EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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La patria chiquita en la poesía de Jorge Teillier y Gabriela Mistral La infancia y el terruño como locus de conocimiento.

por Daniela Núñez Rosas
Artículo publicado el 19/11/2015

Resumen
El presente trabajo busca reflexionar sobre la obra de dos escritores chilenos de mediados del siglo XX, Gabriela Mistral (1889-1957) y Jorge Teillier (1935-1996), cuyo corpus poético apela constantemente a la infancia y al lugar de origen como formas de aprehender el mundo y fuentes de conocimiento. La elección de ambos poetas responde a una urdimbre tejida entre norte y sur, entre una voz femenina y una masculina, que deja entrever la nostalgia por un lugar común, la patria chica, la pequeña patria como aquel paisaje poblado de nostalgia, entidades y recuerdos. Un dominio perdido, y a la vez, un sendero de búsqueda de aquel mundo que pone en juego la voluptuosidad de las cosas cotidianas desde la relación con los cuerpos.

Introducción
La representación de la infancia recorre la escritura de Jorge Teillier y Gabriela Mistral, en estrecha relación con el lugar de origen, el paisaje, los recuerdos y la nostalgia por el cotidiano diálogo con las cosas. Se trata de un mundo que ya no existe, más bien persiste en la memoria como huella escritural que deja surcos a lo largo de todo el corpus poético de ambos escritores. Es la patria chica, donde acuden a conversar los muertos, las flores, los árboles y los pájaros. Es aquella patria donde el cuerpo se despliega sutilmente difuminando las fronteras de la identidad física, para ir entablando una comunión con las cosas no tanto desde el intelecto, sino desde el tocar, el oler, el saborear, el oír, que vuelven a la distancia ininteligible, una complicidad ontológica. Pero parece ser, que este modo de conocer, recorrer y habitar el mundo, se da con genuina forma en la infancia. En aquella etapa en que recién estamos aprendiendo a nombrar las cosas. Sin embargo, serán antes las texturas, los colores, los sonidos y los olores, los dialectos de la cotidianeidad del niño y de la niña. Es la primera vez del mundo, cuando la inocencia que precede al lenguaje insiste en recorrer cada cosa, y estas parecieran transitar entre el lenguaje poroso de las cosas. Bien se podría cabalgar en un palo de escoba, como convertir la sombra de una mosca en el acecho de una pesadilla, mientras “las fórmulas escapadas del libro de magia/ se transforman en luciérnagas/ que buscan profundas galerías” (1).

Este retorno a la infancia, supone sin embargo, un lugar, un paisaje, un hogar, a veces una huerta, otras veces, una casa, que se asoman en los localismos, regionalismos y arcaísmos de la poesía de Teillier y Mistral. Son lugares comunes que nos remontan a concretas geografías que reclaman otros ritmos, otras temporalidades, otras voces, los diálogos perdidos con y entre los cerros, la lluvia y el viento.

Ciertamente, reunir a Jorge Teillier y Gabriela Mistral corre el riesgo de ser desacertado cuando ambos poetas son representantes de dos épocas, estilos, géneros, lugares e incluso climas que no guardan directa relación entre sí. Pero este trecho, en apariencia irreconciliable, puede estrecharse desde la mirada del poeta Raúl Zurita cuando en referencia a la poesía expresa, “siento que cuando uno escribe, suspende la vida (…) y por eso se suspende también la muerte. Entonces en el instante en que un poeta escribe, es exactamente el mismo instante en que están escribiendo todos los otros (…), todos escriben al mismo tiempo porque se ha suspendido la vida (…), todos son tus contemporáneos” (2). Porque en efecto, más allá de las distancias y los tiempos, hay lugares comunes cuya fertilidad ha de leerse en sus complicidades y diferencias. De ahí que Gabriela Mistral, nacida en Vicuña en 1889 y autora de una vasta obra poética, epistolar y narrativa portadora de un marcado tenor de crítica social, nos remonta a esta patria chica desde un gesto muy distinto a Teillier, en tanto ella supone un cuerpo femenino escribiendo dentro de un espacio reservado históricamente para los varones. Claramente hay huellas en común en aquella patria habitada por ambos poetas, pero en ese viaje de búsqueda de aquel dominio soterrado por el lenguaje y el tiempo, Mistral deberá despojarse incluso de su rostro y de su nombre para volver a hablar con las cosas. En ella se devela un acto mucho más radical que pone en juego la propia escritura desde la extranjería de la lengua madre, donde el dolor es una marca que atraviesa de manera punzante toda su obra poética. En Teillier en cambio, la patria chica deviene un acto de guardián del mito, con el afán de resguardar aquellas cosas que colmadas de significación han perdido su verdadero sentido. Aunque Teillier también efectuará una operación crítica dentro de la escritura, al reclamar la sutil superficie de las cosas.

