EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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La enciclopedia de la imaginación: observaciones sobre la prosa de Jorge Teillier.

por Ismael Gavilán
Artículo publicado el 15/07/2015

Ensayo incluido en Teillier Crítico
Editorial Universitaria
Stgo, 2014, pp 157-167

 

I

“¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, lo bastante flexible y contrastada para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones de la ensoñación, a los sobresaltos de la conciencia?” (9) Estas palabras, insertadas en el prefacio al Spleen de París de Charles Baudelaire y dirigidas a Arsène Houssaye, refieren por parte del poeta de Las Flores del Mal la asunción consciente de un género de escritura complejo y sugestivamente ambivalente: el poema en prosa. Esa elección muestra la irrenunciable vocación de modernidad de Baudelaire, vocación que se centra en explorar la expresividad de la experiencia en la instauración de una forma que pudiese configurar, verbal e imaginativamente, a esa misma experiencia, pero sin las restricciones del poema en un sentido tradicional y con el afán de abrir perspectivas de sentido que pudiesen ampliar y complementar lo que hasta ese instante había escrito. Así, tal vez no sea tan equívoco a primera vista situar esas mismas palabras como un marco de referencia desde el cual podríamos aproximarnos a las Prosas de Jorge Teillier, título por lo demás parco y conciso que engloba en su generalidad, una serie de textos variados, múltiples y poseedores de una evocación sugestiva que se vuelve piedra de toque al momento de intentar pensar la escritura del poeta de la Frontera. La prosa de esos textos, variopinta como la que más, constituida por prólogos, reseñas, ensayos, notas, fragmentos y observaciones varias, pareciera cumplir con la promesa que Baudelaire deja entrever en su prefacio, promesa que obedece más a un temple rastreable en la escritura como forma asumida en su amplitud que una mera constatación de un estado anímico asociado a vagas ideas simbolistas.

Compilados por Ana Traverso y editados en 1999 por Editorial Sudamericana, los textos en prosa de Jorge Teillier hacen aparecer en un ritmo dinámico y sugerente una serie de referencias de diversa índole: poetas y escritores chilenos cuasi olvidados o relegados al limbo del mundo editorial como Romeo Murga o Alberto Rojas Jiménez, Juan Emar, Teófilo Cid o Jaime Lasso; observaciones acerca de la novela chilena contemporánea, comentando a Enrique Lafourcade, Cristián Huneeus o Ariel Dorfmann; semblanzas, opiniones y reseñas sobre poetas y escritores extranjeros como Pierre Reverdy, Allen Ginsberg, Lewis Carroll, Ilya Ehrenburg, Francis Jammes, Juan Carlos Onetti y Alejo Carpentier; observaciones agudas, sutiles y evocadoras sobre libros puntuales y que son significativos para el imaginario teilleriano: El gran Meaulnes de Alan Fournier, Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, los relatos de aventuras de piratas de Robert Louis Stevenson, Tiempos difíciles o Los papeles póstumos del club Pickwick de Charles Dickens, Retrato del artista cachorro de Dylan Thomas, entre varios otros; recorridos no sólo anecdóticos, sino repletos de una especial sabiduría experiencial en torno a distintas mesas y barras de bares de diversa calidad y prestigio, cines de barrio o de pueblos perdidos, estaciones de ferrocarril asentadas en lugares inverosímiles o la descripción fantasiosa de infinitos mediodías en plazas de provincia; registro de travesías imaginarias por páginas de folletines, enciclopedias infantiles, fotografías de amigos, parientes o simples desconocidos; homenajes a Carlos Gardel, Charles Chaplin, Dick Turpin, Sherlock Holmes, La Pequeña Lulú, Rubén Darío o Mark Twain, Eduardo Molina Ventura o Bram Stoker, el anónimo mapuche que cruza las calles de Temuco, Walt Disney, el Teniente Bello o Billie Holiday.

Como un verdadero mago de feria, Teillier hace aparecer en un aparente desorden y de modo fragmentario y bellamente arbitrario, una extensa galería de vivos y muertos, de cosas y hombres, de seres y enseres, de lugares y espacios, de libros y anécdotas, de películas y actores, de familiares y amigos, de viejos bohemios y escritores perdidos, todo ello entrelazado en ese laberinto que designamos como memoria.

