un parti, ce n’est pas d’une si vilente obligation que mon entendement s’infecte”. La tolerancia que invocaba no era un principio abstracto, sino una norma de conducta frente a la realidad social e ideológica que le tocó vivir, y es entonces un elemento estructural de su biografía, de los Ensayos y su visión de mundo.

Montaigne era hijo de Pierre Eyquiem, un notable de Burdeos, católico de una familia de mercaderes de origen portugués, ennoblecida a fines del siglo XV. Su madre Anthony de Louppes (Lopez), era descendiente de judíos toledanos y profesaba la religión “reformada”, igual que su hermano y una hermana. Esto atravesó la estructura familiar inmediata del autor de los Ensayos, quien opinaba “que no era la fe en Dios lo que provocaba estas luchas, sino las pasiones de los hombres que usaban las religiones como excusa para enmascarar su más bajas inclinaciones: “Nostre religión est faicte pour extirper les vices; elle les couvre, les nourrit, les incite.”

Los valores esenciales que Montaigne defiende en sus ensayos son tolerancia religiosa, libertad de conciencia, confianza en el discurso de la razón. Son parte de su visión de mundo que lo opone al “ánimo frenético” de sus contemporáneos, visión que lo sitúa como uno de los precursores de esa línea que luego desarrollan Descartes, Leibnitz y la ilustración. En un gesto disidente, renunció a toda “vida pública”, para refugiarse en la quietud de su biblioteca, en el castillo que poseía en el señorío de Montaigne.

Dice Lukács, “el ensayista no usa las palabras, no las emplea, invierte o gasta como el hombre práctico, el periodista o el notario. Es un “amateur des mots”, un apasionado que por placer o manía, trabaja o juega con las palabras, las “entretiene” y, con alguna frecuencia, abusa de ellas. No hay verdadero ensayo sin juego de palabras, igual que no hay amor sin juego erótico”. Así es como Barthes relaciona el acto de escribir con los juegos de infancia.

Como en los juegos, la escritura vuelve a empezar cada vez desde el comienzo. El ensayista reinicia cada día la “alquimia del verbo”. El ensayista solo se ejercita, demora y divierte en cada palabra, con la esperanza de hacerla decir lo que “nunca había dicho”, como acota Nietzsche. El juego de palabras no sería tal si cada jugada del ensayista no implicara “escoger” o lo que según Ortega debiera ser el nombre de lo que torpemente llamamos “ética”, o sea, el arte de elegir la mejor conducta: “Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir”.

Habitualmente dedicado a objetos ya configurados culturalmente como libros, obras de arte, el ensayista moderno no puede dirigirse hasta las “pragmata”, sino que solo puede orientarse, avanzar y retroceder con respecto a ellas por y en las palabras. De ahí el uso permanente del “acertijo”, el doble sentido, la paradoja y, sobre todo la “ironía”. Cada vez que inicia un “juego de palabras” sabe que cada una de sus “elecciones” cobrará sentido solo al final del juego y se evidenciará lo que Barthes llamó “esa otra cosa”, si era en verdad lo que había que decir sobre el motivo o asunto que ocasionó ese “juego de palabras” que es siempre cada ensayo. “Toda escritura circunscribe un espacio de usos, gestos y palabras socialmente identificables. A partir del siglo XIX, la escritura se empeñará en ir reconociendo cada rincón del espacio urbano. Baudelaire limitó la geografía de su existencia al laberinto que dibujaban las calles de Paris, lo que influyó en convertir a Benjamín en un incurable parisófilo, que se convirtió en un motivo recurrente de sus ensayos.

En la parte final del libro “La palabra quebrada”, Martín Cerda nos regala con pequeños ensayos sobre autores herederos de Francis Bacon y Montaigne. Digo que es un libro extraordinario, no por un ánimo desmedido, sino porque no es habitual en Chile hacer tan entusiasta estudio, en la forma y en el fondo,  de un tema tan poco común en nuestras letras, que cuando toca temas cercanos a la filosofía, prefiere visiones más propias de la política o la historia. Fuera de los autores mencionados, se refiere a “la calle”, al hombre común, a las masas, a la “acción directa”; en fin, a los diarios de vida como el de Kafka. Nos habla de Flaubert, Barthes, Junger, Peter Moen, Sartre, Víctor Serge, Isaac Babel, Pilniak, Solzhenitsyn, Ortega y Gasset, Benjamin. En fin, un repaso exquisito de la historia de Europa a través del ensayo, que como dice Montaigne no ha hecho otra cosa que (re) comenzar un libro imposible, donde lo esencial es siempre la pregunta, el gesto interrogante, la búsqueda, la brazada del náufrago. Preguntar, buscar, interrogar, es reconocerse perdido. Ningún ensayista puede hoy invocar a la Providencia de Dios, ni a la ley del progreso universal, ni la visión total y totalitaria de la historia o ninguna otra seguridad confortable. Es un hombre a la intemperie, perdido entre los escombros de un mundo histórico y los restos de una visión arrogante de sí mismo. No es esta, sin embargo, la primera vez que el hombre se queda a la intemperie. En cada una de esas ocasiones, fue la razón o el espíritu crítico, lo que en último término señaló una salida razonable a la situación de apremio extremo en que estaba, e iluminó, en medio del desaliento, la certeza o la esperanza en el mañana. Palabras de M. Cerda.

[1]     Georg von Lucács. Uber Wesen und Form des Essays. Ein Brief an Leo Popper, Die Seele  und die Formen. Luchterhand Verlag, Neuwied und Berlin, 1971.

 

Carlos Ortúzar

Escritor, miembro de Talleres del Mar
Lampa, Febrero de 2021

 

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