Resulta interesante realizar un puente entre ambos poetas unidos por esta patria matizada por sus distintas experiencias. Para uno será la lluvia, para la otra el viento loco. Teillier hablará de los árboles, Mistral de las hierbas y flores. Teillier recorrerá la casa, Mistral recorrerá la huerta. Teillier se referirá a las amadas cosas cotidianas, los platos puestos sobre el mantel de la mesa, el licor de guindas de la abuela, Mistral entablará un diálogo directo con las hierbas aseñoradas, catrinas, humildes y campesinas rasas. Y desde la lejanía, ambos llegarán en trenes que siempre se atrasan, para contemplar desde lejos y a trasluz la tierna de la infancia, las palabras cotidianas habitadas por los cuerpos de vivos y muertos, de sueños y ensueños, de brujos, cucos y bestiecillas, recobrando el encanto de las cosas simples, donde una polilla recupera su dicha desde el otro lado de la ventana. Sin embargo, Mistral hablará del viento, de las flores, de los animales, como si la familiaridad sugiriera, además de acortar las distancias entre las palabras y las cosas, una genealogía materna que en Teillier no se vislumbra. Y es que el poeta lautarino habitarás las cosas domésticas, los paisajes, los bares, los rieles y durmientes. Mistral en cambio, explorará preferentemente la vida orgánica, el paisaje a tajo abierto, pues incluso el espacio doméstico será pensado sin murallas ni techos. No será la casa propiamente tal, la cuna de su infancia, sino los paseos por la huerta con su madre y abuela. Como vemos, la patria chica nos permite ir indagando en pequeños guiños que dicen algo más no solo del contexto de producción y las historias de vida de cada poeta, sino también refieren formas distintas de experiencias que nos permiten ir elucubrando marcas de género encarnados en los cuerpos y en las huellas escriturales de la infancia.

A modo de síntesis, la lectura enfocada en la obra poética de Teillier y Mistral, pretende reflexionar en la infancia y el terruño como locus de conocimiento. Un lugar común que difumina la identidad de los sujetos y convoca otros espacios y seres, concediendo protagonismo al crujido de los muebles, al mugido de una vaca, al aroma de los cardos, como secreto lenguaje entre los existentes, comprendiendo por ellos, a los vivos y muertos, a los animales y vegetales, los bares y veredas, los astros y paisajes, los murmullos y silencios. “Porque todos están vivos/ y a lo vivo les respondo. / También contesto a lo mudo,/ por ser mis parientes todos” (3), en un asiduo acto de comunicación enrevesado por los intersticios de la distancia.

I. La infancia y las cosas

“Las cosas tienen vida propia, pregonaba el gitano con áspero acento,
todo es cuestión de despertarles el ánima”.
Cien años de soledad, Gabriel García Márquez.

Si bien es cierto, que la infancia de la mano del terruño evocan un escenario del edén, donde los niños y niñas serían felices criaturas soberanas de la inocencia y el juego, la escritura de Mistral y Teillier por el contrario, desacraliza la idealización de la infancia. Sobre todo Mistral ejercerá una mirada crítica en la representación de aquella, porque precisamente en dicha época sería víctima de la discriminación y estigmatización que habría de ensombrecer toda su obra. Me refiero al conocido episodio de cuando fue acusada por robo en su escuela, injusto acto que retornará constantemente en sus memorias. Pero también Mistral aludirá a la precarización de las familias campesinas, la falta de educación, la injusta distribución de la propiedad de la tierra, cuando Piececitos de Niño, lejos de ser una ronda infantil, constituye una aguda crítica social a las condiciones de pobreza que entonces vivía Chile. De ahí que la autora expresa,

“Cuanto se ha hecho hasta hoy dentro de nuestros sistemas por salvar a la infancia en conjunto de la miseria y la degeneración, aun por los mejores, resulta pobre, vacilante y débil, y es un balbuceo. (…) No se resuelve el problema de la infancia sin resolver en su mitad el problema social” (1979, 62).

Por su parte, Jorge Teillier dirá,

“en mis poemas está presente la infancia, porque es el tiempo más cercano a la muerte, y no canto a una infancia boba, en donde está ausente el mal, a una infancia idealizada, sé muy bien que la infancia es un estado que debemos alcanzar, una recreación de los sentidos para recibir limpiamente la admiración ante las maravillas del mundo. Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos ha pasado pero debiera pasarnos” (1968, 15).

Entonces la infancia ciertamente evoca un terreno de nostalgia por aquel tiempo ya perdido, pero también deja avizorar un futuro, una esperanza, como piedra angular de transformación social. Aspecto que resulta más notorio en Mistral, cuya obra particular de Poema de Chile, nos remite constantemente a un espacio venidero, es como señala Soledad Falabella, una “obra en marcha, es decir, una obra cuya escritura abarca un largo período de tiempo (…). Con cada reescritura van ocurriendo intensificaciones, giros, inclusiones que denotan las transformaciones textuales en el tiempo” (2003, 57), y que nos permite rastrear la trayectoria de la poeta, toda vez que nos obliga a ir y volver en la lectura misma.