Lo que se nos muestra es la versatilidad de una escritura que se desplaza, a semejanza de una deriva situacionista, en medio del naufragio que implica, en nuestra época, la cultura letrada: una deriva que nos hace ver con otros ojos a esa misma cultura, una mirada que nos la hace más palpable, variable y perfectamente compatible con los productos, en apariencia perecibles, de una cultura de masas que ha marcado la experiencia de la niñez y de la adolescencia. La cultura letrada que nos proponen los textos en prosa de Teillier es una fascinante y azarosa disgregación, donde se arremolinan lo cotidiano y lo solemne, lo familiar y lo sublime. De alguna forma, aquí se establece una especie de catastro ante la crisis inminente del fin de época en un hondo homenaje a las presencias que asaltan nuestra evocación. Así, estos textos emergen como una escritura que constata un universo en extinción que es abarcado en un poderoso caleidoscopio que reverbera con lo nimio, el detalle, el fragmento. Hay acá un modo de leer las coordenadas de la cultura popular sin fanatismo alguno ni incompatibilidad con los grandes discursos. En absoluto. De modo genial y generoso, la prosa de Teillier se imbrica sin dificultad entre un tema y otro, saltando ya desde el detalle de una canción de los Beatles a una anécdota sobre Eduardo Molina Ventura. Esta forma de leer –de escribir- es sugestiva y ayuda a calibrar de mejor modo el mito que el poeta ayudó a elaborar acerca de su propia marginalidad de pretendido cariz rural o nostalgia enfermiza. Muy por el contrario, vemos en esta diversidad de textos a un ciudadano de a pie, pero en la ciudad –al menos en sus arrabales-, deambulando en el espacio donde los productos de la cultura han configurado la experiencia y no en el destello adánico del espacio imaginario. Esa prosa, ciertamente, explota con un estilo consumado no sólo el ropaje lárico de la añoranza o la tristeza alcohólica, sino que es mucho más que eso: un devenir que únicamente un paseante ensimismado por la euforia de la admiración puede plasmar sin miedo y sin preocuparse por el futuro y su construcción de obligatoriedad cívica.

Tal vez por ello, en sus dos magistrales ensayos de reflexión “Los poetas de los lares” y “Sobre el mundo donde verdaderamente habito o la experiencia poética”, lo primordial para Teillier no es tanto el plantear una poética a semejanza de Valéry o Eliot, es decir como justificación lógica y autoconsciente de los recursos expresivos en el cuerpo de la obra, sino más bien, se trata de explicar ante sí mismo la necesidad de evocar y convocar seres y enseres diversos para justificar su propio existir, su validación como poeta y la necesidad vital que ello implica. En ese sentido, el verdadero catálogo de nombres, cosas, libros y personajes que es posible recorrer en estos textos de Teillier, obedece quizá a una manera de ver plasmada la concreción de un instante arrancado al desiderátum histórico, un gesto de conservación transmutada en su iluminación, propia del instante que subvierte de modo crítico aquella dejadez mecánica de una idea o noción de progreso. Pero en este caso, ¿es posible referirse a un catálogo? El gesto clasificatorio que se expone en la evocación de ese término parece pertinente, pero tal vez es equívoco. Me atrevo a pensar que tal como ocurre con los románticos –la alusión a Novalis no es descaminada y que, creo, Teillier no habría desdeñado en absoluto- nuestro temple epocal mira con recelo o distancia la organización racional del saber en una concatenación de sentidos posibles. Esa organización racional está en las antípodas de un orden aleatorio, como a su vez, justifica su existencia en la autoridad de su plasmación concatenada y expele todo resabio de pretendida arbitrariedad: de ahí que la enciclopedia como texto que brinda un orden al saber universal en su organización alfabética, es la mejor muestra de ese espíritu ilustrado que desde el siglo XVIII rige nuestras ideas o concepciones acerca de lo que debería ser la estructuración del conocimiento.