Cuando hablamos de la infancia y las cosas, queremos insistir en aquel lenguaje con la voluptuosidad de la cotidianeidad que sienta un horizonte común entre el hablante lírico y su entorno. En este sentido, podríamos incluso afirmar que se trata de una poesía animista, que concede valor ontológico a las cosas y que nos invita a explorar el terruño, las calles citadinas, la flora y fauna autóctona. Entendemos por animismo, aquella perspectiva horizontal entre el ser humano y la naturaleza, según la cual no regiría una jerarquía de poder entre las especies. Pero quizás sea más concreto hablar de perspectivismo amerindio, cuya teoría propuesta por el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro, plantea que cada especie sería una suerte de envoltorio que contendría una forma compartida de humanidad. “Esa forma interna es el espíritu del animal: una intencionalidad o subjetividad formalmente idéntica a la conciencia humana, materializable, por decirlo así, en un esquema corporal humano, oculto bajo la máscara animal” (Viveiros de Castro, 2003, 39). De ahí que el perspectivismo sostiene que cada existente aprehende a los otros según su propio punto de vista, y esta relación dependería del cuerpo. En otras palabras, un ser humano ve a un zorro como animal, pero este zorro se ve a sí mismo como humano y a los humanos los ve como animales. En efecto, como centros de intencionalidad, zorro y ser humano son personas, mientras la humanidad se define respecto a los propios congéneres. Se trata de una visión que resulta particularmente atingente cuando seguimos la escritura de Gabriela Mistral, quien pone especial énfasis en la necesidad de conocer a las hierbas y animales, para luego mentarlos, sellando de esa forma un acto bautismal que posibilita el diálogo con los otros existentes. Sin embargo, al mismo tiempo que se nombra, la lectura que gravita en la infancia permite la unión con lo telúrico y lo colectivo, sentando la verdadera familiaridad con las cosas. Una alianza con el paisaje que restituye a aquel su propio tiempo, el tiempo de las estaciones y de las cosechas. Se trata quizás de una suerte de escritura pagana para volver a creer en las cosas, tras un Cristianismo envilecido y una Modernidad que ha mirado con desprecio el vínculo entre ser humano y naturaleza. Incluso podríamos afirmar que retomar este vínculo, concede un sustrato de divinidad a aquellas relaciones y cosas que habían sido despojadas de todo sentido desde el Cristianismo. Porque “la continuidad no es un dato, es la experiencia de lo sagrado. Lo divino es la esencia de la continuidad” (Bataille, 2005, 124).Y con ello, los cuerpos, refiriéndonos a todos los cuerpos de plantas, animales, minerales, vivos y muertos, vuelven a ser cuerpos “absolutamente inviolables. Cada uno es una virgen, una vestal en su lecho, y no es po estar cerrado que es virgen, sino por estar abierto. Es “lo abierto” lo que es virgen, y lo es para siempre” (Nancy, 2003, 46).

De acuerdo a lo anterior, la escritura de la patria chica permite descubrir claras diferencias entre ambos poetas. Pues en Mistral, su poesía enuncia todo su potencial creativo a partir de una estrecha relación con su propio cuerpo, y al mismo tiempo una relación crítica con la escritura desde el punto de vista del androcentrismo. Y aquí, Luce Irigaray nos da una pista,

“también tenemos que encontrar, reencontrar, inventar, descubrir las palabras para nombrar la relación a la vez más arcaica y más actual con el cuerpo de la madre, con nuestro cuerpo, las frases que traducen el vínculo entre su cuerpo, el nuestro, el de nuestras hijas. Un lenguaje que no sustituya al cuerpo a cuerpo, como lo hace la lengua paterna, sino que lo acompañe; las palabras que no cierren el paso a lo corporal, sino que hablen en “corporal” (Irigaray, 1985, 41)

Ejemplo de aquello, es el poema “Huerta”, donde además de explicitar el cuerpo como lugar de experiencia, se pone de relieve la genealogía materna como fuente de conocimiento:

“(…)
-Pero si no es más que pasto,
Mama ¿por qué la acaricias?

-Le oí decir a mi madre
Que la quería y plantaba
Y la bebía en tisana,
Le oí decir que alivia
El corazón, y era ciertas
Las cosas que ella nos contaba

(…)
Chiquito, yo fui huertera.
Este amor me dio la mama.
Nos íbamos por el campo
por frutas o hierbas que sanan.
Yo le preguntaba andando
Por árboles y por matas
Y ella se los conocía
Con virtudes y con mañas” (4).

Lo que vemos aquí supone un intento de tensionar el sistema sexo género en la literatura, a partir del discurso del propio cuerpo. “Que se escriba, no del cuerpo, sino el cuerpo mismo. No la corporeidad, sino el cuerpo. No los signos, las imágenes, las cifras del cuerpo, sino solamente el cuerpo” (Nancy, 2003,11). Y Mistral llevará esto a un plano radical, cuando la escritura desde el cuerpo equivalga a despojarse de aquel como condición fantasmagórica de su identidad, pues solo así podrá volver a su lugar de origen y entablar el diálogo con los otros existentes.

Por otra parte, no hemos de pasar por alto que en el poema citado, el interés por ir conociendo cada hierba, conlleva también una propuesta de conocer el propio terruño como herramienta de trabajo sobre la tierra que se habita. Es un llamado a encarnar y reconocer el paisaje autóctono, pues solo en base a dicho conocimiento las gentes podrán trabajar y luchar por sus tierras, para que “tenga huerta los huerteros”. Entonces pensar infancia y terruño es una relación necesaria, pues cuerpo y paisaje están estrechamente imbricados, en la medida en que

“los cuerpos no son de lo “pleno”, del espacio lleno (el espacio está por doquier lleno): Son el espacio abierto, es decir, el espacio en un sentido propiamente espacioso más que espacial, o lo que se puede todavía llamar el lugar. Los cuerpos son lugares de existencia, y no hay existencia sin lugar, sin ahí, sin un “aquí”, “he aquí”, para el éste” (Nancy, 2003, 15).

Es decir, cuando Mistral reclama la necesidad de que el niño aprenda sobre su tierra, implica una posición claramente política, porque solo desde este “aquí” de las gentes, existirá la promesa de que “tengan huerta los huerteros”.

 

II. El ensueño de la patria chica.

“Cruza con suave paso los umbrales de este suelo
que el llanto está regando,
pues los seres queridos no están muertos…
¡Silencio! no hagas ruido,
están soñando”.

Óscar Weinberg, 1939.
Entrada del cementerio de Lautaro, IX región, Chile.

Volver a la infancia abre un paisaje que nos lleva a recorrer el terruño, la casa materna, las calles, y los senderos al liceo. Son estrechos caminos al que los poetas vuelven con la nostalgia de un dominio perdido. En este sentido, la infancia se erige como una búsqueda hacia un pasado y una idealización de lo que ya fue. Porque los rescoldos de la memoria no alcanzan a dar cuenta de aquella experiencia cuando ya el lenguaje ha dibujado la distancia y el crepitar del fuego no vuelve a exhalar el mismo humo de antes, pues “los trenes de la infancia te dejan de regalo/ un canasto con humo de añejas primaveras” (5). Al respecto, el filósofo francés, Gastón Bachelard, sostiene que pese a que la memoria no es fiel retrato de la infancia, no por ello la experiencia de lo imaginario es menos real. “La exageración de un hecho positivo no prueba nada –al contrario- contra el hecho de la imaginación. El hecho imaginado es más importante que el hecho real” (2003, 165). De ahí también, que esta patria chica sea terreno propicio para hablar con los muertos e incluso andar de fantasma como lo hará Gabriela Mistral en su andar junto a su niño-huemul (6),

“(…)
-Sí, mi niño, yo sabía
que vendría una mañana
se soltaría asustada
de palpar y darte cuenta
de que es mano de fantasma…

Yo te vi sobre el desierto
como la liebre extraviada
y bajé, sin más, bajé
como la flecha apuntada.
Los hombres no quieren, no,
ver que marchan con fantasmas,
aunque así van por las rutas
y viven en sus moradas.” (7).

Y en el mismo plano Teillier dirá,

“Era la muerte, durmiendo o penetrando en las salas,
dejando dedos de sombra en las iglesias húmedas
donde en cada rincón se aburría una imagen.
(Aún aguarda la infancia un vaso de verano
junto al río, bajo las doradas campanadas del sol) (8).

En este primer ejemplo, ya es posible ver una diferencia en torno a la muerte concebida por ambos poetas. Mientras en Teillier la muerte muestra una cara nostálgica de lo que ya fue y se ha perdido, en Mistral ella misma andará de fantasma como estrategia de regreso a su tierra natal. Y es que se resiste a volver a su hogar, sin antes desprenderse de su cuerpo y de su nombre, tras haber sufrido el rechazo de su propia patria. De esta manera, el mundo de la ensoñación nos permite profundizar en otras regiones de la experiencia y el cuerpo. Son los lugares de la muerte, el sueño y la imaginación, que escapan a la experiencia objetiva del mundo. Y más aún, la ensoñación de la infancia no deja de poseer un lado de erotismo, por cuanto acecha el deseo de infinitud cuando intentamos volver a aquel paraíso perdido. Así, la ensoñación como límite de la infancia, es también “esa pequeña muerte a la que sin morir realmente, sucumbiría con un sentimiento de triunfo” (Bataille, 2000, 87).

Entonces la patria chica viene a ser el preámbulo de todo paisaje curtido a contrapelo por los existentes. Y aquí nuevamente Gastón Bachelard concede importancia a la experiencia onírica, la cual precedería al conocimiento. “Se sueña antes de contemplar. (…) Sólo se miran con una pasión estética los paisajes que hemos visto primero en sueños” (2003, 12). Es el mundo de la primera vez, de ahí que la infancia contenga también una violencia radical en la imposibilidad del retorno, en tanto constituye un tiempo irrecuperable, y que sin embargo, de pronto asoma, “algo nos recuerda la verdad/que amamos antes de conocer” (9). Y esta verdad entrelazada entre las cosas, da cuenta de su urdimbre al estar aún ajena del nombre propio, más una vez experimentada, prontamente se impondrá la necesidad de ser mentada. Como si el acto bautismal de las cosas concediera verosimilitud a cada una, y su vez, dibujara una distancia que posteriormente se volverá insalvable. Así por ejemplo, Mistral insiste en llamar las cosas por su nombre, no son las hierbas, ni las flores en el sentido genérico de la palabra. Serán pues, la malva, la topa topa, las manzanillas, la menta, la salvia y la mejorana, por nombrar algunas.