Ante este modelo positivista de enciclopedia, Novalis y los románticos oponen esencialmente una idea divergente para comprender a ese mismo concepto: su idea de una enciclopedia romántica conocida como Nueva Enciclopedia que es ni más ni menos, el anhelo de subvertir el orden de la sucesión racional –la racionalidad alfabética de los conceptos- por una idea que se dirige hacia una concepción combinatoria del saber que no es sinónimo de caos o desorden irracional. En esto los románticos actualizan la gran tradición alquímica que viene de Paracelso y Jacob Boehme, uniéndola con el panteísmo de Spinoza y la filosofía espiritualista de Fichte. Es de aquella manera que postulan la unidad fundamental del universo y de la conciencia, la búsqueda de la unidad perdida que sólo la interioridad poética puede recuperar. En este sentido, la ambición enciclopédica encarna en la asunción fragmentaria de la totalidad, asunción que tiene como objetivo contribuir al reconocimiento de las profundas analogías que conectan las diversas ciencias, saberes y experiencias. El objetivo último sería acaso la defensa, pero también la exploración de la posibilidad de fusionar discursos, ya sean sacros o profanos, sublimes o populares, científicos o poéticos. Desde el punto de vista formal, la adopción de un estilo fragmentario posee el carácter de una decisión, una elección consciente que pretende traducir la incompletitud y la naturaleza no jerárquica del conocimiento que, según Novalis, toda enciclopedia que se precie de tal debe adoptar [1].

Volviendo a Teillier, no es de extrañar que ese gesto descrito por Novalis y los románticos, se adivine como una estrategia de lectura y escritura por supuesto en la evocación consciente de un modo que, me parece, toma como primordial punto de referencia textos enciclopédicos destinados al mundo infantil tales como El Tesoro de la Juventud, el Pequeño Larousse Ilustrado y hasta ciertos magazines fundamentales en la educación sentimental del imaginario teilleriano como fueron las revistas Ecran y El Peneca. En ese tipo de texto se vislumbra algo altamente sugerente: una especie de laberinto de imágenes, lugares, personajes y alusiones a otros textos que se abren hacia otros más, plasmándose en aquel proceder un devaneo que no precisa de la constricción de la voluntad para elaborar imaginariamente sus referencias de significado, sino que se presentan en un actualismo que el ejercicio lector posibilita más allá de la mera acumulación de datos. El lector que deviene una especie de coleccionista que da saltos espasmódicos de texto en texto, que no sigue el orden lineal o prefigurado que otorga el índice, sino que se deja llevar por el impulso del instante para articular un red amplia y cartografiar esa diversidad en tanto sensibilidad dinámica y en absoluto con el ánimo de analizar las particularidades de sus componentes con un afán aclaratorio.

Es como si todos esos textos ofrecieran a Teillier un modelo para proceder en sus propias exploraciones, una pauta para organizar en la aparente arbitrariedad de la imaginación, un gesto enciclopédico que escapa a la administración racional y funcionalista de la información, logrando con todo ello, disponer una estrategia de apropiación de las entidades de lo real que asaltan la sensibilidad y que invocan la imaginación y el asombro.

De este modo, los textos en prosa de Teillier no remiten precisamente a una organización a manera de un catálogo de sus referentes, sino más bien puede advertirse una forma que se aproxima a los espacios de la memoria infantil y su peculiar modo de organización lúdica. Teillier, como todo buen poeta, sabe que en el juego de la memoria anida no sólo la fantasmagoría del recuerdo, sino también, una utópica posibilidad de redención: el rescate del detalle y de lo nimio, como un gesto que salva del indistinto y aplastante torrente del olvido, aquello único y específico que nos permite dar cuenta de lo otro, eso otro que la razón instrumental de nuestra mal traída modernidad ha arrasado y que Teillier, muy consciente del significado de su riesgo, sabe lo que implica como abolición de formas de vida, pero también como destrucción de sus usos imaginarios.