“(…)
Son gajos de flores rústicas
que tú me recoges trocadas,
porque no sabes de flores
y dispara al mentarlas.
(…)
Mírala, abájate, huele.
Ya, ya. No vas a olvidarla.

-Mama, tú hablas de las matas
como si fueran “cristianas”.
¿Cómo te acuerdas del nombre
y del olor te atarantas?

-Calla y miéntala una vez,
dos veces, tres, ya, ya basta.
Ahora, ahora esta otra…” (10).

Entonces, en el retorno a esta experiencia previa del acto bautismal para encontrar el verdadero nombre las cosas, “el gran antes que volvemos a vivir soñando con nuestros recuerdos de infancia es el mundo de la primera vez” (Bachelard, 1982, 179). Por lo demás, la ensoñación en tanto región donde lo real es también lo imaginario, supone un lenguaje directo con las cosas, pero en tanto la poesía realiza un viaje hacia tales senderos, la palabra ha de asomar bajo la penumbra del sueño. Volver a la infancia desde la escritura poética nos invita a explorar en los secretos de las palabras que encierran el verdadero significado de las cosas. Ya lo decía la poeta Stella Díaz Varín cuando exclamaba con rotunda voz, “una sola será mi lucha/ y mi triunfo;/ encontrar la palabra escondida/ aquella vez de nuestro pacto secreto/ a pocos días de terminar la infancia”. Son aquellas palabras polvorientas que alguna vez fueron a morir al brasero, para dejarnos solo los rescoldos, como la araña deja abandonado su antiguo cuerpo a la chimenea. Y Teillier será particularmente consciente de este sfumato que reniega del afán de claridad del conocimiento logocéntrico, cuando escribe,

“Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.
Lo que importa no es la casa de todos los días
sino aquella oculta en un recodo de los sueños” (11).

En este sentido, el sfumato aportado por la ensoñación, podríamos leerlo como una necesidad de arealidad del alma, esto es según señala Jean-Luc Nancy, “el ens realisssimum, la potencia máxima del existir, en la total extensión de su horizonte. (…) De ahí justamente que un “pensamiento” del cuerpo deba ser, con o sin etimología, un pesaje real, y por ello un tocar, plegado-desplegado según la arealidad” (2003, 36). Sin embargo, según el filósofo, este atributo areal hace comparecer a los cuerpos a una claridad que dispone de los contornos bajo el alba. Y he aquí que nuestra patria chica se aparta, pues el ensueño y el recuerdo, reniegan de la pretendida lumbre del conocimiento científico, pues sabe que el viaje a la infancia despliega un manto de opacidad. Sin embargo, esta opacidad no responde tanto al campo imaginario del recuerdo, sino que restituye el lugar perdido a los otros sentidos devorados por la soberanía ocular del conocimiento. El joven profesor de Literatura, Alexis Candia, otorga especial énfasis a este tema en la poesía de Teillier cuando afirma, “la plenitud sensorial de los niños teillerianos, lo que todavía no han sido afectados por los procesos educativos –que privilegian el desarrollo de la vista y el oído en detrimento del olfato, el gusto y el tacto- implican que éstos tengan sus capacidades al máximo para captar las huellas perdidas” (Candia, 2007).

“(…)
Y el niño que hay en mí sueño
aspira de nuevo el olor de los muebles de roble
y mira lleno de miedo hacia la ventana,
pues sabe que ninguna estrella resucita” (12).

Ya lo decía Lucrecio en sus versos a la naturaleza de las cosas, “al ver que con los ojos no podemos/ descubrir los principios de las cosas;/ sin embargo, es preciso que confieses/ que hay cuerpos que los ojos no perciben” (Lucrecio, 61). Pareciera ser que hay cosas que simplemente no caben en el dominio de lo intelectualmente inteligible, y más bien se anidan bajo el reino de la experiencia. Y es justamente la infancia donde el estatus de la sinestesia cobra mayor extensión a partir de la aprehensión del mundo a través del cuerpo. “En el fondo de la materia crece una vegetación oscura; en la noche de la materia florecen flores negras. Ya traen su terciopelo y la fórmula de su perfume” (2003, 8), señala Bachelard para referirse a aquella intimidad sustancial de la ensoñación con la materia, donde la imaginación deviene fuerzas vegetantes que se empeñan en ir a la raíz de las cosas para la realización del paisaje. En este sentido, y considerando también las pinceladas del perspectivismo amerindio que se propone leer para la patria chica, me atrevo a afirmar que así como la infancia guarda una estrecha relación con la ensoñación, la muerte, el viaje de retorno y la experiencia de lo concreto, es la naturaleza territorio central de su lenguaje. Y aquí cito a Agamben en su obra Lo abierto. El hombre y el animal, cuando afirma “las ideas, que como estrellas resplandecen solamente en la noche de la naturaleza”, recogen la vida de las criaturas no para revelarla, ni para abrirla al lenguaje humano, sino para restituirla a su clausura y a su mutismo” (2006, 150). Es la noche de la infancia sin pretensión de traducción ni de sometimiento de su entorno, porque la infancia es también el reino del instante, el reino de una estrella fugaz que puede realizar su viaje libre de la luna.

Podemos tratar de volver a la infancia a través de la ensoñación y el recuerdo, sin embargo, nos será imposible volver a habitarla por cuanto el lenguaje ya ha dibujado en nosotros un barbecho de significaciones que sólo reverdecían en el contemplar del niño y la niña. Ya lo hacía notar Nietzsche para quien ningún genio será tal en virtud de la memoria, el genio alcanzará su plenitud tan solo con la inocencia del instante que acontece cuando somos niños. En los discursos de Zaratustra, el filósofo se refiere a las tres transformaciones del espíritu, “cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño”. El camello será la fortaleza para cargar las cosas pesadas, y en lo más solitario del desierto querrá conquistar su libertad y entonces se convertirá en león cediendo el lugar del “yo debo” al “yo quiero”. Pero el león ha de convertirse todavía en niño, porque en él reside la voluntad. “Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. (…) el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo” (13). Es pues, el instante que en un comienzo apuntáramos al parafrasear a Zurita, cuando manifestaba su opinión acerca de la poesía.

III. ¿Cómo co(a)ntar la infancia?

“Siempre he querido que en la poesía se vean las manos del hombre. Siempre he deseado una poesía con huellas digitales. Una poesía de greda, para que cante en ella el agua. Una poesía de pan, para que se la coma todo el mundo. Sólo la poesía de los pueblos sustenta esta memoria.”
Pablo Neruda

El contar deja a la vista la huella de quien habla, porque se trata de un hablar cuya forma estética no responde al canon estilístico de la lectura formal y docta. Por el contrario, este amor por las “amadas palabras cotidianas” como dijera Teillier, y que también está presente en Mistral, busca ante todo ser una poesía artesana, de oficio, de huellas escriturales en el plano de lo concreto del mundo. De ahí también la impronta de la poesía del terruño, de la aldea, del lar, de la patria chica, donde los poetas “son observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y las cosas” (Teillier, 1998, 137). Precisamente, la poesía como oficio de artesano, busca dejar las huellas del camino en la escritura, como descubrir las huellas dactilares en el pan amasado, busca resguardar lo elemental, “conservar las cosas reales, en vías de extinción, frente a esta invasión de las irreales que nos son impuestas en serie” (Teillier, 1965, 53). Y en este terreno entra de lleno el del hablante lírico, porque ¿podría un poeta contar la infancia sin siquiera disponerse en la experiencia del cuerpo de los niños? Me refiero a la mirada adultocéntrica que despoja a la niñez de su realidad, pues ¿acaso vemos las cosas igual que cuando éramos pequeños? Ciertamente no. El mundo se avizoraba más grande, mientras regía un encanto por las miniaturas. Y por ello, la patria chica implica un paréntesis del mundo familiar del adulto para situarse en aquellos rincones donde las cosas eran simplemente distintas. Y este paréntesis guarda relación con el deber de encantar de la escritura. “Contar, es encantar, con lo cual entra en la magia” (1979, 94), decía Gabriela Mistral en su minuciosa obra Magisterio y Niño. “El paisaje americano es una fuente todavía intacta del bello describir y el bello narrar (…). Nuestra obligación primogénita de escritores es entregar a los extraños el paisaje nativo íntegramente y, además, dignamente” (1979, 95). Y es que, este contar encantando, no sólo guarda relación con la patria chiquita de la infancia, sino también responde al sustrato mismo de nuestro continente. Ya lo decía Gabriel García Márquez cuando recibió el Premio Nobel, “la vida cotidiana en la América Latina nos demuestra que la realidad está llena de cosas extraordinarias”.

En esta misma línea del paisaje, otro pivote común es que ambos poetas provienen de pequeños pueblos de provincia. El retorno a la infancia, añade así un sentido cartográfico dado por la nostalgia del terruño por oposición a la capital. Y es que ambos han debido marchar de sus pueblos de origen para poder desarrollar y dar a conocer sus trabajos literarios. El mismo Teillier reflexiona en torno a esta pregunta. “¿Por qué esta vuelta? No basta para explicarla, creemos, el origen provinciano de la mayoría de los poetas, que atacados de la nostalgia, el mal poético por excelencia, vuelven a la infancia y a la provincia, sino algo más, un rechazo a veces inconsciente a las ciudades, estas megápolis que desalojan el mundo natural y van aislando al hombre del seno de su verdadero mundo” (1998, 135). Por eso el plano de la ensoñación que permite el retorno al terruño de la infancia, representa también el regreso a la plenitud de la casa natal, que según Bachelard viene a ser la profundidad extrema del ensueño. “En este ambiente viven los seres protectores. (…) Nuestros ensueños nos vuelven a ella. Y el poeta sabe muy bien que la casa sostiene a la infancia inmóvil en sus brazos” (2000, 30). He ahí que la poesía constituye un sendero adecuado para viajar hacia aquellos campos oníricos de nuestros recuerdos.