 

II

Primordial en esa sensibilidad abierta y fragmentaria de enciclopedista heterodoxo, es la memoria en torno o sobre lo “chileno”. Los textos de Teillier parecen estar obsesionados con una idea de identidad que huye como de la peste de cualquier anquilosamiento o formalidad que se encuentre legitimada o justificada por un concepto de Estado-Nación. Y esto, en un país que ante la vorágine de la historia –recordemos que estas prosas, en su mayor parte, están escritas en los álgidos años 60, previos al advenimiento de la Unidad Popular- se va mostrando cada vez más y más fragmentado. Hay una serie no menor de textos donde de modo explícito o tangencial, las referencias a Francisco Antonio Encina, Alonso de Ercilla o Nicolás Palacios llenan páginas y páginas, líneas y líneas, citas y citas. Esos textos preguntan sobre la posibilidad de una raza chilena, pensando a la raza no desde términos genéticos sino más bien desde una constitución espiritual: la existencia de un pathos y un ethos local. Las interrogantes sobre ¿qué somos?, ¿qué nos hace ser así? se desprenden una y otra vez de estas afirmaciones y citas, de cada paráfrasis o comentario que los textos de Teillier efectúan en esos instantes estratégicos del discurso en donde es necesario definir y aclarar. Pero, con una ironía maestra, lo que se logra no es un retrato coherente, ni una respuesta satisfactoria. Esas preguntas por la identidad, por lo “chileno”, más bien aparecen como una colección de tics faciales que disfrazan un secreto inexistente, el delirio de un mito de origen antes que una revelación justificada teóricamente: se nos otorga un gesto naif, entre iluso e infantil, absolutamente ineficaz para definiciones operativas que anhelaran su trasvasije al mundo de la acción. Lo que aquí es posible hallar es una obsesión no disimulada por una herencia cultural a todas luces inalcanzable, una obsesión por aprehender lo huidizo de lo fragmentario y volverlo comprensible más allá de la extinción de la experiencia. La indagación por la identidad en los escritos en prosa de Teillier, concluye en un gesto imposible, en una tarea inacabable que confiesa su propia excentricidad, como cuando, por ejemplo, dice sobre Raza chilena de Nicolás Palacios: “¿Por qué nuestras editoriales y universidades no se preocupan por reeditar estos libros que conmovieron al país? Sería no sólo un acto de justicia, sino una contribución valiosa para el mejor conocimiento de nuestra historia e idiosincrasia” (309-391).

En este horizonte, las interrogantes por la identidad, obligan a buscar respuestas no en presencias que asuman como efigies, el desiderátum de lo histórico –la referencia a los héroes guerreros de nuestra historia o a los “padres de la patria” es mínima en estas prosas, salvo alguna indirecta y muy teilleriana a Manuel Rodríguez, el guerrillero que se disfraza para cumplir su cometido- sino en lugares y espacios ajenos a toda retórica de poder y de administración de ese poder: la biblioteca y el bar. De la lectura de los textos en prosa de Teillier se desprende que la respuesta a la identidad chilena es posible encontrarla en una tipología curiosa, excéntrica y para nada altanera: el lector y el parroquiano. Éstos ejemplifican, de modo genial, esa memoria que hace del detalle y del fragmento la imposibilidad de alcanzar o lograr la plenitud identitaria en los grandes relatos, donde lo trascendente ocurre o aparece en el desvío del camino, en el despliegue de ese sino alternativo que se asume en sordina y no como espectáculo. En este sentido, pareciera ser que la pregunta por la identidad o es una pregunta mal planteada o simplemente debe ser asumida con este tipo de respuesta, volátil y para nada “central” en su aparente derrotismo. Una actitud o más bien un élan vital que, en su paradoja, vuelve palpable lo irreal de la discursividad que pretende ser significativa. Dice Teillier: “Termino esta crónica para dirigirme a la ‘morada irreal’, como dicen los budistas zen, o sea, un lugar donde uno se sitúa en otro tiempo y en otro espacio, en este caso un viejo bar” (356).

 

III

No creo que en los textos en prosa de Teillier sea posible seguir una trama. A menos que desechemos toda pretensión de entender ese concepto de modo articulado por una razón rectora de logros y efectos. Más aún, en estos textos es posible advertir el gusto por el relato, un relato sin fin: como una Sherezade que nos invita a un viaje imaginario, en ellos no es posible desentrañar un finalismo. Es pura pasión de contar, pura pasión de relacionar, seducir y evocar. Estamos en las antípodas de la prosa de poetas como Lihn, Anguita o Huidobro. La prosa de Teillier no apunta a la inteligencia intelectiva como a una de sus prioridades, no es su objetivo de buenas a primeras, no pretende de nosotros lograr, en tanto lectores, un juicio que nos haga comprender de inmediato la garantía exploratoria del sentido en lo que significa como correlato lógico del poema. En cambio, me parece que acá el asunto es más difuso, amplio y dificultoso. Como un niño que admiraría una ecuación por la belleza de la interrelación de los números diagramados sobre el pizarrón más que por la verificación de verdad que sería posible hallar en su comprobación lógica, los rigores de los textos en prosa de Teillier me parece que obedecen más a parámetros que tienen al azar y al establecimiento de relaciones aleatorias de sentido, que a una concatenación analítica de ese mismo sentido como su prioridad articulatoria.