Pero ¿por qué la poesía dibuja los rieles para los trenes de la infancia? Porque el ensueño de la infancia, como dijéramos anteriormente, significa también un sustrato erótico dado por el afán de continuidad del ser humano. Y he aquí que la poesía es la palabra propicia para al menos aproximarnos a ese negado horizonte de infinitud. “La poesía lleva al mismo punto que todas las formas del erotismo a la indistinción, a la confusión de objetos distintos. Nos conduce hacia la eternidad, nos conduce hacia la muerte y, por medio de la muerte, a la continuidad, la poesía es la eternidad” (Bataille, 2005, 30). ¿Y acaso no es posible retornar a la infancia mediante la narrativa? No, diría Bachelard, pues “describirlas equivaldría a ¡enseñarlas! Tal vez se pueda decir todo del presente, ¡pero del pasado! La casa primera y oníricamente definitiva debe conservar su penumbra. Se relaciona con la literatura profunda, es decir, con la poesía, y no con la literatura diserta que necesita de las novelas ajenas para analizar la intimidad” (2000, 3). En efecto, la representación de la infancia como ejercicio poético nos sitúa en una geografía de lo inmemorial, de ahí que el sueño sea más poderoso que los pensamientos, y que la infancia sea más grande que la realidad, porque además, las imágenes poéticas portan en sí mismas una materia que ha de ser vasta y sencilla sin adjetivos pretenciosos ni pedantes florituras. Y esto regirá a modo de regla cuando esta poesía se dirija a un público infantil, pues en aquella penumbra, serán particularmente importantes las imágenes.

“El contador ha de ser sencillo y hasta humilde (…), deberá ser donoso, surcado de gracia en la palabra, espejeante de donaire, pues el niño es más sensible que Goethe o que Ronsard a la gracia; deberá reducirlo todo a imágenes, cuando describe, además de contar y también cuando solo cuenta (…), deberá renunciar a lo extenso, que en la narración es más gozo de adulto que de niño; deberá desgajar en el racimo de fábulas que se ha ido formando las de relación caliente con su medio: fruta, árbol, bestia o paisaje cotidianos; procurará que su cara y su gesto le ayuden fraternalmente al relato bello, porque el niño gusta de ver conmovido y muy vivo el rostro del que cuenta” (Mistral, 1979, 97).

De ese modo, aunque el corpus poético abordado no está dirigido específicamente a un público infantil, si constituye una invitación a una experiencia vital de retorno a la niñez, habitando el poema, saboreándolo, tropezándonos, humedeciendo las manos en la niebla de Lautaro y recogerse ante el ulular del viento loco en Vicuña.

Entonces, el contar de la patria chica enarbola su encanto esencialmente por medio de la forma estética que retorna al terruño de origen como lugar donde recorrer los subrepticios de la memoria. De esa manera, la poesía se vuelve un intento por contar “aquel mundo poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro, aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias sobre la fundación del pueblo” (Teillier, 1968, 11)

A modo de corolario
Sí hay algo que no podemos negar en el intento de aproximación al relato de la infancia a partir de la lectura de Teillier y Mistral, es que existe una aparente contradicción en esta patria chica de la cual todos hemos sido exiliados. Pues solo hemos de volver a habitarla mediante nuestros imaginarios y fantasmagorías pero nunca podremos retornar a aquella tierra desde la experiencia vital de nuestros cuerpos. De ahí que un tenor que marca la poética de la infancia, sea la nostalgia por el mundo que entonces compartiéramos en consonancia con los seres del entorno, y a ello hay que sumar, el origen provinciano de ambos poetas, que vierte una nostalgia por lo rural, ante el avasallador avance del orden urbano. Más al margen del objeto, la nostalgia viene a ser una expresión de pérdida de la continuidad cobijado por el tiempo del instante. Esa continuidad, no solo de la vida humana, sino de la vida misma abierta a todos los existentes, podemos rastrearla en los elementos recurrentes que se conservan a lo largo de los poemas de ambos escritores. En Teillier, será la lluvia, el atardecer, la niebla, los trenes. En Mistral serán las flores, las montañas, el mar y el viento. En ambos, el concepto de ensoñación nos permite aproximarnos a una forma religiosa que devuelve el estatus de divinidad a todo lo existente, permitiendo reencontrar aquel parentesco perdido con las cosas.