Esas relaciones dibujan un mapa basado pura y simplemente en afinidades electivas, afinidades que Teillier congrega gracias a un ritmo que se funda en circunstancias e intuiciones, sin el temor a la contradicción y mucho menos con el ánimo de establecer un gesto rector. Un gesto más bien que es tutelado por el placer libre de las asociaciones. Tal vez por ello, Teillier sea uno de los lectores más hedonistas que nos ha dado la literatura chilena que transmuta sus obsesiones en escritura. Así en sus notas, artículos, reseñas y fragmentos, advertimos que el canon no se establece por delimitaciones asumidas a priori o como comprobación teórica de un presupuesto reflexivo. Eso, porque en su despliegue, esos textos no desean comprobar nada: es un fluir constante de nombres, lugares, evocaciones, personajes, recuerdos y figuras de un imaginario devastado, pero siempre traído a presencia en la actualización luminosa que nos los rescata del olvido y por ende, de la muerte. De aquel modo, Teillier devela un estado de lectura alejado de la culpa o de la autoimposición de imperativos categóricos: en la fluidez del narrar, se otorga la fluidez de la elección. Por eso, no es rastreable acá un afán de sistematicidad, al menos en el sentido que nos enseña la tradición de la crítica literaria o el ejercicio de esas “formas simples”, como podría ser la crónica. Creo más bien que somos testigos de un modo de leer que se transmuta en una manera de escribir que hace de la circularidad e inacabamiento, su eje central de fidelidades. Así, en los textos en prosa de Teillier, la totalidad no consistiría en aparecer como definitoria, pues no establece justificaciones en la exposición de sus temas y objetos de admiración y cariño. Esa ausencia de sistematicidad hace pensar que Teillier lee fragmentariamente. Pero, ¿que significa eso? Pues que en ese acto donde lectura y escritura se dan la mano de modo irremediable, se plasma una comprensión peculiar de un universo centrífugo: no es precisamente la aceptación de la dispersión de un eventual saber letrado, sino más bien la conciencia de la contradicción y el rechazo de lo real a dejarse aferrar.

Esa forma de leer implica, tal vez entre muchas otras cosas, leer la historia como literatura y la literatura como historia donde la pregunta por la identidad, como indicaba líneas más arriba, se difumina y se nos vuelve, al menos, paradójica. Esa forma de leer implica también que, más allá de poner ante nuestros ojos el trazo de una eventual poética lárica con la delimitación de sus fronteras imaginarias, lo que importa es que al interior de esas fronteras terminamos respirando un aire familiar, un mundo habitado por padres, tíos, primos o parientes lejanos y donde la alusión a Rilke, Trakl, Esenin u otro poeta de cabecera, es el acompañamiento singular de una serie de experiencias que hacen de ese mundo íntimo, su protagonista con sus fantasmas y ecos, sus anhelos y su distancia.

Una manera de entender así la lectura y por ende la escritura, implica vérnoslas con alguien que mientras lee, disfruta con placer. Pero sería errado, pienso, ver en aquello un mero solipsismo, un modo autorreferencial de crear un mundo propio para un sujeto solitario. No creo que eso sea así. Me parece más bien que en esa actitud que se visualiza en la escritura de Teillier lo que se halla es una permanente búsqueda, no exenta de hondas cavilaciones y aún, de cierto desgarro: cómo es posible indagar en los libros –y aquí todo es libro: desde la melodía de Billie Holiday hasta un poema de Romeo Murga, pasando por la visión arrasada de Puerto Saavedra- la presencia de un imaginario utópico, una comunidad simbólica que puede ser o no nuestra nación, un universo que pueda ser parte de nosotros mismos. De alguna manera, en este gesto se vislumbran vínculos estrechos, alusivos y explícitos con la poesía de Teillier: ambos mundos se iluminan mutuamente, ambos estilos de escritura se relacionan en el abrevadero de un imaginario común. Ahí se encuentran los ritmos peculiares de una subjetividad que se debate entre la invisibilidad y la palabra, entre la memoria y la invención, entre el dato naif y los autores de un canon clásico de literatura. De esta forma, Teillier no sólo habita en una tradición, sino que crea una a su gusto, con sus propias coordenadas: diseña su propia casa con las habitaciones que cree posible habitar sin preocuparse por ningún modelo estándar. En esto se advierte algo pocas veces visto: que el adanismo de Teillier no es más que un mito o una muy mala lectura y que su erudición no es fingida: no se ve en la necesidad de ficcionalizar sus fuentes, pues éstas ya son ficción lisa y llana. De esta forma, el vínculo que puede establecerse entre la prosa y la poesía de Teillier es singular en su implicancia: una lectura lateral donde el autor desdramatiza a posteriori lo que esperamos de él: un corpus que puede ser leído transversalmente en la compilación que lo secuencia linealmente y ordena como una novela inconclusa de capítulos dispersos, un trabajo de escritura que avanza sin saber dónde, hacia un canon que no sabe que es tal y que se limita –en cada texto a hacerse cargo de sus propias necesidades y urgencias.

 

IV

Al final, los textos en prosa de Teillier son como el paseante baudelaireano que recorre París: caminan y fisgonean a través del campo cultural a una velocidad leve, sin apuro alguno, deteniéndose en nimiedades, apreciando detalles insulsos, celebrando escenas de rareza heroica, no teniendo miedo ante los monumentos culturales más prestigiosos, pero también son incapaces de desdeñar las imágenes devenidas iconos populares, sonriendo ante cualquier impostura que se asuma como taxativa o perentoria. Su sensibilidad nos descubre frágiles en el instante en que nuestra cultura letrada se ha visto vaciada de sí misma. Pero a su vez, esta prosa es generosa para invitar a esa misma cultura a compartir habitáculo en la fértil imaginación de lo efímero, pues nos incita a pensar con el corazón en el ámbito de lo irreparable, de ese universo que se deshace bajo nuestras propias narices. Lo extraño y terrible es que todos estos textos de Teillier hacen eso sin dramatizarlo, sin el pathos de la desilusión, menos con la angustia del escepticismo que desea acreditarse como ética de la desesperación. Mientras su poesía es epifanía del desastre, la prosa de Teillier es lo contrario a cualquier arrebato sublime: una especie de articulación contemplativa.

Obsesionada con imágenes nimias (la Pequeña Lulú, los western, la cartelera de cine, las conversaciones al azar, Carlos Gardel, los Beatles) vemos cómo esta escritura dibuja un presente que se devuelve al lector como una interrogación no resuelta. Son restos de un mundo que desaparece. Y si bien su lamento podría ser perfectamente el nuestro, cada palabra que concatena, cada personaje que evoca, cada libro que sueña, cada melodía que recrea, es una manera de enmendar el vacío de la historia, el horror de un universo perdido, pero también una forma de constatar que ésta es una “época en que vamos siendo más ‘samurais’ en el sentido de quedarnos más solos, con la soledad de tigres de la selva de cemento” (345).

Ismael Gavilán

Nota
[1] Ver Alfredo De Paz: “Romanticismo, crítica, teoría”. La revolución romántica. Poéticas, estéticas, ideologías, Madrid: Editorial Tecnos, 1992, 149-166.
BIBLIOGRAFÍA
Baudelaire, Charles: El Spleen de París. Pequeños Poemas en Prosa. Introducción, traducción y notas de Pablo Oyarzún R. Colección Traducción de Textos. Valparaíso: Instituto de Arte, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso 2003.
De Paz, Alfredo: La revolución romántica. Poéticas, estéticas, ideologías, Madrid: Editorial Tecnos, 1992.
Teillier, Jorge: Prosas, Edición de Ana Traverso, Santiago: Editorial Sudamericana, 1999.
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