Por otra parte, visitar la patria chica nos sitúa en un lenguaje que desafía a la escritura empedernidamente culta de la poesía. Más bien recurre a las pronunciaciones populares, palabras locales, la lengua habitada en la experiencia cotidiana de los pueblos. Y esto resulta no menor, por cuanto, particularmente el recorrido de Mistral por la geografía chilena en sus poemas, en un principio puede evocar la mirada de Rodolfo Lenz cuando va recopilando información exhaustiva sobre las expresiones populares. En cambio, Mistral y por cierto Teillier, se involucran en la lengua. No solo recolectan y van acumulando y describiendo abundancia de datos sobre el paisaje, la vida cotidiana, la flora, la fauna, los climas y estaciones, sino también los habitan y se dejan habitar por estos elementos, difuminando así las fronteras de sus propios cuerpos. De esta manera, la lectura conjunta de ambos autores, nos sitúa en un caminar poroso tejido por una hebra real o imaginaria, que buscar zurcir aquella continuidad perdida de los cuerpos, a la vez que pone en escena el carácter plural y diverso de los cuerpos problematizando el principio de identidad a partir de las categorías de diferencia.

Pero también este intento de habitar la patria chica, conlleva una mirada cívica, estética y política. Una crítica social a veces cruda, que a ratos nos obliga a mirar ese Chile que ocultamos y olvidamos fuera de la centralidad de la metrópolis. De este modo, la patria chica nos vuelca hacia otros ritmos, paisajes y tiempos. Es el ritmo de los pueblos, de caminar pausado, subiendo y bajando calles y senderos, no es un caminar recto como en las grandes ciudades. La patria chica nos convoca a un recorrido que rinde justicia a los otros sentidos para conocer el mundo más allá de los contornos ofrecidos por el alba del conocimiento. La patria chica nos invita a poner el mundo entre paréntesis y desgajarlo de las apariencias para volver a hablar con los existentes. Finalmente, podemos decir que Mistral y Teillier, en medio del terruño y la infancia, nos llevan a husmear en los belfos del mundo donde la sensibilidad del cuerpo y de la propia subjetividad aparecen entregados a la naturaleza, como un pequeño guiño poético cuya utopía será multiplicar los mundos posibles en la voluptuosidad de las cosas simples de la cotidianeidad de la existencia. Por lo demás, cuando comparamos la patria chica enunciada por diversos recursos, formas y retóricas, vemos cómo se dejan avizorar marcas de género en el cuerpo en relación a la naturaleza y a las cosas. Mistral mientras pasea por la huerta va feminizando las hierbas y flores, mientras Teiller optará por recorrer los espacios domésticos, sí, pero un orden de lo doméstico signado desde la masculinidad del espacio público. Sus lugares serán los bares, las estaciones, la escuela, la plaza, que claramente nos dan las pistas de las huellas de un muchacho. Mistral en cambio andará por casas, huertas, cerros, y no irá sola, al menos en Poema de Chile, irá acompañada de su niñito-huemul, quien la llamará mama, signando con ello una relación no filial pues no hay vínculo nutricio que los ligue, más si maternal, en tanto ella lo cuida, le enseña y lo protege.

En definitiva, contar, caminar, tocar, ensoñar, la pequeña muerte, la pequeña patria, tejen una manera poética de prestar atención a otro tipo de lenguaje de la infancia y su paisaje, no como algo externo y ajeno, sino por sobre todo vivo, palpitante, crepitante. Y su aprehensión aunque inalcanzable, se busca con nostalgia través del despliegue sinestésico de los cuerpos en la cotidiana materialidad de las diferencias. Porque en la diferencia, los cuerpos se dejan tocar por la voluptuosidad de las cosas densificando los subterfugios de las palabras, y solo así retornar a los espacios recónditos de la infancia y del terruño como locus de conocimiento.

 

Notas:
(1) Teillier, “Magia”, 1957, 45.
(2) Entrevista realizada por Cristian Warnken a Raúl Zurita en el programa de TV Una belleza de pensar, 2006.
(3) Mistral, “A veces, mama, te digo…”, 1985, 39.
(4) Mistral, “Huerta”, 1985, 51.
(5) Teillier, “Chiquilla”, 1957, 48.
(6) En Poema de Chile, Mistral desarrolla su diálogo en compañía de un niño a quien el fantasma de Mistral llama “chiquito”, “indiecito”, “mi niño”. La figura de este pequeño atacameño es ambigua pues a ratos se referirá a él como “huemulillo”, “ciervo”, “velludito”. “Naciste en el palmo último/ de los Incas, Niño-Ciervo”. Pero en otras ocasiones será explícito que van marchando distinguidamente los tres; “no deis más, que somos sólo/ un niño, un cervato y este/ atribulado fantasma”.
(7) Mistral, “Perdiz”, 1985, 140.
(8) Teillier, “Memoria de la aldea”, 1957, 54.
(9) Teillier, “Otoño secreto”, 1957 8.
(10) Mistral, “Flores”, 1979, 94.
(11) Teillier, “Los dominios perdidos”, El árbol de la memoria, 2003, 53.
(12) Teillier, “Bajo un viejo techo”, Para ángeles y gorriones, 1957, 18.
(13) Cita extraída de libro de dominio público disponible en http://libricultura.blogspot.com.ar/2013/01/asi-hablo-zaratustra-nietzche-epub-pdf.html
Referencias bibliográficas
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